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lunes, 25 de abril de 2016

El hogar

   Martha tenía una voz muy suave y siempre una sonrisa en su rostro. La conocía muy bien, desde que había podido obtener los puntos suficientes para obtener la tarjeta diamante. Luis no entendía porqué le llamaban así, seguro para que se oyera mejor o diera un cierto prestigio al portador. La tarjeta como tal era negra y con solo un toque en una consola al lado de la puerta, los paneles de vidrio se apartaban para dejarlo entrar al que consideraba uno de sus hogares.

 Esta vez acababa de llegar exhausto de un viaje de más de diez horas y sabía muy bien lo que necesita. Se dirigió directamente a la zona de baño y entró a recinto muy parecido al de los gimnasios que solía visitar en los hoteles en los que se quedaba. Todo era de madera y de metal. Daba una sensación del lujo solo estar de pie en ese pequeño salón. Había una banca en el centro y a los lados varios lavamanos. Luis siguió a un cuarto contiguo donde se quitó la ropa, se envolvió con una toalla que le habían ofrecido a la entrada y guardó todo en un casillero que se cerraba también con su tarjeta. La llevó en la mano hasta la ducha y al dejó en un recipiente especial.

 Se tomó varios minutos duchándose, sintiendo el agua rodar por su cuerpo y usando varios de los productos que había dentro. Casi ninguno parecía haber sido usado. Al salir, olía a una mezcla entre sándalo, sandía y algún tipo de madera. Se secó frente a un espejo, aprovechando que nadie podía verlo pues una puerta bloqueaba la mirada de cualquier intruso.

 Se miró el cuerpo desnudo y descubrió que, a pesar de haber comido bastante en los últimos días a razón de sus varias citas de negocios, no había subido casi nada de peso y los resultados que había conseguido haciendo ejercicio diario seguían allí. Ver como se empezaban a perfilar los músculos abdominales le sacó una sonrisa que le duró todo el día.

Después de cambiarse, se dirigió a la zona de comidas donde lo trataron como a un rey. En este espacio también estaba solo, así que el mesero aprovechó para hacerle recomendaciones y darle degustaciones de algunos platillos que tenían preparados como entradas para los miembros diamante, como Luis.

 Había muchos mariscos y pescado y verduras al vapor y hechas de muchas otras maneras. Todo sabía delicioso. Y después de comer un estofado sabroso, el mesero le dio a probar pedacitos de todos los postres. Satisfecho, le agradeció al mesero y al mismo chef por la atención y les aseguró que en ningún lado había comido tan bien como en el aeropuerto. El chef le dijo que su esposa se enojaría al oír eso pero Luis no contestó nada. O mejor, fingió no haber oído nada.

 Antes de ese comentario, había pensado en descansar un rato en una de las camas que ofrecían en el segundo nivel. Pero al pensar en los postres y toda la comida, no tuvo más remedio en su mente que ir directo al espacio para ejercicio, donde estuvo casi todo el tiempo hasta que su vuelo de conexión empezó el abordaje. Apenas tuvo tiempo de una ducha rápida y de una última sonrisa de Martha.

 En el avión, descansó casi todo el tiempo y solo comió las opciones más ligeras como ensaladas y pescado. Rehusó los postres y subió el tono de la voz cuando la auxiliar de vuelo le guiñó el ojo, y le insistió para que probara unas trufas que eran de las mejores en el mundo. La mujer se ofendió mucho y no volvió a atenderlo por el resto del vuelo.

 Al cabo de seis horas, Luis por fin llegó a su destino y su humor estaba peor que nunca. Se enojó con el personal de la aerolínea porque sus maletas no salieron primero y luego con el conductor del taxi que debía llevarlo a casa porque no tenía agua mineral dentro del vehículo. No habló en todo el recorrido. Luis no quería darse cuenta que volver a casa le ponía de ese animo.

Todavía estaba enojado cuando se bajó del taxi. No recibió el cambio ni dejó que lo ayudara el hombre con la maleta. Tan solo caminó apesadumbrado hasta la puerta de su casa y timbró. No tenía las llaves porque no le gusta cargar ese recordatorio para todos lados. El primer sonido que escuchó el de unos pasos y luego los ladridos del perro. Oía ruido, cada vez más ruido, pero nadie venía a abrir. Timbró una y dos veces más hasta que la rabia le hizo casi pegarse al timbre.

