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martes, 15 de marzo de 2016

Bajos instintos victorianos

   Lord Amersham era el hombre más distinguido de toda la región. Era un héroe de guerra condecorado y eso que no era uno de eso viejos que se preciaban de sus hazañas en los bailes y reuniones de sociedad. No, Lord Amersham no llegaba todavía a los cuarenta y era el objeto de deseo de cada una de las mujeres de Milshire. Claro está que nadie diría esto nunca pues el deseo no era algo de lo que se hablara en voz alta. Pero así era.

 En el último baile, organizado por la familia Winstone en honor a la presentación en sociedad de su hija Celia, Lord Amersham había fascinado a todo el mundo con sus dotes de bailarín. Sus giros en el baile grupal eran casi pecaminosos. Las mujeres se emocionaban con sus cintura y, mejor dicho, con su trasero que venía siempre forrado de esos pantalones clásicos de la época en que vivían.

 Mister Farsy casi se atraganta con su copa de vino cuando vio al Lord bailar con tal agilidad. Y es que, incluso a él, le causó una sensación muy extraña. Cada contoneo de Amersham le valía un movimiento en las regiones del sur de su cuerpo y pronto tuvo que encontrar dónde sentarse. Agradeció la siempre aburrida conversación de Lady Ashmore, una viejita que lo único que sabía contar era su aburrida vida en Londres, cuando iba y visitaba a su nieta Cordelia. La pobre había sido famosa en la región por ser una chica fea que, por alguna razón, había encontrado fortuna al casarse con un barón que la puso a vivir como una reina.

 Mientras Lady Ashmore contaba todo del más reciente viaje a Ceilán de su nieta, el pobre Farsy experimentaba un montón de sentimientos y sensaciones que no eran propios de la Inglaterra victoriana. Ya que estamos, tampoco de la eduardiana ni de la isabelina. De ninguna Inglaterra conocida o por conocer, ni de Thatcher, Brown, Cameron, ni de nadie. Pero esos no contaban pues nadie los conocía y era mejor dejarlo así.

 Luisa llegó al poco rato. Había estado haciendo lo que mejor sabía hacer: informarse de todo el cotilleo de cada esquina del país. Era la distraída esposa de Farsy y una mujer tan insulsa como guapa. El condado entero había quedado fascina cuando se habían casado pues los dos eras dos criaturas hermosas y  la boda fue como de ensueño, con flores por todas partes y una perfección que rayaba en lo fastidioso.

 Pero la verdad era que no había nada que envidiar. Se habían casado porque sus familias lo habían arreglado todo. No podían ser más disparejos: ella ni se enteraba de nada más que el chisme. Ni siquiera sabía como era que se tenía a los hijos y eso que su madre lo había explicado con detalle. Y él… Bueno, Farsy se sentía tan abochornado en el baile que tuvo que pedirle a Luisa que se fueran. Argumentaba una calentura.

 Al otro día, ya con sus emociones bajo control, la pareja recibió la visita del padre y la madre de Luisa. Él era uno de esos viejos para los que nada nunca es suficiente. Cada vez que venía bombardeaba al pobre Farsy de preguntas que él ni sabía que significaban. Era frustrante que solo fuese un comerciante ahora y que a nadie le importase mucho su breve historia como soldado. De hecho, a nadie le interesaba porque era un historial casi inexistente. Se había desmayado un par de veces y eso era todo. Pero Farsy era un patriota y para él cualquier paseo por el ejercito tenía su peso.

 La madre de Luisa era igual que ella: una máquina de chismes ambulante. Si no los sabía, se los inventaba. A Farsy no le caían bien. De hecho, ni a sus padres. Y sin embargo todos convinieron en el matrimonio de los hijos por razones meramente estéticas. Farsy, modestia aparte, era un hombre alto y bien parecido, con cabello rizado y dorado, como el de los ángeles. Y Luisa era delgada y con los ojos grandes y verdes, labios algo gruesos y caderas anchas.

 Pero cada uno prácticamente no había visto nada del otro. La noche de bodas, en la que se supone que todo el mundo tiene relaciones sexuales, ellos se quedaron hablando. Fue el día que Farsy supo que su esposa sabía todo de todo el mundo y él lo agradeció pues no estaba listo. Estaba muy nervioso, como siempre, y temía que no pudiese funcionar con su esposa. Ella ni se dio cuenta.

