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martes, 28 de julio de 2015

Volar

   Su aspecto era majestuoso e iban de aquí para allá con la mayor libertad. Era hermoso verlas volar, de manera tan resuelta pero a la vez tan libre de ataduras y de tantas cosas que nosotros sí tenemos como seres humanos. Las aves eran libres, libres de verdad. Es cierto que tal vez no sean las criaturas más brillantes pero que importa eso cuando tienen el don del vuelo, la libertad, de nuevo, de ir y venir hacia y de donde quieran. Miles de personas iban a ver a las aves al parque, era algo así como una tradición en la ciudad ya que era de los pocos sitios urbanizados donde aves migratorias venían a descansar después de su largo viajes desde aquellas tierras frías del norte. Había días en los que el sitio parecía un aeropuerto, llegando oleada tras oleada de aves.

 La gente tomaba fotos y se divertía con el espectáculo pero para Ignacio, las aves eran su vida, su pasado y su futuro. Se dedicaba a ir todos los días de la migración a tomar fotos y, si podía, a clasificar los tipos de aves y sus tamaños. Incluso podía saber de donde venían si alguna de ellas tenían un chip implantado que se podía leer a distancia y sin molestarlas. Siempre había tenido interés en las aves, desde que era un niño pequeño y veía las palomas volando por el parque. Lo que más le había atraído era el concepto de volar y de poder ir adonde quisiera cuando quisiera. Era un don que obviamente el ser humano no tenía por su naturaleza misma, volar habría sido un error pero se las habían arreglado para corregirlo con tecnología.

 Era extraño, pero para alguien que adoraba volar, a Ignacio no le gustaba nada la idea de meterse en un avión y estar allí por horas para llegar en otro lado. La primera vez que lo intentó, fue un dolor de cabeza tanto para él como para los demás pasajeros. Él no lo sabía pero era claustrofóbico y simplemente no podía meterse en ningún tipo de aparato que volara. Simplemente no lo disfrutaba nada y para volver de ese primer viaje, su familia prácticamente tuvo que drogarlo para que durmiera y no sintiera nada de nada. Era un poco cómico para ellos, aunque nunca se lo dijeron de frente, que semejante amante del vuelo y las aves, no pudiese volar en un avión.

 Lo bueno fue que, al crecer, no tuvo tantas oportunidades de salir a viajar a ningún lado y las vacaciones siempre las tenía que pasar en algún lugar cercano a la ciudad. Su familia aprendió de esto y decidieron hacer planes por su lado y que Ignacio hiciera planes con amigos para pasar las vacaciones. Esto los distanció un poco pero hubiese sido injusto que alguien tuviese que ceder su vida nada más por un inconveniente personal. Así funcionan las cosas algunas veces y nadie tenía la culpa. En todo caso, cada uno pasaba siempre buenas vacaciones y se reunían a discutirlas una vez Ignacio se mudó de casa.

 Al vivir solo, dedicó su vida a sus investigaciones y a tomar fotografías y demás. La verdad era que Ignacio no se sentía bien. No solo porque se había dado cuenta de que no conocía bien a sus propios padres sino porque su vida se sentía vacía, como si le faltaran pedazos que él ni siquiera sabía que debían estar allí. No tenía nada que ver con el amor o algo por el estilo sino más con tener un sentido de pertenencia, una dirección clara. Porque la verdad era que lo que hacía ya no lo llenaba como antes. Era bonito estar en casa los fines de semana con su mascota Paco, que era un loro bastante brillante pero eran los únicos momentos en los que se sentía sin ninguna molestia. Era extraño sentirse así porque no era algo que él conociera, que hubiera vivido antes pero sabía que algo estaba mal.

 Ignacio decidió ir a un sicólogo donde ventiló lo poco que sentía y que entendía de ello pero no fue suficiente. El sicólogo, era evidente, solo respondía a algo cuando era más bien obvio, como si los síntomas no los entendieran las personas que los sentían sino solo él. Fue una experiencia decepcionante y nunca más trató de ir a un profesional de la mente, como se hacían llamar. Después de la cita, salió con tanta rabia del consultorio que casi tumba a una mujer que iba entrando al edificio y por poco se le olvida que desde allí no podía caminar a casa. Se sentía frustrado y desesperado. Parecía que este fracaso le había hecho sentir muchas cosas más, ninguna que entendiera con claridad.

