Mostrando las entradas con la etiqueta paciente. Mostrar todas las entradas
Mostrando las entradas con la etiqueta paciente. Mostrar todas las entradas

miércoles, 16 de noviembre de 2016

Cambio extremo

   Era la primera vez que iba a uno de esos consultorios. Lo habían llevado la curiosidad y las ganas de hacer un cambio de verdad importante en su vida. Por alguna razón, ese cambio debía provenir de algo tan drástico como un cambio físico. No podía ser algo tan simple como cambiar los muebles de lugar en su casa o volverse vegetariano. Debía ser algo que fuese permanente, que en verdad tuviera el carácter de cambio y que todos los que posaran sus ojos en él pudiesen ver, de alguna manera. El cambio era para él pero debían notarlo los demás, de eso estaba seguro.

 En la sala de espera solo había mujeres. Era obvio que la mitad, es decir tres de ellas, venían para procedimientos simples como el botox. Había mujeres obsesionadas con el concepto de verse más jóvenes, menos arrugadas y cerca de la muerte. Él tenía claro que ese era un miedo latente en todos los seres vivos, incluido él. De hecho, sus ganas de cambio en parte provenían de ese miedo primigenio hacia la muerte, pues la había tenido demasiado cerca y eso le había hecho pensar que había que hacer serios cambios en su vida.

 Las otras mujeres seguramente venían para procedimientos más complejos, algo como lo que él quería. Eso sí, había una que parecía estar combatiendo el dolor allí mismo. Seguro que venían a una revisión y, por lo que se podía ver, lo que se había operado era los senos. Los tenía demasiado grandes para su cuerpo. La verdad era que la mujer se veía ridícula con esos globos enormes apretados en un vestido que gritaba: “¡Estoy aquí!”. No, él no quería nada así de desesperado y patético. Si iba a hacerlo, debía ser algo que fuera con él.

 Hicieron pasar a la de las tetas grandes y también a dos de las que venían por inyecciones. Al parecer había alguien más para lo segundo. Mejor, pensó, pues así lo atenderían más rápido y podría decidirse pronto por lo que de verdad quería para su cuerpo. No es que no lo hubiese pensado pero quería la opinión de un profesional y se supone que el doctor Bellavista era uno de los mejores en su campo. Y para esta nueva vida, para empezar de nuevo, este hombre quería que solo los mejores lo asesoraran y le explicaran cómo sería su vida en el futuro.

 La última mujer que quedó en la sala de espera con él lo miraba a cada rato. Era obvio que ella creía que no se notaba pero era evidente y, francamente, bastante molesto. Era obvio que los hombres, aparte del doctor, eran muy escasos por estos lados. ¿Pero por qué? ¿No se supone que los tipos que se hacen operaciones y cosas de esas habían aumentado en los próximos años? Algo que él no quería ser era el centro de atención. Lo que quería era hacer algo por sí mismo y no por los demás. Debía hablar de eso con el doctor, aunque no sabía que tan pertinente era el tema.

 Cuando por fin lo hicieron pasar, el doctor lo recibió en su consultorio con una sonrisa enorme. Era un hombre de unos cincuenta años, canoso y bastante fornido. No era la imagen del doctor que él tenía en su mente. Su sonrisa era como una crema, calmaba a sus pacientes y los hacía tomar confianza con él en pocos minutos. Esa vez no fue la excepción. Primero hubo preguntas de tipo médico, como alergias y cosas por el estilo. Pero lo segundo fue la operación en sí. En ese momento, el hombre no supo que decir, eligiendo el silencio por unos minutos.

 El doctor le aclaró que no era algo inusual no estar seguro. Le pasaba a la mayoría de los que pasaban por el consultorio. Pero entonces el hombre lo interrumpió y le dijo cuál era la intervención por la que venía. Había leído que el doctor Bellavista era uno de los expertos en esa operación en el país y por eso había acudido a él. Necesitaba el asesoramiento del mejor y ese era él, al parecer. El doctor sonrió de nuevo y le dijo a su paciente que no eran necesarios los halagos. Estaba contento de poder ayudar a la gente a realizarse, a alcanzar su ideal.