 Fue cuando la madre de Luisa y ella se pusieron a hablar de Lord Amersham, que el pobre Farsy sintió de nuevo esos bajos instintos que lo habían acosado en la fiesta. El padre de Luisa lo miró como a una criatura enferma y le preguntó que le pasaba. Farsy argumentó que era un dolor de estomago, por la comida de la fiesta.  El hombre no contestó nada pero lo bueno fue que no siguió hablando de “lo que hacían los hombres” y así pudo escuchar Farsy que había rumores de boda. Sí, Lord Amersham parecía que por fin había sido atrapado por las redes femeninas de la más joven de las chicas Beckett.

 Las chicas Beckett eran prácticamente famosas. Eran ocho chicas, cada una más hermosa que la anterior. La más joven debía tener unos catorce años. ¿Y era ella la elegida para casarse con Amersham? Farsy pensó que eso no tenía sentido y lo argumentó de viva voz, diciendo que un hombre como Amersham, héroe de guerra y tan bien parecido, debía de tener una mujer a su altura y no una chiquilla que no le llega ni a los talones.

Aunque se le quedaron viendo, la poco rato celebraron su intervención y le dieron la razón. Amersham era un orgullo local y nadie quería verlo mal casado con cualquier niña que le pusieran delante. La madre de Luisa aclaró que era solo un rumor así que habría que ver que pasaba con eso. El pequeño encuentro terminó bien y por primera vez Farsy recibió una cariñosa sonrisa de su esposa, quién nunca lo había visto tan interesado como ella por los asuntos sociales.

 De nuevo hubo fiesta el fin de semana siguiente. Esta la organizaban las mismísimas Becket, pues una de ellas se iba a Londres a vivir con su esposo. Hay que decir que en la región todo se celebraba pues era todo tan aburrido que no había otra manera de sobrevivir al tedio de vivir sin una pizca de tecnología. Y como los viajes no eran para todo el mundo y siempre eran largos y aburridos, no era algo que se pudiese contar, como lo hacía Lady Ashmore.

 Cuando llegaron en su carruaje, los recibió en la puerta la hija Becket, su esposo y, allí de pie, inmaculado con su pecho bien inflado y su cuerpo apretado, Lord Amersham. Era como una visión y fue en ese momento, y no antes, que Farsy se dio cuenta que había algo malo con él. No hacía sino mirarlo y no pudo evitar bajar la cabeza y detallar cada pliegue de pantalones de Amersham: desde los pies hasta el pecho enorme que parecía querer salir de la camisa que tenía puesta.

 Pasaron al jardín y allí los Beckett habían preparado la fiesta más bella en mucho tiempo. Aprovecharon el amable clima de los primeros días de verano para hacer algo en el jardín, cubriendo solo la parte de la comida con un toldo hecho de una tela enorme. El resto eran mesas grandes, de esas que se veían en las cocinas. Algunos invitados no estaban muy contentos pero otros se alegraron del cambio y empezaron a comer y beber de inmediato.

 Todo el mundo fue y, ya entrada la tarde, todo el mundo estaba feliz y bailando y aplaudiendo. Era el evento del año y eso que solo se trataba de una chica mimada yendo a Londres a ver su esposo trabajar mientras ella seguro se encontraba un amante, más fácil de tener allí que en el campo. Era lo que siempre pasaba.

 Después de uno de los bailes, Farsy tuvo urgencia de orinar pues había tomado mucha champaña. Fue al interior de la casa pero no había nadie que le indicara donde estaba el baño. Y como estaba que se hacía pues decidió, salir, dar un pequeño rodeo a la casa y orinar por allí cobijado por la oscuridad. Rompió el silencio su torrente de liquido pero entonces quedó paralizado cuando escuchó una voz a su espalda. De nuevo, los bajos instintos se descontrolaron y, esta vez, con justa razón.

 Nadie nunca supo porqué Farsy se había demorado tanto en el baño, los criticones culpaban a la champaña de mala calidad. Tampoco supieron la razón por la que Amersham había entrado a la casa aunque se asumía que la joven Beckett tenía algo que ver. Y todos estaban de acuerdo a que al amor no se le ponen barreras, si los padres lo consienten.

 El caso es que nadie supo que Farsy y Amersham vivieron su propia pequeña aventura apasionada en los arbustos de los Beckett, de los que recogían frutas a veces y donde jugaban los niños. Nadie había escuchado los gemidos de Darcy y las palabras fuera de época de Amersham.