 Paco era su único amigo. Era triste decirlo pero el loro era el único que parecía entender lo que Ignacio sentía. Se le subía al hombro o al cuerpo y se recostaba en él, algo inusual para Paco que solo quería decir que entendía por lo que su amo estaba pasando. Era algo tierno que pronto lo sacó lágrimas a Ignacio, que se sentía cada vez más atrapado pero algo aliviado que así fuera su ave entendiera algo de lo que estaba pasando. Desde ese día trató a Paco como un príncipe y le compró varios juguetes y una comida mucho mejor que la que comía habitualmente. Pero este cambio en su relación no cambió en nada lo que sentía, ese peso en el alma que sentía cada vez más pesado, como si creciera.

 Tratando de obviar el fracaso con el sicólogo, intentó ir con un médico general. Era posible, pensó, que sus afecciones tuviesen que ver con algún problema físico. Fue decepcionante, de nuevo, saber que estaba en perfecto estado de salud y que, a excepción de una deficiencia de calcio notable por su aversión a la leche, todo marchaba como un reloj. De la cita solo sacó una botellita de pastillas de calcio y nada más. Las empezó a tomar juiciosamente pero después de un tiempo las dejó, viendo que huesos más fuertes no ayudaban nada en su estado de ánimo. Varias noches estuvo echado en la cama, mirando hacia arriba y preguntándose que pasaba.

 Tiempo después, su mejor amigo del colegio volvió a la ciudad y le pidió que se vieran ya que tenía algo que contarle. Se vieron en un bonito restaurante y allí su amigo Cynthia le contó que estaba embarazada. Por lo visto la reacción de Ignacio no fue suficiente ya que ella le reclamó por su falta de entusiasmo. Ignacio le respondió que él no sabía mucho de eso pero que estaba feliz por ella, porque sabía que siempre había tenido un gran instinto maternal y ahora podría usarlo de verdad. Ella se alegró con esa afirmación y le contó que había decidió con su pareja no casarse todavía hasta ver que tal se llevaban durante el embarazo y todo lo demás. Era poco ortodoxo pero era mejor que apresurarse. Cuando le preguntó a Ignacio como estaba, él, sin razón, empezó a llorar.

Al rato de haber empezado, se detuvo a la fuerza, viendo como la mayoría de las personas en el restaurante habían girado sus cuellos para ver que era lo que ocurría. Se secó las lágrimas torpemente y Cynthia entendió que era hora de que se fueran. Caminaron en silencio unos minutos hasta llegar a un parque pequeño, donde se sentaron y ella por fin le preguntó que era lo que pasaba. Él la miró, con los ojos rojos del llanto, y le dijo que no sabía que era lo que ocurría. Se sentía perdido y con afán de algo pero no sabía de que. Ella le preguntó si le hacía falta alguien pero él le respondió que ella sabía muy bien que para él las relaciones amorosas no era algo que a él le interesara mucho.

 Ignacio le contó a su amiga Cynthia de sus citas con el sicólogo y con el médico, de su nueva amistad con Paco y de cómo su insomnio era cada vez peor, de tanto pensar y pensar. Le confesó que ya no sabía que hacer y que cada día era difícil para él levantarse y hacer su trabajo, que menos mal era a distancia y no tenía a nadie encima molestando. Ella le dijo que era natural que muchas veces uno simplemente colapse y empiece a ver su vida con otros ojos y a darse cuenta que le hubiese gustado hacer las cosas de otra manera. Tal vez era eso o tal vez era él hecho de que, para ella, Ignacio vía una vida demasiado ermitaña, demasiado cerrada sobre sí mismo.

