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viernes, 29 de septiembre de 2017

No todos los postres son dulces

   El tercer soufflé de María también se había desinflado. Lo sacó del horno y lo tiró directamente al lavaplatos. Se quitó el delantal y fue director a la sala de la casa. Se sentó allí, mirando por la ventana, en silencio. Ya muchas veces había fracasado en sus intentos de hacer un postre para la feria que tendría lugar el fin de semana en la escuela de sus hijos, pero las cosas simplemente no estaban quedando como ella quería. El soufflé era lo que mejor le quedaba y ahora ya no estaba a su alcance.

 Era temprano todavía y sabía que estaría sola por mucho rato más. Sus hijos estaban en la escuela y su esposo estaba en la oficina, o al menos eso suponía ella. Desde la vez que le había confesado una infidelidad, María había dejado de confiar en él. La verdad de las cosas era que ya no lo quería tanto como antes. Todavía había amor pero no sabía si era lo suficiente para que siguieran viviendo juntos. A veces quería mandarlo todo al carajo pero sus hijos le recordaban que debía esperar, pensarlo mejor.

 Se levantó del sillón y se dirigió al equipo de sonido que estaba medio escondido en una repisa que ya nadie volteaba a mirar. Prendió el aparato y sintonizó una emisora con música moderna, joven, que le diera la emoción que ya no sentía en su vida. Cuando encontró lo que buscaba, subió el volumen y se fue bailando lentamente hasta la cocina. Era una repostera famosa, una chef establecida y nada en esa cocina la podía vencer. La música sería su gasolina en esta ocasión.

 El soufflé era probablemente una mala idea, demasiado para una simple feria de colegio. Además debía hacer muchos de lo mismo. Recordó entonces sus comienzos y empezó a sacar de todos lados los ingredientes necesarios. La cocina se convirtió en un sitio lleno de cosas por todos lados, de manchas y sonidos metálicos por todas partes. Esta receta seguro sería su éxito de la semana. Y lo necesitaba, porque el estar tan lejos de su trabajo la estaba matando lentamente.

 Le echaba la culpa a ello de lo que había pasado con su marido pero, muy adentro de si misma, sabía que la única culpable de todo lo que le pasaba era ella misma. Era ella quién había gritado a sus jóvenes pupilos a en la cocina, la que había perdido la noción de la realidad y había quemado la mano de uno de esos alumnos. La que había armado un desastre en esa gran cocina, delante de mucha gente, la que había salido del hotel esposada por la policía. Su cara se había visto en todos los noticieros, en los periódicos. Se había vuelto una paria en algunos minutos.

 La corte le había ordenado alejarse de las cocinas por un buen tiempo, además de tener que pagar un monto importante al alumno lastimado y al hotel, que también había pedido una tajada por haber sido el escenario de su desequilibrio mental. Su marido le había contado lo que había hecho hasta hacía poco, como para hacerla sentir peor de lo que ya estaba. Pero María sabía bien que él la engañaba desde antes y era muy posible que muchas más mujeres hubiesen hecho parte de sus harén.

 Mientras preparaba la mezcla para los pastelillos de terciopelo rojo, María miraba fijamente el color de la sangre y recordaba los pequeños detalles que hacía mucho le habían indicado que su matrimonio no era lo que ella pensaba. Manchas en las camisas, olores extraños y un comportamiento extraño de su marido, un hombre que había conocido hacía ya quince años en un hotel, de vacaciones. De pronto se habían casado demasiado deprisa pero ella nunca lo había sentido así.

 La masa estuvo lista pronto. Sacó varias bandejas adecuadas para los pastelillos y puso el mayor esmero posible para que la cantidad en cada uno de los cuencos de la bandeja fuera la ideal para que los pastelillos quedaran perfectos. Por mucho tiempo los había hecho para los huéspedes del hotel pero esta era la primera vez que los hacía en casa. De hecho, casi nunca cocinaba para su familia. Eso era algo de lo que se había encargado Ofelia, la empleada que habían tenido por años.

