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viernes, 11 de mayo de 2018

El buen pozo


   Uno, dos, tres disparos. Hubo un silencio sepulcral por un momento y luego se escuchó un cuarto disparo, seco y triste, el último sonido que rompió la calma de semejante lugar, olvidado por el hombre hacía muchos años. Era uno de esos pueblos que había sido clave en la expansión minera del país, un motor de la industrialización y de la modernización. Uno de los primeros lugares adónde llegaron los automóviles, la electricidad, el teléfono y muchos otros avances que solo años después pudieron disfrutar todos en casa.

 Pero ya no es eso que era. Ahora es un montón de polvo y oxido que se pudre lentamente bajo el calor del desierto. De las grandes máquinas no queda nada: se las llevaron hace tiempo para venderlas por partes. Lo poco que dejaron empezó a decaer rápidamente sin los cuidados de las personas encargadas y ahora solo son estantes de tierra y de bichos. Algunos animales se posan allí por largas horas, escapando del calor abrasador del exterior. Las plantas lo han tomado todo a la fuerza, en silencio.

 Es el lugar ideal para tomar la justicia en manos propias. O eso había pensado la mujer que ahora miraba el cadáver de su esposo, sangre derramándose sobre uno de sus vestidos más caros. Tuvo un impulso horrible, homicida y maniaco, de tomar un bidón de gasolina y freír el cuerpo hasta que nadie pudiera reconocerlo. Pero se abstuvo, más que todo porque lo que necesitaba no lo tenía a la mano. Fue apropiado el hecho de escuchar un ave de rapiña sobre su cabeza, seguro intrigada por la presencia de la muerte en el lugar.

 Lamentablemente, ese castigo posterior a la muerte sería demasiado largo y alguien podría venir y desatar una investigación que nadie quería que pasara. Por el bien de ella y de su familia, era mejor que nadie nunca supiera que había llevado a cabo un plan que había empezado a ser construido hacía muchísimo tiempo. Nada de ello había sido un impulso ni algo del momento. Todo había sido meticulosamente ejecutado y por eso terminarlo con un bidón de gasolina se salía de todo pronostico.

 La mujer se quedó mirando el cuerpo por un tiempo largo, hasta que cayó en cuenta de que el arma seguía en su mano. Entonces se acercó a un pozo que había cerca, limpió el arma con la manga de su blusa de flores y luego la lanzó por el pozo, escuchando como daba golpes contra los costados metálicos del tubo. Se dejó de oír después de un rato pero era casi seguro que el arma seguiría cayendo por un tiempo más. El hombre había ido muy profundo en su afán de buscar metales y de hacer negocio con ello. La tierra se comería todo lo que cayera por ese pozo, sin dudarlo.

 El dilema de qué hacer con el cuerpo seguía allí. Podía ejecutar el plan inicial de enterrar al hombre allí mismo pero se había dado cuenta de la estupidez de su plan momentos antes de subir al vehículo en la ciudad. Con tantos avances tecnológicos, incluso habiendo pasado muchos años, podrían fácilmente saber quién era el cadáver e incluso como había muerto. Eso podría llevarles, en cuestión de poco tiempo, al asesino. En este caso a la asesina. Y ella no pretendía ser encerrada por culpa de ese maldito.

 Siempre había sido un hombre algo estúpido. A pesar de su inteligencia para los negocios y de su facilidad para interactuar con la gente, en especial con mujeres, él siempre había sido un imbécil en el sentido más elemental posible. Era además un animal, uno de esos tipos que cree que tiene derecho a quién quiera y a lo que quiera nada más porque tiene los cojones de decirlo a los cuatro vientos. Así había caído ella y, era gracioso, pero también había sido así que él mismo había caído, resultando en su muerte.