 Cuando se abrió la puerta estaba allí su esposa. Le sonría a pesar del escandalo que había armado con el timbre. Le dio un beso en la mejilla, que él hubiese querido evitar, y parecía más concentrada en alejar al perro de la puerta que en su esposo. El solo dijo las palabras mágicas: “Estoy muy cansado” y subió a su cuarto a descansar. Subió ágilmente la maleta por las escaleras, pero antes de llegar al umbral de la puerta de su habitación, se le cruzó un niño de unos doce años.

 Empezó a hablar muy deprisa, una palabra tras otra y otra y otra. Luis siguió caminando a su cuarto y el niño lo siguió, totalmente ignorando el hecho evidente: a su padre no le interesaba en lo más mínimo todo eso que estaba diciendo. Es más: su padre no sabía ni de lo que le estaba hablando. Solo busco el rincón de siempre detrás de la puerta del clóset para dejar la maleta y sacó su cepillo de dientes. Mientras se limpiaba la boca su hijo seguía hablando y él solo asentía. Nunca le había gustado ese niño.

 Al rato el niño se retiró. La esposa de Luis lo había llamado. Luis se acostó a dormir y casi no descansó. Su cama era dura y su mujer había cambiado las sabanas. Las que había eran correosas, de mala calidad. Su sueño fue malo pues se despertó varias veces por el ruido y por las pesadillas que volvían cada vez que estaba en esa casa.

 El día siguiente, su día libre, lo utilizó para comprar algo de ropa. Su mujer se encargaba de tener siempre en casa todo lo demás que pudiese necesitar, como crema de afeitar y esas cosas que no podían faltar nunca en su maleta. Trató de evitar pasar un rato de calidad con sus familia pero en la noche tuvo que soportar una película que no entendió y más conversaciones cruzadas de su hijo y esposa y luego de su suegra y suegro que los sorprendieron con una visita.

 El día después de ese era domingo. Aprovecharon el clima para comer fuera de la casa. Se encontraron a varios amigos en el lugar y tuvieron que hablar con ellos y contar varias anécdotas pasadas. A Luis todo eso simplemente no le iba, para nada. A él no le interesaba si uno se había caído y tenía muletas o si a la otra se le habían muerto sus padres. A él eso le daba lo mismo. Solo quería estar en paz y algún lugar donde no hubiese tanto ruido y cosas sin sentido.

 Por eso al día siguiente, a primera hora, ya tenía lista su maleta con la ropa nueva, zapatos nuevos y algunos indispensables reemplazados.  No se despidió de su esposa pues ella dormía y simplemente no pensó en hacerlo. Sin embargo, su hijo estaba en la planta baja desayunando frente al televisor. Tenía un bol lleno de cereal con leche y miraba dibujos animados.

La imagen le dio curiosidad a Luis. No entendía muy bien como lo sabía, pero tenía la sensación de que eso no podía ser normal. Al fin y al cabo eran las cinco de la mañana de un lunes. Su servicio al aeropuerto estaba por llegar. Miró el reloj un par de veces hasta que se animó a acercarse a la sala de estar y ponerse de pie junto al sofá. Estuvo allí unos minutos hasta que su celular vibró y tuvo que irse.

 Nunca supo si su hijo se había dado cuenta de que él había estado allí, observándolo. Se lo preguntó de camino al aeropuerto pero el pensamiento desapareció de su mente apenas llegó a la fila de clase ejecutiva  y lo recibieron como si fuera miembro de la realeza. En el vuelo estuvo contento, riendo con las auxiliares y compartiendo con ellas sus opiniones del menú que habían servido el Año Nuevo pasado.


 Cuando aterrizó, volvió al salón VIP. Allí sacó su tarjeta diamante y le sonrió, como siempre, a la adorable Martha. Estaba de nuevo en casa.

viernes, 4 de septiembre de 2015

La cabaña

   Habíamos tomado las decisiones que habíamos tomado, no había vuelta atrás y no servía de nada pensar si habíamos hecho lo correcto o no. Era posible que todo lo que habíamos hecho fuese una larga cadena de errores y que así siguiera todo hasta el fin de nuestros días. Pero ciertamente no lo sentíamos así. Habíamos escapado de un lugar en el que seguramente moriríamos y ahora, a pesar de haber sido golpeados física y mentalmente, estábamos a salvo. Solo habían pasado unos meses desde nuestra llegada a la granja pero ya encajábamos bien, como si siempre hubiésemos estado allí. Yo me encargaba de la venta de los huevos, de las gallinas mismas y ordeñaba. Él, por su parte, se encargaba de trasquilar las ovejas y comerciar con la lana.

