La estación estaba casi desierta, lo que no
era algo muy extraño a las cinco de la mañana. Solo había uno que otro
noctambulo que, como él, habían pasado la noche de juerga, bebiendo, bailando y
disfrutando la noche. Como era noche de jueves no había grandes cantidades de
personas, como si las había las madrugadas de los sábados o de los domingos. Ya
era viernes y en un momento empezarían a llegar las personas que tenían que ir
a trabajar. Era una mezcla extraña, entre aquellos que dedicaban su vida al trabajo
y los que dedicaban su vida a disfrutarla, sin consecuencia alguna.
Él era un chico promedio. No tenía clase el
viernes así que por eso había aceptado salir esa noche. Ahora, como nadie vivía
para donde él iba, le tocaba irse solo en un tren que se tomaba hasta media
hora para llegar a su destino y luego tenía que caminar unos diez minutos por
las heladas calles de su barrio. Era horrible porque el invierno había llegado
con todas sus ganas y las madrugadas parecían salidas de una película ambientada
en la Antártida. Pero el caso era que ya lo había hecho antes entonces ya tenía
conocimiento de que hacer a cada paso. Y como tenía cara de pocos amigos, a
pesar de su personalidad simpática, eso le ayudaba con los posibles maleantes
que hubiese en su camino.
El tren nada que pasaba. Se suponía que
llegaría en diez minutos pero eso no ocurrió. Por los altavoces algo dijeron
pero él estaba todavía con tanto alcohol en la sangre que era difícil
concentrarse en nada. La verdad era que apenas hacía las cosas automáticamente:
caminar por tal calle, bajar por una escalera determinada, ir hasta tal andén,
esperar, subir al tren, salir de la estación, caminar, y llegar a casa. Era
como un mapa mental que ni todo el licor del mundo podía borrar de su mente. Pero
la demora no estaba ayudando en nada. Su ojos querían cerrarse ahí mismo.
Trataba de caminar, de poner atención a algo pero a esa hora no había nada que
valiera la pena mirar.
Trató de mirar alrededor para ver si había
alguna de esas fuentes de agua pero no vio ninguna. Hubiese sido lo propio,
echarse agua en la cara o incluso por la espalda, eso le ayudaría a estar
alerta en vez de cerrar los ojos y cabecear de pie, algo que no era muy seguro
que digamos teniendo las vías del tren tan cerca. Otra vez una voz habló desde
quién sabe donde. Él no entendió todo lo que decía salvo las palabras “diez
minutos”. Era mucho tiempo para esperar, considerando el sueño que lo invadía.
Se puso a caminar por el andén, yendo hasta el fondo y luego caminando hasta la
otra punta y así. Aprovechó para revisarse, para asegurarse que tuviese la
billetera y el celular. Ambos los tenía. Cuando el tren por fin entró en la
estación, se dio cuenta que el celular era su salvación.
Antes que nada esperó a que el tren frenara,
se hizo en el vagón de más adelante para estar más cerca de la salida cuando
llegara a su destino y, apenas arrancó el aparato, sacó su celular y empezó a
mirar que había de bueno. Lo malo era que estaba con la batería baja pero
tendría que aguantar lo que fuera, al menos veinte de los treinta minutos del
recorrido. Primero revisó sus redes sociales pero no había nada interesante a
esa hora. Luego revisó las fotos que había tomado en la discoteca que había
estado con sus amigos y borró aquellas en las que se veía demasiado tomado o
que estaban muy borrosas.
Cuando terminó, subió la mirada y se dio
cuenta que ya habían parado en dos estaciones y habían pasado los diez primeros
minutos. Cerca de él se había sentado un hombre con aspecto tosco y, frente a
él, otro tipo grande que estaba usando ropa muy ligera para el clima. Nada más
verlos, se le metió en la cabeza que era ladrones y que seguramente iban a
barrer el vagón, despojando a la gente de sus cosas. Era bien sabido que la
policía no hacía rondas tan temprano y los maleantes podrían bajarse en una de
esas estaciones solitarias que ni siquiera tienen bien limitado su espacio a
los usuarios.
Trató de no mirar mucho
a los hombres pero incluso así se sentía observado. Dejó de mirar el celular,
se lo guardó, y se dedicó mejor a mirar por la ventana. Pero eso no ayudaba en
nada porque afuera todavía estaba oscuro y lo poco que se veía era bastante
triste: estaban pasando por un sector industrial donde solo había bodegas y
tuberías y camiones desguazados. No era una vista muy bonita. Pero él se forzó
a mirar por la ventana y no hacia los hombres. El tren entró a una nueva
estación y entonces él volteó la mirada para ver si los hombres habían bajado
pero no era así. De hecho las cosas se habían vuelto un poco peor.
