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viernes, 3 de junio de 2016

Una noche sin techo

  Apenas salió a la calle, sabía que tenía que planear su tiempo de la mejor manera posible. Tenía por delante más de doce horas sin tener adónde ir a dormir o descansar medianamente bien. El equipaje que tenía, dos maletas grandes, ya estaba en el guarda equipajes de la estación de tren. Aunque no iba a viajar a ningún lado, era la única solución que se le había ocurrido para no tener que pasearse con las maletas por todos lados. Era algo más de dinero que gastar pero el precio por veinticuatro horas era bastante bueno así que no lo dudó ni por un momento.

 Su contrato había terminado el último día del mes y el siguiente no comenzaba sino hasta el primero. Por ese tecnicismo se había quedado sin donde dormir durante la noche del último día del mes. Por eso había tenido que guardar su equipaje en algún lado seguro y ahora se aventuraba a pasar la noche dando vueltas, viendo a ver qué ocurría. Eran las seis de la tarde de un día de verano y el sol seguía tan brillante como siempre. Lo primero que se le ocurrió fue ir a comer algo y así gastar algo de tiempo

 No había comido nada más temprano excepto un pequeño sándwich en la mañana por lo que tenía mucha hambre. Se alejó de la zona del apartamento en el que había vivido durante casi un año y se acercó al centro de la ciudad. Allí conocía un restaurante de comida china que servía unos platillos bastante bueno por un precio muy económico. Caminó sin apuro y, cuando llegó, se dio cuenta que el lugar estaba mucho más lleno de lo que ella pensaba.

 Para su sorpresa, cerraban temprano y por eso mucha gente hacía fila para pedir su comida para llevar. Cuando pidió lo suyo tuvo que pedirlo también para llevar pues, para cuando le entregaran su pedido, ya sería hora de cerrar. La idea le cayó un poco mal pero ya había perdido mucho tiempo y no le hacía gracia tener que ir a otra parte para hacer otra fila y esperar de nuevo.

 Sin embargo, eso fue precisamente lo que tuvo que hacer por culpa de un cliente que no sabía lo que quería. Se tomó casi veinte minutos preguntándole al cajero como era cada menú y con que venía y si la salsa tenía algo de maní y quien sabe que otras cosas. Desesperado, salió de la fila para ir a alguna otra parte. Ya le estaban rugiendo las tripas y no iba a ponerse a perder más tiempo.

 Caminó solo un poco para llegar a sitio de comida rápida, de esos que venden hamburguesas y papas fritas. No era lo que quería en ese momento pero daba igual. Tenía mucha hambre y quería calmar esa urgencia. La atención allí fue mucho más rápida y, pasados diez minutos, ya tenía su comida en la mesa. El sitio abría hasta tarde.

 Apenas iban a ser las ocho de la noche. Se dio cuenta que era mejor comer lentamente y aprovechar el lugar para descansar de caminar, usar el Wifi gratis y disfrutar la comida. Había pedido la hamburguesa más grande que vendían y la cantidad de papas fritas era increíble. También se había servido bastante gaseosa en un vaso alto y gordo que le habían dado, que se correspondía al tipo de menú que había pedido. Todo era grande y le dio un poco de asco después de un rato. Pero era mejor tener donde y qué comer que estar deambulando por la calle. Menos mal, había planeado todo y tenía dinero suficiente para toda la noche.

 En el celular tenía varios mensajes de su familia. Ellos sabían que no podría hablarles esa noche pero de todas maneras habían escritos varios mensajes, deseándole que estuviera bien y que no descuidara nada de lo que llevaba. Todo estaba en el equipaje excepto su mochila en la que llevaba el portátil y algunas otras cosas por si acaso. Tenía un candado por seguridad y pesaba un poco pero no había tenido opción pues no todo cabía en las maletas grandes que había dejado en la estación de tren.

 Haciendo tiempo, se quedó en el sitio de hamburguesas hasta las diez de la noche pero no había más razón para quedarse incluso si abrían hasta más tarde. A esa hora, la ciudad empezaba a morir lentamente y solo quedaban vivos algunos bares. Al fin y al cabo, era jueves. Si hubiese sido un viernes, hasta hubiera pensado en meterse en al alguna discoteca que no cobrara la entrada y pasarse horas allí adentro. Lo malo sería el cansancio después.