 No había dudado ni un segundo del viaje que iban a tomar, de la sorpresa que ella había fingido tener para él. Habían sido cuatro años juntos pero nadie sabía la clase de tortura que era vivir con una persona como él. Era el peor de los seres humanos, tal vez por su idiotez o incluso por lo contrario… El caso es que el mundo no había perdido a nadie importante ese día, en el desierto. Tal vez su familia lloraría por él unos días, pero ellos eran igual de desalmados que él, así que seguramente sus vidas seguirían adelante sin contratiempos.

 Lo difícil había sido drogarlo sin que se diera cuenta pero suele pasar que la gente cae en los momentos más evidentes. No vio nada de raro en que ella tuviese refrescos fríos en una pequeña nevera dentro del coche. Se comió el cuento del picnic que iban a hacer, se tragó toda la historia que ella le había contado, sobre como quería arreglar todo lo que estaba mal en su relación y como ella quería luchar por ese lugar que los dos habían construido con tanto esmero por tantos años. No dudó ni un segundo.

 Se desmayó fácil, como un elefante al que disparan un tranquilizante. Se durmió medio hora antes de llegar a la mina y allí ella solo tuvo que bajarlo del coche, amarrarlo a un viejo poste con una cuerda especial para campamentos y dispararle algunas veces. Iban a ser solo tres disparos: uno a la cabeza, otro al corazón y uno al pene. Pero se le fue un cuarto, después de tomar un respiro. Fue un tiro al estomago, que por poco falla pues fue un disparo lleno de odio y resentimiento. Sin embargo, las manos no le temblaron ni lloró después ni nada de esas ridiculeces tipo película de Hollywood. Ella solo lo miró.

 Al final, decidió que lo mejor era dejarlo allí amarrado para que pudiera ser de alimento a los animales de la zona. Según parece, no solo los buitres habitaban los alrededores de la mina, sino que también coyotes y otras criaturas capaces de arrancar la carne de los huesos, sin contar a los miles de insectos, habitaban ese sector del desierto. Se aseguró de que la cuerda estuviese bien amarrada y luego caminó al vehículo, para sacarlo todo y tirarlo al pozo, igual que había hecho con la pistola hacía algunos minutos.

 Las bebidas frías, el hielo, la nevera, el recibo por la cuerda y las balas, la billetera de él y algunas otras cosas. Entonces se dio cuenta del potencial que tenía ese pozo sin fin y, sin dudarlo, empezó a quitarse la ropa y la arroyo por el pozo. Cuando estuvo completamente desnuda, le quitó la ropa al cuerpo de su marido y la tiró también por el pozo. Después de lanzar las llaves del carro, el último artículo que le quedaba, la mujer miró la escena y sonrió por primera vez en un muy largo tiempo.

 Acto seguido, se dio la vuelta y empezó a caminar por el mismo camino de acceso que había seguido al entrar con el coche. En su mente, empezó a construir una historia elaborada para la policía, así como para su familia y la de él. Tenía que tener todos los detalles en orden y no olvidar ningún elemento de la escena del crimen. Tenía que tenerlo todo calculado y ella sabía muy bien como hacerlo, tenía los nervios de acero para ese trabajo y la paciencia para repetir su historia ficticia mil veces, si era necesario.

 Eventualmente llegó a un pueblo, donde se desmayó por falta de agua. La ayudaron llevándola en ambulancia a la ciudad, donde pude contar su historia varios días después. Cuando la policía llegó a la escena del crimen, pasaron dos cosas con las que ella no contaba pero que le ayudaban de una manera increíble. Lo primero era que el vehículo ya no estaba. Al parecer, se lo habían robado poco tiempo después de todo lo que había ocurrido. Y lo otro era que no quedaba casi nada de su querido esposo.

 Enterraron lo que pudieron y, tal como ella predijo, la familia de él superó todo el asunto en cuestión de días. Acordaron cuanto dinero le darían por ser su esposa y no haber herencia. Cuando eso estuvo hecho, ella se fue de allí alegando que los recuerdos eran demasiado para quedarse.

