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martes, 2 de diciembre de 2014

Fado de Lisboa

Era como estar en un sueño. Casi no había ruido, el clima era tibio y solo había un par de nubes paseándose por el cielo. Era el día perfecto para caminar, tomar fotos y conocer mejor la ciudad. Y eso era precisamente lo que Gabriela estaba haciendo.

Lisboa había sido una opción de última hora para sus vacaciones de semana santa. Había muchas opciones pero algunas más costosas que otras y al final de cuentas Lisboa era un destino no tan lejano y relativamente barato. Se estaba quedando en un pequeño hotel cerca del centro con todas las comodidades. Ella esperaba llegar a un lugar oscuro y feo pero resultó siendo un hotel con todo lo necesario y, lo mejor, limpio.

Era su primer día en la ciudad así que se había puesto sus zapatos más cómodos y ropa ligera. Hacía varias horas que caminaba y ya había tomado varias fotos y, ahora que estaba en un mirador, sentía un gran dolor de pies. Buscó entonces un restaurante y se sentó en la terraza, para así seguir viendo a la gente pasar y la calle antigua en la que estaba.

Para comer, pidió algo típico del país: la entrada fue un rico caldo verde, que aunque caliente, ayudaba a calmar el hambre que ahora sentía. Su estomago había empezado a hacer ruidos hace poco y el caldo ayudaba a calmarlo.

Entonces escucho música y miró adonde estaban tocando pero no lograba ubicarlos. El mesero le puso el siguiente plato, pastel de bacalao con ensalada y se dio cuenta de que ella escuchaba con atención la melancólica música que se escuchaba a lo lejos.

Con una mano, y al parecer dándose cuenta de que Gabriela no sabía portugués, le señaló una ventana en un edificio diagonal al restaurante. Desde allí podía ver solo a una mujer que estaba sentada y cantaba apasionadamente.

Gabriela le agradeció al señor y comenzó a comer lentamente, a la vez que escuchaba el canto del grupo musical que estaba en ese apartamento, seguramente ensayando. La verdad era que no necesitaban hacerlo ya que, para ella, se oían excelente. La música era melancólica pero apasionada y sensible al mismo tiempo.

Mientras comía el delicioso bacalao, trató de entender las palabras y, por lo que entendía, la canción iba sobre la ciudad, sus esquinas y rincones y sus historia rica en leyendas y mitos espectaculares. Parecía una postal perfecta escuchar la música, comer la comida y estar sentada allí.

Gabriela se había sentido sola desde hacía mucho tiempo. Hace unos meses había terminado una relación de un año y, sin su familia, había sido difícil seguir adelante normalmente. A veces se encontraba a si misma llorando desconsolada sin razón aparente. Ella lo explicaba diciéndose a si misma que no había hecho bien el proceso de dejar ir a la persona. A decir verdad ella solo había estado enamorada unos meses pero una infidelidad siempre duele aunque no lo culpaba por eso sino por la mentira.

En todo caso era algo del pasado y ahora debía enfrentarse a estar sin compañía permanente. No era buena haciendo amigos así que no tenía muchas personas con quienes pasar el rato. La mayoría vivían ocupados, incluso ya estaban casadas y con hijos, y ella comprendía que eso no dejaba mucho margen para salir con las amigas.

Este viaje era también uno más de sus intentos de adquirir otros intereses fuera del trabajo. Y de hecho también pensaba estudiar o de alguna forma cambiar su vida porque su trabajo la aburría de sobre manera y pensaba que esa no era forma de vivir, así la mayoría de gente viviera así.

Al terminar el bacalao, también terminó la banda su ensayo. El mesero vino con un pastel de Belém y la cuenta. Ella le agradeció y comió medio pastel de una vez porque ya era tarde y quería visitar al menos dos lugares más antes de volver al hotel.

En ese momento salieron del edificio los miembros de la banda. Algunos tomaron hacia el lado opuesto de la calle mientras la cantante y otros dos hombres caminaban hacia el restaurante. Gabriela los miró y la joven cantante le sonrió. Esto la animó a hablar.

 - Me gustó mucho su música.

No tenía ni idea si ellos habían entendido, porque por un momento solo la miraron, así como hizo una pareja que comía a un par de mesas de ella. Se sonrojó, sonrió a forma de saludo y le dio otro mordisco al pastel.