 Él y yo no nos habíamos casado todavía, pues la situación entre nosotros todavía era muy extraña. Pero ese era nuestro futuro y poco a poco llegaríamos allí. Después de semejante de viaje y de ver lo que vimos y de vivir lo que vivimos, era imposible no formar algún tipo de conexión que fuese más allá de una simple amistad. Pero era difícil porque a pesar de que yo había curado sus heridas, y él las mías, seguía estando el mismo muro entre nosotros que siempre había estado. Era una mezcla de respeto, resentimiento y vergüenza. Nuestro pasado nos pasaba cuenta de cobro y era difícil ignorarlo, sobre todo en vista de nuestra nueva vida, en la que debíamos vivir juntos para sobrevivir.

 Cada mañana, cada uno se levantaba a hacer sus tareas. Los dueños de la granja, una pareja de ancianos que nos habían salvado la vida, nos despertaban con amabilidad, nos daban un poco de leche con café caliente y nos poníamos entonces a trabajar. La mujer empezaba a cocinar pan y el hombre se iba con su perro a pastorear. Yo me dirigía al gallinero y él iba a un granero para procesar la lana que ya le habían quitado a las ovejas. Cada uno se pasaba la mañana en su labor. A la hora de comer, al mediodía en punto, nos reuníamos todos en la mesa a comer lo que la mujer nos hubiese hecho. Las porciones eran siempre pequeñas pero él y yo nunca nos quejamos. Era más de lo que comeríamos de ser unos cadáveres al borde de la carretera.

 Porque ese iba a ser nuestro destino, si la pareja de ancianos no nos hubiera encontrado allí tirados, al borde de la muerte. La verdad nunca he creído en ningún dios ni poder supremo pero debo decir que esa tarde le agradecí a la vida por hacer que ese pequeño automóvil pasara por allí. La carretera era solitaria y por eso quienes nos habían hecho daño lo habían podido hacer todo con tanta facilidad. Gritamos y tratamos de pelear pero no había quien oyera y menos aún cuando eran más que nosotros. Yo creí morir y antes de cerrar los ojos le tomé la mano a él y di las gracias por estar acompañado en mi hora de muerte. Horas más tarde me despertaba adolorido pero vivo.

  Desde entonces mi relación con él era difícil pues sentía algo pero no quería ser yo quién dijese algo. No quería ser yo quien cediera tan fácil. Era una tontería pero mucho antes de todo esto, éramos dos hombres compitiendo el uno contra el otro para saber cual era el mejor en lo que hacíamos. Y la verdad es que éramos asesinos y, hay que decirlo, éramos bastante buenos. Eso sí, no lo hacíamos cuerpo a cuerpo a menos que fuese necesario y menos mal no lo fue sino un par de veces. Desde entonces uno ha estado al nivel del otro, a la par, y los dos nos conocemos demasiado bien. De pronto es por eso que cuando estamos solos en nuestra habitación, no hay voces, solo miradas y una tensión subyacente.

 Un día, el anciano nos propuso construir una pequeña casita para nosotros. Podía ser algo así como una cabaña a un lado de la casa principal. La razón era que el cuarto en el que dormíamos era un deposito y ahora que se acercaba el invierno iba a ser muy necesario. No tuvimos más opción sino aceptar pero lo hicimos más por ser corteses que por estar convencidos de la idea. Ahora por las mañanas hacíamos las tareas de siempre y por la tarde empezamos a construir nuestra cabaña. La hicimos tres veces más grande que nuestro cuartito, con una parte para la cocina, una mesa en el centro y la cama a un lado. Las habitaciones y los muros interiores eran un lujo que no podíamos darnos. El anciano ayudó poniendo la madera del piso que, según él, era clave en esta región del mundo.

 La construcción de la cabaña atrajo más atención de lo que hubiésemos querido. Primero fueron los compradores de huevos y lana que habían oído que alguien estaba construyendo. Era muy poco común que en tiempos de guerra la gente se pusiera a construir y no a reforzar o algo por el estilo. Miraban, criticaban nuestro desempeño y se iban. Pero la visita menos deseada de todas fue la de la policía. Era un pueblo alejado y era más una agrupación de granjas con un centro pequeño pero igual la policía hacía rondas ocasionales y un día nos tocó a nosotros. Los ancianos dijeron que éramos los hijos de unos parientes muertos en un atentado terrorista en la capital. Solo decirlo, sirvió para que nos dejara en paz.