 Mientras el paciente se quitaba la ropa detrás de un biombo, el doctor le explica los costos y el tiempo que duraría la operación y la recuperación de la misma. El proceso era largo, por ser una operación que implicaba tanto y que podía complicarse si no se tenían los cuidados adecuados. Eso dependía tanto del médico como del paciente, entonces debía haber un trabajo conjunto muy serio del  cuidado apropiado de la zona que iba a ser intervenida. Todo tenía que ser hecho con mucho cuidado y con una dedicación casi devota.

 El hombre salió desnudo de detrás del biombo y el doctor lo revisó exhaustivamente, con aparatos y sin ellos. Fue para él bastante incómodo pues nunca nadie había estado tan cerca de él sin ropa, o al menos no en mucho tiempo. Se sentía tonto pero sabía que estaba con una persona profesional y no había nada que temer. El doctor terminó la revisión en poco tiempo y de nuevo explicó todo a su paciente. Cuando terminó, preguntó si quería seguir pensándolo o si ese era el procedimiento por el cual él había venido.

 El paciente se puso de pie y le dijo que estaba seguro. Quería poner fecha de una vez, lo más pronto posible. Con la asistente del doctor arreglaron todo y se estrecharon las manos como cerrando el trato. En dos semanas se verían en la clínica para el procedimiento, cuyo proceso de recuperación sería largo e incluso molesto pero sería todo lo que él de verdad quería, al menos en ese momento. Era lo que quería hacer con su vida, no había vuelta atrás.

 Cuando el día llegó, estaba muy nervioso. Recorrió su apartamento varias veces, mirando que nada se le hubiese quedado. Llevaba algo de ropa para cuando saliera del hospital, así como su portátil y algunos libros para distraerse. No sabía si podría usar todo lo que llevaba pero era mejor estar prevenido. Le asustaba la idea de aburrirse mucho más que la del dolor o que algo pudiese pasar durante la operación. De alguna manera, estaba tan seguro de sí mismo, y de lo que estaba haciendo, que no temía nada en cuanto a la operación como tal,

 En el hospital lo recibieron como realeza. Le invitaron al almuerzo y el doctor vino a verlo esa misma noche. El procedimiento era al otro día en la mañana, pero habían pensado que sería mejor para él si viniese antes, como para hacerse a la idea de un hospital. Mucha gente se pone nerviosa solo con los pasillos blancos y las enfermeras y el olor de los medicamentos. Pero él estaba relajado o al menos mucho más de lo que incluso debía estar. El doctor le dijo que esa era prueba de que estaba seguro de lo que quería y eso era lo mejor en esos casos.

 El procedimiento empezó temprano y duró varias horas. No había nadie que esperara fuera o a quien le pudiesen avisar si pasaba algo. Él había insistido en que no quería involucrar a ningún familiar. Además, le había confesado al doctor que no tenía una familia propia, solo algunos hermanos que vivían lejos y poco más que eso. Así que mientras estuvo dormido, nadie se preocupó ni paseó por los pasillos preguntándose que estaría pasando, como estaría el pobre hombre. Era él, solo, metiéndose de lleno en algo que necesitaba para sentirse más a gusto consigo mismo.

 En la tarde, fue transferido a su habitación. La operación duró un par de horas más de los esperado pero no por nada grave sino porque los exámenes previos no habían mostrado ciertos aspectos atenuante que tuvieron que resolver en el momento. Pero ya todo estaba a pedir de boca. Solo se despertó hasta el día siguiente, hacia el mediodía. El dolor de cuerpo era horrible y, en un momento, tuvo que gritar lo que asustó a toda esa zona del hospital. Él mismo se asustó al ver que había una zona que lo ayudaba a orinar pero luego recordó que eso era normal.


