Como todos los días que iba a la panadería,
la señora Ruiz compraba pan francés, una caja llena de panes surtidos y un
pastelillo relleno de crema para acompañar el café de las tarde. Como siempre,
iba después del almuerzo, muy a las dos de la tarde. Le gustaba esa hora porque
podía ver a las personas volviendo a sus puestos de trabajo. A veces compraba
algo extra para comerlo sentada en alguna de las bancas del sendero peatonal
que tenía que atravesar para llegar a casa.
Cuando lo hacía, era porque el día era muy
bello o porque en verdad quería ver a la gente pasar. Algunos parecían tener
problemas serios, iban con la cabeza agachada y la espalda visiblemente
tensionada. Otros iban de un lado a otro con una gran sonrisa en la cara,
incluso reían. Siempre que veía a alguien así, se le pegaba la risa o se daba
cuenta que estaba sonriendo sin razón aparente. Veía gente joven y gente mayor,
mujer y hombres, empleados y dueños de empresas. Para ella era apasionante.
Pero la mayoría de veces, prefería regresar
pronto a su casa, en especial porque el clima no dejaba que se quedara mucho
tiempo caminando por ahí. Los peores días eran sin duda aquellos en los que ni
siquiera podía salir por culpa de la lluvia. Quedarse sentada en casa, viendo
la televisión o en la sala tratando de leer mientras las lluvias golpeaban el
vidrio de la ventana, no era su manera favorita de pasar un pedazo de la tarde.
Ya se había acostumbrado a ver la cara de la gente e imaginar sus vidas.
Tanto así, que mantenía un pequeño diario y
anotaba algunas líneas todos los días. Esta era su tarea justo antes de
preparar el café y comerse su pastelillo de crema. Todo su día estaba
completamente ordenado, desde las siete de la mañana que se despertaba, hasta
las once de la noche, hora en la que normalmente estaba en cama para dormir. Su
rutina diaria estaba perfectamente definida. Algunas personas le decían que eso
podía ser muy aburridor pero para ella era perfecto.
La señora Ruiz era viuda y no tenía a nadie
con quién compartir sus cosas, ni dentro de la casa ni fuera de ella. Su marido
había muerto hacía menos de diez años de un ataque al corazón, cuando todavía
era bastante joven, o al menos lo suficiente para estar disfrutando su pensión.
Toda la vida había trabajado, desde muy joven, y durante un largo tiempo había
buscado la jubilación para poder disfrutar de la vida. Sin embargo, fue meses
después de dejar de trabajar cuando el ataque se lo llevó y condenó a la señora
Ruiz a estar solo por una buena parte de su vida.
Había hijos, un hija y una hoja para ser más
exactos. Sin embargo, poco la visitaban. A ellos se les había vuelto rutina
llamar una vez por semana y creían que con eso cumplían la obligación de estar
en contacto con su madre. Solo venían físicamente cuando ella cumplía años o
cuando necesitaban algo de dinero, pues su marido le había confiado todos sus
ahorros y ella recibía el cheque de la pensión sin falta. Era gracias a ese
dinero que podía vivir bien a pesar de no tener a nadie.
También venía o, mejor dicho, se la llevaban
los días de fiesta como Navidad y todo eso pero para ella era siempre un
momento muy estresante porque pasaba de no ver a nadie a ver montones de
personas, muchas veces gente que ni conocía. Le gustaba pero su cuerpo se
cansaba rápidamente y no podía quedarse con los más jóvenes por mucho tiempo.
Incluso jugar con sus nietos era un reto para ella y eso que le encantaba
hacerlo porque se sentía muy a gusto con ellos.
Pero eso casi nunca pasaba. Por esos sus
salidas después de comer. A veces también salía por las mañanas pero eso solo
cuando tenía alguna cita médica o cosas de ese estilo. Odiaba confesarlo pero
le encantaba tener esa cita una vez al mes pues el doctor era muy amable con
ella y muy guapo también. Era casi como un cita para ella. Además veía otra
gente en el hospital y se distraía por algún tiempo más en la semana. Era
triste estar feliz en un hospital pero le pasaba seguido.
De resto, en casa solo tenía montones de
libros y la televisión. En cuanto a los primeros, había leído ya un gran
número. Su esposo había sido un ávido lector y había comprado muchos títulos a
lo largo de los años. Había cuanto genero se pudiera uno imaginar, así como
libros gordos y libros muy delgados. Había libros de arte llenos de imágenes y
otros de letra pequeña y casi sin espacios para descansar la vista. Lentamente,
todos ellos se habían vuelto parte de su rutina diaria.
En cuanto a la televisión, no era algo que
ella adorara. La gente piensa que a todos los adultos mayores les encanta ver
la tele pero la señora Ruiz era la prueba de que eso no era cierto. Solo veía
algunos programas y lo hacía de noche, cuando necesitaba estar cansada. Porque
eso era lo que le provocaba la televisión: un cansancio completo con el volumen
que tenía y las imágenes rápidas. Solo veía o trataba de ver una telenovela. Lo
peor era cuando se terminaba una y comenzaba la otra, pues a veces se perdía
con frecuencia en la trama.
Los fines de semana eran tal vez sus días
favoritos. El domingo era más calmado pero desde hacía años había decidido que
el sábado sería su día de hacer lo que ella quisiera. Es decir, que lanzaría su
rutina por la ventana, por un día, y haría solamente lo que se le ocurriera.
Esto podía resultar en días muy distintos de una semana a otra y eso era precisamente
lo que ella estaba buscando, algo de emoción y cambio en su vida, que era sin
duda monótona y cansina.
Muchas veces optaba por ir al cine. No iba
siempre a la misma hora y después siempre comía algo en la enorme plaza de
comidas del centro comercial que le quedaba más cercano a casa. Como podía
caminar hasta allí, era perfecto para cuando quería distraerse con cualquier
cosa. Las películas que elegía eran siempre diferentes y cada vez que lo hacía
pedía el consejo de una joven cajera que conocía de siempre. La joven le
explicaba que nuevas películas habían llegado y de que se trataban.
Cuando era joven, a la señora Ruiz no le había
interesado mucho ni el cine ni muchos de sus géneros como el terror o la
ciencia ficción. Pero ahora que era mayor, le encantaba ver películas muy
diferentes las unas de las otras. Un sábado era alienígenas asesinos, el
siguiente una pareja enamorada en alguna ciudad europea y al siguiente una película
llena de explosiones y artes marciales. Ninguna recibía su descontento, muy al
contrario. Todas la hacían muy feliz.
A veces, si todavía tenía energía después de
la película y de comer, se ponía a pasear por el centro comercial. Recorría
cada pasillo, sin importar si estuviera lleno de gente o más bien vacío. Le
gustaba hacerlo pues así llegaba rendida a casa y dormía mucho mejor de lo
normal. Le gustaba estar cansada para sentir que había tenido un día igual de
agitado que los demás. Sentía a veces que nada había cambiado y, aunque eso
obviamente no era cierto, la ilusión la hacía sentir plena.
Los domingos los tenía reservados en su rutina
semanal. Esos días siempre se vestía con sus mejores vestidos y se arreglaba
como si fuera a ir a una fiesta. Pero esa no era la razón. Contrataba un
servicio especial que la llevaba a su destino y las esperaba lo suficiente.
Iba siempre con flores y se sentaba al lado
la tumba de su marido por horas y horas, a veces solo la levantaba la lluvia o
el frío de la noche que llegaba. Durante ese tiempo, hablaban largo y tendido,
o esa era la idea. Los domingos eran solo para él.