 De todas manera, cuando lo vi llegar, el cuerpo me empezó a temblar con fuerza. El hecho era que ver cualquier tipo de uniforme me ponía muy mal, me hacía doler la cabeza y el cuerpo y todo. Pues habían sido hombres en uniforme los que nos habían golpeado salvajemente y los que, por poco, nos habían quitado la vida. Mientras estuvo allí el policía, traté de concentrarme en la madera del piso y que quedara bien nivelada. Después había que hacer los muros también de madera y eso iba a ser cuestión de fuerza. Cuando se fue, pude respirar con normalidad y me di cuenta que lloraba porque él me lo hizo notar. Y entonces lo abracé y no dije ni una sola palabra más ese día.

 Esa noche, fue la primera vez que hablamos antes de dormir. Fue él quién inició la conversación, preguntándome como me sentía. Le dije que me sentía cansado y adolorido pero que al menos estaba vivo. Entonces me empezó a contar sus deseos para la cabaña, como iba a ser nuestra guarida mientras duraba la guerra y como quería él que quedara. En ese momento me di cuenta que sonrió y también me di cuenta lo perfecta que era esa sonrisa para mi. Estaba feliz, hablando de la cabaña como si fuese una mansión y teniendo sueños reales con su construcción. Yo no sentía lo mismo pero me llenó de alegría que él no tuviera una visión de la vida tan sombría como la mía.

 El mes siguiente era el último del otoño por lo que redoblamos nuestro trabajo en la cabaña. Trabajábamos hasta las ocho de la noche y siempre nos acostábamos cansados.  Los muros avanzaron a buen ritmo y cuando llegó la hora de hacer el techo fue el anciano quién nos dio su conocimiento de cómo hacerlo correctamente y era increíble lo bien que le quedó todo. A finales de noviembre estaba ya casi terminada la cabaña cuando vi de nuevo uniformes. Y estos eran exactamente como los que habíamos visto. No podía gritar pero corrí a la casa y les expliqué lo que pasaba. Con él, decidimos escondernos dentro mientras los militares pasaban por el camino que iba por lo alto de las colinas.

 Solo un par de ellos se desprendieron del grupo y tocaron a la puerta de los ancianos. Entraron como si fuese su casa y les ordenaron darles una cantina de leche y lo que hubiese de lana. Los ancianos no musitaron palabra y reunieron lo que los hombres habían pedido. Eran animales, cerdos que mascaban y miraban todo como si ellos merecieran algo mejor cuando todos los militares eran los sádicos del país que alguien había puesto en uniformes y les había dado un poder que no tenían ni idea de cómo manejar. Mientras los ancianos alistaban todo, los dos hombres se pusieron a revisar, tirando cosas y hablando mal de todo, de la vida y de gente que no estaba allí. Fue entonces cuando uno de ellos vio algo de ropa nuestra en un estante. La tomaron y preguntaron de quién era.

 El anciano le puso la tapa a la cantina y les dijo que era ropa de sus hijos, muertos a manos de desconocidos hacía unos meses. La mujer se limpió los ojos y les dio una mochila con la lana. Los hombres tiraron la ropa al suelo y dijeron que seguramente sus hijos se merecían la muerte, que lo más probable era que fuesen traidores. Le halaron la mochila a la anciana y cargaron la cantina de leche entre los dos. Los vieron alejarse y dentro del cuarto yo me había orinado encima, del miedo. Él me miró a los ojos y lo único que hizo fue darme un beso. Entonces todo en la vida pareció adquirir un color nuevo.


 Pasaron los días y celebramos con una pequeña comida la finalización de la cabaña. Había quedado bastante bien a pesar del tiempo tan corto. Los ancianos nos reglaron una pequeña mesa y dos sillas así como una hornilla para calentar comidas con carbón o madera. La cama era solo un colchón, algo más grande que el otro, que habíamos conseguido en el pueblo ya usado. Era nuestro hogar. Después de la cena, todos nos fuimos a acostar y yo casi no puedo de la incredulidad de ver como cambiaba la vida. Él me miró de nuevo y noté que el muro había caído. Nos metimos bajo las cobijas y nos abrazamos, sintiendo por fin que éramos más que pedazos de humanidad lanzada al viento por la guerra. Sentíamos que pertenecíamos y eso nadie nos lo podía quitar.