 Desde la época del colegio había dejado de hablar con la mayoría de sus amigos y ya no iba a acampar o de viaje a ver aves en algún parque nacional. Ella entendía bien que no fuera de los que persiguen el amor pero le dijo que todos los seres humanos necesitan compañía, no importa en que forma venga. Le dijo que Paco era probablemente un buen comienzo pero que siempre era mejor tener un ser humano cerca. En ese momento lo rodeó con un brazo y le dijo que sentía no poder ser ella la que estuviera allí con él pero que era obvio que lo iba a obligar, como pudiera, a ir a visitarla cuando la bebé naciera. Ignacio sonrió y abrazó a su amiga, de nuevo llorando pero esta vez en silencio.


 Días después, las cosas empezaron a mejorar un poco. Ignacio decidió lanzarse al agua, como se dice, e inició varias conversaciones con las personas que veía en el sitio donde iba a fotografiar aves. Muchos eran amantes del concepto de volar, como él, y otros solo amaban a los pájaros y se reían con las anécdotas acerca de Paco. A los pocos meses, conocía ya a varias personas y algunas empezaban convertirse en sus amigos. Y de repente todo iba mejor, la presión en su pecho se había alivianada y su ansiedad solo se presentaba algunas noches, como recordándole que faltaba camino. Pero él dormía bien, pensando que lo que faltara de camino no lo tendría que recorrer solo.

lunes, 2 de febrero de 2015

Ágata

   Su nombre era Ágata. Era una gata bastante peluda, con ojos grandes y de un amarillo penetrante. Sin embargo, era imposible no verla en donde estuviera. Atraía las miradas con su hermoso semblante y aparente elegancia. Se estiraba suavemente en cualquier superficie placentera que encontrara y casi siempre dormía plácidamente, obviamente sin ninguna preocupación en el mundo.

 La hermosa gata era propiedad de Yrina, la famosa supermodelo rusa. La mujer viajaba por todos lados pero nunca olvidaba a su inseparable amiga felina. Ágata había sido un regalo de un novio que la mujer había tenido pero el amor terminó pronto y lo único que le quedó a Yrina fue la gata. Eso sí, todo ocurrió un año antes de que se volviera famosa y ahora la modelo reía sola al pensar en lo arrepentido que estaría el idiota que le había dado a la gata. Seguramente estaría golpeándose contra una pared.

 Ágata sabía de esto ya que, de vez en cuando, Yrina reía macabramente cuando le acariciaba su pelo. Vagamente recordaba al hombre que le había regalado y entendía que todavía tenía un efecto particular en su dueña. También la había visto llorar cuando la relación se había terminado y la había visto pasar por muchas cosas más, así que no sabía de en verdad ese chico se arrepentiría o si, más bien, se sentiría aliviado.

 Siendo una gata, era ciertamente difícil juzgar a los seres humanos. Eran criaturas para ella interesantes pero muy complicadas. A pesar de lo que oía alrededor, sobre todo de quienes venían a maquillar o peinar a su ama, las hembras y los machos de la especie humana eran iguales en todo sentido, incluida su ingenuidad, cinismo y tontería. Podían ser muy inteligentes y muy estúpidos y se preocupaban por cosas que ella no entendía. En esas ocasiones, prefería recostarse por ahí y dormir una buena siesta.

 No podía negar, nunca, que Yrina era una buena humana con ella y, al fin y al cabo, eso era lo que contaba. La peinaba en sus ratos libres y, lo había notado desde el comienzo, Yrina era otra persona cuando estaban solas. Solía comer comida más apetitosa que las comidas raras que muchas veces le hacían comer y veía mucha televisión. Claro que Ágata no entendía nada de lo que decía o mostraba ese aparato, pero casi siempre su ama la ponía en su regazo y la acariciaba mientras veía alguna película. Era realmente relajante.

 Diametralmente eran los días de trabajo. Yrina casi nunca la tocaba, a menos que fuera para quitarla de un sitio donde no debía estar. Parecía que no supiera que los gatos no pueden quedarse siempre en un mismo sitio.  Los gatos necesitan moverse, explorar, cazar y jugar un poco. Pero cuando decenas de otros seres humanos estaban alrededor, esto se volvía imposible. Ágata prefería dormir antes que ser acariciada por algún desconocido.

