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viernes, 3 de abril de 2015

Dioses de Islandia

   Johanna y Odín se casaron a finales de los años setenta, después de muchos años de ser de los pocos jóvenes islandeses hippies. Desde el día que se unieron en matrimonio, no se despegaron el uno del otro. Tuvieron tres hijos que criaron en su granja en el este del país y con ella los alimentaron y pudieron mandarlos a la universidad. Cuando fueron algo mayores, dejaron la isla e hicieron vidas propias lejos del pequeño país. Pero Johanna y Odín nunca quisieron dejar lo que tenían allí: la granja, los animales, ese clima que les encantaba y las impresionantes vistas que habían ayudado a que ellos se enamoraran el uno del otro.

 Ya se acercaban a los setenta años pero seguían tan vivaces como siempre lo habían sido. En las mañanas Odín sacaba las ovejas de su corral y Johanna empezaba a hacer la masa del pan que vendía en la tienda del pueblo más cercano. También vendían la leche de las ovejas, su lana por supuesto y a veces hacían queso pero era un trabajo tan dispendioso que no era algo muy frecuente. Vivían lejos del poblado más cercano, ubicado a dos valles de distancia. Eran unas dos horas de viaje y por eso estaban algo desconectados del mundo, al menos físicamente. Por otra parte, tenían teléfono y televisión e incluso contemplaron la instalación de internet, ya que la línea de fibra óptica pasaba cerca pero nunca se decidieron.

 Fue cuando cumplieron los sesenta que se dieron cuenta que el mundo había empezado a cambiar más allá de lo que ya habían visto en los años anteriores. Se hablaba de una guerra lejos, en los continentes con los que le país más hacía intercambio. Al comienzo, no le hicieron mucho caso a las noticias y la televisión estatal casi no informaba sobre el tema. Después, un día que Odín tuvo que ir al pueblo a vender sus productos, se enteró de que había escasez de gasolina y de otras muchas cosas que venían de fuera del país. La gente en la capital, según decían, estaba muy preocupada por esto ya que muchos dependían de la venta de ropa extranjera o de servicios que solo venían de fuera.

 Y sin embargo, Johanna y Odín siguieron viviendo como siempre. Entonces sucedió algo que siempre temieron de jóvenes pero que jamás pensaron que pasaría de nuevo. Recordaban cuando niños que sus padres y en la escuela les habían contado de las bombas lanzadas sobre Japón para terminar la segunda guerra mundial. Aunque por mucho tiempo la gente temió que pasara de nuevo, con el tiempo pensaron que no pasaría ya que las cosas habían cambiado, aparentemente para bien.

 Pero un día que Johana estaba tendiendo la ropa vio un brillo, un magnifico brillo a la distancia. Venía del cielo o de muy lejos. Era como si el sol hubiera bajado a la tierra pero se le viera a través de un espacio muy grande. El fenómeno fue extraño y todos en la región lo vieron. La televisión informó que se trataba de una bomba de hidrogeno, la más grande jamás lanzada. Había sido lanzada en el continente y, según decían, había devastado una zona muy poblada. Y entonces, como viento que arrecia, empezó la guerra. El país atacado cambió de pronto, como un ser vivo que muta para sobrevivir. Y empezó a atacar por todos lados, apoderándose de tierras que siempre había pretendido pero jamás tomado realmente.

 Uno a uno, los países fueron cayendo. Muchos islandeses pensaban que el final del país se acercaba y que serían invadidos pronto. Era solo cuestión de cuando. Pero el tiempo pasó, los primeros tres años de una guerra sangrienta y debilitante, y nunca hubo invasión. Lo que sí hubo fue un cambio en el gobierno que fue lento pero para cuando la gente se dio cuenta, era demasiado tarde. El enemigo no había invadido a la fuerza sino que se había aliado con un partido sediento de poder y este le había entregado el país. Los puertos y las ciudades fueron ocupados lentamente por la potencia extranjera y la gente tuvo que aguantar.

 Johanna y Odín, sin embargo, siguieron un poco como siempre. Estaban preocupados por la situación, al fin y al cabo eran creyentes de la paz y la libertad, pero esto era algo contra lo que no podían hacer nada. Y, de todas maneras, la guerra parecía no afectarles en su rincón remoto del mundo. A excepción de los cortes de luz ocasionales y la escasez de gasolina, no parecía haber nada que cambiara radicalmente su estilo de vida.