 No tenía a nadie a quien pudiese llamar para pedirle una cama o un sofá o siquiera un rincón en el piso. Había que tener cierto nivel de confianza para pedir algo así, o eso creía él. Y eso no lo tenía con nadie en esa ciudad. Por lo que decidió caminar sin rumbos, dando vueltas por entre las calles, mirando los que ya iban borrachos caminar hacia otro bar o tal vez hacia el metro.

 Los oía hablar y a veces entendía algo y otras no entendía nada. Siendo verano la ciudad estaba llena de extranjeros y no era extraño salir a la calle y nunca oír el idioma propio, ni por un solo segundo. Todo eran sonido raros y risas que respondían a discursos en palabras desconocidas. A veces le daban ganas de reírse pero se contenía. La verdad es que se reía más de su situación que de los turistas.

 Era ridículo tener el dinero para pagar una vivienda y sin embargo estar por allí caminando hacia ningún lado. Un hotel por una noche no era una solución pues cualquier hotel tendría un costo demasiado alto por solo una noche. Prefirió ahorrarse esa cantidad y tener una pequeña aventura.

 Se le ocurrió entonces caminar a la playa y quedarse por allí. Si bien no podría meterse al agua, seguramente sí podría quedarse en la orilla. La policía solo molestaba a la gente que estaba bebiendo y él no tenía nada que beber ni drogas de ningún tipo ni nada de eso. Así que no tenía nada que temer. Caminó a buen ritmo y en menos de quince minutos estuvo en la playa. Fue por la rambla, mirando la negrura de la noche y escuchando el sonido del mar y preguntándose donde estaba el mejor lugar para sentarse a descansar un rato.

 Como no había seguridad de ningún tipo, decidió simplemente caminar por la playa y sentarse detrás de un montículo de arena que hacía como de separador entre dos zonas distintas de la playa. Se sentó ahí, usando su mochila como almohada y tan solo pasados unos cinco minutos, se dio cuenta que tenía mucho sueño. El sonido del mar era como una canción de cuna y, por mucho que peleó, terminó quedándose dormido allí, tan quieto como se había sentado.

 Cuando se despertó, lo hizo de golpe, como si algo lo hubiese asustado. Pero no había nadie por ahí. Eso sí, ya era de día. Cuando miró su celular, se dio cuenta que había dormido casi seis horas. Era increíble pues había oído historia de cómo la policía patrullaba el lugar de día y de noche, sacando borrachos e indigentes de la playa. En cambio él, sin problema, había podido descansar varias horas.

 Eran casi las seis de la mañana y su cita de entrega de llaves era, menos mal, a las diez. Decidió volver al centro de la ciudad y meterse un buen rato a una panadería. Allí pidió un café con leche y varios panes y se demoró un buen rato comiendo y estirando la espalda que le dolía bastante. El precio de dormir en la playa era una columna adolorida. Comió despacio e incluso compró más pan pues tenía mucha hambre, tal vez por la cantidad de horas que había dormido.

 Cuando terminó, ya eran las ocho de la mañana. Las dos horas que le quedaban se las pasó dando vueltas por entre las tiendas que apenas abrían y los negocios que hasta esa hora estaban subiendo sus rejas y poniendo sus tableros con anuncios en la calle. Tomó varias fotos con su celular porque se había dado cuenta que la ciudad tenía una magia especial a esa hora del día, una magia que jamás había visto.


 Un rato después, estaba en la estación de tren recogiendo su equipaje. No fue largo el viaje hasta su nuevo apartamento. Allí firmó el contrato, le dieron las llaves y a las diez y media en punto se quedó dormido profundamente, cansado de su pequeña aventura en la noche.

lunes, 2 de mayo de 2016

Siempre el ruido

   Siempre el ruido, el incesante ruido que nunca terminaba. Barcelona era una ciudad que solo se callaba cuando le daba la gana pero nunca cuando yo lo necesitaba. Nunca estaba callada a mi alrededor, cuando necesitaba descansar o quería pasar un rato alejado de todo. No. Siempre estaban los ruidos de personas que simplemente no les importaba un rábano los demás. No puedo generalizar y decir que sea algo común al lugar, pero la verdad es que estoy casi seguro de que es así.