 El doctor vino luego y le explicó que todo estaba muy bien y que saldría de allí en unos cinco días pues debían estar seguros de que todo estaba bien. Revisó debajo del camisón de su paciente y dijo que todo se veía bien pero que se vería mejor en un tiempo. Cuando se fue, el hombre quedó solo y una sola lágrima resbaló por una de sus mejillas: era lo que siempre había querido y por fin lo había hecho. De pronto tarde, pero lo había hecho y ahora era más él que nunca antes.

lunes, 27 de junio de 2016

En el hospital

   La bata blanca que me habían dado al llegar se había doblado de una manera extraña al dormir con ella puesto. Ahora parecía quedarme más corta, por lo que no podía agacharme o cualquiera vería que no llevaba ropa interior. Apenas me desperté, tarde en la noche, me bajé de la cama y planché la bata con las manos, a la vez que escuchaba con atención los sonidos que venían de afuera. No había nadie. No abrí la puerta por miedo a alertar a alguna de las enfermeras, pero me quedó allí al lado planchando mi bata con insistencia, tratando de escuchar pasos o algo.

 Cuando me di cuenta que había pasado un buen rato al lado de la puerta, decidí caminar al otro lado de la habitación, donde había una ventana. Subí las persianas y me di cuenta de lo oscuro que estaba afuera. No había ni una sola luz prendida en el patio al que daba la ventana. El cielo era negro y las únicas luces venían de otras habitaciones en el edificio de en frente. No vi nadie allí, ni sombras ni nada.

 Decidí salir de la habitación pues, al fin y al cabo, no me podían prohibir salir de allí. Lo gracioso, en verdad no lo era demasiado, era que no recordaba muy bien porqué estaba allí. Estaba seguro de haber llegado el día anterior en el automóvil de mi mamá, quién no había parado de hablarme durante todo el camino. Si mal no recuerdo, el cumpleaños de mi abuela se acercaba y algo me decía mamá de lo que tenía planeado y como a la abuela nunca le habían gustado las sorpresas.

 Recuerdo haber llegado con ella y luego haberme despedido con un beso pero la razón de mi visita al hospital me eludía. Lo mejor en ese caso era salir de la habitación y, al menos, buscar a alguien que me pudiese ayudar a recordar. El miedo a no saber porqué estaba allí era mucho más grande que el miedo a que alguna enfermera me reprendiera por salirme de mi habitación tan tarde en la noche. Además, otros pacientes seguro también paseaban cuando no podían dormir.

 Al abrir la puerta me di cuenta que, por lo menos en el pasillo de mi habitación, ese no era el caso. No había absolutamente nadie. Apenas salí tuve que taparme los ojos pues la luz era muy brillante y las paredes tan blancas rebotaban esa luz con el doble de fuerza. Tuve que recostarme contra uno de los muros por un momento para poder reunir fuerzas y ajustarme a la luz.

 Caminando como si lo estuviera haciendo por primera vez, fui caminando apoyándome en la pared hasta una puerta de vidrio que había a un lado del pasillo. Seguramente ahí empezaba el área restringida para los que no eran pacientes y lo más seguro es que allí debía haber, por lo menos, una persona de seguridad para poderle preguntar donde encontrar una enfermera.

 Cuando llegué a la puerta, efectivamente vi una mesa de madera y encima de ella algunos papeles. Al lado había una silla y de ella colgaba una chaqueta azul oscuro. Tenía bordado el apellido “Ruiz” en letras amarillas. No había nada más en el sitio y no vi a nadie más cerca. De hecho, no había ruidos en el sitio excepto por el extraño rumor de las luces y algún otro sonido remoto, como de las tuberías o algo por el estilo. Me senté en la mesita del guardia de seguridad y me tapé la cara con las manos.

 Tal vez estaba soñando todavía o tal vez la gente había desaparecido y estaba yo en uno de esos eventos post-apocalípticos en los que los muertos vivientes reinan el mundo. Pero tampoco había ningún muerto rondando o sino seguramente haría ruido tumbando cosas o que se yo. Entonces me di cuenta que, si el personal del hospital no estaba, tal vez sí habría alguien en alguno de los cuartos. Si había evacuado o algo y me habían dejado tirado, era posible que hubiesen dejado atrás a otros también.

