No tenía nada más que hacer sino mirar hacia
el techo, o hacia la ventana o hacia la puerta y el brillo de la luz que había
debajo de ella. No tenía como moverse en la cama a la que había sido recluido.
Las cosas no estaban de la mejor manera , ni dentro de él ni fuera. Y, aunque
en otros momentos hubiera adorado la posibilidad de estar acostado en una cama
y no hacer nada, esa idea ahora lo estaba volviendo loco. No poder caminar en
los últimos dos días lo había convertido en alguien aún más temperamental de lo
que ya era.
A veces la enfermera venía a revisar su pulso
o algún otro dato en los aparatos que había en la habitación y luego se iba sin
decir nada. Después de todo, lo habían puesto solo en una habitación
intencionalmente, sabiendo que su temperamento no era el mejor para estar en
compañía de desconocidos. Por alguna razón el accidente con su pierna lo había
hecho un manojo de nervios y de violencia. Ya todas las enfermeras seguramente
sabían de el “ataque” a una de ellas el día de su llegada, cuando la golpeó en
una pierna por no recibirlo con prontitud.
Y ahora no podía moverse lo que era todavía
más frustrante que no ser atendido con rapidez. El dolor de cuerpo era horrible
y sobre todo si trataba de mover mucho las piernas. De hecho le dolían así no
más, sin hacer nada en el suelo. Era horrible tener que esperar y esperar a ver
que tal progresaba pero el médico no era muy optimista. De hecho, nunca hablaba
más de lo necesario y eso era otra cosa que frustraba mucho a este hombre.
Sabía que solo por un entendible ataque de impaciencia, ahora nadie quería
atenderlo bien sino que lo hacían como por hacer su deber. Y ya se sabe como es
cuando la gente solo hace las cosas por deber.
Pero aguantó lo que pudo y después de unos
días más fue transferido a otro hospital, este sí en la ciudad donde vivía. El
servicio no mejoró en nada, posiblemente porque entre médicos y enfermeras se
habían pasado información acerca del incidente. Era ridículo francamente, como
si estuvieran dando un servicio de clase mundial y no se los reconocieran. El
hombre, en sus largas horas de contemplación,
sentía una rabia impotente ante todo lo relacionado a su accidente y
estaba seguro que iba a demandar a ambos hospitales apenas saliera.
Era simplemente inconcebible que, en muchas
ocasiones, se demoraran horas y horas en traerle su comida o en reemplazar el
suero o en venir para inyectarle alguna droga contra el dolor. Lo hacían a
propósito y se notaba, sobre todo cuando por fin llegaban y hacían todo con una
parsimonia exagerada y claramente innecesaria. Él trataba de no llamar a nadie
y esperar a que los dolores pasaran o a que él mismo pudiese acomodarse en la
cama pero cuando simplemente no podía hacerlo por si mismo, se sometía a
timbrar unas cinco veces hasta que por fin alguien venía y eso que solo a
preguntar que pasaba para demorarse otro par de horas en volver.
La inutilidad es premiada. Eso pensó varias
veces: en la sociedad actual se premia lo mediocre que pueda ser la gente, no
solo en trabajos del sector de la salud sino en todos los que existen. A la
gente se le premia por demoras procedimientos, procesos o trabajos ya que entre
más tiempo demoren más dinero salen ganando. Solo a las pizzerías les interesa
tener algo listo en menos de media hora, y eso. Ya no existe una necesidad de
ir rápido, a menos que eso signifique algún tipo de ganancia y en medicina
ciertamente este no es el caso.
Cuando el paciente en cuestión pudo por fin
desplazarse con unas muletas, se dio cuenta de que había varias personas en si
misma situación. Sin problema, entró a varias de las habitaciones y habló con
diferentes tipos de personas que le dijeron muchas veces lo mismo: que la
atención no era la mejor a menos que el seguro que uno tuviera cubriera
absolutamente todo. En ese caso, y lo pudo ver con sus propios ojos, el
personal del hospital se convertía en el mejor grupo de personas del mundo,
atento a cada necesidad de una sola persona mientras los demás simplemente
sufrían en silencio.
Pasada una semana, el hombre pudo salir del
hospital hacia su casa y lo primero que hizo fue llamar a un abogado de
confianza para pedirle que lo ayudara con su denuncia. Y como a los problemas
hay que atacarlos de raíz, que mejor que exigir el cambio total del personal
del hospital en la demanda. La idea era demandarlos por negligencia, a todos y
a cada uno. Lo mejor era que no estaba solo él sino que tenía los testimonios
de muchas otras personas que ansiaban contar sus historias.