 Por un tiempo, un par de días de hecho, estuve particularmente sensible a todos esos sonidos. Sentía la cabeza palpitar sobre mis hombros y todo lo que quería era quedarme en la cama y nunca salir. Quería apoyar la cabeza en la almohada y estar allí hasta la tarde, cuando me diera hambre o necesitara ir al baño. Pero, por supuesto, eso no pasó. El ruido una vez más me hizo abrir los ojos y dañó cualquier plan que tuviese para seguir en la cama todo el día, atendiendo a mi dolor.

 Yo creía que teníamos ese simplísimo derecho de hacer lo que se nos diera la gana con nuestra vida, cuando lo decidiéramos. Pero allí eso no parecía ser un factor. Parecía que lo más importante era cuando los demás pensaban que era hora de hacer algo o de que no hicieses nada. Porque también estaba lo exactamente contrario. Cuando me ponía activo y quería tener un día con buen rendimiento y productivo, las idioteces de los demás se cruzaban siempre de alguna manera, fuese como sonidos o con acciones.

 Esa vez me enrollé lo que más pude en la cama y traté de aguantar el mayor tiempo posible. Estaba usando tapones en los oídos e incluso así escuchaba todo, sus tosidos, la maldita ventana que alguien nunca cerraba bien, el ruido que hacían en la cocina haciendo desastres y no limpiando ni un milímetro de nada… ¿Era mucho pedir tener algo de paz, algo de tranquilidad por un minuto?

 Al parecer sí lo era y por eso ese día opté por dejar de engañarme y abrir los ojos y no encender la luz sino quedarme allí, tratando de anular la realidad que había a mi alrededor. Me imaginé, por un momento, que estaba de vuelta en mi verdadero hogar, en mi cama. Era algo fría por la cercanía de la ventana, pero increíblemente el ruido era menor. ¿O no lo era?

 No sé si estaba idealizando mi casa y me estaba engañando, inventando algo que no existía. Entonces cambié de pensamiento y recordé uno hotel en el que había estado recientemente. Y otro antes de ese. Había dormido tan bien en ambos, por varias horas y desnudo, como dormía más en paz, que terminé cerrando los ojos y durmiendo unos minutos más, a pesar del ruido que nunca paraba en la maldita Barcelona.

 Más golpes de puertas, siempre quejidos y música horrible y la maldita luz del pasillo que me golpeaba como queriendo decirme: “No eres bienvenido”. Creo que nunca olvidaré que nunca me sentí en mi lugar y, de pronto por eso, siempre tuve una parte de mi ser que nunca estuvo allí completamente. Incluso así seguí en la casi oscuridad, y traté de imaginar ahora mundos inventados, lugares que no existían y que serían mucho mejor que ese molesto y sucio apartamento.

 Por supuesto, casi siempre que imaginaba un lugar perfecto donde vivir, me lo imaginaba con algún chico con el que pudiese vivir en esos lugares. Normalmente pensaba en hacer el amor en lugares fuera de la habitación principal y eso ayudaba a hacer una verdadera imagen del sitio que estaba imaginando. Era como ver una película pero en vez de seguir la historia, me ponía a ver los decorados y todo lo que estaba alrededor, que parecía más fascinante porque le podía dar mayor detalle.

 Una vez imaginé una casa y no me suelen gustar mucho las casas. Esta era enorme, con una cocina grande e inmaculada, una sala de estar con mucha luz y afuera un jardín con perro incluido. En el segundo piso estaba la habitación que también recibía mucha luz y dentro de ella un baño en el que se podía pasear. No era nada apretado y daba la sensación de vivir con alguien que apreciaba esos mismos detalles de la vida, incluyendo el orden y la limpieza, que siempre me han obsesionado tanto.

