El lunes en la mañana, como todas las otras
mañanas, Juan llegó a la pastelería y fue el primero en abrir la puerta. Era
siempre el primero en llegar y el último en salir. Así había sido desde que su
tía Magnolia le había conseguido el trabajo de cajero con una de sus amigas,
quién era la dueña del negocio. A ella casi nunca la veía, solo a Paloma, quién
era la hija de la propietaria. Era solo unos años mayor que él pero parecía
como si hubiese vivido tres vidas más, una joven muy vieja.
Prendió las luces y puso el seguro a la
puerta. Primero tenía prender los hornos y luego limpiar y ordenar todo el
lugar. No era un sitio demasiado grande pero era bastante trabajo para una sola
persona. Él mismo había insistido en que podía hacerlo todo por sí mismo, sin
ayuda de nadie. Paloma le había tomado la palabra, pues eso significaba
ahorrarse un sueldo, así le pagaran un poco más a Juan. Apenas se agachó para
limpiar los pisos, tuvo un espasmo en la abdomen que lo dejó quieto un momento.
Después fue un dolor bajo el cinturón, que le
recordó que no debía estar haciendo semejantes esfuerzos. Pero la verdad era
que necesitaba el dinero. Así que intentó hacer todo lo que pudiese antes de
que llegaran los demás. Tenía una hora entera antes de que los pasteleros llegaran.
Para entonces ya debía estar en la caja, atendiendo a los primeros clientes que
llegaban a pedir algo para comer como desayuno. Venían personas de todo tipo,
pero más que todo oficinistas apurados.
Los dolores de cuerpo le impidieron alcanzar
la velocidad acostumbrada. Para cuando llegaron los otros trabajadores, todavía
no había limpiado las mesas ni debajo de los muebles de la cocina. No se iban a
dar cuenta y podía hacerlo al día siguiente en vez de causarse un daño mayor.
Barrió y limpió mesas hasta que llegó el primer cliente. Eso le recordó que
tenía que guardar todo lo de limpieza y correr a ponerse el delantal. La
primera oficinista del día tenía cara de pocos amigos.
Los demás no fueron muy diferentes. Tenía que
ser hábil para ir tomando el pedido y al mismo tiempo ponerlo todo en bolsitas
o en platos. Además debía de servir las bebidas y justo entonces se dio cuenta
de que la cantidad de leche era mucho menor de la apropiada. En un momento
marcó a la tienda más cercana y pidió la leche vegetal de siempre. Salía más
caro así pero lo pagaría de su sueldo, no había nada que hacer. Se lo haría
saber a Paloma, esperando que ojalá le repusiera el dinero. No era algo muy
probable pero podía pasar si la cogía de buen humor.
Cuando llegó la leche, dejó de atender una
fila de cinco personas para poder recibir el pedido. Fue cuando se le cayeron
los billetes al suelo y se puso de pie que se dio cuenta de que todas las
personas lo miraban de una forma un poco extraña. Como si esperaran que pasara
algo fuera de lo normal. Él se irguió y pagó al señor de la tienda, quien
también lo miraba con curiosidad. Sabía porqué lo hacían pero hubiese deseado
que las cosas no fueran de esa manera, que la ciudad no fuese tan pequeña.
Trató de ignorar las miradas y los susurros,
los ojos que lo juzgaban por todas partes. Solo quería trabajar y seguir su
vida de largo, como siempre. Pero estaba claro que las personas en general no
querían que las cosas fuesen de esa manera. Fue incomodo pasar toda la mañana
evitando mirar a la cara a las personas. Por eso, cuando Paloma llegó, ella lo
regañó de manera que todo el local quedó en silencio y la atención que había
sobre él se triplicó en cuestión de segundos.
De la nada, surgieron dos gruesas lágrimas de
sus ojos. Rodaron por sus mejillas quemadas por el frío de la mañana y cayeron
sobre su oscuro delantal. No estaba llorando como tal. Era más como si las
lágrimas hubiesen salido de la nada de su cuerpo, por voluntad propia. No se
limpió sino que le respondió a Paloma con una disculpa y le dijo lo de la
leche. Los clientes seguían mirando, como esperando la respuesta de la hija de
la dueña. Como ella no hizo referencia a las lágrimas, cada uno siguió en lo
suyo.