 Las cosas cambiaron habiendo pasado cuatro años de la guerra, cuando tuvieron que viajar por carretera hasta un puerto del norte, donde un vecino les había contado que podían encontrar gasolina de contrabando. Era peligroso pero las fuerzas extranjeras permitían este mercado negro, a sabiendas que ellos podían ganar algo de dinero con ello. La pareja viajó unas cinco horas hasta el puerto y se abasteció de todo lo que necesitaban. Trataron de cargar bastante pescado, gasolina, hilos y medicamentos, para no tener que volver en un largo tiempo. Y como eran solo dos, no tenían que comprar mucho.

 Cuando lo tuvieron todo, emprendieron el camino de vuelta pero no llegaron muy lejos cuando encontraron algo que no se esperaban. A un lado de la desolada carretera, en un tramo especialmente oscuro y solitario, Johana vio algo. Parecía un atado de ropa tirada o una llanta vieja. Odín aminoró la velocidad y entonces se dieron cuenta que lo que fuera se había movido. Entonces detuvieron el pequeño vehículo y se bajaron a ver que era lo que pasaba. Con la ayuda de una linterna, encontraron el primer bulto. Era un hombre. Parecía haberse arrastrado hasta el borde de la carretera. Estaba ensangrentado. Parecía que lo habían golpeado. Como pudieron lo subieron al vehículo.

 Cuando Odín fue a arrancar, el pasajero pegó un chillido en el platón de atrás del camioncito. El hombre decía algo pero ellos no le entendían, parecía hablar otro idioma pero se dieron cuenta de que lloraba y señalaba hacia donde lo había encontrado. Se dieron cuenta que tal vez quería algo que llevaba con él así que se bajaron de nuevo y buscaron con la linterna. Pero no encontraron un objeto sino a un ser humano. Otro joven, de pronto un poco mayor, golpeado tan salvajemente como su compañero. Lo subieron al lado del otro y, mientras Odín manejaba, la pareja discutió que hacer.

 La policía ya no ayudaba a nadie y los extranjeros aún menos. Si esos hombres habían sido atacados, era poco posible que nadie los fuera a ayudar. En todo caso nada justificaba semejante paliza. Así que la mejor solución era llevarlos a la casa y ver que podían hacer por ellos allí. El viaje se demoró un poco más de la cuenta porque los baches hacían que los pasajeros se quejaran bastante. Johanna los miraba a cada rato y Odín trataba de ver cada bache frente a él pero era imposible. Cuando por fin llegaron, los bajaron con cuidado y los entraron al granero, donde guardaban la leche que iban a vender y la comida de las ovejas.

 Usaron la mayoría de los medicamentos que habían comprado en el puerto pero parecía que servían de algo. Al otro día, los hombres seguían dormidos pero algo mejor. Los bañaron y les hicieron una pequeña cama en el granero. Lo peor era esperar a ver si alguien iba a venir por ellos. Todavía no sabían si eran criminales o disidentes. Tuvieron que cuidar de ellos por meses hasta que se fueron curando y aprendieron a comunicarse. Para la pareja era como tener hijos de nuevo, les enseñaron el idioma y los hombres aprendieron rápidamente. En un año, se habían convertido en una familia.

 Según lo que pudieron contarles, había cosas que no recordaban. Los golpes habían sido tan fuertes, que había recuerdos que se habían borrado o parecía estar rotos. Recordaban que venían de un país lejano y habían huido de una dictadura patrocinada por los mismos extranjeros que ahora estaban un poco por todos lados en Islandia. Ellos eran disidentes y se apenaron al confesar que habían podido haber sido llamados terroristas. Pero habían tenido que huir. Al principio no eran nada, pero con el tiempo, se acercaron más. El viaje había sido complicado, lleno de dificultades y cuando llegaron al puerto en un barco pesquero, fueron cercados por extremistas quienes los golpearon y los dejaron a morir en la carretera.

 Y, aunque no lo habían dicho por miedo o por alguna otra razón, Johanna y Odín pudieron darse cuenta que entre los dos hombres había algo más que amistad. Lo confirmaron una mañana en la que fueron a despertarlos y estaban abrazados, sonriendo en sueños. Eso a la pareja no le importó. Eran personas que venían huyendo y sus cuerpos lo mostraban: tenían bolsas, estaban muy delgados y su piel era muy pálida, algo verdosa. Con el tiempo, les contaron pero la pareja de ancianos solo les contestaron que ya lo sabían.