 Pero así fue. Y entonces la historia, que desde el comienzo había sido poco parecida, cambió del todo hacia algo que nadie después entendería bien pero con la que todo el mundo estaba cómodo. Al fin y al cabo, eran solo dos tipos teniendo relaciones en medio de los arbustos.

martes, 14 de abril de 2015

Éxtasis

   Que es peor que despertarse y no saber donde se está? Que es peor que sentir algo en la mente que te dice que hiciste y deshiciste la noche anterior, pero simplemente no lo recuerdas? Juan había caído en esa espiral hacía mucho tiempo y parecía no haber manera de que saliese por su cuenta. Algunos tienen problemas de autoestima relacionados con el aspecto físico pero los de Juan estaban más relacionados con dejar de ser quien había sido durante tanto tiempo.

 En el colegio, había sido el niño flaco y ojón que era bastante promedio. En todo le iba regular, ni mal ni bien. Nunca se destacó por nada y, teniendo dos hermanos mayores, jamás hizo algo en lo que fuese el primero en su hogar. Sus padres no lo querían menos, si acaso al contrario, pero eso no servía de nada cuando los demás tenían toda la atención por sus logros y él todavía estaba en la escuela. Cuando llegó la hora de la universidad, se atrevió a lanzarse al vacío y estudiar artes pero los primeros semestres siguió siendo el mismo. Pensaba que la decisión le llevaría a hacer y experimentar cosas nuevas pero nada de eso estaba pasando.

 Ya casi terminando la carrera y habiendo descubierto su pasión por la fotografía, Juan conoció a un grupo de personas en la pasantía que tenía que realizar como requisito para graduarse. Entre ellas estaba una chica llamada Alexa y su novio Henry. Fueron ellos quienes tomaron a Juan de la mano y lo vieron como un niño que todavía no había descubierto su masculinidad. Lo trataban como a un hermano menor, incluso cuando salían a tomar unas cervezas después de clase.

 La verdad era que Juan no era virgen. Había tenido un par de novias, ambas por más de dos años, pero las cosas siempre se terminaban cuando él causaba el rompimiento. Nunca era él el que pedía terminar pero sí era quién causaba todo poniéndose raro y cambiándolo todo de un momento a otro. Esto también era debido a su inseguridad y a que no sabía muy bien que era lo que hacía o porque lo hacía.

 Pero con sus nuevos amigos, las cosas empezaron a cambiar rápidamente. Los primeros en notarlo fueron su familia y su ex novia: llegaba tarde a la casa entre semana, muchas veces con olor de trago y cigarrillo. Tenía una actitud cortante, como dándose aires de ser más de lo que era y de tener muchas cosas mejores que hacer que hablar con nadie más. Su ex novia o buscaba para hablar de objetos que quería de vuelta y él le respondía cada vez peor por lo que ella prefirió ir un día a su casa, mientras él no estaba, y sacar lo que le pertenecía a ella.

 Al comienzo fue solo el alcohol. Entre semana eran solo botellas de cerveza, que aumentaban al pasar de las semanas. Los viernes y los sábados esas botellas de cerveza pasaban a ser de vodka, ron, aguardiente, vino, o lo que pudiera comprar con el dinero que lograban reunir entre los tres y otros amigos más de Alexa y Henry. Los amigos de ellos eran también artistas pero más que todo del tipo que hablan mucho pero no han hecho lo mismo. Otros, eran gente muy concentrados en su estilo, en si mismos. Eran diseñadores de cualquier tipo o simplemente gente que creía que la moda los hacía mejores personas. Entre grupos cada vez más grandes y en lugares que él no conocía, Juan fue cayendo lentamente.

 Su graduación de la universidad fue un poco después y al poco tiempo, con ayuda de sus nuevos amigos, consiguió un trabajo en una revista. Sus padres querían reprenderlo pero ya era muy mayor para eso y además estaba trabajando y era responsable con lo que le tocaba a él. Como manejaba su tiempo era cosa de él, a menos que todo se pusiera peor.

 Las fiestas eran casi siempre en la casa de alguien, casi siempre lugares amplios y viejos, aunque había ocasiones que los amigos de sus amigos eran personas más acomodadas y entonces iban a hermosos apartamentos con la más increíble vista a la ciudad. Fue en uno de esos apartamentos en los que un amigo de Alexa le ofreció su primer cigarrillo de marihuana, que él fumó ante la mirada pendiente de muchos a su alrededor. Juan siempre pensó que sería algo más emocionante pero resultó ser algo decepcionante ya que no tuvo ningún efecto en él. Mientras los demás fumaban y reían tontamente, él seguía bebiendo, que era preferible a perder el tiempo con algo que solo olía raro.

