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miércoles, 13 de mayo de 2015

En el desierto

   Como pude, corrí por encima de terreno lleno de piedras y llegué hasta un caballo, que solté con rapidez de donde estaba amarrado. La verdad es que nunca había montado pero no había tiempo para tener lecciones. Era escapar o que me siguieran hasta el fin del mundo. El caballo parecía entender mi preocupación y afán y aceleró con premura hacia el desierto, internándose cada vez más entre las grandes rocas y  sobre el terreno que ya no estaba plagado de rocas de todos los tamaños sino de arena y de un polvo molesto que se metía por la nariz.

 Me hubiese gustado tener unos lentes o una bufanda para impedir quedar ciego por tanta suciedad pero no había como. Había tenido solo una oportunidad para escapar, para salir corriendo y no volver jamás, y en mi camino de escape no vi nada sino al caballo que parecía aburrido ahí amarrado y solo. De pronto por eso me había obedecido con tanta gana: debía estar horriblemente aburrido allí amarrado. Ahora corría con gracia, o por lo menos eso creía yo, cruzando el desierto. Yo me sostenía como podía y cada cierto tiempo miraba hacia atrás, no hay que me enemigo estuviese más cerca de lo que pensaba.

 Bueno, para ser exactos ese hombre no era mi enemigo. De hecho, no tenía idea de quién era. Pero seguramente él si sabía quién era yo y por eso había decidido llevarme de mi casa hasta este paraje lejano. Debía estar inconsciente por al menos un día porque el desierto y el clima del mismo no me resultaban para nada familiares. Ni las plantas ni nada más era algo que yo hubiese visto antes. Lo previsible era que me había sacado del país, de alguna manera, y me había llevado a una casa en la mitad de la nada. Porqué y para qué, eran cosas que yo todavía no sabía y quién sabe si lo sabría algún día.

 El caballo mantuvo el paso rápido durante la tarde hasta que empezó a oscurecer y estaba claro que no llegábamos a ningún lado. Cuando estuvo oscuro por completo, el caballo empezó a trotar y, cuando me di cuenta, se había detenido por completo. Moví las piernas y las riendas para que siguiera el camino pero el caballo me ignoró por completo. Movía las orejas con rapidez y la cabeza a un lado y al otro. Yo halaba y molestaba tanto que terminé por caerme del animal, dándome un golpe bastante fuerte en la cabeza.

 Por un segundo pensé que el animal me iba a dejar allí tirado pero no. El caballo trotó un poco más, yo detrás de él, hasta que llegó a la fuente de un sonido que él había escuchado pero yo, tal vez en mi apuro o preocupación, no había sentido. Se trataba de el murmullo de un pequeño curso de agua, un riachuelo delgado que discurría entre grandes piedras. Seguramente era uno de esos ríos temporales que se formaban por las lluvias muy ocasionales y como yo había estado, hasta hace poco, dormido, era posible que hubiese llovido mientras estaba inconsciente.

 El caballo agachó la cabeza y tomó agua. El pobre animal estaba sediento, cansado del largo viaje que habíamos tenido. Yo me le acerqué por un lado e hice lo mismo que él, tomando el agua entre mis manos. Era algo turbia pero por lo demás no parecía muy maligna que digamos, así que tomé un sorbo y luego más y más hasta que estuve satisfecho. Todo eso, para mí, pareció discurrir en un minuto o dos pero pasó mucho tiempo más porque no mucho después, cuando estaba quedándome dormido a un lado del caballo, el sol empezó a alumbrar el pequeño valle. El gritó ahogado que pegué hubiese atraído a quien estuviese cerca.

 En la noche había sido algo difícil de notar pero en el día era algo tan evidente como que el sol brilla. El piso del cañón estaba infestado de escorpiones. Parecía ser un sitio predilecto para su reproducción porque había montones, incluso un par encima de mi cuerpo que me quité sacudiéndome del susto. El caballo se puso de pie de golpe y me subí en él. No fue sino ajustarme un poco en el asiento para que el animal emprendiera el galope, aplastando cuanto bicho se le cruzaba hasta que dimos con la salida por la que, por equivocación, habíamos entrado la noche anterior. El sonido de los escorpiones aplastados por los cascos del caballo quedó en mi cabeza por un buen tiempo, hasta que estuvimos lejos del lugar.