 El asesinato que había cometido jamás la persiguió. No hubo remordimiento ni tristeza. Casi nunca recordaba los momentos que había vivido con él y su historia de ese último día en el desierto se fue adaptando a su cerebro, hasta que un día ya no se pudo distinguir esa ficción, de la realidad.

miércoles, 21 de marzo de 2018

África


   El calor era insoportable. A pesar de ser un jeep con techo, el plástico del que estaba hecho hacía que adentro del vehículo hiciera más calor. Sin embargo, bajarse no era una opción puesto que todos estaban allí esperando a que algo pasara. Cuando por fin llegaron los elefantes, que caminaban en fila a cierta distancia, la mayoría de las personas dentro del jeep se emocionaron y empezaron a salir del vehículo uno por uno, acercándose a los animales de diferentes maneras.

 Algunos tenían cámaras y otros aparatos que registraban diferentes comportamientos. Los únicos que se quedaron en el jeep fueron Otto, el conductor, y Nelson, un joven venido de Europa por solicitud de la universidad en la que estudiaba. En clase tenía el mejor promedio y fue por eso que el profesor titular de la carrera lo pidió a él para ir en esa misión de un mes para investigar el comportamiento de los elefantes en un parque nacional sudafricano. Negarse hubiese sido impensable.

 Pero Nelson sí lo pensó, al menos por unos minutos. Sin embargo, sus padres se enteraron pronto y ellos casi lo empujaron a decir que iría. Estaban tan emocionados que ellos mismos prepararon su equipaje y compraron todo lo que podría necesitar. Incluso arreglaron en una mochila su equipo de investigación, así como cuadernos nuevos para tomar notas. La mayor sorpresa fue la cámara de última generación que le compró su padre, para que les mostrara cuando volviera las maravillas que había visto.

 Ellos dos también habían estudiado biología pero la diferencia era que habían terminado haciendo uno de los trabajos más simples en todo ese campo y ese era trabajar con gérmenes y otras criaturas minúsculas. Trabajaban para un laboratorio farmacéutico y ganaban buen dinero pero no era ni remotamente emocionante, definitivamente nada parecido a lo que ellos siempre habían tenido en mente al pensar en una vida como biólogos, estando siempre en lo salvaje con animales interesantes.

 Por eso casi saltaron al saber de la oportunidad de su hijo y se apresuraron a arreglarlo todo por él, sin preguntarle. Para ellos era obvio que su hijo aceptaría pero se les olvidaba, al menos temporalmente, que a Nelson jamás le había interesado lo salvaje, ni escarbar la tierra ni ensuciarse de ninguna manera posible. Era un hecho que era un estudiante brillante y seguramente sería un profesional de grandes descubrimientos, pero él sí quería una vida tranquila y poco o nada le interesaba irse al otro lado del mundo a ver animales en vivo y en directo. El laboratorio era su lugar predilecto.

 Otto encendió la radio pero no pudo sintonizar nada. Era un joven como de la edad de Nelson pero se dedicaba a conducir por todo el parque nacional a los visitantes que quisieran ver unos y otros animales. No hablaba mucho, o al menos Nelson no había escuchado su voz. El joven se limpió el sudor de la frente y se movió hacia delante, pasando por entre los dos asientos delanteros. A lo lejos, vio como todos los demás caminaban emocionados detrás de la fila de elefantes. Nelson recordó su cámara, que colgaba del cuello.

 Tomó unas cuantas fotos, olvidando por completo que había pasado al asiento delantero. Cuando terminó de tomar fotos, sintió cerca de Otto que miraba por encima de su hombro la pantalla de la cámara. Nelson apagó el aparato y Otto le dijo que las fotos eran bastante buenas, algo inusual para un científico. Eso hizo que Nelson sonriera un poco. Otto pidió prestada la cámara y le echó un ojo a todas las fotos que Nelson tenía allí guardadas. Eran las que había tomado en el último par de días.