Todo el país estuvo pendiente del juicio,
escuchando todos los días en los noticieros los sutiles cambios que iban
ocurriendo. Era obvio que la sociedad médica se iba a defender con uñas y
dientes. Sacaron expedientes de todas partes, en las que se probaba que muchos
de los procedimientos hechos en el hospital habían salvado vidas y, por
supuesto, que habían ayudado a miles de personas pobres de todos los rincones
del país. Era obvio que querían salir pareciendo héroes modernos que lo único
que hacían era trabajar por el bien de todos.
Pero nuestro paciente sabía más. No solo sacó a la luz los testimonios que había ido
recogiendo sino que también sacó a la luz varios procedimientos que el hospital
veía como “normales” pero ciertamente no lo eran. Por ejemplo, para un lugar
que reclamaba ser el sitio para los
pobres y necesitados, habían hecho bastante cirugía plástica y no precisamente
del tipo que se hace para ayudar a alguien. Liposucciones, implantes de trasero
y de senos, incluso un alargamiento de pene. Todo en el último año de
operaciones. Todos los doctores del lugar lo sabían pero no decían nada a pleno
pulmón y trataban de que los pacientes, que podían pagar con todo el dinero del
mundo, estuvieran alejados y permanecieran allí solo lo necesario.
Obviamente sacaron a la luz el ataque del
mismo paciente a una enfermera y su violenta reacción. Él la reconoció pero
explicó que esa reacción había sido producto de esperar casi veinte horas para
que lo atendieran, con una pierna casi destrozada y un brazo en mal estado
también. El dolor era insoportable y les había pedido en repetidas ocasiones
una camilla para al menos descansar pero había tenido que estar sentado en la
silla de ruedas en la que lo habían traído porque nadie se había molestado en
ver como estaba. Para esto tuvo como testigo a su mejor amigo, que lo había
llevado al lugar.
El juicio se prolongó por varios días, incluso
meses, mientras se reunían todas las pruebas y testimonios y hubo una semana
completa para que el jurado y el juez pudiesen analizar todo los documentos en
relación al proceso. En este lapso de tiempo, muchos de los que habían
declarado en contra del hospital, habían sido amenazados por teléfono y en la calle,
con gritos o carteles. Algunos habían sido atacados por personas con cuchillos
en la calle o les habían lanzado desperdicios hospitalarios a sus cuerpos o a
sus casas. Todo esto se denunció y se buscó ponerlo también en el juicio pero
ya no había tiempo.
El jurado, finalmente, aceptó enviar a la
cárcel a los directivos del hospital por la pésima administración del hospital,
decidieron quitar la licencia a cada uno de los doctores y enfermeras y dieron
un paso extra al decidir el cierre temporal del hospital mientras se establecía
una nueva gerencia y mientras se investigaban las cuentas bancarias y demás
estados financieros del lugar.
Esto último no había sido uno de los objetivos
y la verdad fue que a nadie le cayó muy bien. Otros centros hospitalarios
tuvieron que ser adecuados para recibir un mayor flujo de pacientes ya que el
hospital cerrado atendía a buena parte de la población de la zona y con su
cierre había perjudicado a muchas personas, pacientes más que todo. Los ataques
a las casas de quienes habían denunciado el maltrato en el hospital continuaron
hasta que se conoció el caso de un hombre que habían asesinado afuera de su
casa. Le habían inyectado una sustancia solo encontrada en hospitales, que en
una dosis tan alta le había causado la muerte al instante.
Hubo alboroto por todos lados, presión y más
juicios hasta que se decidió, por parte del Estado, que el hospital sería
reabierto y que se buscaría la manera de manejarlo lo mejor posible. Muchos se
quejaron porque ya no habría programas especiales para poblaciones vulnerables
y varios de los aparatos considerados caros serían vendidos a otras
instituciones que pudieran costear las máquinas. Los ataques siguieron pero
fueron disminuyendo hasta que al paciente que lo había hecho todo dejó de
pensar en el asunto. Años después se fue del país a trabajar y olvidó todo el
asunto, que seguía empeorando porque la verdad era que nada había cambiado,
salvo un pequeño hospital.