Escondido debajo del vehículo, Juan trataba
de controlar su respiración. Era una tarea casi imposible, un reto demasiado
grande en semejante situación. Seguía escuchando disparos a un lado y al otro,
los gritos se habían apagado hacía tiempo. Parecía que todos se alejaban, pero
él no podía moverse de allí. No porque no quisiera, sino porque sus piernas y
sus brazos no parecían querer responder. Era el miedo que lo tenía allí, contra
el suelo, temblando ligeramente, con sudor frío mojando su ropa.
Estuvo allí durante varios minutos más, hasta
que de verdad se sintió lo suficientemente a salvo como para luchar contra su
cuerpo y moverse. No fue fácil, el dolor parecía querer romperle el alma. Sus
huesos y cada uno de los ligamentos que los unía lo hacían gemir de dolor. Pero
se tragó ese trago amargo y se arrastró de donde estaba hacia la débil luz de
la tarde. No se había dado cuenta de que
pronto caería la noche y con ella regresarían los peligros. En ese lugar no era
saludable pasear a la luz de la Luna.
Se recostó un momento en el carro e iba a
empezar a alejarse cuando recordó que tenía su chaqueta adentro y, en ella, su
billetera con todos los papeles para identificarse. Se volteó a abrir y a coger
la chaqueta. Cuando la tuvo en la mano giró la cabeza a un lado y el instinto
de vomitar lo asaltó sin que tuviese tiempo de pensar. Lo hizo allí en el coche
y luego afuera. Su conductor, con el que había hablado durante un buen tramo
del viaje, yacía muerto en su asiento, parte de su cabeza esparcida por el
asiento del copiloto.
No era una imagen fácil de quitarse de la
mente y tal vez por eso Juan se alejó con más rapidez de la que hubiese
pensado. Sabía que había más cuerpos por allí, de pronto los de las otras
personas que habían estado a su lado durante el viaje desde la capital del
departamentos hasta el sector donde iban a tener unas charlas de convivencia.
Es raro, pero sonrió al pensar en esa palabra porque parecía ser la más
inconveniente después de lo sucedido. Solo caminó, sin mirar atrás o a sus pies
sino solo de frente.
Pronto le dolieron los pies. A pesar de tener
un calzado apropiado para caminar sobre una carretera sin pavimentar, el estrés
durante el tiroteo lo había dejado demasiado cansado. Quiso descansar pero
sabía que debía caminar hasta llegar a un lugar seguro. No podía dejarse
liquidar tanto tiempo después, de una manera tan estúpida. Caminó como pudo,
dando traspiés, con sudor marcado por todas partes y con lágrimas secas en su
rostro. Olía el vómito y sabía que probablemente estaba también manchado de
sangre. Pero todo eso podía esperar hasta que llegara a alguna parte.
Tal vez fue dos horas después, o tal vez más,
cuando dio una vuelta la carretera y pudo divisar algunas luces a lo lejos. Era
un pueblo pequeño, un caserío, pero eso era mejor que nada. Incluso si estaba
bajo control de quienes los habían atacado, podría tener tiempo de llamar por
teléfono o contactar con su oficina de alguna manera. El celular no lo tenía,
pues se lo había dado a una de sus compañeros justo antes del ataque. Ella
quería ver si en realidad no había señal y él le había dado el aparato para que
se diera cuenta por ella misma.
Fueron otros quince minutos hasta que se
acercó a las casas más cercanas. Pero no golpeó en ninguna de ellas. Tenía que
saber elegir, no podía simplemente tocar en cualquier parte pues de pronto
podía caer de vuelta en las garras de quienes habían querido matarlo o
llevárselo al monte. Caminó hasta escuchar el sonido de gente, en la plaza
principal. Era un pueblo horrible, de esos que aparecen de la nada sin razón
aparente. Allí no llegaba la civilización y tampoco parecía que les hiciera
mucha falta.