 Había fotos de insectos y plantas, así como de animales enormes e incluso algunas del grupo de científicos. Cada cierto rato se reunían todos en alguna parte del hotel o campamento en el que estuvieran y se armaba una pequeña fiesta que siempre incluía música y baile, así como alcohol, que parecía salir del suelo pues Nelson nunca veía llegar a nadie con bolsas o cajas. Los científicos eran hombres y mujeres en general solitarios que amaban la compañía de seres humanos afines a sus gustos.

 Otto le dijo que todas las fotos eran hermosas. Le contó a Nelson que su hermana Akaye quería ser fotógrafa cuando fuera adulta, pero apenas estaba cursando la secundaría así que le tomaría más tiempo saber si ese sueño podría realizarse. Le explicó a Nelson que ser fotógrafa no era un sueño muy rentable en un país como el de ellos, puesto que lo más urgente era que cada miembro de la familia aportara algo de dinero para ayudar a todo lo que había que pagar y hacer en el hogar.

 Sin embargo, Akaye seguía con sus sueños y Otto la entendía por completo. Él había querido ser mucho más que un simple conductor pero no había tenido la oportunidad pues había tenido que trabajar. Su madre era la única que había trabajado por años y cuando Otto tuvo edad suficiente, ella misma le pidió conseguir un trabajo para ayudar en la casa. Así fue que terminó siendo conductor de jeeps en el parque, un lugar que quería mucho pero en el que a veces se aburría demasiado. Para él, debería ser un lugar cerrado lejos de la gente, para no molestar a los animales.

 Nelson asintió. Él quería encontrar una manera de ser biólogo sin tener que estar cerca de animales vivos. No solo le daban miedo sino que había aprendido a respetar sus fuerzas y su independencia. Estaba de acuerdo en que esos santuarios de fauna deberían ser sitios alejados en los que nadie debería tener permiso para entrar, al menos no con la frecuencia con la que iban los científicos a ciertos lugares en África. Muchos animales se estaban acostumbrando a ellos y eso no era nada bueno.

 Le contó a Otto que cuando era pequeño lo había atacado un cerdo bastante grande en la casa de campo de sus abuelos. El animal no le hizo nada más que apretarlo un poco pero el trauma causado le había dejado un temor casi irracional hacia los animales, en especial aquellos que eran salvajes o incontrolables de una u otra manera. Ese suceso había causado en Nelson que prefiriera quedarse en ciertos lugares con poco gente o con nadie, haciendo un trabajo poco estresante.

 Otto sonrió al oír la historia. Nelson también lo hizo, en parte porque se sentía un poco apenado. Otto le propuso seguir a los demás en el jeep un poco más adelante, pues ya había desaparecido la fila de elefantes y no se veía ningún científico en los alrededores. El jeep avanzó lentamente y más gotas de sudor rodaron por la cara de ambos hombres. Cuando por fin divisaron algo, soltaron un grito ahogado. No vieron la fila de elefantes ni a los científicos esperándolos sino algo completamente inesperado.

 Era una gran charca de agua grisácea y en el borde unos tres cocodrilos enormes. Por un momento, no entendieron qué había pasado. Los científicos tenían que estar cerca. Ese misterio fue resulto momentos después, cuando oyeron gritos provenientes de un único árbol grande en la cercanía. En él se habían subido siete de las ocho personas que se habían bajado del jeep a seguir a los elefantes. Otto paró el vehículo y del costado de la puerta sacó un rifle que apuntó por el lado en el que estaba sentado Nelson.

 Fue entonces cuando vieron lo que había sucedido. Una zona revolcada denotaba el paso de animales grandes y algo parecido a una pelea. Los animales grandes ya no estaban, solo los cocodrilos, pero había algo más que hizo que Otto aflojara su postura y que Nelson ahogara un grito.