 No entiendo, ni voy a entender jamás, como alguien puede vivir una vida desordenada y sucia, como si tuvieran algo mejor que hacer que  mantener algo de orden en sus vidas. Hay gente a la que visiblemente le da pereza tener sus cosas limpias o que al compartir le importa un rábano lo que reciban los demás. Es un concepto muy feo de la vida en comunidad, que dice mucho de quienes son las personas y el tipo de educación que han recibido.

 Yo siempre he sido limpio y ordenado porque creo que es la única manera de darle importancia a las cosas que de verdad son importantes en la vida. Cuando te quitas de encima pronto cosas como arreglar el cuarto o tirar la basura o mantener el baño en condiciones higiénicas, creo que da más tiempo para pensar en cosas importantes como la educación o el trabajo o el amor o el entretenimiento.

 Ese día di algunas vueltas más en la cama, hasta que me di cuenta que no iba a poder dormir más. Mi dolor de cabeza persistía y ahora me daba cuenta que mi garganta se sentía seca y que pasar saliva dolía bastante. ¿Sería el frío de la noche o algún virus que había recibido de haber estado encerrado por tantos días en mi habitación?

 Porque a diferencia de mis compañeros que salían todos los días, con billeteras infinitas tengo que asumir, yo no tenía ni los fondos ni las ganas de vivir una vida social muy activa. Cuando lo intentaba, siempre había algún muro contra el que me estrellaba, que normalmente tenía que ver con la gente. Unas veces intentaba conocer mejor a las personas y las personas simplemente bloqueaban el paso y así no hay manera de conocer a nadie. Otras veces era yo que no estaba de humor y no preguntaba más de la cuenta para no hacer pensar que estaba interesado.

 Lo raro era cuando sí estaba interesado, o lo fingía muy bien, y de todas maneras la gente no quería hablar. Y luego me decían que no era muy sociable. Nunca lo entendí y sigo sin entenderlo. No, no soy muy sociable pero lo he intentado muchas veces y siempre me estrello contra gente que dice una cosa pero actúa de otra y eso me saca de quicio. Tal vez por eso prefiero conservar mis amistades como están y no quiero hacer amigos nuevos porque, ¿para qué? Si no los voy a volver a ver nunca, no tiene sentido.

 Ya pasé, hace un tiempo, por esa etapa en la que los amigos parecen fundamentales. Y durante esa etapa casi no tuve amigos. Así que si sobreviví a eso con escasos recursos, era obvio que iba a sobrevivir unos pocos meses en la misma situación y más aún si no necesitaba de esas amistades. Prefería tomar un libro o ver películas o lo que fuera. Podía tomar cerveza cuando yo quisiera y si necesitaba desahogarme normalmente era de manera sexual, algo con lo que ellos no me podían ayudar.

 Para eso usaba algún desconocido que, a su vez, me usaba a mi. Así que ambos ganábamos o perdíamos. No sé exactamente cual y supongo que depende de cómo saliera todo. El amor es un concepto que solo algunas personas se pueden dar el lujo de pensar y de obtener y no es algo que esté allí todo el tiempo y que se pueda tomar con una mano. El amor es, en esencia, una fantasma que cambia de forma para cada persona que lo ve, si es que lo ve.

 Nunca he visto ese fantasma o al menos no creo que lo haya visto. Si lo he hecho fue en momentos en los que no me servía de nada. Y sí, el amor tiene que servir de algo o sino se muere mucho más rápidamente o, como creo yo que pasa siempre, es que en la mayoría de los casos es solo una mentira que alguien se dice con muchas ganas para no sentirse solo.


 Pero bueno, cada uno con sus cosas. Al fin y al cabo yo estoy aquí, desnudo en mi cama, tratando de calentarme y de tomar aliento para soportar otro día de ruidos interminables… ¡Ahí va otro golpe de esa maldita ventana!

sábado, 23 de abril de 2016

Reconstrucción

   Conocía la ciudad como la palma de su mano. Así que cuando le dijeron que tenía que esperar hasta la tarde para que procesaran su pedido de información, supo adonde ir. La ciudad, como el resto de ciudades, había sido devastada por la guerra y ahora se reconstruía poco a poco, edificio por edificio. Había grúas por donde se mirara, así como mezcladoras y hombres y mujeres martillando y taladrando y tratando de tener de vuelta la ciudad que alguna vez habían tenido.