Trató de pasar desapercibido pero la gente de
pueblo siempre se fija en los que no pertenecen al lugar. Lo vieron moverse como
fantasma y adentrarse en la tienda del lugar. Por suerte, tenía algunas monedas
en la billetera y tenían allí un teléfono, de esos viejos, que podía usar para
contactarse con su gente. Las monedas apenas alcanzaron para que su secretaria
contestara. La había llamado a su casa, porque sabría que no estaría ya en la
oficina. Acababa de llegar del trabajo y se mostró asustada de oír la voz de su
jefe.
Sin embargo, puso atención a lo que él pudo
decirle en el par de minutos que duró la llamada antes de cortarse. Le preguntó
a la mujer de la tienda el nombre del pueblo y ella se lo dio: Pueblo Nuevo.
Típico nombre de un moridero. La secretaria tuvo todo anotado y la llamada
terminó justo cuando tenía que terminarse. El hombre agradeció a la mujer de la
tienda y preguntó que si tenía un baño para que él usara. La mujer lo miró raro
pero lo hizo pasar a la trastienda. Al fondo de un largo pasillo había un baño
sucio y brillante
Juan se lavó la cara y tomó un poco de agua.
Seguramente no era potable pero eso no podía importar en semejante momento.
Enfrentar un mal de estomago parecía algo mínimo después de todo lo que había
vivido. Se revisó el cuerpo, mirando si estaba herido de alguna manera, pero no
tenía más que raspones y morados por todos lados. La ropa olía horrible pero no
tenía con que cambiársela, así que la dejó como estaba, después de tratar de
limpiar las manchas más grandes con un poco de agua de la llave. Era inútil
pero hacerlo lo hacía sentirse menos mal.
Como tendría que esperar, salió de la tienda,
no sin antes agradecerle a la mujer. Cuando él estuvo en el marco de la puerta,
la mujer le ofreció una cerveza, sin costo alguno, para que pudiera recuperar
algo de energía. Él sonrió y agradeció el gesto. Se sentó frente a una mesita
de metal barato y tomó más de la mitad de su cerveza de un solo golpe. No se había
dado cuenta de cuanta sed tenía. Una bebida fría se sentía como un pequeño
pedazo de salvación convertido en liquido. Era maravilloso.
Miró a la gente en el parque, hablando casi a
oscuras, a los niños que corrían por un lado y otro, y a la señora de la tienda
que limpiaba una y otra vez el mostrador al lado de la caja registradora. Era
uno de esos pueblos, en los que la vida parece enfrascada en un eterno repetir,
en un rito rutinario que solo se ve interrumpido cuando se les recuerda en qué
parte del mundo viven. Porque seguramente muchas de esas personas conocían a
los bandidos que habían matado a unos y secuestrado a otros, unas horas antes.
De pronto eran sus esposos e hijos, sobrinos y
tíos. De pronto eran madres o abuelas, o incluso huérfanos. El caso es que
todos se conocían o se habían conocido en algún momento de sus vidas. Y ahora
vivían en ese mundo que no era sostenible, un mundo en el que no existe la ley
y el orden sino que se confía en que las cosas estén bien solo por el hecho de
que deben de estarlo. Sí, es gente simple pero eso no significa que sus vidas
lo sean. Solo significa que es su manera de enfrentar sus circunstancias.
Ellos sabían, en el fondo, que vivían en un
pueblo condenado con personas que serían su fin. Pero pensar en eso en cada
momento de sus días sería un desperdicio de tiempo y de energía. En sus mentes,
no había nada que pudiesen hacer para remediar el caos en el que vivían y por
eso era que preferían esa existencia pausada, como suspendida en el aire, casi
como si quisieran que el tiempo se moviera de una manera distinta. Eran gente
extraordinaria pues eran simples y esa era su fortaleza.
El sonido de un helicóptero se empezó a
escuchar a lo lejos y luego se sintió sobre las cabezas de todos. Juan tomó la
botella de cerveza y tomó lo último que había en ella de un sorbo. Se puso de
pie y salió al parque, viendo como el aparato sacudía los arbolitos que había
por todos lados.
Se posó como si nada en un sitio sin cables ni
plantas. Juan se acercó y lo identificaron al instante. Sin cruzar más
palabras, el hombre se subió y pronto el aparato volvió al oscuro cielo del fin
del mundo, para encaminarse de vuelta a una realidad que estaba tan lejos, que
parecía imposible entenderla.