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viernes, 2 de marzo de 2018

No hay que entender


   Mientras caminaban por el sendero, miraron al mismo tiempo al precipicio que había al lado derecho: era una profunda garganta que en ese momento estaba cubierta de nubes y neblina. Así de alto era el paso por el que estaban atravesando. Escapar no era fácil por ninguna parte pero debía tener una dificultad extra hacerlo por semejante lugar. Nadie nunca los perseguiría por esos remotos parajes pero tampoco tenían garantizado poder salir de allí, y esa era la idea.

 Dos días habían pasado desde que habían oído los últimos disparos. Varios soldados los habían perseguido hasta bien adentrado el páramo, pero se rindieron al darse cuenta que la neblina era muy espesa y no podrían tener la ventaja en ese lugar. Además, consideraban todo el sector un peligro enorme, por los animales salvajes que allí había y los caminos inseguros. Hacía años que nadie pasaba por allí y todo lo que había sido mantenido en pie con cuidado, ya no existía.

 Ramón iba detrás de Gabriel y no podía dejar de mirar hacia atrás. No era algo muy inteligente de hacer pero la verdad era que estaba aterrorizado de ser capturado de nuevo. Ramón ya había estado en los oscuros calabozos que habían creado en lo que antes eran las oficinas de corte suprema. Era un extraño lugar que todavía conservaba algo de su majestuosidad anterior pero que ahora solo olía a orina humana y a heces de rata. Un lugar oscuro, con gritos ahogados y sonidos extraños.

 Gabriel, en cambio, no tenía ni idea como eran los calabozos. Solo había estado allí cuando se suponía, en el momento exacto en que varios de los prisioneros se rebelaron y escaparon de manera masiva. Fue entonces que encontró a Ramón y lo llevó a las afueras de la ciudad, donde los sorprendieron los soldados y tuvieron que escapar hacia el páramos. Gabriel no sabía lo mal que Ramón la había pasado en la cárcel y su compañero no tenía la más mínima intención de contarle.

 El estrecho sendero que bordeaba el precipicio seguía igual por varios kilómetros. Los árboles eran cada vez más escasos. En cambio, había plantas más bajas como matorrales, que crecían por todas partes. Sus flores eran de un color hermoso y era obvio que sus diversas formas tenían la intención de servir para recolectar agua, algo bastante fácil en un lugar tan húmedo como ese. Húmedo pero bastante frío. Cuando llegó la segunda noche, encontraron una zona algo plana cerca del sendero y allí armaron una pequeña tienda de campaña con una hoguera afuera.

 Estaba claro que Gabriel había pensado en todo, siempre lo había hecho. Era un tipo preparado, que nunca hacía nada sin pensar en las consecuencias con anterioridad. A Ramón le gustaba mucho eso de su compañero pero jamás se lo había dicho a la cara. De hecho, había muchas cosas que nunca se habían dicho con claridad. Desde el primer momento que empezaron a trabajar juntos, en la oficina de inteligencia estatal, se formó una relación difícil de describir incluso por ellos mismos.

 Lo que hacía de esa relación algo muy particular eran las acciones que ambos tomaban a su respecto. El hecho de que Gabriel hubiese arriesgado su vida para prácticamente rescatar a Ramón era algo que hablaba mucho de cuanto lo quería y apreciaba. Pero jamás le había dicho a Ramón nada como eso. Eran solo acciones que el otro debía interpretar como pudiera, sin palabras que hicieran todo tan especifico. Incluso allí, solos en el páramo, no se decían nada más de lo necesario.

 Observando el fuego, Ramón recordó cuando trabajaban juntos en Inteligencia. Nunca fueron muy amigos que digamos, no salían a beber nada después del trabajo ni hablaban de cosas que no tuvieran nada que ver con lo que hacían allí. Sin embargo, cuando tenían que trabajar juntos, lo hacían a las mil maravillas. Todo siempre fluía bastante bien y lo hizo cada día hasta que llegó el Gran Cambio y todo se vino abajo a lo largo y ancho del país. Poco después de eso arrestaron a Ramón.

 El asunto era que Ramón era abiertamente homosexual. Iba a bares y discotecas, compraba en negocios cuya clientela era casi por completo homosexual e incluso tenía varias aplicaciones en su teléfono celular para contactar con otros hombres y tener relaciones sexuales casuales. Obviamente no era algo único de él ni nada por el estilo pero fue así como el nuevo gobierno pudo rastrear a todas las personas que quería meter a la cárcel por motivos arcaicos.