La cantante entonces habló con sus compañeros, quienes se fueron. Ella se acercó a Gabriela y habló en español, bastante acentuado:

 - Puedo? - dijo, señalando una silla.

Gabriela asintió y, lo primero que dijo, fue que le había encantado la última canción que habían practicado. No entendía toda la letra pero creía que sin duda era una muy buena melodía y transmitía muchos sentimientos.

La joven cantante, llamada Raquel, le contó que esa era su canción favorita y por eso la cantaba siempre al final. Le parecía que decía todo lo que había que decir de la ciudad. Ella había viajado por el mundo estudiando y cantando pero siempre volvía a su ciudad porque creía que había algo atractivo y escondido allí, muy especial.

Gabriela le confío que solo había estado allí un día pero que ya sentía lo que Raquel mencionaba. Entonces la joven cantante la invitó a su hogar para que conociese a su familia y prometió hacer de guía el resto de días.

Las dos se hicieron amigas con rapidez y Raquel resultó esencial para que Gabriela tomara una decisión que cambiaría toda su vida: sin pensarlo mucho, regresó a su hogar tras una semana de vacaciones, renunció a su empleo, tomó todas sus posesiones (que no eran muchas) y se mudó a Lisboa. Allí empezó a estudiar cocina, algo que siempre le había gustado pero no había tenido la valentía de asumir. Y Teresa fue su ayuda durante todo el proceso.

Meses después, relajándose en una playa, pensó en como habían sucedido las cosas. Todo había sido muy apresurado pero era evidente que había sido para lo mejor. Por primera vez en mucho tiempo era feliz, se sentía completa. Y eso era más importante que nada.

lunes, 24 de noviembre de 2014

Michael Jackson

Todas las mañanas toma algo de leche y come su concentrado, como cualquier otro gato. Y, también como muchos otros gatos, sale por la ventana y se pierde por horas y horas. No lo hace todos los días. Es casi como si supiera que su dueño se preocupa por él.

Su primera parada suele ser el apartamento de la señora Flores. La pobre señora Flores es casi ciega, aunque eso no sorprende a los 83 años. Es una mujer muy dulce. Vive sola. Su marido murió hace ya cinco años y lo primero que hace al levantarse es observar la foto del joven apuesto e inteligente que conoció alguna vez en una parada de bus. Era tan galante que no tuvo ningún reparo en enamorarse perdidamente de él.

Después la señora toma su desayuno y suele ser a esa hora que llega el gato negro y blanco. La señora Flores se asegura de siempre dejar una ventana abierta para él y él sabe que la mujer siempre le tendrá un plato de leche fresca, su segundo del día y de la hora.

Allí permanece por algunas horas. La mujer disfruta de verlo comer o le acaricia la cabeza mientras ve algo de televisión. El gato le recuerda a un perrito que tuvo cuando niña y como le gustaba acariciarlo para tranquilizarse. Era una niña avanzada para su edad pero sus padres nunca lo pensaron así. Ella era brillante, más que muchos otros, pero sus padres no la apoyaron. Y por ser mujer, no pagaron su carrera de química. Lo único que hicieron fue dejarla casar joven y cuando tuvo uno, dos, tres hijos, ya no hubo tiempo para estudiar.

Al mediodía el gato sale por la ventana de la señora Flores y le da la vuelta a la manzana para llegar al negocio del Ramón Rugeles. El señor Rugeles tiene un restaurante para los oficinistas que van a vienen. Lo mejor para Ramón ha sido el reciente desarrollo inmobiliario que ha atraído tanto a empresas como ciudadanos al barrio. Esto ha supuesto la revitalización de su negocio, heredado de su padre, y una prosperidad que siempre agradece.

El gato de cuerpo negro pero de patas y una mancha blanca en su rostro, llega siempre a la hora más ocupada, la del almuerzo. Pero jamás es un fastidio ni se cuela por entre las piernas de quienes comen a toda prisa. No, el gato se podría decir que es respetuoso. Siempre espera afuera a que Ramón venga por él. Lo carga hasta el cuarto de aseo donde le tiene bastantes trozos de pescado, sobrantes del caldo marinero del día. El gato come con gana y él se le queda mirando, a la vez que grita órdenes a sus empleados.

Ramón nunca descuida su negocio, ni siquiera cuando, viendo al gatito, recuerda su pasado, mucho más humilde. El restaurante fue iniciado por su padre pero nunca fue buen negocio. La familia tuvo que pasar dificultades con frecuencia y muchas noches no había nada que comer más que pan duro y algo de leche, cerca de la fecha de caducidad. El gato le recordaba lo hambriento que había estado en el pasado y lo agradecido que estaba ahora por el éxito repentino.