 Pero cuando María fue condenada a alejarse de su trabajo, Ofelia los dejó de la nada. Ni siquiera habían tenido tiempo de contemplar despedirla, pues no era un misterio que el dinero iba a ser escaso por la falta de uno de los grandes ingresos de la familia. Al fin y al cabo, ella había ganado mucho más que su esposo por años y el golpe iba a ser fuerte. Pero Ofelia nunca les dio la oportunidad de decir nada. Un día dijo que se iba y al otro día algunas personas le ayudaron a sacar todo lo que tenía en casa.

 Un día despertaron sin ayuda, con menos dinero y más problemas de los que tenían conocimiento. Parecía que todo había cambiado drásticamente por lo que había hecho en el hotel pero la verdad era mucho más cruda que eso: las cosas siempre habían estado mal pero nadie había tenido el tiempo para quedarse a mirar de verdad. Era terrible decirlo, pero ni siquiera los niños eran conscientes de que la familia ideal no vivía en aquella casa. Puso los pastelillos al horno y se sirvió algo de vino, que le era útil para no pensar tanto y seguir disfrutando de la música.

 El mismo día del evento en la escuela arregló los pastelillos con los mismos elementos que utilizaba en su trabajo como repostera. Lo había hecho todo con el máximo detalle, cada uno siendo completamente único, algo pequeño para que cada una de las personas que comprara uno de ellos se sintiera especial. Era literalmente lo menos que podía hacer. No sabía que más inventar para evitar ser el objetivo de las miradas que se sabía que le iban a propinar, como golpes, puñaladas.

 Al llegar a la evento con sus hijos, los dejó ir a jugar con sus compañeros. Ella puso los pastelillos en una gran mesa y acordó con una mujer, seguramente una profesora en el colegio, el monto a cobrar por cada uno de ellos. Ella no recibiría nada del dinero pero le parecía lo correcto interactuar con las personas que estaban allí. Así sabrían que era una persona normal y no una asesina o algo por el estilo. Sabía lo que la gente pensaba y estaba claro que debía hacer lo mejor para sus hijos.

 Se paseó por los otros puestos, mirando lo que otras madres y algunos padres habían hecho. Ver dos hombres partir en porciones casi iguales un pastel de chocolate, le hice recordar a su marido, que había llegado la noche anterior muy tarde del trabajo y se había ido temprano alegando que debía reunirse con una importante empresa de petróleos y la cita simplemente no se podía cambiar de hora ni de día. Había dicho que se reuniría con ellos en el colegio, lo que a María poco le importó.

 Viendo a los niños a su alrededor y a los padres contentos, socializando con otros como si de verdad les gustara estar allí, era algo que hacía pensar a María que probablemente ninguno de los dos habían hecho un buen trabajo criando a los niños. Ahora que estaba en casa, estaba segura que Ofelia había hecho buena parte del trabajo. Ella era una mujer con un instinto maternal claro y había pasado con ellos un buen tiempo, muchas vivencias que un padre y una madre deberían compartir con sus hijos.

 Al llegar a la mesa de los postres de frutas, María se dio cuenta de que lo que había hecho en la cocina del hotel había sido una crisis interna creada por la culpa que claramente tenía ella en todo lo malo que había sucedido a su alrededor, con su familia.


 No conocía a sus hijos ni a su esposo. No tenía amigos y ya nadie le hablaba por más de un minuto, temiendo que les quemara las manos también a ellos. Una lágrima resbaló por su cara. Solo se la limpió cuando su hija pequeña regresó para pedirle dinero para un postre. Otra lágrima reemplazó a la primera.

domingo, 17 de abril de 2016

De fondo

  Me dolía la cara de tanto sonreír y las manos de tanto estar aplaudiendo. En mi mente pensaba “solo es un matrimonio”, pero después caía en cuenta que era algo especial para ella, para mi mejor amiga, y por eso era mejor mantener la sonrisa lo que hiciera falta. Obviamente bebí lo que pude, que no era mucho pues ella tenía un padre alcohólico y lo único que ofrecieron fue champaña para los brindis. No sé cómo tuve el valor de ir a las cocinas y conseguir una botella para mí solo. Normalmente me hubiesen dicho que no o algo pero no me dijeron nada. Seguro se notaba en mi rostro que necesitaba el alcohol.