martes, 2 de junio de 2015

Retorno a casa

   La estación estaba casi desierta, lo que no era algo muy extraño a las cinco de la mañana. Solo había uno que otro noctambulo que, como él, habían pasado la noche de juerga, bebiendo, bailando y disfrutando la noche. Como era noche de jueves no había grandes cantidades de personas, como si las había las madrugadas de los sábados o de los domingos. Ya era viernes y en un momento empezarían a llegar las personas que tenían que ir a trabajar. Era una mezcla extraña, entre aquellos que dedicaban su vida al trabajo y los que dedicaban su vida a disfrutarla, sin consecuencia alguna.

 Él era un chico promedio. No tenía clase el viernes así que por eso había aceptado salir esa noche. Ahora, como nadie vivía para donde él iba, le tocaba irse solo en un tren que se tomaba hasta media hora para llegar a su destino y luego tenía que caminar unos diez minutos por las heladas calles de su barrio. Era horrible porque el invierno había llegado con todas sus ganas y las madrugadas parecían salidas de una película ambientada en la Antártida. Pero el caso era que ya lo había hecho antes entonces ya tenía conocimiento de que hacer a cada paso. Y como tenía cara de pocos amigos, a pesar de su personalidad simpática, eso le ayudaba con los posibles maleantes que hubiese en su camino.

 El tren nada que pasaba. Se suponía que llegaría en diez minutos pero eso no ocurrió. Por los altavoces algo dijeron pero él estaba todavía con tanto alcohol en la sangre que era difícil concentrarse en nada. La verdad era que apenas hacía las cosas automáticamente: caminar por tal calle, bajar por una escalera determinada, ir hasta tal andén, esperar, subir al tren, salir de la estación, caminar, y llegar a casa. Era como un mapa mental que ni todo el licor del mundo podía borrar de su mente. Pero la demora no estaba ayudando en nada. Su ojos querían cerrarse ahí mismo. Trataba de caminar, de poner atención a algo pero a esa hora no había nada que valiera la pena mirar.

 Trató de mirar alrededor para ver si había alguna de esas fuentes de agua pero no vio ninguna. Hubiese sido lo propio, echarse agua en la cara o incluso por la espalda, eso le ayudaría a estar alerta en vez de cerrar los ojos y cabecear de pie, algo que no era muy seguro que digamos teniendo las vías del tren tan cerca. Otra vez una voz habló desde quién sabe donde. Él no entendió todo lo que decía salvo las palabras “diez minutos”. Era mucho tiempo para esperar, considerando el sueño que lo invadía. Se puso a caminar por el andén, yendo hasta el fondo y luego caminando hasta la otra punta y así. Aprovechó para revisarse, para asegurarse que tuviese la billetera y el celular. Ambos los tenía. Cuando el tren por fin entró en la estación, se dio cuenta que el celular era su salvación.

 Antes que nada esperó a que el tren frenara, se hizo en el vagón de más adelante para estar más cerca de la salida cuando llegara a su destino y, apenas arrancó el aparato, sacó su celular y empezó a mirar que había de bueno. Lo malo era que estaba con la batería baja pero tendría que aguantar lo que fuera, al menos veinte de los treinta minutos del recorrido. Primero revisó sus redes sociales pero no había nada interesante a esa hora. Luego revisó las fotos que había tomado en la discoteca que había estado con sus amigos y borró aquellas en las que se veía demasiado tomado o que estaban muy borrosas.

 Cuando terminó, subió la mirada y se dio cuenta que ya habían parado en dos estaciones y habían pasado los diez primeros minutos. Cerca de él se había sentado un hombre con aspecto tosco y, frente a él, otro tipo grande que estaba usando ropa muy ligera para el clima. Nada más verlos, se le metió en la cabeza que era ladrones y que seguramente iban a barrer el vagón, despojando a la gente de sus cosas. Era bien sabido que la policía no hacía rondas tan temprano y los maleantes podrían bajarse en una de esas estaciones solitarias que ni siquiera tienen bien limitado su espacio a los usuarios.