 Bien podíamos haber estado galopando hacia la casa donde me habían tenido amarrado. El desierto parecía el mismo por todas partes y no había manera de saber exactamente para donde íbamos y de donde habíamos venido. Cuando se escapa de un secuestro, uno no se pone a pensar en que vendría bien llevarse del sitio. El puro miedo es el motor que lo mueve a uno a correr sin pensar adonde. Seguramente alguien con sangre más fría, con temple de acero, habría pensado en robar así fuera algo de comer pero yo no. Estaba muerto del susto.

 El hombre que me había tenido amarrado, y solo puedo asumir que haya sido un hombre porque no puedo estar seguro, no estaba cuando me desperté. Me demoré un buen rato quitándome las cuerdas con las que me había atado pero nunca llegó. Yo solo salí corriendo hacia el caballo y no supe de más nada. Adonde habría ido quién me estaba intimidando, quién me había sacado de mi casa contra mi voluntad y en un momento clave había desaparecido sin razón alguna? Porque no me cabía en la cabeza que un secuestrador se fuera de paseo en la mitad de su actividad. No tenía sentido. Pero en todo caso esa ausencia había sido mi oportunidad y la tomé, así no hubiese estado muy despierto.

  Todo ese día siguiente fue igual. El desierto parecía eterno y el sol había empezado a brillar con más intensidad. No hubo donde tomar agua, así estuviese infestado de escorpiones, y solo pudieron cubrirse del sol a la sombra de grandes rocas, como para no seguir deshidratándose. El tercer día del escape fue mucho mejor porque llegamos a un lago. Yo me lancé, con todo y ropa, y me bañé y tomé agua. Podía haber habido tiburones o cocodrilos y francamente no me hubiese importado. El agua era fría y el clima caliente, no podía ser mejor.

 Nos dimos cuenta, pasadas unas horas, que ese lago era un embalse de una ciudad cercana. Encontramos una carretera, solitaria, pero funcional y la seguimos hacia el lado opuesto del lago. Antes de caer la tarde, llegamos a una ciudad de tamaño medio y por fin pude respirar adecuadamente. Puedo jurar que estuve a punto de llorar pero no lo hice porque ya había mucha gente mirándome. De pronto porque no era muy frecuente andar a caballo por las vías destinadas a las automóviles. Como para fingir que no me daba cuenta de mi rareza, pregunté a varios donde estaba la comisaría de policía más cercana.

 Cuando por fin encontré el edificio, me bajé del caballo y lo dejé donde estaban los vehículos de los oficiales que había dentro de la comisaría. Entre nervioso pero no tuve que llamar la atención de nadie porque se me quedaron viendo como si estuviese loco cuando entré al recibir. Hablé con una joven policía y le expliqué que había escapado de mi captor en el desierto y que necesitaba ayuda para llegar a casa. Le dije donde vivía pero pareció no comprender. Llamó a un oficial mayor y tuve que contarle todo de nuevo. Él también se me quedó mirando pero al menos me hizo pasar a una oficina y me ofreció comida y agua.

 Me dejaron solo mientras verificaban mi historia y no los culpé por eso. Por fin volvió el hombre después de una horas. Me dijo que habían encontrado la denuncia de mi desaparición y me preguntó si me sentía bien, ya que las personas que habían estado tanto tiempo secuestradas, normalmente estaban en malas condiciones físicas. Le pregunté entonces cuanto tiempo había estado secuestrado. El hombre me miró raro de nuevo pero me aseguró que habían sido casi dos años.

 Lo siguiente que recuerdo fue despertar sobre una camilla. Pensé que estaba en un hospital pero una mujer que se me acercó al instante me dijo que estaba en la enfermería de la estación de policía. Me dijo que me había inyectado vitaminas y demás porque estaba muy mal y que me había revisado por completo. En efecto, tenía yo puesta una bata blanca y nada más. Sin razón aparente, le pregunté la mujer por mi caballo y me aseguró que iría a ver si estaba bien, pero sentí que solo lo decía por no alterarme.

 Dormí después más rato hasta que fue de noche. Me despertó el murmullo de unas voces afuera de la enfermería. De repente oí mi nombre y por el timbre de voz supe que eran el policía que me había atendido y la enfermera o doctora. Con cuidado, me bajé de la camilla sin hacer ruido y me acerqué con sigilo a la puerta. Desde allí se escuchaba todo con más claridad. Estaban discutiendo en voz queda pero yo los oía bien. Hablaban de mi imaginación, de que me había imaginado un caballo que no existía y de que estaba deshidratado y posiblemente trastornado por el sol. La doctora le dijo al policía que no era de sorprender, después de tanto tiempo de estar encerrado.