 De solo pensar en el día de su arresto, Ramón se ponía nervioso y se le alzaban los pelos de detrás de la nuca. Los oficiales vestidos de negro habían entrado de golpe en el edificio de Inteligencia y habían arrestado por lo menos a diez personas. Las habían dirigido a la entrada principal del edificio y allí mismo las habían obligado a confesar sus supuestos crímenes. A todos, incluido Ramón, los golpearon con las armas, a algunos en la cabeza y a otros en la cara, rompiéndoles la nariz. Luego los dirigieron a un camión y así se los llevaron a los nuevos calabozos.

 Avivando el fuego que parecía estar a punto de apagarse por la pésima calidad de la madera, Gabriel miró a Ramón y recordó que él había estado en el momento de su arresto. Lo había tomado por sorpresa a pesar de que todo el mundo sabía que el país se estaba yendo al carajo. Lo que pasa es que nadie hace nada hasta que se ve afectado por las cosas horribles que pasan. Gabriel, sin embargo, solo decidió actuar una semana después de lo ocurrido. Tiempo después, se culpaba por su demora.

 La cuestión era que no sabía qué debía hacer y ni siquiera si debía hacerlo. Gabriel solo sabía que una injusticia se había cometido y sentía algo adentro de su cuerpo que le insistía en que debía alzar su voz de protesta. El problema era que no sabía cual era la razón para esa rebelión en su interior. Varias veces en su vida había visto injusticias, pero jamás había sentido la urgencia de hacer algo, la presión en el estomago que le insistía día y noche y no lo dejaba tranquilo ni un segundo.

 Se preguntó entonces, y se lo volvió a preguntar frente a la fogata en el páramo, ¿qué era lo que sentía por Ramón? ¿Era amor o algo parecido? Gabriel no tenía ni idea. Lo único que tenía claro era que le importaba Ramón y que prefería tenerlo cerca que estar completamente solo. Además, sabía que no hubiese podido vivir consigo mismo si no hacía algo para ayudarlo a escapar de la cárcel. La fuga masiva había ocurrido casi como un milagro, empujando a Gabriel a hacer lo que sentía que debía hacer.

 Ahora solo se miraban, por encima de las débiles llamas de la fogata. Habían logrado cazar un pequeño conejo, pero no era ni de cerca suficiente para dos hombres adultos que llevaban días sin comer algo decente. Habían comido en pocos minutos y ahora solo intentaban calentarse con un fuego que no parecía querer ayudar en nada. Estiraban las manos y trataban de hacer crecer las llamas, pero todo era inútil. Pasada la medianoche, el fuego murió por fin y ellos tuvieron que acostarse.

 Gabriel había sido precavido y había metido esa tienda de campaña vieja en su mochila. Los pies de ambos sobresalían y quedaban los dos bastante apretados debajo de la delgada lona verde. Pero era lo único que había. Se acostaron y estuvieron allí tiesos, visiblemente incomodos.

Entonces Ramón se dio la vuelta, mirando al lado contrario de Gabriel, y le pidió en una voz suave pero muy clara, que lo abrazara. Gabriel esperó unos segundos, como procesando lo que había escuchado. Después se dio la vuelta al mismo lado y abrazó a Ramón. Así cabían mejor y pasarían menos frío.

viernes, 12 de enero de 2018

El reencuentro (Parte 1)

   Lo primero que hizo Román al abrir la puerta de su apartamento fue, cuidadosamente, quitarse los zapatos en el tapete de la entrada para no ensuciar el interior de su hogar. Siempre le gustaba tener todo lo más limpio posible y,  con la tormenta que se había desatado afuera, no había manera de entrar muy limpio que digamos. Dejó los zapatos sobre el tapete y, sin mayor inconveniente, se quitó las medias y los pantalones al mismo tiempo, doblando todo sobre los zapatos.

 Cogió todo en sus brazos y entró por fin al apartamento, cerrando la puerta con un pie pues no tenía ninguna mano libre para hacerlo. Su camisa y chaqueta también estaban empapadas pero no goteaban así que no era necesario quitárselas. Caminó derecho a la lavadora y echó todo lo que tenía en los brazos allí dentro. Acto seguido, se quitó la mochila de la espalda, la dejó en el suelo y se quitó el resto de ropa para quedar solamente en calzoncillos, que terminó quitándose también.