 Apenas lo pensé me bajé de la mesita y empecé a caminar con normalidad, ya me dolían menos los huesos y mis ojos se ajustaban a la luz poco a poco. Caminé a la habitación más cercana y abrí. Nadie. En la siguiente tampoco había nada e igual en las otras hasta llegar a la mía. Seguí caminando, viendo hacia adentro de mi habitación, viendo como las sabanas seguían corridas tal como las había dejado. Lo mismo las persianas de la ventana. Quise volver a acostarme y dormir. Tal vez era una pesadilla de esas vividas y lo mejor era no perderme en ella.

 Pero no me hice caso. Seguí abriendo puertas hasta que, unas quince más allá de mi habitación, hacia el lado opuesto de la puerta de vidrio, encontré a otro ser humano. Bueno, no era uno muy activo pero era un ser humano al fin de cuentas. Era una mujer mayor, con tubos saliéndole de todos lados. Estaba un poco hinchada y su piel parecía hecha de cera. Parecía ya muerta pero los aparatos alrededor aclaraban que eso era solo en apariencia pues estaba viva, por poco.

 Me quedé mirándola un buen rato, como si fuera la primera persona que hubiese visto nunca. Y es que así se sentía. Me senté en una silla al lado de su cama y me puse a pensar en la enfermedad que tendría y como sería su vida. Imaginé como se vería sonriendo y gritando, supuse que tenía familia y pensé en donde estarían ellos ahora.

 De hecho, pensé en mi familia también y porqué no estaban allí conmigo. ¿Donde estaban y porqué me habían dejado solo, como el resto del mundo? Fue entonces que escuché un estruendo en el corredor y casi salté de la silla para ir a ver que era.

 Lo que sea que se había caído, no se había caído en el pasillo. Era en el cuarto contigua a la habitación en la que estaba la mujer. Entonces tuve que dar un vuelta un poco larga para dar con la puerta de esa habitación pues estaba justo al otro lado. Cuando por fin llegué, vi que no era el cuarto de un paciente sino una sala de operaciones, con todas las luces prendidas. Fue entonces que vi algo que me asustó demasiado: había sangre por todas partes, manchada en las paredes y por todo el piso. En el centro del lugar había una cama manchada también y con restos de otras cosas.

 No me puse a mirar eso mucho rato, no quería recordarlo después. Eso sí, el olor era muy fuerte para ignorarlo. El estruendo que había escuchado había venido de una bandeja llena de utensilios para operar. Había escalpelos y tijeras y otro montón de cosas que yo no conocía. Algunos estaban limpios y otros no tanto. Alguien, el o la ensangrentada, seguro había tocado algunos y por eso los había tirado al piso. Se trataba de alguien herido o, por lo menos, muy nervioso.

 Entonces lo escuché. Un quejido que parecía lejano. Al comienzo pensé, de nuevo, que eran las tuberías o alguna cosa por el estilo. Pero al cabo de un rato supe que era la respiración de alguien que se quejaba, gemía en algún lado que no podía estar muy lejos. Miré hacia todas partes y seguí las manchas de sangre. Indicaban que alguien había tocado un armario metálico y luego había abierto una puerta. Y ya no estaba ahí.

Abrí la puerta con cuidado y fue entonces cuando lo vi: era un hombre grande, en todo el sentido de la palabra. Estaba llorando y de su brazo y su pierna salía sangre que manchaba más y más el piso. La puerta daba al lugar donde se limpiaban los doctores pero ahora era un sitio sucio y triste. En la oscuridad, no le vi bien la cara pero supe que me había visto a los ojos y le sostuve la mirada un buen rato.

 Quería que supiera que no tenía miedo, lo cual era una estupidez porque puede que su enfermedad fuese contagiosa. Pero, en ese momento, pensé que lo mejor era congeniar y no alarmarlo demasiado. Vi una caja de guantes plásticos y me los puse. Le extendí una mano y le sonreí. El hizo lo mismo pero solo por un segundo. Luego, sus ojos empezaron a sangrar, como una de esas estatuas milagrosas.

 La puerta del otro lado se abrió de golpe y allí había una mujer con un arma. Me dijo que me apartara y yo lo hice, sin pensarlo. Apenas estuve lejos, la mujer disparó tres veces contra el hombre en el suelo, cuyo cuerpo hizo un sonido sordo al dar contra el piso. Había mucha sangre por todos lados y yo ahora entendía cada vez menos. ¿Que estaba pasando?