   Más de una vez había rasguñado a alguien con sus garras, que siempre eran cortas, porque odiaba a los desconocidos. Era insoportable que se acercaran haciendo ruidos idiotas y acariciando mal, a veces frotando mucho, como si estuvieran acariciando a un oso polar. Pero cuando rasguñaba, mejor dicho cuando se defendía, Yrina se enojaba bastante y la regañaba. Esto era insoportable, no solo por el factor de la comida, sino porque Yrina el único ser humano que Ágata soportaba y era como ser rechazado por un buen amigo.

  Además, estaba lo extraño. A veces cuando estaban solas, Yrina se comportaba de una manera muy extraña. Tenía días en los que fumaba bastante, tanto que parecía a uno de esos coches viejos que todavía andan por ahí. Además, se encerraba en el baño por horas y, muchas veces, Ágata la esperaba afuera y arañaba la puerta pero jamás conseguía respuesta. Ni un regaño, ni un grito, ni una afirmación. Nada.

 Podía ser un gato, pero Ágata sabía que algo no iba bien, unos tres años después de haber sido regalada a su ama. Nunca había sido un ser humano particularmente jovial pero ahora parecía que no sonreía nunca y, Ágata pensó, que se veía cada vez más fea. No era buena jueza de la belleza humana pero siempre había pensado que Yrina era bastante agradable a la vista.

 Ya no era así. A veces, cuando dejaban de viajar y regresaban al apartamento que compartían. Ágata se quedaba mirando a su ama mientras dormía, cuando dormía. Parecía verse más pequeña, como reducida por un dolor o por algo que ella no pudiera controlar. Además su pelo, que siempre había sido bello (aunque Ágata pensaba que los gatos les ganaban a los humanos en esto), parecía menos vivo, más opaco y triste. Lo mismo sus dientes. La hermosa sonrisa con la que tantas veces había saludado a la felina, ya no existía.

 Sin embargo, el trabajo por esa época parecía haber aumentado. Yrina lucía cada vez peor pero tenía más trabajo. Ágata agradecía que la llevara a todos los sitios a los que iba, así fuera a países lejanos. No era muy alegre viajar en un avión que solo hacía ruido y en el que se podía casi mover, pero la recompensa era ver a su ama feliz, o al  menos fingir felicidad. No sabía nunca cuando era una cosa o la otra pero, Ágata pensaba, al menos parece intentarlo.

 Pasó otro año, de viajes y mucho trabajo, y Ágata empezó a notar algo más. El apartamento que por tanto tiempo había sido para ellas solas se convirtió en un centro de eventos. Casi no pasaban dos días antes de que decenas de seres humanos, todos descuidados, llegaran y dejaran el sitio hecho un desastre. Incluso el cojín favorito de Ágata era movido de un lado al otro, como si fuera alguna diversión enfermiza.

 La gente que venía se parecía a la nueva Yrina. No eran mujeres particularmente bellas ni hombres naturales sino gente que parecía haber salido de uno de los programas que la gata veía que su ama veía en la tele hacía mucho. La mayoría de los humanos iban demasiado arreglados y, a juicio de Ágata, se veían ridículos. Era cierto que nunca había entendido el concepto de la ropa, pero incluso ella podía ver que no era lo apropiado, el modo de vestir de esas personas.

 Además, nunca había visto a ninguno de esos humanos. Ni en la casa, ni en ninguno de los trabajos pasados de la modelo. Y Ágata se preciaba de tener una buena memoria. Que hacían entonces toda esa gente en el apartamento y porque tan seguido? Todos bebían líquidos que olían horrible y sabían peor (era imposible ignorar las manchas por todos lados) y, curiosamente, no había un solo plato de comida en toda la casa.

 Lo único que ágata siempre encontraba gracias a Lupe, una mujer que venía de vez en cuando, era su comida y un plato lleno de agua en un rincón que era solo para ella. Incluso los invitados de las fiestas nunca entraban allí. Aunque había habido una vez, en la que había encontrado a dos seres humanos allí pero el calor era tal que había salido corriendo al instante. Odiaba el calor.