 Cerró la tapa de la lavadora y se alejó de allí,  después de levantar la mochila del suelo y dejarla en una de las cuatro sillas de su pequeña mesa de comedor. Estaba mojada pero nada de lo de adentro se había perjudicado con el agua, lo que era un milagro porque la lluvia había empezado a caer con mucha abundancia, y el viento huracanado no había ayudado en nada. Sonrió al recordarse a si mismo luchando contra los elementos para caminar desde la parada del bus hasta la casa.

 Desnudo como estaba, se echó en el sofá y se cubrió con una manta que tenía doblada a un lado, para ocasiones como esa. Al fin y al cabo que era la época más fría y lluviosa del año en la ciudad, con pocos días de solo y muchas tormentas que incluso traían granizo. Se cubrió con cuidado, se aseguró de prender el televisor para tener algo de sonido de ambiente y se quedó dormido en pocos minutos. El calor de la manta era tal, que no sintió la ráfagas de viento que golpeaban las ventanas.

 Se despertó un par de horas después, cuando ya estaba oscureciendo o al menos eso parecía. Y no se había despertado por si mismo sino que había sido el sonido del intercomunicador el que había interrumpido su descanso. Medio dormido todavía, se puso de pie y caminó casi a oscuras hacia la pared de la cocina para contestar. El recepcionista del edificio le anunciaba que alguien preguntaba por él. Al comienzo Román no entendió el nombre que el recepcionista decía. Pero cuando lo escuchó bien, sus ojos quedaron abiertos de golpe.

 Ese nombre era uno que no había escuchado en muchos años. Eran el nombre y apellidos de su primer novio, un chico que había conocido en la escuela gracias a esos intercambios deportivos que hacen algunos colegios para promover la amistad y ese tipo de cosas. Román solo había estado en el equipo de futbol del colegio un año y era solo un suplente. Había tenido que aceptar pues la mayoría de estudiantes eran mujeres y ellas tenían su propio equipo. Era casi su deber aceptar el puesto.

 Federico, el que estaba en la entrada de su edificio, era el goleador estrella del equipo de uno de los colegios contra los que se enfrentaban a menudo. Román no jugó en el partido definitivo pero si estuvo allí para ver como Federico goleaba a su equipo, casi sin ayuda de nadie. Por alguna razón, en esa felicitación que se dan los equipos al final de un partido, los dos empezaron a hablar más de la cuenta. En los días siguientes, se encontraron en alguna red social y empezaron a hablar más.

 Román le dijo al recepcionista que le dijera a Federico que bajaría enseguida. Estuvo tentado a decirle que le preguntase la razón de su visita, pero la verdad era que el celador era tan chismoso que lo mejor era no darle más información de la necesaria. Después de colgar, Román casi corrió a la habitación y se pudo algo de ropa informal. Por un momento pensó en vestirse bien pero recordó que estaba en casa y que había tormenta y no había razón para que estuviese bien vestido viendo televisión.

 Se puso un pantalón que usaba para hacer deporte cuando podía, unas medias gruesas, una camiseta cualquiera y una chaqueta de esas como infladas porque de seguro el frío sería más potente en el primer piso. Cuando se puso unos zapatos viejos, se detuvo por un momento a pensar en el Federico que recordaba, con el que se había dado su primer beso en la vida, a los quince años de edad. Había sido en una calle algo oscura, después de haber comido un helado de varios sabores.

 Sacudió la cabeza y enfiló hacia la puerta, tomó las llaves y cerró por fuera, aunque no sabía muy bien porqué. No pensaba demorarse. En el ascensor, jugó con las llaves pasándoselas de una mano a la otra y luego se miró detenidamente en el espejo, dándose cuenta que tenía un peinado gracioso por haberse quedado dormido en el sofá. Trató de aplastárselo lo mejor que pudo pero no fue mucho lo que hizo. Cuando se abrió la puerta del ascensor sintió un vacío extraño en el estomago. Se sintió tonto por sentirse así pero no era algo fácil de controlar.

 En la recepción había dos grandes sofás y dos sillones, como una pequeña sala de estar para las personas que esperaban a que llegara a alguien o que, como Román, no querían que nadie subiera a su apartamento así no más. En uno de los sillones estaba Federico, de espalda. Román lo reconoció al instante por el cabello que era entre castaño y rubio. Era un color muy bonito y que siempre había lucido muy bien con sus ojos color miel, que eran uno de sus atributos físicos más hermosos.