 Había pedazos del profesor Wyatt por todo el margen de la charca. Un pedazo de brazo estaba entre las fauces del más grande de los cocodrilos, que parecía tomarse su tiempo para terminar su comida. Era el profesor titular. Otto puso una mano sobre el hombro de Nelson, que no dijo nada en horas.

miércoles, 12 de julio de 2017

Sobrevivir, allá afuera

   El bosque era un lugar muy húmedo en esa época del año. La lluvia había caído por días y días, con algunos momentos de descanso para que los animales pudieran estirar las piernas. Todo el lugar tenía un fuerte olor a musgo, a tierra y agua fresca. Los insectos estaban más que excitados, volando por todos lados, mostrando sus mejores colores en todo el sitio. Se combinaban el sonido de las gotas de lluvia cayendo al suelo húmedo, el graznido de algunas aves y el de las cigarras bien despiertas.

 Lo que rompió la paz fue un ligero sonido, parecido a un estallido, que se escuchó al lado del árbol más alto de todo el bosque. De la nada apareció una pareja de hombres, tomados de la mano. Ambos parecían estar al borde del desmayo, respirando pesadamente. Uno de ellos, el más bajo, se dejó caer al suelo de rodillas, causando una amplia onda en el charco que había allí. Los dos hombres se soltaron la mano y trataron de recuperar el aliento pero no lo hicieron hasta entrada la tarde.

 Era difícil saber que hora del día era. Los árboles eran casi todos enormes y de troncos gruesos y hojas amplias. Los dos hombres empezaron a caminar, lentamente, sobre las grandes raíces de los árboles, pisando los numerosos charcos, evitando los más hondos donde podrían perder uno de sus ya muy mojados zapatos. La ropa ya la tenía manchada de lo que parecía sangre y barro, así que tenerla mojada y con manchas verdes era lo de menos para ellos en ese momento.

 Por fin llegaron a un pequeño claro, una mínima zona de tierra semi húmeda cubierta, como el resto del bosque, por la sombra de los arboles. Cada uno se recostó contra un tronco y empezó a respirar de manera más pausada. Ninguno de los dos parecía estar consciente de donde estaba y mucho menos de la manera en como habían llegado hasta allí.  Parecía que no habían tenido mucho tiempo para pensar en nada más que en salir corriendo de donde sea que habían estado antes.

 El más alto de los dos fue el primero en decir una sola palabra. “Estamos bien”. Eso fue todo lo que dijo pero fue recibido de una manera muy particular por su compañero: gruesas lagrimas se deslizaron por sus mejillas, cayendo pesadamente al suelo del bosque. El hombre no hacía ruido al llorar, era como si solo sus ojos gotearan sin que el resto del cuerpo tuviera conocimiento de lo que ocurría. Pero el hombre alto no respondió de ninguna manera a esto. Ambos parecían muy cansados como para tener respuestas demasiado emocionales.

 Algunas horas después, ambos tipos seguían en el mismo sitio. Lo único diferente era que se habían quedando dormidos, tal vez del cansancio. Los bañaba la débil luz de luna que podía atravesar las altas ramas de los árboles. Sus caras parecían así mucho más pálidas de lo que eran y los rasguños y heridas en lo que era visible de sus cuerpos, empezaban a ser mucho más notorios que antes. Se notaba que, donde quiera que habían estado, no había sido un lugar agradable.

 El más bajo despertó primero. No se acercó a su compañero, ni le habló. Solo se puso de pie y se adentró entre los árboles. Regresó una hora después, cuando su compañero ya tenía una pequeña fogata prendida y él traía un conejo gordo de las orejas. Nunca antes había tenido la necesidad de matar un animal salvaje pero había estado entrenando para una eventualidad como esa. Le encantaban los animales pero, en la situación que estaban, ese conejo no había estado más vivo que una roca.

