Cuando me desperté, estaba en una cama
conectado a una de esas máquinas que hacen ruidos repetitivos. Un par de tubos
iban y venían y algunos otros estaban conectados a mis manos. Me dio ganas de
rascarme apenas los sentí, pero no pude hacerlo porque el solo pensamiento de
moverme hizo que todo el cuerpo me doliera, como si una descarga eléctrica de
alta potencia pasara por todo mi cuerpo. El dolor fue amainando y fue justo
cuando ya no me dolía nada cuando la enfermera entró a la habitación.
Pensé, tontamente, que había venido porque de
alguna manera la estúpida maquina había detectado mi dolor. Pero no, solo había
venido a revisar que estuviese vivo, respirando y absorbiendo el suero al que
estaba conectado. Quise fingir que estaba dormido. No supe porqué, pero creo
que no estaba listo para que la gente supiera que había despertado, vuelto a
este mundo de mierda que me había puesto en esa cama de hospital. Pero no pude
hacerlo y ella salió apresurada de la habitación.
En poco tiempo otra enfermera y un doctor
vinieron a visitarme. Tuvieron para conmigo las palabras de siempre que dicen
cuando alguien está en un hospital y las mismas preguntas estúpidas del estilo:
“¿Se siente usted bien?”. Imbéciles, pensé. Pero no lo dije. De hecho, no podía
hablar porque la garganta me dolía demasiado. El doctor ordenó que me trajeran
algo de tomar y fue entonces cuando me di cuenta de que tenía un hambre feroz y
hubiese preferido un batido de carne al jugo de zanahoria que trajeron.
Me lo tomé en silencio y solo, puesto que ya
era tarde y nadie se quedó conmigo para ver si me tomaba el espeso liquido o
no. No estaba feo pero el sabor o la consistencia del dichoso jugo no me
importaba en lo más mínimo. Me lo tomé mirando por la ventana, como si pudiera
ver algo. La verdad era que el otro lado parecía la boca de un lobo,
completamente oscuro y sin ruidos que denunciaran exactamente donde estaba.
Porque de idiota no me había fijado en la bata del doctor.
Me quedé despierto varias horas, pensando en
mi accidente. Me acordaba bien como se sentía su cuerpo cuando lo empujé al
separador de la avenida y también recuerdo sentir como si se me viniera una
montaña encima pero solo había sido un automóvil que había llegado al semáforo
a alta velocidad. Por lo visto el color rojo no significaba nada para ese
borracho o drogado o lo que fuese ese maldito desgraciado. No supe que pasó
después pero la rabia no me dejó dormir en paz hasta que llegó la luz de la
mañana. Tuvo un efecto de calmante y me dormí sin chistar.
Los días en un hospital pasas lentamente. Debe
ser lo mismo que en una cárcel, pues en ambos lugares se está en una pequeña
habitación sin posibilidades reales de salir a dar una vuelta. En mi caso, no
me dejaban salir porque no podía usar las piernas. No había quedado invalido
pero había estado muy cerca. Todos los días venía un enfermero francamente
atractivo y él era el encargado de hacer la terapia pertinente para que pudiese
mover las piernas lo más pronto posible.
Mi voz mejoró y pasados algunos días ya pude
flirtear un poco con el terapeuta. El solo se ría o sonría y cambiaba de tema.
Estaba seguro de que lo hacía sonrojar y eso era una indicación muy clara pero
la verdad era que yo solo lo hacía por hacer algo, por sentir que todavía era
la misma persona de antes. Además, no quería verme débil ante nadie y no había
mejor manera de aparentar que haciéndome el chistoso todo el tiempo, con
apuntes y preguntas tontas.
Pero cuando se iba la gente, volvía a mi
estado de casi depresión. Y digo casi porque dudo que haya sido igual a lo que
viven muchos, que se sienten hundidos en un hueco del que no pueden salir.