Trató de no mirar mucho a los hombres pero incluso así se sentía observado. Dejó de mirar el celular, se lo guardó, y se dedicó mejor a mirar por la ventana. Pero eso no ayudaba en nada porque afuera todavía estaba oscuro y lo poco que se veía era bastante triste: estaban pasando por un sector industrial donde solo había bodegas y tuberías y camiones desguazados. No era una vista muy bonita. Pero él se forzó a mirar por la ventana y no hacia los hombres. El tren entró a una nueva estación y entonces él volteó la mirada para ver si los hombres habían bajado pero no era así. De hecho las cosas se habían vuelto un poco peor.

 Tres hombres más, de aspecto similar a los de los otros dos, se hicieron de ese lado del tren. Uno de ellos estaba de pie y el chico podría haber jurado que lo estaba mirando y que después se había tocado el pantalón. La verdad era que no sabía ya si era el sueño o la realidad todo lo que veía. Sentía su cuerpo débil, como si tuviera miles de ladrillos encima. Lo que más quería era dormir pero eso no iba pasar hasta que hubiese pasado el umbral de su hogar. Ahí fue que se asustó y varias personas de su alrededor se dieron cuenta. Él metió la mano en todos los bolsillos y no las encontraba: había perdido las llaves de su casa. Cuando se había revisado en la estación no se había acordado de ellas y ahora podían estar en cualquier lado.

 Pero estaba asustado por los hombres entonces se calmó de golpe y miraba sutilmente a un lado y al otro pero nada brillaba ni sonaba como sus llaves. Ahora como iba a entrar en su casa? Había una copia pero en su mesa de noche, no allí con él. La próxima estación era la suya, por fin, pero eso no le importaba si no tenía sus llaves. Quería levantarse a buscar pero sentía miles de caras poco amables alrededor y no quería darles razones para que se pusieran agresivos. El tren entró en la estación y él se puso de pie de golpe. El hombre que se había tocado dio un paso para ocupar el puesto del chico pero se detuvo y el chico pensó que algo iba a pasar. Y pasó: el hombre se agachó, cogió algo del piso que había pisado al dar el paso y se dio la vuelta. Eran las llaves.

 Él las recibió y le agradeció. El hombre le respondió con una sonrisa vaga y otro toque de su paquete. No sería el hombre más normal de la vida pero al menos era amable. El chico guardó sus llaves en un bolsillo y salió del tren, que ya había abierto las puertas. Desde ese momento empezó casi a correr, subiendo las escaleras y llegando a la entrada principal donde solo había unas pocas personas, vendedores ambulantes a punto de instalar sus puestos para los compradores matutinos. El chico se detuvo al lado de ellos para cerrar bien su abrigo y despertarse un poco para los siguientes diez minutos de caminata.

 Arrancó de golpe, como trotando con fuerza. Tomó la calle que estaba en frente y caminó a paso veloz, pasando a la gente que iba a la estación casi en masa para llegar al trabajo. Otros tenían cara de estudiantes y había varias personas mayores. Eran casi las seis de la mañana y la ciudad estaba en pleno movimiento. El chico siguió caminando hasta que lo detuvo un semáforo. En ese punto, empezó a caminar en un mismo sitio como para no dejar enfriar las piernas. Algunas personas lo miraban pero lo valía.

 El semáforo cambió y camino dos calles más. Luego cruzó hacia las tiendas del lado opuesto y se metió por una calle solitaria, con algunos carros aparcados a un lado. Ya le quedaban solo unas cuadras cuando sintió un brazo en el hombro. Se dio de vuelta con rapidez, listo para defenderse. En un segundo pensó en lo peligroso que se había vuelto el barrio, con gente en cada esquina esperando a matar por unos pocos centavos. No los culpaba, al país no le estaba yendo muy bien pero no se podía confiar en los noticieros para saber la verdad y mucho menos en los políticos.

 Estaba listo para golpear cuando se dio cuenta que la mano era de una mujer de edad, que parecía asustada de la cara de él. En la mano con la que lo había tocado estaban, de nuevo, sus llaves. La mujer le dijo que las había dejado caer al cruzar la calle. Ella pasaba en el momento para ir al mercado y pues las había cogido para alcanzarlo y dárselas. Está vez, el chico agradeció con un abrazo. No creía que la gente fuera en su mayoría buena pero al menos seguían habiendo aquellos que velaban por otros. La mujer, algo apenada, se devolvió a la calle anterior y siguió su camino.