A la misma hora que los oficinistas corrían para no llegar tarde,  algo adormilados, el gato salía del restaurante y se colaba a un edificio distinto a donde vivía. La gente lo conocía y, muchas veces, ni lo determinaban. Era como un vecino más. En el segundo piso rasguñaba una puerta y esperaba que lo dejaran entrar.

En ese pequeño apartamento vivía Soledad, cuyo nombre era más que apropiado. Era una estudiante de Bellas Artes, que estaba completando su tesis. Estaba terminando una exposición ambiciosa, constituida por tres obras distintas que había pensado hasta el más mínimo detalle: una escultura, una pintura y una recopilación de poemas.

Sin embargo, como le recordaba su madre por teléfono, era bueno para ella comer y ver gente de vez en cuando. Había pasado meses encerrada logrando su objetivo, incluso se veía más pálida que nunca. A la hora en que el gato de dos colores entraba a su casa, se tomaba un descanso merecido. Normalmente comía poco, ya que no era fanática de la comida. Había sufrido mucho por ello en el pasado y ahora trataba de enmendarse, medio fracasando: su almuerzo era un sandwich de queso en pan de cereales y jugo de naranja. Nada más. Para el animal tenía jamón, que su madre compraba pero a ella le daba asco.

Viendo a la criatura comer con gana, recordó a su mejor amiga Clara. Ambas eran fervientes defensoras de los animales y habían hecho un pacto para permanecer veganas por el resto de su vida. Ambas habían desarrollado disgusto por todos los tipos de carne y sus derivados y compartían recetas que solo utilizaban verduras o frutas frescas.

Pero hacía mucho no hablaba con Clara. Ni siquiera sabía si era vegana todavía. Terminó su comida y retomó su pintura, que estaba casi lista. Pintar la distraía y evita que pensara en cosas que la distraían de su tesis, como Clara. Ya habría tiempo para ello, pensaba siempre, esperando no estar equivocada.

El gato permanecía allí unas horas, durmiendo. Alrededor de las cuatro de la tarde, se despertaba de golpe y arañaba la puerta para que lo dejaran salir. Salía del edificio y entonces cruzaba la calle al mismo tiempo que lo hacía la gente.

Del otro lado había un bonito parque, cubierto de hojas secas y en sombra gracias a los numerosos árboles que allí había. El gato visitaba el parque por dos razones. La primera eran los pájaros. A pesar de ser un animal domestico, era para él una necesidad seguir cazando como lo habían hecho sus ancestros y otros felinos grandes.

La otra razón era más interesante. A esa hora, siempre había niños pequeños en los varios juegos que habían en todo el parque para su diversión. Y eso para el gato de patas blancas no tenía precio. Se acercaba con cuidado a, por ejemplo, los columpios, y los niños siempre se le acercaban para acariciarlo y él se dejaba.

Lo mejor de todo era que muchos niños venían de la escuela o de su casa y traían comida. No era inusual que recibiera pedazos de galletas, pan, jamón, queso, varios tipos de jugo, leche, chocolate,... Era todo un festín para cualquier animal que lo supiera valorar.

Lo malo era que muchas madres y padres se ponían histéricos y les prohibían de un grito a sus hijos que tocarán a un gato "callejero". Al gato esos apelativos le daban igual. Lo que hacía era cambiar de campo de juego y retomar su merienda y las caricias de los niños.

Casi a las seis de la tarde, se iba de allí. Los niños se iban con sus guardianes y ya no había interés alguno para él en quedarse en un parque que, de noche, podría tornarse desagradable. Esto especialmente por la presencia de perros.

Así que el gato se encaminaba a la casa y entraba por la misma ventana que había salido y allí, Felipe su dueño, lo recibía con concentrado y agua.

Felipe estaba casi siempre fuera de casa, excepto los fines de semana. Era un humano que trabajaba demasiado pero siempre tenía la mejor comida del día y el gato lo agradecía. Además, el animal dormía encima de la cama de Felipe y no había mejor lugar para dormir que ese rinconcito calientito.

 - Adonde te vas todo los días? - le pregunta el dueño.

Y el minino con nombre de cantante solo lo miraba y le maullaba, respondiéndole pero sin que él nunca pudiera entender.