 El ruido era enorme, entonces Andrés decidió alejarse de la mayoría del ruido pero eso probó ser imposible. Tuvo que tomar uno de los buses viejos que habían puesto a funcionar (los túneles del metro seguían obstruidos y muchos seguirían así por años) y estuvo en unos minutos en el centro de la ciudad. Definitivamente no era lo mismo que hacía tiempo. El ruido de la construcción había reemplazado el ruido de la gente, de los turistas yendo de un lado para otro.

 En este mundo ya no había turistas. Eso hubiese sido un lujo. De hecho, Andrés había viajado con dinero prestado y solo por un par de días, los suficientes para reclamar solo un documento que le cambiaría la vida y nada más. No había vuelto a ver como estaban los lugares que había conocido, los edificios donde había vivido. Ese nunca había sido el interés del viaje. Pero la demora con el documento le daba un tiempo libre con el que no había contado.

 Lo primero era conseguir donde comer algo. Caminó por la avenida que en otros tiempos viviera llena de gente, casi toda ella peatonal casi exclusivamente para los turistas. Ahora, con tantos edificios arrasados, la avenida parecía respirar mejor. Para Andrés, la guerra le había servido a ese pequeño espacio del mundo. Además, no había casi personas. Las que habían iban y venían y parecían tener cosas más importantes que hacer que recordar el pasado.

 Andrés por fin encontró un restaurante y tuvo que armarse de paciencia pues estaban trabajando a media marcha. Al parecer habían cortes de luz a cada rato y no podían garantizar que los pedidos llegaran a las mesas completos o del todo. Andrés pidió un sándwich y una bebida que no requería refrigeración y se la trajeron después de media hora, pues habían tenido que buscar queso en otra parte.

 La vida era difícil y la gente de la ciudad no estaba acostumbrada. En otros tiempos había sido una urbe moderna y rica, con problemas muy particulares de aquellas ciudades que lo tienen todo. Pero ahora ya no tenía nada, ahora no había nada que la diferenciara de las demás y eso parecía ser un duro golpe para la gente.

 Cuando por fin tuvo el sándwich frente a sus ojos, Andrés lo consumió lentamente. La luz iba y venía, igual que el aire acondicionado. Por eso se había sentado al lado de la ventana que daba a la calle, para que siempre tuviese luz y no se sintiera demasiado desubicado. Miraba la gente que pasaba y todos parecían estar muy distraídos. Ninguno oía el caos causado por las máquinas ni parecía que les importase en lo más mínimo. La guerra había hecho estragos de muchas maneras.

 Apenas terminó de comer, Andrés dejó el dinero exacto en la mesa y se retiró. Quería seguir caminando porque, por alguna razón, quedarse quieto demasiado tiempo lo hacía sentirse ahogado. Recordó el mar y caminó por la avenida con buen ritmo hasta llegar a los muelles. Las gaviotas habían vuelto pero no los barcos. Solo había algunas lanchas de pescadores y, donde antes habían habido tiendas de lujo, ahora se había formado un mercadillo de pescado y marisco.

 Andrés entró al lugar y se dio cuenta del olor tan fuerte que desprendía todo aquello. Pero le gustó, porque era un lugar que, a diferencia del resto de la ciudad, parecía tener personalidad. Era más calmado que afuera y los compradores apenas negociaban. La gente no tenía energía para pujar o pelear o siquiera convencer. Solo vendían y compraban, sin escándalos de ninguna índole. Era diferente pero Andrés no supo si eso era bueno o malo. Solo era.

Cuando salió del mercado, decidió caminar por la orilla del muelle y se dio cuenta que algunas cosas todavía seguían de pie: un edificio antiguo sobre el que se habían izado muchas banderas, el monumento a un tipo que en verdad no había descubierto nada pero la gente pensaba que sí varios locales de comida mirando al mar. Lo único era que estos últimos estaban casi todos cerrados y los edificios en pie estaban sucios y esa no era una prioridad.