 El tiempo pasó y la guerra, siguió. Muchos pensaron que todo terminaría como en la segunda guerra pero no fue así. En la granja, los chicos a los que llamaron Eric y Björn, se fueron encargando de las tareas más difíciles, que ya empezaban a ser una carga para la pareja. Uno acompañaba a Odín con las ovejas y el otro a Johanna haciendo el queso o haciendo el pan. Con el permiso de sus anfitriones, Eric y Björn construyeron otra casita, pequeña, cerca a la de ellos. Se convirtieron en los mejores amigos y compartieron todo, como viejas parejas de amigos. Cuando terminaron de hacer la casa, hicieron una cena especial y les agradecieron, con lágrimas en los ojos, a Johanna y Odín por toda su ayuda y su fuerza.


 El año siguiente fue uno triste. El mundo parecía ponerse más oscuro y, en una expedición al pueblo, Odín sufrió un ataque al corazón y murió. Los chicos y Johanna lo enterraron cerca de la casa. Pocos meses después, ella lo acompañó. La casa había quedado entonces sola y la pareja de extranjeros la mantuvo en pie lo que más pudieron hasta que decidieron que era tiempo de enfrentar su destino e ir a pelear por lo que siempre habían luchado: su libertad. Así honrarían la memoria de dos personas invaluables y siempre queridas, que les habían dado la mano sin pedir nada a cambio y quienes simbolizaban ese amor que ellos morirían por defender.

lunes, 27 de octubre de 2014

Teko y el bosque

Era curioso por naturaleza. Así había nacido, uno entre diez hermanos y hermanas, y sus padres no lo querían menos por ello. Teko amaba explorar el bosque y, sobre todo, le gustaba observar a los humanos.

Siendo una comadreja, esto era aún más extraño. Teko muchas veces, mientras buscaba alimento con sus hermanos, pensaba en el mundo más allá del bosque. Conocían muy bien todos sus caminos, los árboles e incluso la inclinación de la montaña, pero no más allá de eso. Sus límites eran los caminos de los hombres, que pocas veces cruzaban.

Los padres de Teko habían construido una madriguera en lo más profundo del bosque para ocultarla de sus enemigos. Paradójicamente, muchas veces cazaban otros animales. Nada grande como los felinos que a veces merodeaban ni las grandes aves que los miraban con ganas sino roedores pequeños y demás animales de bosque.

Pero como se dijo antes, Teko era curioso, incluso se podía decir que aventurero. Muchas veces se alejaba más de la cuenta para buscar comida y cuando no buscaban ni se acicalaban, Teko recorría el bosque, subiéndose a los árboles más altos e incluso haciendo algunos amigos.

Los conejos y roedores les tenían miedo a su familia por obvias razones, por lo que el mejor amigo de Teko, fuera de su familia, era un topo negro que vivía bastante cerca. El topo era una conocedor del mundo, había ido a lugares que Teko jamás había imaginado.

Aunque su visión no era la mejor, el topo le había contado que más abajo, en bosques más densos y calurosos, había conocido criaturas más grandes y feroces. Tanto que se había devuelto a su hogar rápidamente. A diferencia de Teko, el topo no gustaba de las aventuras pero por su costumbre de excavar y excavar, muchas veces terminaba en ellas sin proponérselo.

Teko le preguntaba frecuentemente sobre los humanos y el topo le decía que no valía la pena esforzarse con ellos. No eran seres muy inteligentes aunque sí recursivos. El topo le decía que por todas partes había cosas hechas por ellos. Con frecuencia el se estrellaba bajo tierra con túneles duros, lo que lastimaba su nariz. Estaba seguro de que ellos eran responsables.

Un día Teko y su familia salieron a cazar, como siempre lo hacían, pero algo fue diferente y no para bien: un incendio tenía lugar en el bosque y toda criatura huía atemorizada de las llamas. La familia corrió, pasando su madriguera, colina abajo, hasta que dejaron de sentir el calor de las llamas. Todavía se sentía el olor a humo pero creían que podría haberse detenido allí.