 Por supuesto, fui solo al evento. No iba a mentirme a mi mismo consiguiendo a alguien para que me acompañara cuando jamás había tenido a nadie para ir a celebraciones de ese tipo. Así que estuve solo en la ceremonia religiosa y en la fiesta me sentaron con algunos compañeros de la universidad que no veía hacía mucho. Cuando me di cuenta de ello, me dieron ganas de ahorcar a mi amiga con su velo pero ya estaba lejos, en su mesa especial con sus padres y su esposo, así que mi momento había pasado y tuve que resignarme.

 Lo bueno fue que se aburrieron ellos primero que yo. Solo se puede preguntar “¿Qué has hecho?” una cierta cantidad de veces, hasta que se vuelve repetitivo y poco interesante. Y como mi respuesta era mucho menos interesante que cualquiera que pudiese haber tenido, pues nadie preguntó más después de un rato.

 Sin embargo, tuve que escuchar sus largas conversaciones sobre sus planes de matrimonio, sus increíbles trabajos y su emocionante vida social y romántica. Incluso hubo un momento de comentario bastante íntimos y no pude evitar tener que contar con los dedos hacía cuanto tiempo yo había estado sexualmente con alguien. No lo logré contar los meses porque me interrumpían con preguntas que solo buscaban hacerme parte de la conversación, lo que agradecí pero no era necesario.

 Lo mejor de todo tenía que ser la comida. Primero, porque mi amiga se había esforzado en que el menú fuese delicioso y diferente al del resto de las bodas. Y segundo, porque con la boca llena de comida la gente no puede hablar idioteces o preguntarlas. Prefería mil veces cortar mi carne y ver como sabía con los espárragos y una salsa con nombre en francés, que tener que responder qué me parecía la calidad de la televisión hoy en día.

 Comí todo lo que me sirvieron y llené mi plato dos veces en la barra de postres, una idea que yo mismo había plantado en la mente de mi amiga con éxito. Fue allí que me encontré con otro compañero que no veía hace mucho pero solo nos saludamos y sonreímos.

 Esa historia sí era cómica. En una de las pocas fiestas que había ido al terminar la carrera, lo descubrí en un baño teniendo sexo con otro hombre. Otro hombre que yo conocía también porque, curiosamente, había salido con él  hacía un tiempo y pensaba que me había equivocado al verlo en la fiesta. Lo cómico del asunto era que ese compañero de la universidad siempre había sido uno de esos machos cabríos, con una nueva novia cada semestre. Y siempre ellas eran distintas: a veces rubias, a veces morenas, incluso un par de pelirrojas.

 Cuando lo descubrí, solté una carcajada y cerré la puerta del baño. De pronto por eso en la boda se ruborizó tanto y se abstuvo de servirse helado, que era de lo mejor que había. Lo seguí con la vista y solté una carcajada, como entonces, al ver que se sentaba al lado de una mujer muy guapa que lo besaba en la mejilla y le reclamaba por el helado.

 Iba a llenar mi plato una tercera vez con solo macarrones en la barra de postres y fue entonces que me di cuenta que mi amiga estaba paseándose por cada mesa con su nuevo esposo para saludar a la gente y tomarse fotos con ellos. Se veía muy linda pero yo prefería los macarrones. Cogí algunos de paso a la salida y me fui a un jardín del hotel donde estábamos celebrando la unión.

