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miércoles, 6 de abril de 2016

Fruta

   El juego era muy simple: consistía en viajar por un mundo inventado, de varios países e islas, en el que el objetivo era recolectar la mayor cantidad de frutas distintas. Estaban las frutas comunes y corrientes como las fresas y los duraznos pero también había frutas inventadas como el “limassol” que era extremadamente ácido y solo podías ser consumido mezclado con otra fruta. Las frutas se conseguían por medio de retos y cada personaje tenía una mascota que lo ayudaba en su aventura.

 Todo los niños del mundo se engancharon de inmediato al juego y, en pocos meses, fue un éxito rotundo en todo el mundo. Se vendieron miles de copias y, con el tiempo, se fueron creando diferentes versiones que iban mejorando los diferentes aspectos del juego e iba introduciendo nuevos retos y posibilidades.

 Tomás era un de esos niños que se enamoró del juego. Tuvo la primera versión cuando tenía unos doce años y compró con el dinero de su mesada la segunda y la tercera versión. Pero cuando llegaron a la cuarta, ya estaba entrando a la universidad y sus prioridades cambiaron. Sin embargo seguía jugando las versiones que tenía, muy de vez en cuando, como para recordar la felicidad que sentía cuando se sumergía en ese mundo de mentiras que era tan apasionante y, por raro que parezca, real.

 Había largos periodos de tiempos en los que no jugaba pero siempre volvía. Así se pasó varios años hasta que tuvo un trabajo y, un día que estaba en una gran tienda por departamentos, vio la más reciente versión siendo promocionada. El aparato que debía usar para jugarlo era diferente al que tenía de hacía tantos años y eso que ese ya ni lo tenía (su madre lo había regalado en uno de sus descuidos).

 Un impulso hizo que comprar el aparato y el juego nuevo y al llegar a su casa empezó a jugar. Habían cambiado muchas cosas, como los gráficos y algunas reglas del juego. Había nuevos objetivos y, lo más curioso de todo, es que el aparato tenía capacidad de conexión a internet para poder intercambiar frutas y conocimiento con otros jugadores. Al comienzo Tomás no uso esa función porque quería jugar como lo hacía antes pero eventualmente se dio cuenta que debía usarla.

 Como solo jugaba los fines de semana, tuvo que esperar a un sábado en la mañana para darse cuenta que el juego entraba a algo así como una sala de chat y allí cada jugador anunciaba lo que quería vender o lo que quería comprar. Algunas frutas muy extrañas se compraban con dinero real, otras con dinero del juego. Solo por intentarlo una vez, Tomás se propuso comprar una de las más raras que no costaba mucho dinero real. Lo haría una vez y ya.

 Otro jugador vendía lo que él buscaba así que lo saludó y le pidió que le vendiera la fruta extraña a él. El otro jugador respondía lentamente y Tomás se pasó toda la mañana tratando de comprar la fruta. De repente, el jugador escribió que sus padres por fin se habían ido y ya podía jugar tranquilamente. A Tomás eso le hizo gracia y le preguntó al jugador si a sus padres les disgustaba que jugase videojuegos. Respondió que sí, porque no hacía otra cosa.

 Después de un rato hicieron efectivo el intercambio y dejaron de hablar. Tomás tenía que recoger ese día a su madre para ir a visitar a su abuelo, así que pronto se olvidó de todo lo que tuviera que ver con juegos y jugadores. Pero cuando volvió a casa esa misma noche, jugó un poco antes de dormir. Cuando ya eran las dos de la mañana, se dio cuenta de que no dormiría bien si seguía jugando. Iba a dejar el aparato en la mesita de noche cuando la lucecita roja brilló: era un mensaje.

 Era el jugador que le había vendido la fruta. Quería saber si estaba interesado en otra fruta que tenía, muy extraña también, y que podía cambiar por otra si no tenía dinero. Tomás le explicó que tenía dinero pero que no quería más frutas y menos por ese día, era muy tarde. El jugador le explicó que jugaba casi todas las noches, horas y horas, pues sus padres muchas veces lo mantenían despierto con sus peleas y otras veces porque no llegaban a casa.