 Así tenía que ser. Entre los dos hombres se encargaron de quitarle la piel y todo lo que no iban a usar. Lo lanzaron lejos, sería la cena perfecta de algún carroñero. Ellos asaron el resto ensarto en ramas sobre el fuego. La textura era asquerosa pero era lo que había y ciertamente era mucho mejor que no comer nada. Se miraban a ratos, pero todavía no se hablaban. La comida en el estomago era un buen comienzo pero hacía falta mucho más para recuperarse por completo.

 Al terminar la cena, tiraron las sombras y apagaron el fuego. Decidieron dormir allí mismo pero se dieron cuenta que la siesta de cansancio que habían hecho al llegar, les había quitado las ganas de dormir por la noche. Así que se quedaron con los ojos abiertos, mirando el cielo entre las hojas de los árboles. Se notaba con facilidad que había miles de millones de estrellas allá arriba y cada una brillaba de una manera distinta, como si cada una tuviese personalidad.

 Fue entonces que el hombre más alto le dio la mano al más bajo. Se acercaron bastante y eventualmente se abrazaron, sin dejar de mirar por un instante el fantástico espectáculo en el cielo que les ofrecía la naturaleza. Poco a poco, fueron apareciendo estrellas fugaces y en poco tiempo parecía que llovía de nuevo pero se trataba de algo mucho más increíble. Se apretaron el uno contra el otro y, cuando todo terminó, sus cuerpos descansaron una vez más, con la diferencia de que ahora sí podrían estar en paz consigo mismos y con lo que había sucedido.

  Horas antes, habían tenido que abandonar a su compañía para intentar salvarlos. No eran soldados comunes sino parte de una resistencia que trataba de sobrevivir a los difíciles cambios que ocurrían en el mundo. Al mismo tiempo que todo empezaba a ser más mágico y hermoso, las cosas empezaban a ponerse más y más difíciles para muchos y fue así como se conocieron y eventualmente formaron parte del grupo que tendrían que abandonar para distraer a los verdaderos soldados.

 La estratagema funcionó, al menos de manera parcial, pues la mayoría de efectivos militares los siguieron a ellos por la costa rocosa en la que se encontraban. Fue justo cuando todo parecía ir peor para ellos que, de la nada, se dieron cuenta de lo que podían hacer cuando tenían las mejores intenciones y hacían lo que parecía ser lo correcto. En otras palabras, fue justo cuando necesitaron ayuda que de pronto desaparecieron de la costa y aparecieron en ese bosque.

 No había manera de saber como o porqué había pasado lo que había pasado. De hecho, sus pocas palabras del primer día habían tenido mucho que ver con eso y también con las heridas que les habían propinado varios de sus enemigos. Ambos habían sido golpeados de manera salvaje y habían estado al borde de la muerte, aunque eso no lo sabrían sino hasta mucho después. El caso es que estaban vivos y, además, juntos. Tenían que agradecer que algo así hubiese pasado en semejantes tiempos.

 Al otro día las palabras empezaron a fluir, así como los buenos sentimientos. Se tomaron de la mano de nuevo y empezaron a trazar un plan, uno que los llevaría al borde del bosque y eventualmente a la civilización. Donde quiera que estuvieran, lo principal era saber si estaban seguros de que nadie los seguiría hasta allí. De su supervivencia se encargaría el tiempo. Caminaron varios días, a veces de día y a veces de noche pero nunca parecían llegar a ninguna parte.

 El más bajo de los dos empezó a sentir que algo no estaba bien. Se abrazaba a su compañero con más fuerza que antes y no soltaba su mano por nada, ni siquiera para comer. El miedo se había instalado en su corazón y no tenía ni idea de porqué.