 De nuevo, Román sacudió la cabeza y se acercó caminando como un robot. Federico se dio la vuelta y sonrió. No había cambiado mucho, aunque en su cara se le veían algunas arrugas prematuras y sus ojos no eran tan brillantes como en el colegio. Se saludaron de mano y se quedaron allí de pie, observándose el uno al otro sin decir mucho. Solo hablaron del clima y tonterías del pasado que no eran las que los dos estaban pensando. Pero así son las personas.

 Por fin, Román pudo preguntarle a Federico a que debía su visita. Federico se puso muy serio de repente, parecía que lo que iba a decir no era algo muy sencillo. Suspiró y dejó salir todo lo que tenía adentro. Le confesó a Román que había sido alcohólico y luego había entrado en las drogas. Según él, lo echaron de la universidad por su comportamiento y por vender sustancias prohibidas. Estuvo así unos cinco años hasta que su madre intervino y lo ayudó a internarse en una clínica especializada.

 Había estado allí hacía casi dos años y ya estaba en las últimas etapas para poder terminar su tratamiento. Había dejado el alcohol en los primeros meses y lo de las drogas había sido más complicado, por la respuesta física a la ausencia de las sustancias. Pero ya casi estaba bien, finalmente. Sin embargo, para poder terminar por completo, debía de contactar personas a las que les hubiese mentido o hecho daño de alguna manera en su vida y por eso había buscado a Román. Venía a disculparse.

 Román, sin embargo, no entendía muy bien. No recordaba nada con alcohol y mucho menos con drogas cuando ellos habían salido, algo que solo duró algunos meses. Pero Federico confesó que por ese entonces había comenzado a beber, a los diecisiete años. Culpaba a “malas influencias”.


 Le confesó a Román que había dejado de verlo porque prefería seguir tomando y estar con personas que le permitieran ese vicio. No lo pensó mucho, solo lo dejó. Y Román lo recordaba. No supo qué decir. Lo tomó por sorpresa cuando Federico empezó a llorar y se le echó encima a abrazarlo. Román estaba perdido.

miércoles, 18 de octubre de 2017

A plena vista

   Nunca antes había sucedido algo parecido. La policía entró de golpe, sin aviso, con Carol la recepcionista corriendo detrás, avisándoles que en la sala de juntos estaban todos los altos mandos de la empresa y que no se les podía molestar. Daba gracia verla correr pues casi nunca se levantaba de su puesto en la recepción, ni siquiera para almorzar. Pero, como podía, corría detrás de los oficiales, tratando de disuadirlos de irrumpir en la reunión. Mientras tanto, todos los demás observábamos.

 Solo una persona no se levantó. Me di cuenta porque su cubículo estaba junto al mía. Era Eva, una joven muy hermosa, con el cabello más rubio que jamás había visto. Una vez, cuando había algo más de confianza, le pregunté si el color era real o si se lo pintaba. Ella soltó una carcajada y simplemente no respondió, diciendo que las mujeres se guardaban esa clase de secretos a la tumba. Yo me reí también y el día siguió como si nada. Esa era ella antes, muy alegre, siempre con algún chiste en la boca.

 Era muy divertido almorzar con ella porque siempre tenía las más locas historias de su familia o de ella misma. Todo el mundo se le quedaba mirando mientras contaba el relato del día. Tenía ese magnetismo especial que tienen los cuenteros en los parques, era imposible dejar de mirarla incluso para seguir comiendo. Eva era una mujer increíble y en poco tiempo llegó a ser la más querida de la empresa. Tanto así, que su cumpleaños fue todo un evento que nadie se quiso perder.

 Sin embargo, de un tiempo para acá, Eva parecía haber cambiado de repente. Empezó a faltar al trabajo sin avisar y cuando venía parecía que no hubiese dormido. Nunca había sido una fanática del maquillaje ni nada parecido pero siempre había sido evidente que se cuidaba. A las demás chicas les gustaba escuchar sus cremas y lociones recomendadas, así como los tutoriales que más le gustaba copiar de las redes sociales. Por eso era tan notorio el cambio físico que había sufrido.