 Y así siguieron las cosas, por meses y meses hasta que un día se quedaron las dos solas de nuevo. Ágata, apenas se despertó, corrió al cuarto de Yrina para despertarla con su ronroneo pero no había nadie en la cama. Seguramente, pensó la gata, estará en el baño. En efecto, la puerta estaba entreabierta y, con dificultad, Ágata pudo entrar. Su ama estaba tendida en el piso y tenía una bolsita al lado llena de algo que no pude saber que era.


 Cuando Lupe llegó, Ágata la atrajo hasta el baño y allí cambió todo. No solo fueron los gritos de Lupe ni que la llevaran a un hogar para animales. Era también el hecho de que, al final, mientras Lupe corría gritando por todos lados, Ágata se acerco a su ama y la olió. Entonces entendió que su vida iba a cambiar porque su ama ya no estaba. No se preguntó que sería de ella sino que pensó: “Que pasó con mi ama, con Yrina?”.

lunes, 19 de enero de 2015

Matrioskas

   Su obsesión bordaba en lo insano. Era realmente extraño ver como lo único que miraba en internet era fotos de más y más muñecas rusas para comprar, en vez de hacer lo que toda chica de su edad: hablar con chicos, subir fotos, compartir cosas, ... Pero no, a ella no le interesa en nada conocer a un chico. Cuando sus amigas hablando de novios o sexo, ella mágicamente desaparecía, a veces para ir al baño, otras para irse a su casa sin despedirse.

 Cualquiera que la conociera, y la verdad era que no mucha gente la conocía en profundidad, sabía que su obsesión con las muñecas rusas, llamadas mamushkas o matrioskas, había nacido de un solo set de muñecas que había pertenecido a su madre. Y ahí era donde se complicaban las cosas: su madre siempre había cuidado que Rania (como se llamaba la chica) tuviera la mejor educación y todo lo necesario para una juventud igual que la de cualquier otra niña. El problema era que la madre jamás había estado físicamente o, al menos, no lo normal.

 Resultaba que la mujer era escritora de viajes. Escribía para varios periódicos, revistas y guías de viajero. Era fascinante oírla hablar de sus viajes, de las diferentes culturas y de todas las personas que había conocido en años de aventuras por el mundo. Se sabía de memoria varios de los callejones de Mumbai, se sabía de memoria en que orden iban los edificios y las tiendas en los Campos Elíseos, conocía el mejor restaurante de sushi en Tokio y el mejor rincón para tomar fotos del Castillo de Chapultepec. Todos quienes la conocían la admiraban y hubieran querido ser ella, con tanto que hacer y tanto que mostrar y decir.

 Solo Rania sabía que tener una madre así, no servía de mucho. Sí, le traía (o más frecuentemente le enviaba por correo) hermosos regalos de varias partes del mundo. Tanto ropa como comida, pasando por aparatos de última tecnología y chucherías sin importancia que ella pensaba que le gustarían a su hija. Pero como iba a saber lo que le gustaba si muy pocas veces estaba en casa? Y cuando lo estaba, iba de arriba a abajo de la casa, visiblemente desesperada de tener que quedarse en un mismo sitio más de unos pocos días. Era como ver un tigre enjaulado, pensaba Rania. Y ella sabía, no muy dentro sino muy en la superficie, que su madre no la quería.

 Esto era fácil de ver. La mayoría de familiares que tenía Rania, tías y tíos y su abuela, se habían dado cuenta de ello y por eso eran ellos que cuidaban de ella. Fue su abuela que, cuando era muy pequeña, la puso a jugar con el set de muñecas rusas, traídas por su madre de la ciudad de Kazan. Los dibujos que había sobre las muñecas eran hermosos, delicados y sorprendentes. Su madre nunca la hubiera dejado jugar con ellas pero, como nunca estaba, Rania hacía que desde la más grande a las más pequeñas de las matrioskas desempeñaran un papel en sus juegos.