 El más alto gritó cuando una criatura se apareció una noche, cuando dormían. Parecía un hombre pero no lo era. Fue él quién les explicó que nunca encontrarían una ciudad. Ellos le preguntaron porqué y su única respuesta fue: “Funesta es solo bosque. Todo el planeta está cubierto de árboles”.

lunes, 23 de enero de 2017

Remoto

   Los bordes de las ventanas estaban cubiertos de escarcha. La noche había sido muy fría y todo parecía indicar que el resto del mes iba a ser exactamente igual. Alrededor de la pequeña casita, ubicada en un claro de bosque, había un sinfín de charcos, grandes y pequeños, que habían formado lodazales que hacían casi imposible el ingreso o salida de la casa. Ciertamente era un lugar remoto y nadie nunca se habían molestado en arreglar uno o dos detalles que hacía falta atender.

 Adentro, el único hombre con vida en varios kilómetros estaba calentando agua en una tetera vieja, bastante golpeada, que parecía haber sido sacada directamente de un museo. El hombre se calentaba las manos con el fuego que bailaba debajo de la tetera, mirándolo fijamente, como si se fuera a escapar en cualquier momento. Tan distraído estaba que demoró en reaccionar cuando la tetera empezó a pitar. No era algo bueno, pues se debían evitar los sonidos fuertes.

 Vertió el contenido de la tetera en una taza igual de vieja y trajinada que la tetera y sopló repetidas veces hasta que se atrevió a tomar. Se quemó la lengua por no saber esperar. Sostuvo la taza con las manos cubiertas por guantes y, mientras esperaba a que se enfriase, miró a su alrededor como si fuera la primera vez que se fijaba en lo que había dentro de la pequeña cabaña. Se la sabía de memoria pero le gustaba jugar a ver si había algo, algún detalle que se le hubiese escapado.

 Era solo una habitación: en una de las esquinas estaba la cama y una mesita de noche con tres cajones. Al lado de la mesita había una armario viejo y ese ocupaba el resto de la pared. La cocina, o más bien la única hornilla que tenía, estaba en la pared opuesta, junto a una pequeña mesa y dos sillas. En una de las esquina de ese lado había una nevera pequeña, de esas de hotel, conectada a la única toma eléctrica del lugar. La puerta de la casa estaba en uno de las paredes más largas. De resto, no había casi nada.

 Eso sí, había muchas cobijas y abrigos hechos de pieles de animales. Él no los había cazado ni nada por el estilo pero seguramente el dueño anterior había utilizado la cabaña como base para su afición a la cacería. Las pieles parecían ser de animales varios pero el hombre jamás había querido averiguar más allá de la cuenta porque no estaba de acuerdo con eso de matar animales por su piel. Aunque, ahora que estaba donde estaba, no podía evitar encontrar la razón en esas acciones. Si no tuviera esas pieles, estaría congelado y muerto en vida en aquel lugar perdido.

 En cuanto a cazar, lo hacía todos los días. Trataba de no pensarlo mucho o sino el estomago se le revolvía y eso siempre era un problema aún mayor pues no tenía manera de comprar medicamentos y las plantas que había por la zona poco o nada ayudaban a los sistemas internos del ser humano. Debía comer lo que había y no pensar en su vida anterior que ahora estaba muy lejos de él. Ahora debía comerse lo que encontrara, como lo encontrara, fuese una ardilla o algo más grande.

 A veces encontraba hongos y sabía que serían más abundantes en la primavera, pero todavía faltaban un par de meses para eso. Él había llegado hacía solo un par de meses, durante el otoño, así que no había experimentado nada diferente al frío y la nieve en ese lugar. Siempre que lo pensaba parecía que había estado allí desde hacía mucho más tiempo. Se sentía como una eternidad y sus recuerdos eran como sumergirse en un lago oscuro que ya no es posible reconocer.

 La cabaña, lo quisiera o no, era ahora su hogar. Lo que había tenido antes ya no existía o al menos no debía existir para él. Había tomado la decisión de perderse en el bosque y no podía ya echarse para atrás, era muy tarde para arrepentirse. En todo caso sabía que era lo mejor pues nada en el mundo era para él. Lo había tenido que aprender casi a los golpes pero por fin había comprendido que no todo es para todos, que no todos somos iguales y que algunos deben tomar rutas alternas en la vida.