 Eventualmente, siguiendo los muelles, llegó a la playa. No había nadie, ni siquiera un salvavidas y eso que hacía el calor suficiente para meterse al agua un rato. Andrés lo pensó, de verdad que lo pensó pero prefirió no hacerlo. Sin embargo se quitó los zapatos y las medias y camino por la arena un buen rato, barriéndola con los pies y recordando la última vez que había sentido arena.

 Se sentía hacía siglos. Había estado casado entonces y había sido feliz como nadie en el mundo. Ahora estaba solo y sabía que nunca sería tan feliz como lo había sido entonces. Y estaba en paz con eso, porque las cosas eran como eran y no tenía sentido pretender cambiarlas. Su caminata le sacó una sonrisa y un par de lágrimas.

 Por fin, mirando al mar, su celular le vibró. El hombre del archivo le había prometido enviarle un mensaje cuando tuviera listo su documento. Así que se limpió los pies, se puso los zapatos y las medias y buscó algún paradero de bus en el que hubiese una ruta que pasara por el archivo. Solo tuvo que devolverse un poco sobre sus pasos y lo encontró.

En el bus iba muy nervioso. Se cogió una mano con otra y se las apretaba y las estiraba y abría y cerraba. No entendía porqué se sentía así si solo iba por un papel. Pero al fin y al cabo que ese simple pedazo de hoja blanca le iba a cambiar la vida pues tenía encima escrito que su matrimonio había sido real, que no había sido una ilusión y que tenía validez legal pues las leyes que habían estado vigentes en el momento de la unión no eran leyes temporales, de guerra o impuestas. Eran las de siempre y había que respetarlas.

 Cuando llegó al archivo, el hombre que le había ayudado lo recibió en su pequeño cubículo y le entregó una carpeta de papel con tres papeles dentro. El primero era el que había pedido, un certificado de matrimonio como cualquier otro. El siguiente era un resumen de las leyes de la región y el tercero una ratificación formal de que la guerra no había cambiado nada y que todo lo hecho a partir de las leyes vigentes antes de la guerra, seguía siendo vigente después.

 El hombre le contó que su caso era muy particular pues esa ley había empobrecido a muchos y había creado conflictos graves. Pero estaba contento de que a alguien le hubiese servido. Andrés se sintió un poco mal por eso pero el hombre le puso una mano en el hombro y le dijo que así era la vida y que no lo pensara mucho. Solo tenía razones para estar feliz así que todo lo demás era secundario.

 Se despidieron estrechándose la mano y Andrés caminó de vuelta a la parada del bus, pensando en que ahora solo tenía que regresar a casa y vivir una vida algo mejor. Seguramente no sería todo fácil pero de eso se había encargado el amor de su vida. Y esos documentos le daban el pase especial para que todo empezara a funcionar.

 En poco tiempo estuvo en su hotel y decidió solo salir al otro día para el aeropuerto y no ver más de la ciudad. Había visto lo suficiente. Confiaba en que todo se reconstruyera o al menos aquello que le daba vida a la ciudad. Necesitaban renovarse y utilizar la tragedia como un momento para el cambio. Era lo mismo que necesitaba hacer él.

 Esa noche casi no duerme, pensando en el pasado y en lo que había ocurrido no muy lejos hacía tanto tiempo.


 En un parque idílico, con árboles enormes y flores hermosas y el sonido del agua bajando de lo más alto de una colina hacia el mar, allí se había casado con la persona que lo había hecho más feliz en la vida. No sabía si había aprovechado el tiempo que había tenido con aquella persona pero eso ya no importaba. Lo importante es que estaba en su mente y de allí nunca saldría. Había cambiado su vida y se lo agradecería para siempre.

viernes, 18 de diciembre de 2015

Extraña llamada

   No recuerdo muy bien de que estábamos hablando pero sí que recuerdo que íbamos por la zona de la ciudad que empezaba a elevarse a cause de la presencia de las montañas. Como en toda ciudad de primer mundo, todo estaba cuidadosamente organizado y parecía que no había mucho campo para algo estuviera mal puesto o que un edificio fuese muy diferente al siguiente. Todo era muy homogéneo pero con el sol del verano no parecía ser un mundo monótono sino muy al contrario, parecía que toda la gente era auténticamente feliz, incluso aquellos que sacaban la basura o paseaban a su perro.