 Y así creció Rania, con las muñecas como su única verdadera compañía y sin extrañar a su madre que prefería estar escalando alguna montaña en algún lado o probando alguna comida rara a medio mundo de distancia. Solo a veces pensaba en ella, sobre todo cuando se sentía más sola y vulnerable. Pensaba que su madre bien podría haber tenido muchos maridos o una familia en otra parte y ella nunca se enteraría. Lo peor de todo era que no la conocía lo suficiente para saber si la mujer que la había engendrado era capaz de algo como eso.

 Incluso, alguna vez mientras miraba muñecas para comprar en una pequeña tienda de antigüedades, pensó que bien podría no ser hija de la mujer que le habían dicho era su madre. A ella no le constaba nada, aunque tampoco la hacía feliz el prospecto. Si no era su madre, debía agradecerle por la inversión que había hecho en ella. Después de todo le había comprado muchas cosas a lo largo de su vida, le había dado un hogar y educación. Pero también querría decir que alguien la había dado a esa mujer para que la cuidara. Mejor dicho, no habría una sino dos mujeres a las que no le interesarían verla. Ese pensamiento, le partía el corazón.

 A los doce años compró su segundo set de muñecas, mucho menos bonitas que las primeras pero apreciadas porque eran las primeras que ella había comprado con su propio dinero. Y así pasó el tiempo y compró más y más hasta que tuvo que convertir un closet que nadie usaba en su casa en estantería para poner los grupos de matrioskas que crecían a un ritmo acelerado. Sin embargo, nadie se preocupó ni dijo nunca nada respecto a esta particular obsesión. Su abuela, erróneamente, creía que se trataba de una manera de estar cerca de su madre. Era más bien reemplazar una cosa con otra. No era más que eso.

 Cuando llegó la hora de entrar a la universidad, pagada a distancia por su madre por supuesto, ella decidió estudiar diseño gráfico. Su sueño era diseñar más de las muñecas que tanto le gustaban, con nuevos rostros y colores y diferentes atuendos y accesorios. Quería que todo el mundo las amara igual que ella o más. Pero sus compañeras pensaban que una obsesión así era muy extraña, sobre todo para una joven ya mayor de edad. Muchos se burlaban de ella a sus espaldas y otros simplemente ignoraban ese detalle de su personalidad. La verdad era que Rania podía ser bastante simpática si se sabía como hablar con ella.

 De hecho, su mejor amiga Lina, una de las pocas, le compró un set de muñecas rusas pero pintadas como varios personajes de una popular película de ciencia ficción. A Rania le fascinó el regalo y aún más la idea de hacer de las muñecas algo más popular a través de elementos que todo conociera. Así que ideó algo más original y lo presentó como su trabajo de tesis: era seis grupos, cada uno con cinco muñecas. Cada grupo representaba un continente diferente y cada muñeca vestía como las mujeres que vivían allí. Representaba mujeres de ciudad como las de campo. Fue un trabajo arduo pero le valió varios elogios y las mejores notas que pudiera obtener.

 Rania no volvió a ver a su madre después de cumplir los 25 años. Para que ver a una mujer que no conocía, y que simplemente nunca le había preguntado como estaba o que sentía? Lo único que hizo fue comunicarse con ella por correo electrónico y por esa vía agradecerle todo lo que había hecho por ella y que ella le pagaría de vuelta, al menos parte de lo invertido. Resulta que Rania abrió una tienda en la que solo vendía muñecas pero del tipo que los clientes quisieran: a veces pedían que dibujaran a sus familias, otras veces algunos personajes que les gustaran o simplemente compraban de la selección que ella diseñaba.

 La mujer, su madre, jamás respondió y Rania no insistió. Prosperó con su negocio y, poco a poco, empezó a ser más abierta con quienes conocía y con los pocos amigos que tenía. Lo que más le gustaba era quedarse solo un rato en la tienda después de cerrar y darse cuenta como esas muñecas habían sido su salvación. Podía haber sido resentida con todo, odiar a su madre, detestar la vida como tal. Pero no. Rania no era así.