 En esa ocasión, le dijo a Tomás que se sentía solo porque no habían vuelto todavía. Tomás sintió lástima y empezó a hacerle preguntas al azar del estilo: “¿Tienes una mascota?” o “¿Y tus amigos?”. El jugador las respondía y parecía que el interés era mutuo. Se preguntaron varios detalles y se contaron historias de su experiencia con el juego. Fueron horas hasta que el jugador dijo que debía irse pero que le agradecía a Tomás por su compañía.

 Al otro día, domingo, Tomás pensó en el jugador todo el día. Pensaba que de pronto era un tipo como él o, seguro, alguien un poco más joven que lo único que quería era hablar con alguien. No se habían dicho nombres ni edades porque no creía que importara y porque, para ser honesto, creía que no hacía falta. El jugador hablaba con palabras que sonaban rebuscadas pero era obvio que él las usaba con frecuencia. Debía ser, a lo mucho, un estudiante de universidad. Pensó en preguntárselo.

 Pero no volvieron a hablar hasta el siguiente fin de semana. Los padres del jugador le habían quitado el aparato toda la semana y al parecer él estaba muy mal, muy triste porque no tenía muchos amigos ni sentía que pudiese hacer nuevos así de la nada. Tomás trató de consolarlo.

-       Podemos ser amigos, si quieres.

 Entonces la actitud del jugador cambió y se pasaron todo ese día hablando de sus vidas. El chat era para el juego y para intercambios y se cortaba después de cierto tiempo. Pero entonces Tomás le dio su número al jugador y le sugirió que se escribieran por una de las aplicaciones del teléfono. Así tuvieron más tiempo para hablar y lo hacían con mucha más frecuencia. Hablaban de todo un poco, de películas y de música y de noticias que hubiesen escuchado.

 Muchos meses después, Tomás se dio cuenta que no era normal hablar tanto con alguien y no saber cómo era físicamente. A pesar de la tecnología, no creía en eso de tener amistades cibernéticas con las que jamás tuviese una interacción real. Eso sí, él tenía sus amigos y amigas y se veía con ellos con frecuencias pero el jugador despertaba su interés de alguna manera. Tomás se preguntó si de pronto le gustaba para más que una amistad pero simplemente no se respondió la pregunta.

 Directamente, y sin tapujos, le pidió al jugador que se conocieran en persona. Antes que este contestara, dio varias razones de peso para hacerlo y dijo que podrían ir a ver los nuevos juegos en una tienda o ir una exhibición de videojuegos que había en un centro de convenciones. Tuvo que esperar varias horas hasta que el jugador aceptó. Dijo que eso le daba una razón para salir de casa y no tener que estar encerrado con sus padres.

 De nuevo, hablaron por horas, sobre todo de lo que verían en la exhibición. Había otros juegos que les gustaban y que querían ver pero era más que obvio que ambos se querían conocer porque tenían curiosidad de ver cómo era el otro. Al final de la conversación, el jugador escribió solo esto:

-       Quiero conocerte y que seamos amigos. Mi nombre, por cierto, es Daniel.

 Y entonces Tomás pensó toda la noche en el nombre Daniel. Pensó en todas las personas con ese nombre que había conocido jamás y también el los famosos con ese nombre y en los personajes de ficción. Se obsesionó por completo con el nombre hasta tener una imagen preconcebida de cómo debía lucir el Daniel jugador. Decidió que si era universitario, lo invitaría a beber algo. Y si era mayor, pues también.

 El día de la exhibición llegó temprano y esperó, como convenido en una banca frente a la entrada. Había más bancas, ocupadas solo por una madre y el cochecito del bebé y otra por un niño de unos once años.

 Tomás esperó y esperó pero no parecía que Daniel fuese a llegar y la fila se hacía cada vez más larga. Se dijo a si mismo que esperaría solo cinco minutos más y fue entonces cuando el niño de once años se le acercó y le dijo:

-       ¿Disculpa, eres Tomás?