 Su decisión de no fumar marihuana podía haber sido buena si no fuera porque eso lo alentó a arriesgarse más. Vinieron entonces la cocaína, las pastillas y demás “juguetes, como los llamaban sus amigos, que lo ayudaron a desinhibirse como nunca jamás lo había hecho. La primera vez que probó una de tantas drogas estaba con Alexa y Henry y fue tal el efecto del alucinógeno que, sin pensarlo dos veces, se lanzó encima de Henry y tuvo relaciones sexuales con él mientras Alexa salía del cuarto para buscar más de lo que habían consumido.

 Juan descubrió lo que era el éxtasis, aquel sentimiento de placer extremo y no quiso dejarlo ir porque lo hacía sentirme mucho más y mejor que nunca. Se sentía con el poder y la voluntad de hacer lo que quisiera. Había uno de esos chicos diseñadores que siempre le había llamado la atención pero jamás se lo había planteado en serio. Una noche, llena de drogas y alcohol, lo llevó a un cuarto del lugar donde estaban y tuvo relaciones con él. El chico, para su sorpresa, no había consumido nada más que un par de cervezas pero Juan nunca recordó que le hubiera dicho eso. Al otro día estaba tirado en el piso, al lado de un charco de su propio vómito y sin ropa. Había otros tres hombres con él en una cama y ya no estaba en el lugar de la fiesta de la noche anterior. Solo recogió su ropa y se fue, sin más.

 Esa fue la primera vez que sintió miedo de verdad. Miedo de que, por descubrir una nueva parte de si mismo, estuviese perdiendo quien siempre había sido. Cuando llegó a casa, y después de un regaño de su madre por llegar campante a mitad de tarde un domingo, fue al baño y se miró en el espejo: estaba más delgado que nunca y jamás lo había notado. Es decir, siempre había sido flaco pero ahora había sombras en su cara y en su cuerpo que antes nunca habían estado allí. Se le notaban las costillas y algunas vertebras en la espalda. Nunca había tenido mucho trasero pero ahora no tenía casi nada.

 Se echó agua en la cara y decidió que era mejor ducharse. Allí, bajo el agua, empezó a llorar sin control. Sus piernas se doblaron ante su peso y quedó allí por un largo rato hasta que pudo cerrar la llave, esto tras controlar sus manos y sus emociones. Todavía quería llorar, sin razón aparente, pero no podía hacerlo con su familia tan cerca. No quería tener que explicar nada. En ese momento recibió una llamada de Henry pero no contestó. No quería saber nada de ellos por ahora.

 Trató de dormir pero entonces varios fragmentos de lo que había hecho la noche anterior venían a su mente. Había consumido más drogas y había tenido sexo con varios hombres y tal vez una o dos mujeres. Podía sentir el sabor en su boca de la ceniza de los cigarrillos y del alcohol de mala calidad que había circulado por todos lados. Como pudo, empujó esos pensamientos fuera de su mente y durmió por algunas horas, ante el asombro de su madre que jamás lo había sentido tan extraño. Quiso preguntar que le pasaba pero sabiendo como respondería, se abstuvo de hacerlo.

 Al día siguiente en el trabajo, Juan se desmayó en la mitad de una sesión fotográfica. Tuvieron que llamar una ambulancia y mandar a todo el mundo a su casa. Lo llevaron a un hospital con rapidez y, para cuando su familia llegó, estaba mucho peor. Su cuerpo estaba tan acostumbrado y era tan dependiente de las drogas y el alcohol, que el solo pensamiento de dejarlas había hecho que su cuerpo reaccionara de la manera incorrecta. Juan no supo contestar cuando le preguntaron que había consumido. Solo lloraba en silencio y se sacudía con violencia, gimiendo y gritando.