 La mujer no me dijo nada. Solo me indicó que la siguiera y yo hice caso. Tal vez la Tierra sí estaba llena de muertos vivientes después de todo.

miércoles, 18 de febrero de 2015

Erratum Fatalis

   Fue entonces cuando Sor Juana guardó el arma en una pequeña cajita de madera que su madre le había regalado hacía ya mucho tiempo. En la tapa tenía el dibujo de una cruz hecha con metal. Parecía incorrecto poner un arma de fuego, algo tan peligroso en el interior de una caja con la cruz romana adornándola. Pero no tenía donde más ponerla. Escondió la caja en al fondo de su armario y las hermanas olvidaron todo a propósito de ese día.

 O, mejor, fingieron olvidarlo. Todas pensaban en lo ocurrido de vez en cuando y se encomendaban a dios para que las perdonara y las siguiera protegiendo por mucho tiempo más. Era lo único que podían pedir aunque la hermana Juana también pedía perdón. Después de todo, era una vida humana y no importa que tipo de vida sea. Nadie tiene derecho a quitarla.

 Esto la atormentaba y pensó, en varias ocasiones, dejar el monasterio remoto en el que vivía desde hacía ya diez años. Nunca había dudado de su vocación, de su adoración a dios y a todos los santos. Amaba rezar y ayudar al prójimo pero ahora sentía que estaba dañada, que había hecho algo imperdonable y que sería una hipócrita si se quedase.

 Varias veces quiso confesarlo todo al padre Ramón, al que visitaban todos los domingos en el pueblo. Pero la madre superiora se lo prohibió. Nadie sabía de lo ocurrido en el monasterio y era mejor que nadie nunca lo supiera. Para que? Que saldría de bueno de ello? Nada, decía ella. Había solo que pedir perdón y hacer penitencia pero eso no era suficiente para Juana. Necesitaba hablar.

 Un día, mientras limpiaba las escaleras del monasterio con sor Adela, decidió que no podía callar más. Aprovechando el momento de soledad, le dijo todo lo que sentía a Adela, que solo escuchó todavía limpiando, sin decir nada hasta que su hermana hubiera terminado. Incluso después de eso, sor Adela tuvo que permanecer en silencio un rato, analizando todo lo que había oído.

-       Has hecho penitencia?
-       Todos los días desde ese día. Y pan y agua por seis meses.
-       No comes?
-       No te habías fijado?

 La hermana Adela era muy distraída. Después de eso, le dijo a Juana que era mejor no hablar del tema. Era cierto que lo que había pasado era grave pero ya había pasado, nada podría deshacer lo que había sucedido y lo único que podían hacer era pedirle a dios que no las castigase de forma severa. En todo caso, habían estado en peligro de muerte y eso debía de contar para algo.

 La hermana Juana no estuvo muy contenta con lo dicho por su compañera pero, al fin y al cabo, era cierto. Tenía que vivir con lo sucedido y listo, no había manera de deshacer nada y arrepentirse y pedir perdón era lo mejor que podía hacer. No podía dejar que lo sucedido, la entrada de un desconocido al monasterio, quebrara sus creencias o la hiciesen dudar de lo que ella sabía era verdad.

 Después de eso, pasó un año sin que nadie siquiera pensara en lo sucedido. En efecto, Juana pudo dormir mejor y dejó de pensar en la culpa y el arrepentimiento. Dedicó su vida, más que nunca, a la adoración de dios, a sus palabras y a la adoración de su creación. Junto con un grupo de hermanas, decidieron renovar el jardín central que se vio transformado en el lugar perfecto para la contemplación y la adoración del Señor.

 Sin embargo, el pasado golpeó a la puerta en la forma de un hombre. Uno joven pero algo demacrado, como si hubiera pasado varios días sin probar bocado. Tenía algo de barba, los ojos inyectados con sangre y el pelo revuelto, visiblemente sucio. Ninguna de las hermanas podía salir a hablar con él pero sí podían usar la ventanilla de la puerta principal, por donde Sor Teresa le habló.