 Instintivamente, Tomás miró a todas partes menos al niño que tenía enfrente. La mujer del bebe se puso de pie y se fue con su cochecito.  Cuando por fin miró a Daniel a la cara, este estaba casi llorando y entonces Tomás se dio cuenta de que dejaría la fruta de lado.

miércoles, 30 de marzo de 2016

Lluvia de meteoritos

    Laura llevaba el mantel y los cubiertos en una mano y Miguel el cesto de la comida. Subieron una pequeña colina del parque y se sentaron en la parte más alta para tener una mejor vista de la situación. Era raro estar en el parque tan tarde en la noche pero no estaban solos: por aquí y por allá había más gente, parejas y familia que se habían reunido a ver el mismo espectáculo de la naturaleza. Al fin y al cabo, una lluvia de meteoritos no era muy común en la región y a la gente le encantaba tener alguna razón para armar un plan con amigos o con quien fuera.

 Laura y Miguel se habían conocido hacía relativamente poco, en un fiesta, a través de amigos mutuos. Al comienzo las cosas habían sido un poco frías. Luego se habían visto más, en otras fiestas y ocasiones, y habían empezado a hablar más. Esta era la primera vez que se veían a solas, sin la compañía de ninguno de sus amigos y se notaba en el aire un nerviosismo que mantenía la tensión al máximo.

 Por eso sería que en el camino del carro a la colina del parque, no hablaron una sola palabra. Laura extendió el mantel en el suelo y se sentó en una esquina y Miguel en la otra, con el cesto entre los dos. Contemplaron el parque en silencio y era evidente que los dos querían decir algo pero no había manera de decir nada. Era como si fuera la primera vez que salieran con alguien y eso no era verdad. Cada uno tenía su experiencia pero por alguna razón se estaban comportando como tontos.

 Unas risas cercanas, de un grupo de chicos adolescentes, los hicieron salir de su ensimismamiento. Miguel abrió el cesto y le ofreció a Laura algo de beber. Solo habían traído bebidas no alcohólicas porque estaba prohibido tomar cervezas y demás en el parque pero Miguel le mostró a Laura que no había podido resistir y había traído un par. Esa fue la manera perfecta para poder empezar a hablar.

-       No debiste. ¿Que tal si viene la policía?
-       Confío en que tengan mejores cosas que hacer.

 Rieron y a partir de ese momento la conversación fue fluyendo poco a poco. Como no se habían visto nunca a solas, decidieron hacer como si no se conocieran. Se preguntaron, con más detalles, que hacían en la vida, como eran sus familias y que les gustaba o no en la vida. Como eran preguntas amplias, estuvieron bastante tiempo respondiendo, uno interrumpiendo al otro y comiendo algunos de los sándwiches que habían hecho para la ocasión. Incluso hubo tiempo de compartir una cerveza.

 Alguien gritó, a lo lejos, que la lluvia empezaría en solo diez minutos. Laura y Miguel se alegraron. Jamás habían visto nada parecido y les urgía saber cómo era eso. A Laura todo el tema le parecía muy romántico, como algo salido de una de esas películas en las que uno sabe que las cosas, por mucho que terminen mal, de hecho terminan bien pues hay una enseñanza o algo así.

 Para  Miguel, el interés venía de otro lado. A él le encantaba todo lo que tuviese que ver con el espacio y la ciencia. Al fin y al cabo había estudiado física en la universidad. Laura ni siquiera fingió tener interés cuando Miguel se puso a relatarle cómo era que sucedían esas lluvias de meteoritos y cuantos asteroides enormes pasaban de un lado a otro, cerca de la Tierra. No eran cosas por las que ella se interesara. Era la primera vez que se notaba que algo no funcionaba entre los dos.

 Se podría decir que Miguel era muy cerebral y Laura no tanto pero no era exactamente eso. No tenía que ver nada con el intelecto sino con la manera de ver la vida y los puros intereses. Miguel, en todo caso, se dio cuenta y terminó de golpe su relato y por un momento solo observaron el cielo como si estuviesen esperando a que llegara la lluvia de meteoritos para poder irse cada uno a su casa.

