Fue entonces cuando Sor Juana guardó el arma
en una pequeña cajita de madera que su madre le había regalado hacía ya mucho
tiempo. En la tapa tenía el dibujo de una cruz hecha con metal. Parecía
incorrecto poner un arma de fuego, algo tan peligroso en el interior de una
caja con la cruz romana adornándola. Pero no tenía donde más ponerla. Escondió
la caja en al fondo de su armario y las hermanas olvidaron todo a propósito de
ese día.
O, mejor, fingieron olvidarlo. Todas pensaban
en lo ocurrido de vez en cuando y se encomendaban a dios para que las perdonara
y las siguiera protegiendo por mucho tiempo más. Era lo único que podían pedir
aunque la hermana Juana también pedía perdón. Después de todo, era una vida
humana y no importa que tipo de vida sea. Nadie tiene derecho a quitarla.
Esto la atormentaba y pensó, en varias
ocasiones, dejar el monasterio remoto en el que vivía desde hacía ya diez años.
Nunca había dudado de su vocación, de su adoración a dios y a todos los santos.
Amaba rezar y ayudar al prójimo pero ahora sentía que estaba dañada, que había
hecho algo imperdonable y que sería una hipócrita si se quedase.
Varias veces quiso confesarlo todo al padre
Ramón, al que visitaban todos los domingos en el pueblo. Pero la madre
superiora se lo prohibió. Nadie sabía de lo ocurrido en el monasterio y era
mejor que nadie nunca lo supiera. Para que? Que saldría de bueno de ello? Nada,
decía ella. Había solo que pedir perdón y hacer penitencia pero eso no era
suficiente para Juana. Necesitaba hablar.
Un día, mientras limpiaba las escaleras del
monasterio con sor Adela, decidió que no podía callar más. Aprovechando el
momento de soledad, le dijo todo lo que sentía a Adela, que solo escuchó
todavía limpiando, sin decir nada hasta que su hermana hubiera terminado.
Incluso después de eso, sor Adela tuvo que permanecer en silencio un rato,
analizando todo lo que había oído.
- Has hecho penitencia?
- Todos los días desde
ese día. Y pan y agua por seis meses.
- No comes?
-
No te habías fijado?
La hermana Adela era muy distraída. Después de
eso, le dijo a Juana que era mejor no hablar del tema. Era cierto que lo que
había pasado era grave pero ya había pasado, nada podría deshacer lo que había
sucedido y lo único que podían hacer era pedirle a dios que no las castigase de
forma severa. En todo caso, habían estado en peligro de muerte y eso debía de
contar para algo.
La hermana Juana no estuvo muy contenta con lo
dicho por su compañera pero, al fin y al cabo, era cierto. Tenía que vivir con
lo sucedido y listo, no había manera de deshacer nada y arrepentirse y pedir
perdón era lo mejor que podía hacer. No podía dejar que lo sucedido, la entrada
de un desconocido al monasterio, quebrara sus creencias o la hiciesen dudar de
lo que ella sabía era verdad.
Después de eso, pasó un año sin que nadie
siquiera pensara en lo sucedido. En efecto, Juana pudo dormir mejor y dejó de
pensar en la culpa y el arrepentimiento. Dedicó su vida, más que nunca, a la
adoración de dios, a sus palabras y a la adoración de su creación. Junto con un
grupo de hermanas, decidieron renovar el jardín central que se vio transformado
en el lugar perfecto para la contemplación y la adoración del Señor.
Sin embargo, el pasado golpeó a la puerta en
la forma de un hombre. Uno joven pero algo demacrado, como si hubiera pasado
varios días sin probar bocado. Tenía algo de barba, los ojos inyectados con
sangre y el pelo revuelto, visiblemente sucio. Ninguna de las hermanas podía
salir a hablar con él pero sí podían usar la ventanilla de la puerta principal,
por donde Sor Teresa le habló.
Resultaba que el joven no era tan joven como
ella y las otras creyeron al comienzo. Tenía unos treinta y cinco años y decía
que había venido en busca de alguien. Pero la hermana Teresa era un poco sorda
y el hombre parecía estar hablando con sus últimos ánimos. De repente, se
desmayó frente a la puerta y las monjas, pensando en la lejanía del pueblo,
decidieron socorrer al hombre ellas mismas.