Tres hombres más, de aspecto similar a los de
los otros dos, se hicieron de ese lado del tren. Uno de ellos estaba de pie y
el chico podría haber jurado que lo estaba mirando y que después se había
tocado el pantalón. La verdad era que no sabía ya si era el sueño o la realidad
todo lo que veía. Sentía su cuerpo débil, como si tuviera miles de ladrillos
encima. Lo que más quería era dormir pero eso no iba pasar hasta que hubiese
pasado el umbral de su hogar. Ahí fue que se asustó y varias personas de su alrededor
se dieron cuenta. Él metió la mano en todos los bolsillos y no las encontraba:
había perdido las llaves de su casa. Cuando se había revisado en la estación no
se había acordado de ellas y ahora podían estar en cualquier lado.
Pero estaba asustado por los hombres entonces
se calmó de golpe y miraba sutilmente a un lado y al otro pero nada brillaba ni
sonaba como sus llaves. Ahora como iba a entrar en su casa? Había una copia
pero en su mesa de noche, no allí con él. La próxima estación era la suya, por
fin, pero eso no le importaba si no tenía sus llaves. Quería levantarse a
buscar pero sentía miles de caras poco amables alrededor y no quería darles
razones para que se pusieran agresivos. El tren entró en la estación y él se
puso de pie de golpe. El hombre que se había tocado dio un paso para ocupar el
puesto del chico pero se detuvo y el chico pensó que algo iba a pasar. Y pasó:
el hombre se agachó, cogió algo del piso que había pisado al dar el paso y se
dio la vuelta. Eran las llaves.
Él las recibió y le agradeció. El hombre le
respondió con una sonrisa vaga y otro toque de su paquete. No sería el hombre
más normal de la vida pero al menos era amable. El chico guardó sus llaves en
un bolsillo y salió del tren, que ya había abierto las puertas. Desde ese
momento empezó casi a correr, subiendo las escaleras y llegando a la entrada
principal donde solo había unas pocas personas, vendedores ambulantes a punto
de instalar sus puestos para los compradores matutinos. El chico se detuvo al
lado de ellos para cerrar bien su abrigo y despertarse un poco para los
siguientes diez minutos de caminata.
Arrancó de golpe, como trotando con fuerza.
Tomó la calle que estaba en frente y caminó a paso veloz, pasando a la gente
que iba a la estación casi en masa para llegar al trabajo. Otros tenían cara de
estudiantes y había varias personas mayores. Eran casi las seis de la mañana y
la ciudad estaba en pleno movimiento. El chico siguió caminando hasta que lo
detuvo un semáforo. En ese punto, empezó a caminar en un mismo sitio como para
no dejar enfriar las piernas. Algunas personas lo miraban pero lo valía.
El semáforo cambió y camino dos calles más.
Luego cruzó hacia las tiendas del lado opuesto y se metió por una calle
solitaria, con algunos carros aparcados a un lado. Ya le quedaban solo unas
cuadras cuando sintió un brazo en el hombro. Se dio de vuelta con rapidez,
listo para defenderse. En un segundo pensó en lo peligroso que se había vuelto
el barrio, con gente en cada esquina esperando a matar por unos pocos centavos.
No los culpaba, al país no le estaba yendo muy bien pero no se podía confiar en
los noticieros para saber la verdad y mucho menos en los políticos.
Estaba listo para golpear cuando se dio cuenta
que la mano era de una mujer de edad, que parecía asustada de la cara de él. En
la mano con la que lo había tocado estaban, de nuevo, sus llaves. La mujer le
dijo que las había dejado caer al cruzar la calle. Ella pasaba en el momento
para ir al mercado y pues las había cogido para alcanzarlo y dárselas. Está
vez, el chico agradeció con un abrazo. No creía que la gente fuera en su
mayoría buena pero al menos seguían habiendo aquellos que velaban por otros. La
mujer, algo apenada, se devolvió a la calle anterior y siguió su camino.
Después de tres calles más, el chico por fin
llegó a su casa. Primero abrió la puerta del edificio, luego caminó un poco
hasta la puerta de su casa y, apenas la hubo cerrado, dejó las llaves en un
pequeño cuenco y se dirigió a su cuarto. Allí se quitó toda la ropa, quedando
desnudo. La calefacción estaba a toda energía y solo minutos después de
acostarse se quedó dormido, acunado por el cansancio y el calor, olvidando por
completo que al empezar el día el había tenido una mochila consigo que no había
llegado con él a casa. Pero eso, era un problema para la tarde.