 La verdad era que, a pesar de haber hablado tanto, no habían hablado de lo que habían venido a decirse. Cada uno de ellos quería comunicar algo al otro y por eso habían acordado la salida. Es increíble pero ninguno de ellos tuvo la iniciativa real de salir a ver la lluvia de meteoritos. Fue más bien un acuerdo en un momento puntual para verse y hablar. No se podía decir que algo acordado de manera tan fría pudiese ser una cita y mucho menos romántica.

-       Debimos traer binoculares.

 Lo dijo Miguel, señalando a una familia que incluso tenía un telescopio. La más pequeña de entre ellos, una niña de unos ocho años, miraba por el aparato y se quejaba de que no veía nada de estrellas. Eso reinició, a marcha forzada, la conversación entre Laura y Miguel. Comentaron la última fiesta en la que habían estado y, como es común, hablaron mal de un par de personas que les caían mal. Eso siempre ayudaba a crear una conexión entre las personas. No era lo óptimo pero peor es nada.

 Entonces, la misma persona que había gritado antes gritó de nuevo. La lluvia de meteoritos había empezado y todo el mundo quedó en completo silencio.

 Era hermoso ver como parecía que estrellas de verdad se desparramaran encima del mundo, bañando toda la Tierra como polvo de hadas o algo parecido. Era algo extrañamente mágico pero también muy real y por eso todavía más fantástico y fascinante. No hubo persona en el parque que no inclina la cabeza o se echara de espalda en el pasto para contemplar la escena de la mejor manera posible. Eso fue lo que hicieron Laura y Miguel sobre la suave colina en la que estaban. Se acostaron lentamente y observaron el espectáculo.

 Obviamente, fue el momento elegido por todas las parejas en el parque para irse tomando de la mano, juguetear con los dedos un rato y de pronto, si estaban muy atrevidos, robarle un beso a la persona con la que habían venido. Había incluso algunos que se emocionaban más de la cuenta y la policía seguro los pillaría más tarde. Pero el común denominador era ver gente tomándose de las manos, besándose con suavidad y luego tomándose fotos así, como para cerrar el circulo de ideas románticas.

 Pero entre Laura y Miguel no pasó absolutamente nada. Ella mantuvo sus dos manos sobre el vientre, dedos entrelazados. Él puso una mano detrás de la cabeza y con la otra arrancaba un poquito de pasto y lo deshacía lentamente. Se notaba que no había el mínimo interés en cogerle la mano a nadie. Ni siquiera se sentía ya la tensión inicial. No había nada entre los dos.

 Fue entonces que, de golpe y sin acabarse el espectáculo todavía, Laura se sentó y se sacudió el pasto del pelo.

-       ¿Porqué viniste?

 Miguel sabía bien qué era lo que estaba preguntando y no iba a ser tan tonto de hacerse el idiota, así que respondió con toda sinceridad: quería que fuesen amigos para así poder acercarse a uno de los amigos de Laura, que le gustaba bastante. Pero como era una persona muy privada y, aparentemente, fría, había optado por conocer primero a alguien que lo conociese bien para saber si valía la pena acercarse.

 Laura soltó una carcajada. Le contó a Miguel que a ella le gustaba ese amigo de él con el que había bailado la primera vez que se habían conocido. Pero qué le parecía un poco distraído y por eso también había pensado en hacer la conexión por uno de sus amigos. Rieron un rato por la coincidencia y ni cuenta se dieron que las estrellas habían dejado de caer y que incluso algunas personas ya se iban.

 El camino de vuelta al coche fue diametralmente distinto: hablaron bastante de los chicos que les gustaban y se contaron pequeñas anécdotas graciosas y no tan graciosas. La conversación se extendió durante todo el recorrido hasta la casa de Laura y allí hablaron más rato. Al fin y al cabo iba a ser de día dentro de poco así que decidieron conversar hasta el amanecer, compartiendo la comida que no habían terminado del cesto y café caliente.