Lo cargaron entre las más fuertes y lo
acostaron en una celda vacía que no se usaba hacía muchos años. El hombre no se
despertó sino hasta el día siguiente, cuando un doctor vino del pueblo para
revisarlo. Según su análisis, el hombre estaba simplemente exhausto. Además,
sufría de la presión arterial y al parecer había estado caminando por días
porque sus pies estaban destrozados. El doctor les sugirió a las monjas
cuidarlo por un tiempo, hasta que estuviese algo mejor, capaz de ponerse de
pie. Entonces él vendría y lo llevaría a un centro médico.
Ellas, siendo fervientes católicas, aceptaron.
Como no ayudar a alguien que visiblemente las necesitaba. Un par de ellas
habían hecho cursos de enfermería, entre esas Juana, por lo que ella y sor
Lorena se encargarían de atender al enfermo. Esa misma noche, luego de que el
doctor partiera, se despertó el paciente. Le pusieron compresas frías y lo
animaron a que no hablara pero el pobre hombre insistía, tratando de decir algo
entre dientes. Luego caía en la cama de nuevo y seguía durmiendo. Así fue por
un par de días.
Ya el tercero despertó por completo. Parecía
no saber donde estaba y tuvo una pequeña crisis de ansiedad que fue calmada por
la hermana Juana, quien le tomó la mano y le explicó todo lo que había
sucedido. Ese mismo día el doctor atendió al paciente y anunció que muy pronto
sería capaz de ponerse de pie para ser trasladado.
Las monjas le explicaron al hombre, que se
identificó como Román, que no había carretera para llegar al monasterio. Solo
existía un estrecho camino de tierra que se desprendía de un camino rural
cercano. Así que ningún vehículo podía llegar hasta allí si quisiera, por eso
el uso de ambulancia no era una opción real.
El cuarto día, Román parecía de mejor ánimo
pero parecía inútil tratar de ayudarlo a caminar. Sus pies estaban rojos y
tuvieron que ser curados con regularidad, esperando que pudiesen estar listos
pronto para ser mejor atendido.
Fue un día en el que Juana le estaba curando
los pies cuando Román le dijo que había recordado todo antes de su desmayo.
Antes parecía un sueño pero ahora sí estaba seguro de lo sucedido. Había
viajado desde una gran ciudad lejana para buscar a alguien pero cuando fue a
decir quien era se detuvo. Miró a la hermana Juana a los ojos y se le aguaron.
- Que pasa? A quien
buscabas?
- Es… complicado.
- Porque?
-
No sé si usted lo vaya a entender.
La hermana dejó el trapo con el que le estaba
curando los pies a un lado y lo miró a los ojos.
-
A quién buscas?
Román echó la cabeza hacia atrás y exhaló. Era
obvio que no era fácil hablar del tema pero tenía que hacerlo.
- A mi esposo, hermana.
- Tu…?
- Fue en otro país y
ahora vivimos aquí.
-
Entiendo.
Román le explicó a Juana que su marido, con
quien se había casado hacía dos años, había dejado su hogar para buscar a su
familia. Él no conocía a su padre y había querido explorar la región para
encontrarlo porque algunas fuentes lo ubicaban allí. Pero entonces él había
desaparecido sin avisar ni decir nada.
Instintivamente, Román se tocó el pecho pero
se dio cuenta que no llevaba la chaqueta. Le pidió a la hermana que se la
acercara y ella obedeció. Del bolsillo pectoral sacó una foto y se la mostró a
la hermana. Era una fotografía de los dos, Román dándole un beso a otro hombre
en la mejilla.
La hermana entonces gritó y salió corriendo, pidiendo ayuda. La foto cayó al piso y mientras Román la
recogía, medio convento ya sabía la noticia: la hermana Juana había reconocido
en esa foto al hombre que ella misma había asesinado una noche cuando él había
atacado, o eso parecía, a otra de las hermanas en el camino. Todas recordaron
entonces como ese día habían roto su juramento de no salir para evitar una
calamidad y como esa violación de sus principios más elementales habían
terminado en la muerte de alguien que, ahora, parecía inocente.