 Allí me comí el primer macarrón, de dulce de leche con sal o algo por el estilo. Después uno de limón y finalmente el de sandía, que era un sabor particular. Entonces me limpié las manos y sacó un cigarrillo de mi bolsillo. Había llegado con tres cigarrillos sueltos porque sabía cuando los iba a usar. El primero ya se había ido mientras se desarrollaba la ceremonia religiosa. Había tengo que salir un momento para fumarlo y alguien que llegaba tarde me había mirado casi con asco. ¡Que descaro!

 El segundo me lo fumé allí, en el jardín del hotel. Casi no esperé para encenderlo cuando ya lo tenía por la mitad. Odiaba fumar, de verdad que lo odiaba. Pero me hacía sentir algo, como una pequeña paz momentánea que me ayudaba en momentos en que mi autoestima no estaba en su mejor momento. Lo consumí rápidamente y entonces pisé la colilla y la tiré en un bote de la basura que había allí, supuse que para aquellos fumadores empedernidos.

 Pero cuando terminé no volví a mi mesa. Me quedé en el jardín y me di cuenta que no me sentía bien, que el sonido y la presencia de tanta gente me hacían sentir mareado. Entonces pensé en las preguntas, en la demás gente, en lo ridículo que me veía con el traje y la corbata puestos y me puse a llorar en silencio. Después, no tan en silencio.

 Me frustraba mucho todo. La gente decía que con esfuerzo se alcanzaba todo pero eso era mentira. Incluso para la gente que se esfuerza mucho a veces no hay recompensar porque, ¿cómo puede haber recompensas para todos? Es algo imposible. Me había esforzado en mis estudios, me había esmerado y ahora había terminado siendo uno de los que atienden en los mostradores de facturación del aeropuerto. Como no había estudiado para eso (había estudiado arquitectura), tuve que ajustarme con rapidez y siempre sentía una rivalidad extraña con los demás.

 Ello siempre comían en un lado y yo en otro, como si tuviéramos doce años o algo así. Creo que no les gustaba la idea de que alguien que no sabía lo que hacía estuviese metido entre ellos. Lo que ellos no sabían era que a mí también me incomodaba pero necesitaba el dinero y habían estado contratando y por alguna razón me eligieron para uno de los mostradores.

 Todo el día debía lidiar con quejas y reclamos y gritos e insultos o con personas que parecían vivir en la Luna porque no entendían nada o con problemas para los que yo no estaba listo y mis compañeros tampoco pero me miraban mal de todas maneras, como si ellos sí supieran resolverlo. Era un infierno. Pagaban mal, era lejos y llegaba exhausto. Pero eso lo agradecía porque no me daba tiempo de pensar mucho.

 Y de mi vida romántica detestaba contestar preguntas y lo mejor era que nadie preguntaba, a nadie jamás le había interesado esa parte de mi. Creo que la mayoría de personas me veía como un personaje extremadamente secundario en sus vidas, como un figurante que no tiene ni nombre en una película pero que de vez en cuando dice algo como para ayudar a la trama. Ese era yo para la mayoría. No interesaba que pensara o que sentía porque era solo parte del fondo.

 Por eso había ido al matrimonio de mi amiga. Al fin y al cabo era la única que se preocupaba algo por mí, aunque sabía que no debía preguntar demasiado pues me podía poner bastante fastidioso con cualquier tema. De verdad estaba feliz por ella pero no pude evitar llorar en ese jardín hasta que me dolió la garganta. Entonces alguien salió y era el tipo de la doble vida. Algo me dijo, pero no sé que fue. Solo me puse de pie y fui al baño más cercano.


 Me limpié la cara lo mejor que puse y la sequé con varias toallas de papel. Mis ojos estaban muy rojos y tenía partes rojas de la piel también pero sabía que no importaba pues se acercaba la parte del baile. Atenuarían las luces y yo bailaría con mi amiga y seguiría sonriendo y saludando hasta que la velada terminara y entonces pudiese volver a mí.

jueves, 23 de octubre de 2014

Dulce y Amargo

Pasteles, tortas, dulces, chocolates y todo tipo de repostería. Eso era lo que la señora González hacía mejor. Si trataba de hacer algún platillo sin azúcar, le quedaba horrible, tanto así que la gente se lo decía sin vergüenza ni temor.