 Su familia vio como estaba y el doctor les explicó que era lo que sucedía. Ellos no entendían como era que jamas ﷽﷽﷽﷽﷽﷽﷽a que jamsangre, que era lo que on que habñia consumido. Solo lloraba en silencio y se sacudl, que el solo pensamientoás se habían dado cuenta que su hijo estaba metido en el mundo de las drogas. Pero ya era muy tarde para lamentarse o pedir perdón o proponer ayuda. El cuerpo de Juan se estaba destruyendo a si mismo con ayuda de los químicos que todavía no habían dejado su cuerpo tras dos días de la fiesta más grande en la que jamás había estado. Antes de perder la lucidez, pidió perdón a su familia pero esto no duró mucho. Al día siguiente no los reconocía, tal vez por el dolor. Tuvo momentos de lucidez, uno de los cuales fue usado por el doctor para preguntar si había tenido relaciones sexuales sin protección. Pero Juan no podía responder.


 El día mismo que el doctor verificó la presencia de una enfermedad de transmisión sexual, Juan empezó a convulsionar con violencia y entonces murió. La combinación de todos los factores le había causado la muerte y todo por elegir la salida más fácil, más rápida y mejor pintada.

lunes, 2 de febrero de 2015

Ágata

   Su nombre era Ágata. Era una gata bastante peluda, con ojos grandes y de un amarillo penetrante. Sin embargo, era imposible no verla en donde estuviera. Atraía las miradas con su hermoso semblante y aparente elegancia. Se estiraba suavemente en cualquier superficie placentera que encontrara y casi siempre dormía plácidamente, obviamente sin ninguna preocupación en el mundo.

 La hermosa gata era propiedad de Yrina, la famosa supermodelo rusa. La mujer viajaba por todos lados pero nunca olvidaba a su inseparable amiga felina. Ágata había sido un regalo de un novio que la mujer había tenido pero el amor terminó pronto y lo único que le quedó a Yrina fue la gata. Eso sí, todo ocurrió un año antes de que se volviera famosa y ahora la modelo reía sola al pensar en lo arrepentido que estaría el idiota que le había dado a la gata. Seguramente estaría golpeándose contra una pared.

 Ágata sabía de esto ya que, de vez en cuando, Yrina reía macabramente cuando le acariciaba su pelo. Vagamente recordaba al hombre que le había regalado y entendía que todavía tenía un efecto particular en su dueña. También la había visto llorar cuando la relación se había terminado y la había visto pasar por muchas cosas más, así que no sabía de en verdad ese chico se arrepentiría o si, más bien, se sentiría aliviado.

 Siendo una gata, era ciertamente difícil juzgar a los seres humanos. Eran criaturas para ella interesantes pero muy complicadas. A pesar de lo que oía alrededor, sobre todo de quienes venían a maquillar o peinar a su ama, las hembras y los machos de la especie humana eran iguales en todo sentido, incluida su ingenuidad, cinismo y tontería. Podían ser muy inteligentes y muy estúpidos y se preocupaban por cosas que ella no entendía. En esas ocasiones, prefería recostarse por ahí y dormir una buena siesta.

 No podía negar, nunca, que Yrina era una buena humana con ella y, al fin y al cabo, eso era lo que contaba. La peinaba en sus ratos libres y, lo había notado desde el comienzo, Yrina era otra persona cuando estaban solas. Solía comer comida más apetitosa que las comidas raras que muchas veces le hacían comer y veía mucha televisión. Claro que Ágata no entendía nada de lo que decía o mostraba ese aparato, pero casi siempre su ama la ponía en su regazo y la acariciaba mientras veía alguna película. Era realmente relajante.

 Diametralmente eran los días de trabajo. Yrina casi nunca la tocaba, a menos que fuera para quitarla de un sitio donde no debía estar. Parecía que no supiera que los gatos no pueden quedarse siempre en un mismo sitio.  Los gatos necesitan moverse, explorar, cazar y jugar un poco. Pero cuando decenas de otros seres humanos estaban alrededor, esto se volvía imposible. Ágata prefería dormir antes que ser acariciada por algún desconocido.

   Más de una vez había rasguñado a alguien con sus garras, que siempre eran cortas, porque odiaba a los desconocidos. Era insoportable que se acercaran haciendo ruidos idiotas y acariciando mal, a veces frotando mucho, como si estuvieran acariciando a un oso polar. Pero cuando rasguñaba, mejor dicho cuando se defendía, Yrina se enojaba bastante y la regañaba. Esto era insoportable, no solo por el factor de la comida, sino porque Yrina el único ser humano que Ágata soportaba y era como ser rechazado por un buen amigo.