 Habían enviado ya policía al desierto, adonde yo había dicho que estaba la casa, pero todavía no se sabía si habían encontrado el lugar. La doctora le dijo al policía que, además, había algo importante en el caso y es que el secuestro no había sido motivado por dinero. El policía le preguntó como sabía y ella le respondió que tras los exámenes que me había hecho, había podido determinar que había habido violación constante por un largo periodo de tiempo.


 No me molesté en dejarme caer haciendo ruido, casi tan inerte como si hubiese estado muerto. Se me secó la garganta y deseé estar en el cañón de los escorpiones. En ese momento, de pronto, no pareció un lugar tan malo para estar.

sábado, 31 de enero de 2015

No más

   Parecía que toda la lluvia del mundo, toda el agua en existencia, estaba cayendo sobre la ciudad. Estaba claro que el huracán solo ganaba fuerzas y para cuando tocará tierra sería un desastre de proporciones inimaginables. Era difícil conducir así pero de todas manera Marcela tenía que hacerlo. No tenía más opción sino ir hasta el laboratorio y cerciorarse de que todo estuviera en orden.

 Verán, Marcela era la médico en jefe de un laboratorio de fertilización. Básicamente trataban de ayudar a las mujeres que tuvieran problemas concibiendo un hijo. Para la doctora este era un trabajo realmente gratificante, ya que podía ver el agradecimiento en las caras de sus pacientes al ser notificados del milagroso embarazo. Aunque no era un milagro precisamente, sino un trabajo arduo y delicado que requería de la más alta atención.

 Pero Marcela sabía que no todo el mundo se tomaba el trabajo de la misma manera y por eso estaba en camino a ver que todo estuviera bien. Raquel, su asistente, llevaba apenas dos meses en el trabajo y la doctora todavía no sabía cuanto podía confiar en ella, sobre todo en relación al cuidado de cada tratamiento que guardaban en frío. Raquel estaba encargada de que todo estuviera propiamente ordenado pero en esos pocos días de trabajo había probado ser una mujer distraída.

 Mientras Marcela estacionaba su auto en el parqueadero techado del edificio de oficinas donde estaba el laboratorio, se acordaba de Irene. Era una mujer de edad y había sido su asistente desde hacía años. Pero un buen día y sin aviso, dijo que renunciaba ya que se sentía demasiado vieja para seguir trabajando. Marcela le había rogado que se quedara pero Irene simplemente no cedió. Se fue, apenas despidiéndose. Esto para Marcela fue un golpe porque Irene no era solamente una asistente sino una amiga. Nunca la vio más.

 En el ascensor, la doctora alistó su tarjeta de seguridad, que tenía su foto y una banda magnética especial para abrir puertas restringidas. Ella tenía una  y Raquel debía haber guardado la otra en su escritorio. Nadie más podía entrar. Cuando se abrió el ascensor, frente a un gran ventanal, Marcela pensó que el clima parecía haber empeorado en apenas un par de minutos. Todo era de un gris oscuro enfermizo y las gotas de lluvia parecían del tamaño de balas.

 Se encaminó entonces al laboratorio pero se detuvo antes. Su oficina estaba abierta. Marcela bajó el brazo en el que tenía su tarjeta de seguridad y caminó lentamente hacia su oficina. No había nadie pero la puerta estaba completamente abierta, algo que ella jamás hacía. De hecho, siempre le ponía el seguro a la puerta antes de salir. En uno de los cajones guardaba algo de dinero y regalos de algunos pacientes. Sacó un par de llaves y abrió con ellas los cajones. Todo estaba en orden.

 Estuvo a punto de irse cuando se dio cuenta de que habían movido su archivero. Era grande y metálico pero cuando se halaba para abrirlo se movía un poco. Alguien había entrada en su oficina, Marcela ahora estaba segura de ello. Pero quien? No podía ser alguien del trabajo ya que casi todos sabían del dinero y los regalos. Y, revisando rápidamente el archivero, no había ningún expediente perdido ni fuera de lugar. Algo raro estaba pasando.

Marcela se decidió entonces a ir al laboratorio. Tal vez Raquel había venido también, dándose cuenta de que no había asegurado bien los tanques de enfriamiento o algo pro el estilo. Eso debía ser. Pasó entonces la tarjeta de seguridad para abrir la puerta pero esta no abrió. Intentó de nuevo y esta vez sí sirvió pero algo ocurrió que ella no esperaba: la puerta se abrió rápidamente y del otro lado salió alguien quien la golpeó en la nariz. Marcela cayó al suelo, sangrando.