 Con mi amigo hablábamos a ratos, hacíamos pausas para mirar el entorno. Nos entendíamos aunque tengo que decir que amigos de pronto era una palabra demasiado grande para describir nuestra relación. La verdad era que habíamos sido compañeros de universidad, de esos que tienen clases juntos pero se hablan poco, y nos habíamos encontrado en el avión llegando a esta ciudad. Como por no ir a la deriva y tener alguien con quién hablar, decidimos tácitamente que iríamos juntos a dar paseos con la ciudad, con la posibilidad de separarnos cuando cualquiera de los dos lo deseara. Al fin y al cabo que ninguno de los dos conocía gente en la ciudad y no estaba mal compartir experiencias con alguien.

 Ese día estábamos juntos pero fui yo, cansado, el que me senté contra el muro de un local comercial cerrado junto a unos hombres de los que solo me había percatado que tenían la ropa blanca. Ellos estaban agachados pero no sentados, seguramente para evitar manchar sus pantalones blancos. Me di cuenta que me miraban hacia el otro lado de la calle por lo que yo también hice lo mismo. Era la esquina de una de esas cuadras perfectamente cuadradas de la ciudad. Había dos grandes locales: uno daba entrada a un teatro en el que, justo cuando voltee a mirar, apagaron las luces del vestíbulo. El otro local era una pizzería donde algunas personas se reunían a beber y comer.

 De pronto los hombres se levantaron y se dirigieron hacia el teatro. Sin explicación alguna, yo también me puse de pie y los seguí. No le avisé a mi amigo por lo que él se quedó allí, mirando su celular. Yo entré al teatro que tenía sus luces encendidas de nuevo pero decidí no acercarme al punto de venta de billetes porque no hubiera sabido que decir. En cambio me senté en unas sillas vacías, como de sala de espera. Desde allí pude ver que los actores que había visto afuera estaban discutiendo con alguien que parecía trabajar allí también. No se veían muy contentos. La conversación terminó abruptamente y los actores se acercaron a mi. Me asusté por un momento pero solo se sentaron en las sillas al lado mío, hablando entre ellos y después quedando en silencio.

 No sé porque lo hice porque normalmente no soy chismoso ni me meto en las cosas de los demás, pero allí estaba en ese teatro sin razón alguna. Y cuando el actor sacó su celular, el mismo actor junto al que me había sentado afuera, no pude evitar mirar la pantalla. Solo vi que era un mensaje de texto pero no tenía tan buena vista como para leerlo y la verdad no quería ser tan obvio, así que me puse a mirar los afiches de obras pasadas que había en un muro opuesto, como si me interesaran.

 El hombre entonces se puso de pie y se dirigió adonde había unos teléfonos. Por un momento ignoré que la presencia de esos aparatos fuera una reliquia del pasado pero no dudé su presencia allí. Mi amigo llegó justo en ese momento, dándome un codazo y preguntándome porqué lo había dejado solo afuera. Solo le pedí que hiciera silencio y nada más. No podía explicarle porque estaba allí.

 Miré al hombre hablar por teléfono durante un rato. Quería saber que estaban diciendo, quería saber qué era lo que decía y con quién hablaba. Era un presentimiento muy extraño, pero sabía que en todo el asunto había algo raro, algo que había que entender y que no era solo entre esos personajes sino entre todos los que estábamos allí, incluso mi muy despistado amigo. Era una sensación que no me podía quitar de encima.

 Cuando el hombre colgó, lo vi acercarse pero me dirigí a mi amigo cuando ya estaba muy cerca. Le dije muy crípticamente, incluso para mí, que nos iríamos en un rato. No tengo ni idea porqué le dije eso pero estaba seguro de que era cierto.

 El actor se me sentó al lado visiblemente compungido. Lo que sea que había hablado al teléfono no lo había recibido muy bien. Se había puesto pálido y era obvio que sudaba por el brillo en sus manos. Podía sentir su preocupación en la manera en que respiraba, en como miraba a un lado y a otro sin en verdad mirar a nada y a nadie.