 Yo alguna vez le pregunté si estaba bien pero ella no me respondió con palabra sino solo asintiendo, como si hablar doliera o le costara mucho más de lo normal. Me sentí muy mal por ella pero era evidente que no quería contar mucho de lo que le ocurría y por eso no insistí. Eso sí, siempre la saludaba cuando llegaba y contemplaba su reacción. A veces volvía a ser la misma de antes pero esa Eva casi ya no se veía, era como un recuerdo que se negaba a morir a favor de una sombra del mismo ser humano. Era demasiado triste verla así.

Carol no pudo evitar que la policía irrumpiera en la sala de juntas. Todos vimos como el grupo de unos cinco agente entraban. Luego se escuchaban voces agitadas y después de un rato salieron dos oficiales sosteniendo al jefe de nuestra división. El señor Samuels había sido quien nos había contratado a todos nosotros, era quién nos dirigiría y daba la última palabra sobre todo el trabajo que hacíamos en la empresa. Muchos incluso admiraban su personalidad.

 Yo interactuaba poco con él ya que mi trabajo era algo que no requería tanta aprobación. Solo supervisaba lo que yo pasaba a otros y alguien más corregía si había que hacerlo, pero yo no iba a reuniones con Samuels ni nada por el estilo. La única vez que de verdad hablé con él fue en mi entrevista de trabajo, hacía dos o tres años ya. Había sido amable pero algo frío. Noté que sabía bien de lo que hablaba pero no parecía estar muy interesado en las preguntas que me hacía, más bien era una rutina.

 En cambio, otros decían que les parecía incluso un hombre con un muy buen sentido del humor y muy amable también. Personalmente, nunca lo noté pero supongo que cada uno tiene su manera de conocer a los demás y tal vez él no era la clase de persona en la que yo me fijo. Jamás le puse demasiada atención. Y ahora, sin embargo, veía como trataba de soltarse de los esposas que tenía en las manos y como los policías lo llevaban por los hombros, tratando de que no se moviera demasiado.

 Lo extraño, pensé, era que el hombre no decía nada. Solo parecía querer soltarse, con ningún resultado, pero nunca pidió ayuda ni dijo nada para influenciar nuestra manera de verlo. Lo sacaron así y pronto desapareció en el ascensor. Carol lloraba sin sentido, era una mujer muy sensible. El resto de oficiales todavía estaba en la sala de juntas, hablando con los demás jefes de división e incluso con el dueño de la empresa que había venido, algo francamente inaudito.

 Cuando por fin dejaron de hablar allí adentro, todos en el piso volvimos al trabajo pues no queríamos una reprimenda. Sin embargo, el mismo dueño de la empresa salió primero de la sala de juntas y pidió que todos nos pusiéramos de pie. Lo primero que dijo fue que le hubiese gustado tener a los demás grupos allí pero que de todas maneras todo se sabría pronto así que no había razón para esperar a armar un grupo más grande. Voltee a mirar a Eva, quién seguía trabajando con audífonos tapando sus orejas. No parecía importarle lo que sucedía.

 El dueño de la empresa anunció que el señor Samuels había sido arrestado por varias infracciones al código de conducta de la empresa. Eso confundió a algunos e hizo que Carol dejara de llorar, pues ella también trató de procesar que significaban esas palabras. El dueño se dio cuenta de que había hecho una pésima elección de palabras, buscando obviamente suavizar el golpe. Pero ya era muy tarde para eso. Entones pidió silencio y dijo que era un caso de acoso sexual.

 Carol dejó de limpiarse los ojos y la cara. Se puso muy seria, como si le hubieran acabado de contar que había habido un accidente. El resto de la gente quedó igual, con la boca abierta y la mente funcionando tan rápido como fuese posible. ¿Quién sería la victima? ¿Que era exactamente lo que había hecho Samuels? ¿Cuando lo había hecho para que nadie se diera cuenta? Las preguntas zumbaban alrededor de las mentes de todos los presentes pero fueron acalladas por más palabras.

 Esta vez fue uno de los oficiales quién hablo. Se notaba que era el que tenía más rango, pues era algo mayor que los otros. Solo dijo que se habían presentado denuncias contra el señor Samuels y que había evidencia que apoyaba esa versión de los hechos. Por eso habían decidido arrestarlo. Como es normal, habría un juicio y era posible que algunos de ellos fueran llamados para testificar a propósito de lo ocurrido. El policía agradeció el tiempo y se retiró, hablando con el jefe de la empresa.