 Después de tres calles más, el chico por fin llegó a su casa. Primero abrió la puerta del edificio, luego caminó un poco hasta la puerta de su casa y, apenas la hubo cerrado, dejó las llaves en un pequeño cuenco y se dirigió a su cuarto. Allí se quitó toda la ropa, quedando desnudo. La calefacción estaba a toda energía y solo minutos después de acostarse se quedó dormido, acunado por el cansancio y el calor, olvidando por completo que al empezar el día el había tenido una mochila consigo que no había llegado con él a casa. Pero eso, era un problema para la tarde.

sábado, 28 de febrero de 2015

Historia de un mundo pequeño

   Esta es la historia de un hombrecito pequeño en un mundo gigante. No, no es una metáfora, es simplemente la realidad de la situación. Medía, a lo mucho, unos tres centímetros de altura y vivía entre las paredes o de un edificio de apartamentos. Antes, en la época que vivía con sus padres, vivía en una linda casita en un parque pero ese parque ya no existía y cada persona pequeña había tenido que hacer lo necesario para sobrevivir.

 Su nombre era Drax y ese había sido un nombre elegido por sus padres al vero escrito en una de las muchas botellas que los humanos tiraban en el parque. Drax vivía entre las paredes con su esposa Dasani. No tenían hijos y pensar en ello los ponía tristes. Pero los dos formaban un equipo formidable: tomando comida de los humanos, yendo y viniendo, mejorando su hogar y explorando nuevas posibilidades en el mundo.

 Era peligrosa la vida para unos seres tan pequeños. Podían ser pisados por cualquiera o destruidos por las mil y un máquinas que los seres humanos inventaban para hacer todo por ellos. Un día casi mueren molidos por una podadora pero un perro, esas criaturas peludas y babosas, los salvó justo a tiempo. Normalmente no interactuaban mucho con animales tan grandes pero en esa ocasión le agradecieron al cachorro con una galleta del supermercado.

 Ese era el lugar preferido de Dasani: había de todo para coger y llevar a casa y hacer nuevos tipos de alimentos para su esposo. Esa era otra de sus pasiones, sobre todo cuando no estaba explorando con su marido por el mundo. Si algo hacían bien los seres humanos, era cocinar, o eso pensaba ella. Eran creativos y a veces los olores penetraban tanto en el muro que vivían que era imposible no percibirlos. Y eso que los humanos con los que convivían no eran especialmente hábiles o no lo parecían al menos.

 La pareja no era nada de envidiar: un hombre y una mujer que parecían estar amargados todos los días de su existencia. Iban y venían todos los días pero no pareciera que hiciesen nada fuera de casa porque no traían nada ni comentaban nada nuevo. Drax y Dasani los “acompañaban” de vez en cuando, sobre todo para ver las noticias del mundo humano y una que otra película en la televisión.. Lastimosamente, la gente pequeña no había inventado esos mismos mecanismos para su tamaño por lo que era más sencillo así.

 Al menos una noche por semana, la pareja de seres pequeños se sentaban en la oscuridad de la cocina, adyacente a la sala de estar, y desde allí veían lo que los humanos estuvieran viendo en la televisión. Era entretenido estar sobre la caja de galletas, abrazados, viendo alguna película romántica. Comían algo de queso o algo dulce mientras pasaban las imágenes y luego se iban a dormir. Era para ellos la cita perfecta.

 Lo malo era cuando aparecían los humanos menores, o niños. Tenían dos y eran de los más fastidiosos que hubiesen visto nunca. En la calle, en el mundo exterior, habían visto otros. Incluso habían interactuado con bebés, que no podían decir nada e su existencia, por lo que siempre era entretenido. Además, a Dasani le encantaban los bebés y suponía que un bebé de su tamaño sería aún más hermoso.

Y lo habían intentado. Por mucho tiempo pero nada pasaba. Dasani terminó por creer que algo estaba mal con su cuerpo y simplemente dejaron de pensar en ello. Ayudaba el hecho de que los dos se amaran tanto y que el tener hijos no fuese un requisito fundamental para ser felices o para considerarse una familia. Igual, de vez en cuando, hablaban del tema, como si fuera algo muy lejano, una simple fantasía que supieran que jamás iba a ser realidad.

 Los niños humanos, los de la familia del apartamento cuyo muro habitaban, eran detestables. Eran lo que llaman adolescentes y eran sucios, mal hablados y sorprendentemente tercos. De vez en cuando alguno de los dos iba a las habitaciones de los niños humanos, a tomar prestada una media vieja para usar para fabricar diferentes cosas con su tela o para tomar cosas que solo estaban allí. Era una pesadilla por el desorden, el ruido, los olores,… Y ni la niña se diferenciaba del niño. Eran los dos igual de repulsivos para ellos.