 Se hicieron amigos, sin haber sido esa la intención, y se ayudaron mutuamente con sus respectivos prospectos amorosos. Pero su éxito o fracaso con ellos es cosa de otra historia.

jueves, 7 de enero de 2016

Desnudos en el canal

   El agua estaba muy fría. Al fin y al cabo el invierno se acercaba, o al menos eso era lo que decían los periódicos y las noticias en televisión. Pero el invierno nunca había llegado tan tarde ni sería nunca tan breve. Sin embargo, para él, el agua estaba muy fría y sentía como si pequeños cuchillos se le clavaran por todos lados. No era una sensación agradable pero al menos no estaba solo: K estaba con él. Ambos estaban completamente desnudo y flotaban al lado del muelle moviendo los brazos y las piernas, lo que los hacía parecer pulpos no muy diestros en el arte del nado.

 Fue solo un choque de una mano con otra lo que desencadenó, por fin, una conversación. No habían dicho una palabra cuando salieron de la casa con toallas y solo sus trajes de baño. Tampoco dijeron nada cuando, como si se hubieran puesto de acuerdo (y nadie recordaba haberlo hecho), se quitaron los trajes de baño y se lanzaron al agua sin más. Pero cuando las manos chocaron sin querer, las palabras empezaron a salir de sus bocas.

 No se conocían bien y empezaron a preguntarse cosas de la vida, detalles que en verdad no tienen importancia y banalidades que son interesantes solo para el que las pregunta y a veces ni eso. A ratos detenían la conversación y nadaban de verdad un rato, aprovechando la amplia extensión de agua que tenían en frente, así como el día que era uno de los pocos que ambos tenían libres. Era un domingo y por razones que no vale la pena aclarar, los dos estaban allí y se quedaron hasta entrada la noche.

 Salieron desnudos del agua subiendo por una escalerilla el muelle. Allí, en silencio de nuevo, dejaron que el agua resbalara por sus cuerpo y la brisa fría de la noche los secara por algunos minutos. No había luz en esa zona así que solo se escuchaban la respiración. Sin embargo, era obvio que una tensión iba creciendo entre ambos. Había algo que crecía, que parecía respirar allí con ellos y que ellos dos conocían y no negaban en lo más mínimo. Todo esto sin palabras.

 Al rato se pusieron los trajes de baño, se secaron un poco con las toallas y se dirigieron al edificio que había cerca que resultaba ser un hotel. Pidieron las llaves de sus respectivas habitaciones y no se despidieron ni reconocieron a viva voz nada de lo que había pasado ese día. Tan solo se separaron y nada más.

 Sobra decir que ambos pensaron, esa misma noche, sobre lo ocurrido y soñaron (tanto despiertos como dormidos) con el otro. K soñó con él y él con K y fueron sueños simples pero agradables, de esos que no cansan sino que en verdad ayudan a descansar el cuerpo, a relajar la mente y a tener una noche agradable.
Al otro día, K se fue primero, muy temprano en la mañana. El lunes era festivo pero él tenía que estar con su esposa y sus hijos. Se sentía culpable, mientras desayunaba, y pensaba en ellos peor al mismo tiempo pensaba en él y deseaba que apareciera en el comedor en cualquier momento. Pero eso no pasó y K supo que era lo mejor. Apenas terminó de comer se dirigió a la recepción y pidió un taxi que lo llevase al aeropuerto. Cuando estaba abordando el taxi, él se despertó.

 El vuelo fue una tortura para K. Eran solo dos horas pero todo el tiempo estuvo pensando en esas horas en el canal, esas horas sin ropa y de frente a alguien que creía conocer pero del que de verdad no sabía absolutamente nada. Se habían conocido hacía tanto tiempo, en circunstancias tan tontas como el colegio, que era tonto pensar que en verdad supiera algo de la persona que tenía en frente. Más aún considerando que dicha persona no se veía nada igual a como era en el pasado. Él había conocido a un tipo encorvado, tímido, regordete y decididamente conservador en todos los aspectos posibles.

 El hombre que había tenido en frente en el canal no era ese. Y por eso en el avión se preguntaba, una y otra vez, si tal vez esa persona no había sido alguien más. De pronto había sido un desconocido siguiendo el juego y queriendo ver hasta que punto podían llegar las cosas. Pero no llegaron mucho más allá de estar desnudos juntos en un lago así que K se alegraba… O eso creía.