 La sala de juntas quedó vacía, Carol caminó a su puesto en la recepción con una cara de asombro y miedo en la cara y yo caí sobre mi silla, mareado por lo que había oído. ¿Como era posible que algo así hubiese pasado en el mismo lugar al que íbamos todos los días, en el que todos compartíamos espacios y era casi imposible quedarse solo? Y entonces me di cuenta y me paré de golpe. Miré por encima de la división pero ella ya no estaba ahí. Ni su bolso ni nada más.

 Eva se había ido en algún momento, tal vez mientras el policía hablaba. Seguramente no había querido seguir escuchando sobre lo que ya sabía muy bien. Quién sabe si seguiría trabajando con nosotros o no. No la culparía si se fuera.


 No pude trabajar el resto de la tarde. Solo pensaba y pensaba y creo que muchos otros en la oficina estaban igual que yo. El silencio casi se podía tocar. Horas más tarde, en casa, me pregunté si hubiese podido hacer algo para ayudar. Seguramente la respuesta era afirmativa.

lunes, 9 de octubre de 2017

Miradas y susurros

   El lunes en la mañana, como todas las otras mañanas, Juan llegó a la pastelería y fue el primero en abrir la puerta. Era siempre el primero en llegar y el último en salir. Así había sido desde que su tía Magnolia le había conseguido el trabajo de cajero con una de sus amigas, quién era la dueña del negocio. A ella casi nunca la veía, solo a Paloma, quién era la hija de la propietaria. Era solo unos años mayor que él pero parecía como si hubiese vivido tres vidas más, una joven muy vieja.

 Prendió las luces y puso el seguro a la puerta. Primero tenía prender los hornos y luego limpiar y ordenar todo el lugar. No era un sitio demasiado grande pero era bastante trabajo para una sola persona. Él mismo había insistido en que podía hacerlo todo por sí mismo, sin ayuda de nadie. Paloma le había tomado la palabra, pues eso significaba ahorrarse un sueldo, así le pagaran un poco más a Juan. Apenas se agachó para limpiar los pisos, tuvo un espasmo en la abdomen que lo dejó quieto un momento.

 Después fue un dolor bajo el cinturón, que le recordó que no debía estar haciendo semejantes esfuerzos. Pero la verdad era que necesitaba el dinero. Así que intentó hacer todo lo que pudiese antes de que llegaran los demás. Tenía una hora entera antes de que los pasteleros llegaran. Para entonces ya debía estar en la caja, atendiendo a los primeros clientes que llegaban a pedir algo para comer como desayuno. Venían personas de todo tipo, pero más que todo oficinistas apurados.

 Los dolores de cuerpo le impidieron alcanzar la velocidad acostumbrada. Para cuando llegaron los otros trabajadores, todavía no había limpiado las mesas ni debajo de los muebles de la cocina. No se iban a dar cuenta y podía hacerlo al día siguiente en vez de causarse un daño mayor. Barrió y limpió mesas hasta que llegó el primer cliente. Eso le recordó que tenía que guardar todo lo de limpieza y correr a ponerse el delantal. La primera oficinista del día tenía cara de pocos amigos.

 Los demás no fueron muy diferentes. Tenía que ser hábil para ir tomando el pedido y al mismo tiempo ponerlo todo en bolsitas o en platos. Además debía de servir las bebidas y justo entonces se dio cuenta de que la cantidad de leche era mucho menor de la apropiada. En un momento marcó a la tienda más cercana y pidió la leche vegetal de siempre. Salía más caro así pero lo pagaría de su sueldo, no había nada que hacer. Se lo haría saber a Paloma, esperando que ojalá le repusiera el dinero. No era algo muy probable pero podía pasar si la cogía de buen humor.

 Cuando llegó la leche, dejó de atender una fila de cinco personas para poder recibir el pedido. Fue cuando se le cayeron los billetes al suelo y se puso de pie que se dio cuenta de que todas las personas lo miraban de una forma un poco extraña. Como si esperaran que pasara algo fuera de lo normal. Él se irguió y pagó al señor de la tienda, quien también lo miraba con curiosidad. Sabía porqué lo hacían pero hubiese deseado que las cosas no fueran de esa manera, que la ciudad no fuese tan pequeña.

 Trató de ignorar las miradas y los susurros, los ojos que lo juzgaban por todas partes. Solo quería trabajar y seguir su vida de largo, como siempre. Pero estaba claro que las personas en general no querían que las cosas fuesen de esa manera. Fue incomodo pasar toda la mañana evitando mirar a la cara a las personas. Por eso, cuando Paloma llegó, ella lo regañó de manera que todo el local quedó en silencio y la atención que había sobre él se triplicó en cuestión de segundos.