Los más fuertes fueron por comida y los demás por una fuente de agua. Se encontraron tras varias horas y las noticias seguían siendo malas: el alimento había huido aún más abajo y los riachuelos que conocían ya no estaban, solo piedras y musgo. Sin más remedio, chuparon del musgo la poca agua que todavía tenían y siguieran colina abajo.

La situación se prolongó por días hasta que, después de regresar de patrullar, el padre les contó que las llamas habían desaparecido pero que el bosque había sido casi completamente destruido. Tanto así que su madriguera, antes en el medio del bosque, ahora estaba en el borde del mismo.

La familia tuvo que discutir que hacer: la primera opción era quedarse en la franja de bosque que quedaba y hacer una nueva madriguera. La otra era cruzar los caminos humanos en busca de otro bosque. Y además estaba el problema del agua que parecía haber desaparecido.

En un momento libre Teko buscó a su amigo el topo pero no lo encontró. Recordaba que él le había contado alguna vez de un gran charco de agua cerca del bosque y era necesario encontrarlo. Tal vez allí era el mejor lugar para hacer la nueva madriguera.

Pero el topo no llegó y tuvieron que decidir: lo mejor era arriesgarse. Era tremendamente peligro pero no había más que hacer. Así que todos juntos, los doce, esperaron a la noche y cruzaron los caminos humanos. Afortunadamente no se cruzaron con ninguno pero escucharon ruido extraños durante la travesía que parecía durar años.

Al día siguiente tuvieron que resguardarse en una granja humana y tuvieron que huir cuando uno de ellos trató de matarlos. Padre mordió al atacante, posibilitando que huyera la familia. Él fue herido en una pata pero por lo demás estaba bien.

Esa noche durmieron en un conjunto de árboles, donde crecía pasto alto. Teko vigiló el sueño de los demás y mientras lo hacía vio un pájaro negro revoloteando cerca, donde crecían plantas de humanos. Teko se le acercó y el pájaro casi lo ataca pero la comadreja le explicó la situación. El pájaro sentía mucho que ellos no tuvieran comida ni agua. Decía que robaba gusanos de las granjas para llevárselos a su familia, en un árbol cercano. Se hicieron amigos y conversaron hasta que Teko, cansado, se despidió para dormir un poco.

El día siguiente fue igual o peor. Casi los pisa una máquina humana, una niña los vio y gritó y el sol parecía tener más fuerza que nunca. Teko sabía que iban colina abajo y se preguntaba cuan lejos estarían de su antiguo hogar.

Llegaron por fin a una zona de pastos altos, con pequeños canales de agua. En el momento estaban inundados y la familia aprovechó para bañarse y saciar su sed. Además un par de ellos capturaron tres ratones, que fueron la comida del día.

Teko no podía dejar de pensar que había algo raro acerca del sitio. Mientras su familia terminaba de comer, él exploró en las cercanía y se dio cuenta que los pastos estaban en fila, como los canales. Y que sí había humanos pero no entraban en el lugar. Más raro aún, descubrió que el agua venía de muy cerca y fue allí cuando vio a su amigo el topo.

Estaba con la señora topo y parecían perdidos. Se alegraron de ver a Teko y le explicaron que habían huido del incendio hacia el gran charco pero que ese ya no estaba. Ahora había un hilo de agua que apenas ayudaba a todas las criaturas que habían venido hacía él.

En ese momento llegó el pájaro negro de la noche anterior y agregó algo importante a la conversación: él conocía el gran charco pero decía que había uno nuevo, hecho por los humanos.

Y fue así como los topos, el pájaro y la familia de Teko viajaron un día más hacia el nuevo charco. Era un lugar enorme y fue el topo el único que lo reconoció. Dijo que ese lugar era una montaña alta antes, con varias criaturas peligrosas viviendo en el valle. Era un sitio de calor y un poco menos cubierto de árboles.

La familia se decidió por asentarse allí y hacer una nueva madriguera. Mientras lo hacían, Teko exploró las cercanías con el topo y su nuevo amigo pájaro. Descubrieron que a un lado del gran charco había una pared pero no de tierra sino de algo más fuerte. Y esa pared parecía sostener el agua allí. Y parados sobre la pared vieron a lo lejos un sitio familiar: el gran charco anterior, ya seco y varios hombres con máquinas tumbando los árboles.

Desde ese día la familia se mudó más hacia adentro de el nuevo bosque y aprendió que los humanos jamás podrían ser considerados criaturas del bosque como ellos.