 Mi celular entonces timbró una vez, con un sonido ensordecedor. Como lo tenía en el bolsillo, el volumen debía haberse subido o algo por el estilo, aunque con los celulares más recientes eso no era muy posible. Al sacarlo del pantalón y ver la pantalla, vi que era un mensaje de audio enviado por Whatsapp. El número del que provenía era desconocido. Miré a un lado y a otro antes de proceder. Desbloqué mi teléfono y la aplicación se abrió.

 El audio comenzó a sonar estrepitosamente. Era la voz del actor que estaba al lado mío que inundó la sala y la de otro hombre. Torpemente tomé el celular en una mano y la mano de mi amigo en la otra y lo halé hacia el exterior. Él no entendía nada pero como yo tampoco, eso no importaba.

 Lo hice correr varias calles hasta que estuve seguro que no nos había seguido nadie. Fue un poco incomodo cuando nos detuvimos darme cuenta que todavía tenía la mano de mi compañero de universidad en la mía. La solté con suavidad, como para que no se notara lo confundido que estaba, por eso y por todo lo demás.

 La voz me había taladrado la cabeza y eso que no había entendido muy bien lo que decían. Miré mi teléfono y el audio se había pausado pero yo estaba seguro que no habían sido mis vanos intentos por apagar el aparato los que habían causado que se detuviera el sonido. Con mi amigo caminamos en silencio unas calles más hasta la estación de metro más cercana, pasamos los torniquetes y nos sentamos en un banco mirando al andén. Allí saqué mi celular de nuevo y vi que el sonido ya era normal. Miré a mi amigo y él entendió. Puse el celular entre nosotros y escuchamos.

 Primero iba la voz del actor, que contestaba el teléfono en el teatro. La voz que le respondía era gruesa y áspera, como la de alguien que fuma demasiado. Era obvio que el actor se sentía intimidado por ella. Sin embargo, le preguntó a la voz que quería y esta le había respondido que era hora de que le pagara por el favor que le había hecho. La voz del pobre hombre se partió justo ahí y empezó a gimotear y a pedirle a la voz gruesa más tiempo, puesto que según él no había sido suficiente con el que había tenido hasta ahora.

 Esto no alegró a la voz gruesa que de pronto se volvió más siniestra y le dijo que nadie le decía a él como hacer sus negocios ni como definirlos, fuera con tiempo o con lo que fuera. Le tenía que pagar y lo amenazó con ir el mismo por todo lo que le había dado, además de por su paga que ya no era suficiente por si sola. Antes de colgar, la voz de ultratumba hizo un sonido extraño, como de chirrido metálico.

 El tren llegó y nos metimos entre las personas. Adentro compartimos con mi amigo un rincón en el que estuvimos de pie todo el recorrido. Solo nos mirábamos, largo y tendido, como si habláramos sin parar solo con la vista. Pero nuestra mirada no era de cariño ni de entendimiento, era de absoluto terror. Había algo en lo que habíamos escuchado que era simplemente tenebroso.  Por alguna razón, no era una amenaza normal la que habíamos oído.

 Llegamos a nuestra estación. Bajamos y subimos a la superficie con lentitud, sin amontonarnos con la masa. No nos miramos más ese día, tal vez por miedo a ver en los ojos del otro aquello que más temíamos de esa conversación, de ese momento extraño.

 Esa noche no pude dormir. Marqué al número que me había enviado el audio pero al parecer la línea ya estaba fuera de servicio. No escuché la conversación de nuevo por físico susto, porqué sabía que entonces nunca dormiría en paz.


 Hacia las dos de la mañana tocaron en mi puerta y creo que casi me orino encima del miedo. Esto en un par de segundos. Fue después que oí la voz de mi amigo. Lo dejé pasar y esa noche nos la pasamos hablando y compartiendo todo el resto de nuestras vidas, creo yo que con la esperanza de que sacar a flote otros recuerdos nos ayudara a olvidar esa extraña experiencia que habíamos tenido juntos.