 De la nada, surgieron dos gruesas lágrimas de sus ojos. Rodaron por sus mejillas quemadas por el frío de la mañana y cayeron sobre su oscuro delantal. No estaba llorando como tal. Era más como si las lágrimas hubiesen salido de la nada de su cuerpo, por voluntad propia. No se limpió sino que le respondió a Paloma con una disculpa y le dijo lo de la leche. Los clientes seguían mirando, como esperando la respuesta de la hija de la dueña. Como ella no hizo referencia a las lágrimas, cada uno siguió en lo suyo.

 Juan solo se limpió la cara cuando tuvo un momento para almorzar. Traía un pequeño contenedor con un almuerzo preparado por su madre. Ella lo había hecho tal cual estaba todo en la guía del hospital. Tenía que seguir una dieta bastante estricta y ella quiso asegurarse que su hijo no tuviese un problema de alimentación después de lo que había ocurrido. El doctor había sido muy claro al hablar de la importancia de la comida que debía consumir y ella lo había tomado muy en serio.

 El joven comió su almuerzo en un momento. Se lavó la cara y las manos después y entonces siguió atendiendo como si nada hubiese pasado. Lo bueno de las tardes era que Paloma siempre se quedaba un buen rato para ayudar a atender a la gente. Ella se encargaba de las bebidas y de que todo estuviese bien en las mesas. Pero se iba temprano y había algunos días en los que ni siquiera iba a trabajar. Suponía Juan que era una ventaja de ser la hija de su madre pero lo más seguro es que fuese cosa de los estudios que cursaba. Juan no sabía de qué eran.

 En un momento de la tarde Paloma se le acercó y le habló en voz baja. Se acercaba para disculparse con él y para decirle que el dinero de la leche le sería reembolsado al día siguiente. Él iba a interrumpirla para decirle que no había sido nada lo de más temprano, pero ella lo interrumpió primero para decirle que sentía mucho todo lo que había pasado y que su madre se sentía algo responsable al respecto, aunque era algo que claramente no había podido ser imaginado por nadie. 

 Él se quedó sin palabras. Justo entonces entró un grupo de mujeres mayores, lo que distrajo a Paloma y se la quitó de encima al pobre de Juan, que no quería hablar de lo ocurrido con nadie. Era suficiente con que lo recordara cada cierto tiempo como una horrible pesadilla. Y además estaban las pesadillas de verdad que tenía todas las noches. La verdad era que ya casi no dormía pero se lo ocultaba a sus padres para que no se preocuparan. Era mejor fingir que todo estaba bien. Al menos eso pensaba.

 Ocupo su mente con cuentas y con los clientes todo el resto de la tarde. Ya casi anochecía cuando, por la ventana del negocio, creyó ver a la persona, al hombre que lo había atacado hacía algunas semanas. Su cuerpo automáticamente se echó para atrás, dándose un golpe sordo contra la pared. Fue extraño, pero ese comportamiento no lo notó nadie. Lo que sí notaron fue el grito que llenó el pequeño local y el cuerpo que caía al suelo, sin conocimiento. Sangraba de la nariz, lo que asustó a muchos.

 Cuando despertó, un paramédico lo estaba revisando con una linterna. Él, sin preocupación de ser grosero, lo empujó con la mano y como pudo se puso de pie. Los clientes estaban todavía allí, mirando el espectáculo. Paloma lucía muy preocupada, igual que los otros empleados. Juan les dijo que estaba bien, que se debía a una baja de azúcar. Les dijo que era normal y que no se preocuparan. Hizo como si no pasara y caminó a la caja. Paloma le habló en voz baja, diciéndole que podía irse si no se sentía bien.

 Juan se negó con la cabeza y le habló de otras cosas, de pedidos de zanahorias y del queso crema que debía consumir pues la fecha de expiración estaba cerca. El día de trabajo siguió como si nada, después de la salida de los paramédicos y de los curiosos que solo se habían quedado para ver.


 Los susurros comenzaron de nuevo y él trató de no escuchar a pesar de saber muy bien que ya todos sabían lo que le había ocurrido. Su cara había estado en todos los canales de televisión, en periódicos. Era famoso por ser una víctima de algo horrible. Y detestaba con todo su ser esa maldita situación.