Ella se había acostumbrado a esto y por eso solo cocinaba cosas dulces, lo más delicioso que se podía encontrar en el pueblo. No era un lugar muy grande, eso es cierto. Pero era el centro de la comuna y mucha gente de otros poblados venía al menos una vez al día a comprar alimentos o simplemente a divertirse.

La señora González se llamaba Libia y su pueblo estaba a las orillas de un río de gran caudal, en la mitad de la selva tropical. No era un lugar muy común para que surgiera una maestra pastelera pero eso era lo que había ocurrido.

De todas partes venía gente para probar los deliciosos bocados de azúcar de Libia y ella les ponía nombres y procuraba tener al menos una novedad cada día de bazar, que normalmente caía un miércoles, para mostrarla a los habitantes de la región.

Un día hizo unas increíbles milhojas de maracuyá con crema batida sabor a mango. Era una mezcla divina, literalmente. El mismo gobernador, que visitaba ese día el pueblo, la felicitó por tan delicioso postre y la invitó a su casa para que cocinara. Se acercaba el día de la Independencia y habría festejos y música y la comida no podía faltar. El hombre quería que Libia se encargara de los postres.

Pero había algo más. Libia era una mujer hermosa. A pesar de su edad, rondando los 50, tenía un cuerpo con curvas en los lugares correctos, una sonrisa amable y unos grandes ojos color marrón claro. Su piel tenía el tono de la canela que usaba tan a menudo y su voz era calma, con el poder de apaciguar a cualquiera.
El gobernador al parecer había notado todo esto y más su destreza en la cocina, era imposible no mirarla o reconocer su existencia. Además el era también viudo hacía poco y se esperaba que gobernara de la mano de una mujer.

Libia, por su parte, había enviudado poco tiempo después de casarse a los 20 años y más nunca se quiso volver a casar. Si bien era correcto no apresurarse a buscar un hombre, todos creían que era demasiado bella y joven como para ser viuda de por vida. Pero nunca se volvió a casar. Eso sí, no faltaron los pretendientes y el gobernador quería ser uno más en esa larga lista.

El día anterior al día de la Independencia, Libia viajó en bus hasta la capital del departamento. Quedó fascinada con la hermosa casa del gobernador: tenía el aspecto de una de esas viejas mansiones del sur de los Estados Unidos, que ella había visto en películas. Parecía un sueño entrar y ser recibida como invitada de honor.

El gobernador mismo se presentó y dieron un paseo por la casa para mostrarle sus tesoros: el árbol gigante del patio, la porcelana china del comedor y los muebles franceses de la sala. Finalmente le mostró la cocina y Libia perdió el habla de la sorpresa: era una cuarto enorme, como ninguna cocina que hubiera visto antes. Todo tipo de objetos estaban a la vista y unas ocho personas trabajaban en los hornos, hornillas y sobre grandes superficies cocinando, cortando y creando obras de arte.

Le mostraron su puesto de trabajo y ella empezó ahí mismo a inventar. Se olvidó de todo lo demás y solo tuve mente para sus postres. El gobernador se resintió un poco pero pensó que lo mejor sería verla en la fiesta y ahí sorprenderla una vez más.

Lo que quedaba del día, Libia escribió receta tras receta e incluso horneó algunas de sus viejas recetas para tenerlas listas de antemano. Hizo galletas de nueces con naranja, pastelitos de arazá con fresas y pasteles de con chocolate de la región por dentro.

La mañana siguiente se sorprendió al descubrir en en una silla un hermoso vestido de dos tonos de amarillo, acompañado de zapatos y sombrero a juego. Sobre el vestido había una nota que decía: "Para la fiesta. Nos vemos allí." No decía quien la había escrito pero era evidente que había sido el gobernador.