Mueven los brazos como locos y simplemente no logran salvarse a si mismos. No
es mi caso o eso creo. Yo siento tristeza de lo que me pasó pero más que todo rabia
hacia las dos personas que estuvieron en ese momento conmigo, los otros dos
protagonistas de la historia.
El conductor, alguien me dijo, se echó a la
fuga antes de atropellarme. Eso era algo que yo no sabía e hizo que mi odio
aumentara sustancialmente. Pero lo que me dio rabia, de esa que da ganas de
demoler una pared a mordiscos, fue que la persona que yo había empujado no
hubiese venido jamás a visitarme. Ni siquiera había preguntado por mi y cuando
confronté a mi familia y a los pocos amigos que habían venido a verme, nadie
decía nada, como si se tratase de un secreto de estado.
Le pedí a mi hermana que me trajera mi
portátil y obligué al guapo de la terapia a que me diera la clave del internet
inalámbrico del hospital. Apenas pude, busque a la persona que salvé en
internet y pude ver como se hacía el héroe en cuanta red social podía. Lo peor,
era que todo el mundo se creía su ángulo de la historia, así hubiese sido yo el
que lo había salvado. No tenía nada de sentido pero para atraer idiotas no hay
que tener mucho sentido común, solo palabras atractivas. Palabras en las que
nunca se me mencionaba, ni por error o confusión.
Estuve cuatro meses en el hospital hasta que
por fin pude mover las piernas. Tenía que seguir yendo a terapia pero eso no importaba,
podía caminar y los pronósticos eran muy positivos. Abracé al guapo de mi
terapeuta y le planté un beso en la boca que sorprendió a todos pero más que
todo a él. Era mi última gran sorpresa, antes de irme a casa de vuelta a mi
habitación y mis cosas. Debo decir que dejar el hospital fue duro, pues
regresaba a la cruel vida diaria con el resto de mortales.
Mi familia solo tenía para mí cariño y los más
grandes cuidados. Les pedí que no se fastidiaran tanto estando pendientes de mi
estado, puesto que debía avanzar yo solo para mejorar de verdad. Sin embargo,
los dejé hacerme ricos postres y llevarme a restaurantes que me gustaban. Era
mi momento para mimarme un poco, creo que me lo merecía. Tal vez no me merezca
nada en esta vida pero me sentía cansado desde antes del accidente y
aprovecharse de una tragedia personal no es tan malo.
Al fin y al cabo, fue a mi que me levanto ese
desgraciado del pavimento. Fui yo quien tuve las piernas casi rotas y fracturas
por todo el cuerpo. Fue a mi al que me sangró la cara y otros lugares del
cuerpo que prefiero no nombrar. Fui yo quién salvó a un imbécil de ser
aplastado por un vehículo a alta velocidad. Así que algunos tendrán que
disculpar mis ganas de vivir un momento de vida en tranquilidad, disfrutando de
aquellas cosas que solo la buena vida y todo lo que ella implica, pueden
aportar.
Eventualmente dieron con el tipo que me había
atropellado. Esta es una ciudad atrasada y llena de idiotas pero por alguna
razón providencial, había una cámara de seguridad en un edificio frente al
lugar donde me habían atropellado. Se veía todo con una claridad sorprendente y
esa fue la pieza clave para dar con el paradero de quién resultó ser una mujer.
Se había ido a esconder a otra ciudad pero pronto fue arrestada y se me pidió
testificar en contra, algo que hice con todo el gusto.
Fue a la cárcel, condenada por no sé cuantos
años. La gente dice que debería perdonarla pero eso me parece una reverenda
estupidez. Esa mujer hizo lo que hizo y lo primero que pensó no fue en ayudar
sino en protegerse a si misma. Puede pudrirse en la cárcel.
En cuanto a la persona que salvé, un día se me
acercó en un cine y me pidió disculpas. Yo le dije que no tenía tiempo puesto
que estaba en la mitad de algo importante. Tomé de la mano a mi terapeuta y la
expliqué quién era la persona que me había saludado. “Nadie importante”, le
dije.
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