  Además, estaba lo extraño. A veces cuando estaban solas, Yrina se comportaba de una manera muy extraña. Tenía días en los que fumaba bastante, tanto que parecía a uno de esos coches viejos que todavía andan por ahí. Además, se encerraba en el baño por horas y, muchas veces, Ágata la esperaba afuera y arañaba la puerta pero jamás conseguía respuesta. Ni un regaño, ni un grito, ni una afirmación. Nada.

 Podía ser un gato, pero Ágata sabía que algo no iba bien, unos tres años después de haber sido regalada a su ama. Nunca había sido un ser humano particularmente jovial pero ahora parecía que no sonreía nunca y, Ágata pensó, que se veía cada vez más fea. No era buena jueza de la belleza humana pero siempre había pensado que Yrina era bastante agradable a la vista.

 Ya no era así. A veces, cuando dejaban de viajar y regresaban al apartamento que compartían. Ágata se quedaba mirando a su ama mientras dormía, cuando dormía. Parecía verse más pequeña, como reducida por un dolor o por algo que ella no pudiera controlar. Además su pelo, que siempre había sido bello (aunque Ágata pensaba que los gatos les ganaban a los humanos en esto), parecía menos vivo, más opaco y triste. Lo mismo sus dientes. La hermosa sonrisa con la que tantas veces había saludado a la felina, ya no existía.

 Sin embargo, el trabajo por esa época parecía haber aumentado. Yrina lucía cada vez peor pero tenía más trabajo. Ágata agradecía que la llevara a todos los sitios a los que iba, así fuera a países lejanos. No era muy alegre viajar en un avión que solo hacía ruido y en el que se podía casi mover, pero la recompensa era ver a su ama feliz, o al  menos fingir felicidad. No sabía nunca cuando era una cosa o la otra pero, Ágata pensaba, al menos parece intentarlo.

 Pasó otro año, de viajes y mucho trabajo, y Ágata empezó a notar algo más. El apartamento que por tanto tiempo había sido para ellas solas se convirtió en un centro de eventos. Casi no pasaban dos días antes de que decenas de seres humanos, todos descuidados, llegaran y dejaran el sitio hecho un desastre. Incluso el cojín favorito de Ágata era movido de un lado al otro, como si fuera alguna diversión enfermiza.

 La gente que venía se parecía a la nueva Yrina. No eran mujeres particularmente bellas ni hombres naturales sino gente que parecía haber salido de uno de los programas que la gata veía que su ama veía en la tele hacía mucho. La mayoría de los humanos iban demasiado arreglados y, a juicio de Ágata, se veían ridículos. Era cierto que nunca había entendido el concepto de la ropa, pero incluso ella podía ver que no era lo apropiado, el modo de vestir de esas personas.

 Además, nunca había visto a ninguno de esos humanos. Ni en la casa, ni en ninguno de los trabajos pasados de la modelo. Y Ágata se preciaba de tener una buena memoria. Que hacían entonces toda esa gente en el apartamento y porque tan seguido? Todos bebían líquidos que olían horrible y sabían peor (era imposible ignorar las manchas por todos lados) y, curiosamente, no había un solo plato de comida en toda la casa.

 Lo único que ágata siempre encontraba gracias a Lupe, una mujer que venía de vez en cuando, era su comida y un plato lleno de agua en un rincón que era solo para ella. Incluso los invitados de las fiestas nunca entraban allí. Aunque había habido una vez, en la que había encontrado a dos seres humanos allí pero el calor era tal que había salido corriendo al instante. Odiaba el calor.

 Y así siguieron las cosas, por meses y meses hasta que un día se quedaron las dos solas de nuevo. Ágata, apenas se despertó, corrió al cuarto de Yrina para despertarla con su ronroneo pero no había nadie en la cama. Seguramente, pensó la gata, estará en el baño. En efecto, la puerta estaba entreabierta y, con dificultad, Ágata pudo entrar. Su ama estaba tendida en el piso y tenía una bolsita al lado llena de algo que no pude saber que era.


 Cuando Lupe llegó, Ágata la atrajo hasta el baño y allí cambió todo. No solo fueron los gritos de Lupe ni que la llevaran a un hogar para animales. Era también el hecho de que, al final, mientras Lupe corría gritando por todos lados, Ágata se acerco a su ama y la olió. Entonces entendió que su vida iba a cambiar porque su ama ya no estaba. No se preguntó que sería de ella sino que pensó: “Que pasó con mi ama, con Yrina?”.