Esto entristeció un poco a Libia. Recordó a su primer esposo, Alcides y como este había muerte en una de sus expediciones por el río. A pesar de que no habían vivido juntos por mucho tiempo, ella había estado enamorada perdidamente de él y habían hecho muchos planes para el futuro, imaginando hijos, festejos y un amor que no moriría.

Tratando de apartar el dolor de su mente, Libia se duchó rápidamente y se puso ropa normal con un delantal encima. Le echó un ojo a su vestido y salió del cuarto. En la cocina, habían dispuesto a dos ayudantes para que le colaboraran y en pocos minutos les explicó cuales eran los postres que iban a hacer. Algunos clásicos infaltables como la milhoja de maracuyá y los macarrones de lulo no podían faltar pero también había creaciones nuevas como las canastillas de fruta con flores comestibles o un pastel de cuatro pisos con sabores cítricos y cubierto de chocolate amargo y frutos de la selva.

Trabajaron desde temprano hasta pasado el mediodía. El almuerzo fue de pie, mientras esperaban que los hornos hicieran su trabajo. A las 5 de la tarde empezaron a llegar invitados. Libia echó un ojo al patio y vio que habían montado dos grandes carpas cerca al árbol gigante y había mesas y sillas todas de blanco y adornadas con lazos y moños color crema.

Al rato vino el gobernador con la mujer a cargo del evento. Les explicó adonde debían llevar cada uno los alimentos y la distribución de las mesas. Los trabajadores comerían también pero dentro de la casa, en un gran comedor dispuesto para ellos. Solo podrían comer cuando afuera todos ya estuvieran en el postre, bailando y escuchando la música.
El gobernador les agradeció a todos y dio un pequeño discurso sobre la gran nación en la que vivían. Libia notó que el hombre le sonrió en un momento antes de irse y esto la puso nerviosa.

Trató de olvidarlo y mientras los demás cocineros iban y venían con sus creaciones a la fiesta, ella terminó los postres. Estuvieron a tiempo, justo cuando los comensales terminaban el plato fuerte y empezaban a beber y escuchar los ritmos regionales que una banda tocaba sobre una improvisada tarima.

Cuando ella y sus ayudantes salieron al patio con los postres, todos se callaron al instante. Era una visión de belleza única, de perfección y dedicación. Tanto así que cuando todo estuvo ubicado en su lugar, la gente le dio un fuerte aplauso a Libia y ella respondió con algunas lágrimas y reverencias tímidas.

Mientras la gente se servía subió a su habitación y se puso el vestido. Se veía bien pero no se sentía como ella misma. Pensó que igual era por una noche y así bajó a la fiesta.
El gobernador dio su discurso y al final mencionó a Libia y a sus postres. Ella pensó que seguramente sería allí que el hombre preguntaría lo que ella temía y odiaba que fuera frente a tantas personas. En todo caso esta podía ser una oportunidad... Quien mejor que el gobernador como marido?

Pero no sucedió. El gobernador la felicitó y hubo más aplausos y luego baile. Bailó con él y con otros hombres y vio a la gente disfrutar sus postres. Pero todo el tiempo pensaba: "Que hice mal? Que pasó".

Al otro día empacó sus cosas y se disponía para irse. El gobernador la llamó a su oficina justo cuando salía y se devolvió con todo y maleta. Por fin entendió que pasaba: él quería una repostera para la casa y nada más. No la quería de esposa sino de cocina.

Sorprendiendo a si misma, Libia se negó. Le dijo que le tenía mucho cariño a su pueblo y que no podía dejarlo así nada más, después de tanto tiempo. Tomó el primer bus que encontró y regresó a su hogar.

Libia siguió creando y creando hasta el día que murió, muchos años después. La gente la amaba y se preguntaba porque ella no había amado a nadie más pero se equivocaban: Alcides siempre había estado en su corazón y ahora ella estaba con él, seguramente creando más de esas maravillas que habían hecho de su vida una muy feliz.