 Apenas terminó el té, lavó la taza en un cuenco de plástico enorme lleno de agua. Luego abrió el armario y, de la parte baja, tomó una ballesta algo rudimentaria y un carcaj con unas pocas flechas que él mismo había podido tallar a partir de algunos leños que había fuera de la cabaña. Por la tormenta reciente, los maderos debían estar congelados e incluso cubiertos hasta arriba de esa mugrosa mezcla entre nieve y barro. Prefería no pensar si llegase a necesitar esa madera.

 La calefacción que usaba era la hornilla que mantenía prendida todo el tiempo, a excepción de cuando salía a cazar. El gas que alimentaba el fuego llegaba de alguna parte, pero jamás le preguntó a la persona que le brindó ese refugio de donde salía el gas. Solo lo usaba y listo. Cuando la hornilla fallara, y algún día lo haría, sería el día de hacer hogueras y depender de la madera pero ojalá pudiera pasar el invierno sin  que eso pasara. Salió de la casa pensando en ello y se internó rápidamente en el bosque, caminando torpemente pero sin detenerse.

 Caminó por una media hora. El bosque se hizo más agreste a su alrededor e incluso más blanco. La nieve parecía haber congelado todo el paisaje y eso no era nada bueno pues los animales debían estar resguardados, lo que hacía casi imposible la casa. Empezó a caminar más y más despacio hasta que llegó a otro claro, parecido al de su cabaña, pero ocupado casi en su totalidad por un lago que parecía estar hecho de metal, pues estaba congelado. Puso un pie y empujó. Todavía no había congelado por completo.

 La grieta que se formó al él apretar se fue agrandando, hasta que apareció un hueco en la superficie del lago, tras el cual se podía ver el agua fría que había debajo de la capa de hielo. Se quedó mirando ese agujero por varios minutos hasta que se fijó que el tiempo pasaba y no podía demorarse demasiado fuera de la cabaña. Bordeó el lago hasta llegar al otro lado y allí se metió en el bosque de nuevo, mirando hacia arriba con atención. Cuidaba cada paso, para no asustar a presas potenciales.

 Al sentir un movimiento, alzó la ballesta y disparó. Al instante hubo un ruido y algo cayó de un árbol. Era un hermoso ejemplar de faisán, que por alguna razón, estaba en ese bosque. Peor para él. Le sacó la flecha que tenía atravesada, lo cogió de las patas y volvió caminando a la cabaña a paso firme, justo antes de que el sol bajara y se ocultara detrás de los altos árboles que formaban el espeso bosque en el que vivía aquel hombre cazador, misterioso y solitario.

 El faisán entero fue su cena. Lo hizo en una sartén después de desplumarlo y quitarles las partes que no se comían. Al final de todo, no era mucho animal el que había para comer, pero era suficiente para sobrevivir una nueva noche. Esas eran sus jornadas ahora: desayunar, pensar, cazar, preparar y comer. Todo culminaba con un él metiéndose en la cama que tenía, sin quitarse ni una sola prenda de ropa, donde se quedaba dormido después de varias horas de mirar al techo y escuchar el bosque.


 La hornilla se contoneaba cerca de él y muchas veces las sombras que se formaban a su alrededor hacían que el hombre recordara algunos pasajes de su vida anterior, de una vida que francamente ya no parecía la suya. Era como si recordara una película que había visto muchos años, solo que eran escenas que casi nunca se ven en las películas. Lo que más recordaba era a su padre y a su madre, a sus hermanos también. Pero a nadie más. El resto de personas siempre parecían, en los recuerdos y en los sueños, como sombras y nada más. Después de un tiempo trataba de ignorar todo eso y simplemente dormir. Recordar ya no servía para nada.