 Ahora bien, hay algo que no se ha contado de esta historia: Drax y Dasani, desde la separación con sus respectivas familias, jamás habían vuelto a ver a ningún otro ser pequeño. Ni uno; ni en los muros, ni en el exterior, ni en los varios lugares que visitaban ocasionalmente para proporcionarse alimento, herramientas y demás. Simplemente no había ninguno o eso era lo que parecía. Era cierto, eso sí, que el mundo parecía crecer sin límites y tal vez por eso no encontraban a nadie. Pero después de tantos años, pensaban que era muy posible que fueran los últimos de sus especie, al menos por esos lados del mundo.

 Por eso exploraban cuanto podían, con cuidado y sin dejarse ver de los seres humanos. Formaban un equipo formidable encontrando nuevos lugares de donde podían proporcionarse comida y demás pero también encontrando aquellos lugares que los humanos no veían pero que seres como ellos podían considerar habitables.

 No fue una sino varias veces las que se salvaron por nada de ser asesinados, sea por animales salvajes o por estructuras viejas o simplemente porque por todos lados había seres humanos y eso siempre iba a ser un problema para gente tan pequeña.

 En un solo año, revisaron todos los muros del edificio de diez pisos en el que convivían con seres humanos. Su muro en especial, solo colindaba con una de las viviendas pero seguido pasaban por otros, fuera para explorar y salir del edificio y jamás habían visto nada más allá de las variadas subespecies de seres humanos que podía haber: gordos, flacos, feos, guapos, de varios tonos de piel, jóvenes, viejos, … Eran tan variados como ellos, o bueno, eso suponían porque ya habían empezado a olvidar como se veían los demás.

 Revisaron todo el edificio y no encontraron ni el más mínimo rastro de la existencia de nadie más en todo el lugar. Era cierto que su especie era muy buena en eso, en no dejar rastros de su particular vida pero incluso los más organizados olvidaban algún articulo o dejaban algún tipo de rastro que para un humano no sería importante pero para ellos sería más que evidente. Pero nunca encontraron nada y, como con lo del bebé, simplemente dejaron de buscar aunque la esperanza de ver más gente como ellos jamás moriría.

 Todo estuvo en calma, como siempre, hasta el día que robaron una cantidad especialmente grande de chocolate negro, cuyo sabor era para ellos lo mejor de este mundo. Casi nunca podían robarlo porque venía en cajas cerradas y hasta los humanos más tontos se darían cuenta con facilidad que algo extraño pasaba con ello. Pero ese día alguno humano tonto dejó caer una caja que se abrió al estrellarse al cielo, volando chocolate por todos lados. Un pedazo grande cayó cerca de donde ellos pasaban y, sin dudarlo, lo tomaron.

 Tenían que cruzar campo abierto para volver a su muro pero cuando lo hicieron se dieron cuenta que, cerca, había alguien que no lo estaba pasando muy bien que digamos. Se oían como gritos, pero no tan fuertes, como si la persona que gritaba ya no tuviera fuerzas para hacerlo. Aunque era un riesgo grande, Drax y Dasani corrieron hacia la voz porque hacía mucho no escuchaban nada así. Y no se trataba de un humano.

 Era un ser pequeño como ellos, una mujer joven. Y en su espalda llevaba un bulto que identificaron rápidamente como un bebe. Estaba siendo atacada por tres gusanos tijera, unas criaturas repulsivas que vivían entre el pasto. Afortunadamente, la pareja ya los conocía bien y sabían que hacer cuando los encontraban. Mientras Dasani protegía a la mujer, Drax atacaba a los bichos con piedras y bombas de olor. Después de un rato, los bichos se retiraron y los cuatro pequeños seres pudieron escapar.

 Ya en el muro, dieron de comer a la mujer y a su bebé, quien les contó su historia: su marido había desaparecido en su viaje en busca de un hogar y ella había quedado sola con el niño. Siguió los caminos humanos hasta ese parque y la habían atacado los bichos.


 Drax y Dasani le ofrecieron refugio y le prometieron encontrar a su marido. La mujer les agradeció pero le pareció extraño que, todo el tiempo, la pareja sonriera. De pronto no sabía que ellos eran la prueba de que ya no estaban solos y eso los hizo hasta llorar de la alegría.