Juan solo se limpió la cara cuando tuvo un
momento para almorzar. Traía un pequeño contenedor con un almuerzo preparado
por su madre. Ella lo había hecho tal cual estaba todo en la guía del hospital.
Tenía que seguir una dieta bastante estricta y ella quiso asegurarse que su
hijo no tuviese un problema de alimentación después de lo que había ocurrido.
El doctor había sido muy claro al hablar de la importancia de la comida que
debía consumir y ella lo había tomado muy en serio.
El joven comió su almuerzo en un momento. Se
lavó la cara y las manos después y entonces siguió atendiendo como si nada
hubiese pasado. Lo bueno de las tardes era que Paloma siempre se quedaba un
buen rato para ayudar a atender a la gente. Ella se encargaba de las bebidas y
de que todo estuviese bien en las mesas. Pero se iba temprano y había algunos
días en los que ni siquiera iba a trabajar. Suponía Juan que era una ventaja de
ser la hija de su madre pero lo más seguro es que fuese cosa de los estudios
que cursaba. Juan no sabía de qué eran.
En un momento de la tarde Paloma se le acercó y
le habló en voz baja. Se acercaba para disculparse con él y para decirle que el
dinero de la leche le sería reembolsado al día siguiente. Él iba a
interrumpirla para decirle que no había sido nada lo de más temprano, pero ella
lo interrumpió primero para decirle que sentía mucho todo lo que había pasado y
que su madre se sentía algo responsable al respecto, aunque era algo que
claramente no había podido ser imaginado por nadie.
Él se quedó sin palabras. Justo entonces entró
un grupo de mujeres mayores, lo que distrajo a Paloma y se la quitó de encima
al pobre de Juan, que no quería hablar de lo ocurrido con nadie. Era suficiente
con que lo recordara cada cierto tiempo como una horrible pesadilla. Y además
estaban las pesadillas de verdad que tenía todas las noches. La verdad era que
ya casi no dormía pero se lo ocultaba a sus padres para que no se preocuparan.
Era mejor fingir que todo estaba bien. Al menos eso pensaba.
Ocupo su mente con cuentas y con los clientes
todo el resto de la tarde. Ya casi anochecía cuando, por la ventana del
negocio, creyó ver a la persona, al hombre que lo había atacado hacía algunas
semanas. Su cuerpo automáticamente se echó para atrás, dándose un golpe sordo
contra la pared. Fue extraño, pero ese comportamiento no lo notó nadie. Lo que
sí notaron fue el grito que llenó el pequeño local y el cuerpo que caía al
suelo, sin conocimiento. Sangraba de la nariz, lo que asustó a muchos.
Cuando despertó, un paramédico lo estaba
revisando con una linterna. Él, sin preocupación de ser grosero, lo empujó con
la mano y como pudo se puso de pie. Los clientes estaban todavía allí, mirando
el espectáculo. Paloma lucía muy preocupada, igual que los otros empleados.
Juan les dijo que estaba bien, que se debía a una baja de azúcar. Les dijo que
era normal y que no se preocuparan. Hizo como si no pasara y caminó a la caja.
Paloma le habló en voz baja, diciéndole que podía irse si no se sentía bien.
Juan se negó con la cabeza y le habló de otras
cosas, de pedidos de zanahorias y del queso crema que debía consumir pues la
fecha de expiración estaba cerca. El día de trabajo siguió como si nada,
después de la salida de los paramédicos y de los curiosos que solo se habían
quedado para ver.
Los susurros comenzaron de nuevo y él trató de
no escuchar a pesar de saber muy bien que ya todos sabían lo que le había
ocurrido. Su cara había estado en todos los canales de televisión, en periódicos.
Era famoso por ser una víctima de algo horrible. Y detestaba con todo su ser
esa maldita situación.