 Lo que sí le ponía una sonrisa autentica en la cara a K era ver los pequeños rostros de sus hijos. Era un niño de seis y una niña de ocho años. Los amaba como a nadie más en el mundo, más que a la madre que él quería pero que ahora dudaba amar. Pero ella no podía saberlo así que la saludó de manera tan efusiva como a los niños, haciendo una actuación que nadie podía considerar falsa o exagerada.

 Le contó a los niños de los canales y de lo aburrido que había sido trabajar allí en esos días pero que algún día los llevaría pues era un sitio hermoso para nada y pasar un día entero en el agua. Esto lo dijo pensando en él, pensando en su cuerpo y en la poca luz que los iluminaba al final del día. Después de decirlo se sintió algo culpable, por lo que rellenó su boca de comida y dejó que su esposa le contara todo sobre los chismes que tenía acumulados del fin de semana.

 Pero K no escuchó mucho de lo que ella decía. Su culpa había empezado a carcomerle el alma y le hacía ver que, aunque la quería, ya no la amaba como lo había hecho hacía tantos años. Ahora ella se convertía en otra desconocida y él, K, también.

 Cuando él se levantó ese lunes festivo, escuchó un automóvil arrancar bajo su ventana. Eso era porque su cuarto estaba ubicado sobre la recepción. Pero nunca hubiese podido saber que ese automóvil era un taxi y que dentro iba K. Pero lo más importante es que así lo hubiese sabido, no le hubiese importado.

 Desnudo como había estado en el lago, así mismo se había acostado la noche anterior. Había despertado con las sabanas por la cintura por culpa de la calefacción, que apagó después de salir de un salto de la cama. Se miró en un espejo que había colgado detrás de la puerta de la habitación y fue entonces que recordó el día anterior.

 Él no confiaba que K supiese quién era en realidad pero eso daba un poco igual. Al fin y al cabo habían cruzado miradas varias veces el sábado y ambos parecían convencidos de saber quienes eran y lo que esperaban del otro. K, para él, había sido el ideal cuando estaba en el colegio. Resultaba que él no era el chico encorvado sino otro, que se hacía notar mucho menos y que siempre había odiado a K por su facilidad con todo, desde las matemáticas hasta las mujeres.

 Odiar no es una palabra muy grande en este caso pues ese era el verdadero sentimiento, eso era lo que corría por la sangre de él cada vez que veía a K destacarse en algo, lo que fuera. Pero al mismo tiempo quería ser él o al menos estar cerca de él. Esta obsesión extraña no duró mucho porque, como todos los jóvenes, él cambiaba de objeto de deseo con mucha frecuencia, cosa que aprendió a controlar mucho después.

 Sin embargo cuando vio a K en el hotel, se dio cuenta que había algo entre ambos, algo extraño. Fue así que le escribió una nota para que lo acompañara a nadar y allí lo sorprendió quitándose el bañador pero K hizo lo propio casi al mismo tiempo, cosa que a él le encantó.

 La conversación en el agua fue perfecta. Tonta y simple, puede ser, pero ideal. Era obvio que había querido hacer algo más en ese momento, con ambos tan indefensos en más de un sentido. Pero algo le dijo que era mejor reservarse todo eso para otra ocasión, si es que alguna vez había alguna.

 Fue cuando se estaban secando en el muelle que, el brillo de la luna rebotó en el anillo que había en una de las manos de K. Y entonces él decidió no proseguir con lo ocurrido y simplemente olvidarlo. Por eso si lo hubiese visto la mañana siguiente, igual lo hubiese dejado ir sin decirle nada. Él igual soñó con él y se permitió volverlo objeto de su deseo por un tiempo, hasta que el recuerdo se gastó.


 Nunca se volvieron a ver pero siempre se recordaron. K nunca dejó a su esposa ni a sus hijos y él nunca salió a correr por nadie en su vida. Ambos eran muy parecidos en sus convicciones y lo sabían por sus respuestas a las preguntas que se habían hecho. Una de las preguntas que K le hizo a él fue si repetiría esa misma experiencia otra vez. Dijo que sí. Él le devolvió la pregunta y K le respondió con un si mucho más rápido y contundente.