 La persona que había salido entonces se le acerco hábilmente y le puso algo en la nariz. Marcela sabía que era pero no tuvo tiempo de pensar en mucho más pues se desmayó casi al instante. Tuvo un sueño extraño, sin imágenes, casi como si estuviera encerrada. Cuando abrió los ojos, se dio cuenta de que ya no estaba en el laboratorio y que estaba amarrada, de pies y manos. No tenía la boca tapada pero tampoco sentía muchos ánimos para hablar. Afuera llovía, el viento rugía.

 De pronto entro al cuarto donde estaba una mujer y Marcela se dio cuenta que era Raquel. Por un momento se sintió aliviada pero rápidamente cayó en cuenta que eso no podía ser bueno. Había sido secuestrada y Raquel no podía estar allí por pura coincidencia. La mujer se le acercó, sin expresión alguna en su rostro, y la ayudó a sentarse.

-       Como se siente?

 Marcela no pudo hablar entonces solo asintió. Raquel pareció comprender y se alejó de ella. Al otro lado del cuarto parecía haber una camilla de hospital. La asistente se sentó en un banquito al lado de la camilla y empezó a revisar algunos papeles. Marcela los reconoció como archivos de la clínica. Raquel seguramente los había sacado de su oficina.

-       Que…

 Pero Marcela no podía decir más. Sentía como si una mano invisible le estuviera apretando el cuello cuando intentaba hablar. Pero Raquel la había oído y se le acercó de nuevo. Le puso los papeles en el regazo a la doctora y se cruzó de brazos, como esperando. Marcela revisó los papeles pero no entendió nada.

 Se trataba de una pareja que había venido hacía algunos meses. Iban por su segundo intento y Marcela estaba muy optimista respecto a sus posibilidades. Pero además de los datos de siempre, no había nada especial en ese caso. Releyó los nombres de la pareja pero no los conocía de otra parte. Miró a Raquel, con cara de no entender que pasaba.

-       Ella me envió.

 Marcela frunció el ceño. Eso no tenía sentido. Intento hablar de nuevo pero el dolor volvió y cerro la boca sin haber dicho nada.

-       La inyectó con un suero que impide el uso de las cuerdas vocales. – dijo Raquel. – Pasa su efecto en un día.

 La doctora tomó los papeles y los sacudió. No entendía y estaba frustrada por no poder hablar. Entonces Raquel fue hasta el banquito, lo arrastró hasta la cama donde estaba Marcela y se sentó. La miró con ojos tristes y empezó a hablar.

 Resultaba que esa mujer, una tal Florencia, era amiga de Raquel. Su esposo era peor que borracho o algo por el estilo. Ese hombre la había violado varias veces y ella no lo denunció nunca. No fue sino hasta que tuvo un problema serio de salud, que Florencia habló con Raquel. El hombre la había golpeado porque ella no había sido capaz de darle un hijo. Así que la iba a obligar a tener uno.

 Dejar pasar algunos meses para que las heridas sanaran y luego llegaron al consultorio de la doctora Marcela. Cuando Raquel se enteró, le dijo a Florencia que ese hombre estaba enfermo si pensaba forzarla a tener un hijo. Así que Raquel inventó un plan: amenazó varias veces de muerte a Inés para que dejara de trabajar, la reemplazó como asistente de la doctora y ahora estaba dentro del hospital.

 Marcela estaba anonadada. Como era posible que no se hubiera dado cuenta de que algo así estaba pasando? Había sido muy negligente al no ver algo  de ese calibre pero entonces dudó. Sería verdad?

 Raquel dijo que ella había alterado los óvulos para que no sirvieran en el primer proceso pero que eso no había sido suficiente. Su plan era distinto. Y ahí entraba Marcela. La doctora dio un respingo al ver que Raquel la miraba con ojos desorbitados y un aparente desespero por ayuda.

 Como asistente, Raquel sabía que los hombres también eran revisados. Y sabía que la doctora era experta en urología así como en obstetricia. Así que necesitaba de ella un favor.

 De repente alguien más entro en la habitación. Era un mujer delgada y temblorosa. Debía ser Florencia. Halaba otra camilla y en esa estaba recostado un hombre. Era grande por donde se le viera y con cara de animal. Sin duda era el marido.

-       Es simple la verdad.

 Marcela dio un respingo al escuchar la voz de Raquel.

-       Podríamos matarlo pero sería muy fácil. Queremos que hagas algo más.


 La doctora no entendía nada pero entendió, al verse allí sin voz, que esas mujeres eran capaces de mucho y que ella no tendría opción alguna: tendría que hacer lo que le ordenaran.