 Resultaba que el joven no era tan joven como ella y las otras creyeron al comienzo. Tenía unos treinta y cinco años y decía que había venido en busca de alguien. Pero la hermana Teresa era un poco sorda y el hombre parecía estar hablando con sus últimos ánimos. De repente, se desmayó frente a la puerta y las monjas, pensando en la lejanía del pueblo, decidieron socorrer al hombre ellas mismas.

 Lo cargaron entre las más fuertes y lo acostaron en una celda vacía que no se usaba hacía muchos años. El hombre no se despertó sino hasta el día siguiente, cuando un doctor vino del pueblo para revisarlo. Según su análisis, el hombre estaba simplemente exhausto. Además, sufría de la presión arterial y al parecer había estado caminando por días porque sus pies estaban destrozados. El doctor les sugirió a las monjas cuidarlo por un tiempo, hasta que estuviese algo mejor, capaz de ponerse de pie. Entonces él vendría y lo llevaría a un centro médico.

 Ellas, siendo fervientes católicas, aceptaron. Como no ayudar a alguien que visiblemente las necesitaba. Un par de ellas habían hecho cursos de enfermería, entre esas Juana, por lo que ella y sor Lorena se encargarían de atender al enfermo. Esa misma noche, luego de que el doctor partiera, se despertó el paciente. Le pusieron compresas frías y lo animaron a que no hablara pero el pobre hombre insistía, tratando de decir algo entre dientes. Luego caía en la cama de nuevo y seguía durmiendo. Así fue por un par de días.

 Ya el tercero despertó por completo. Parecía no saber donde estaba y tuvo una pequeña crisis de ansiedad que fue calmada por la hermana Juana, quien le tomó la mano y le explicó todo lo que había sucedido. Ese mismo día el doctor atendió al paciente y anunció que muy pronto sería capaz de ponerse de pie para ser trasladado.

 Las monjas le explicaron al hombre, que se identificó como Román, que no había carretera para llegar al monasterio. Solo existía un estrecho camino de tierra que se desprendía de un camino rural cercano. Así que ningún vehículo podía llegar hasta allí si quisiera, por eso el uso de ambulancia no era una opción real.

 El cuarto día, Román parecía de mejor ánimo pero parecía inútil tratar de ayudarlo a caminar. Sus pies estaban rojos y tuvieron que ser curados con regularidad, esperando que pudiesen estar listos pronto para ser mejor atendido.

 Fue un día en el que Juana le estaba curando los pies cuando Román le dijo que había recordado todo antes de su desmayo. Antes parecía un sueño pero ahora sí estaba seguro de lo sucedido. Había viajado desde una gran ciudad lejana para buscar a alguien pero cuando fue a decir quien era se detuvo. Miró a la hermana Juana a los ojos y se le aguaron.

-       Que pasa? A quien buscabas?
-       Es… complicado.
-       Porque?
-       No sé si usted lo vaya a entender.

 La hermana dejó el trapo con el que le estaba curando los pies a un lado y lo miró a los ojos.

-       A quién buscas?

 Román echó la cabeza hacia atrás y exhaló. Era obvio que no era fácil hablar del tema pero tenía que hacerlo.

-       A mi esposo, hermana.
-       Tu…?
-       Fue en otro país y ahora vivimos aquí.
-       Entiendo.

 Román le explicó a Juana que su marido, con quien se había casado hacía dos años, había dejado su hogar para buscar a su familia. Él no conocía a su padre y había querido explorar la región para encontrarlo porque algunas fuentes lo ubicaban allí. Pero entonces él había desaparecido sin avisar ni decir nada.

 Instintivamente, Román se tocó el pecho pero se dio cuenta que no llevaba la chaqueta. Le pidió a la hermana que se la acercara y ella obedeció. Del bolsillo pectoral sacó una foto y se la mostró a la hermana. Era una fotografía de los dos, Román dándole un beso a otro hombre en la mejilla.

 La hermana entonces gritó y salió corriendo, pidiendo ayuda. La foto cayó al piso y mientras Román la recogía, medio convento ya sabía la noticia: la hermana Juana había reconocido en esa foto al hombre que ella misma había asesinado una noche cuando él había atacado, o eso parecía, a otra de las hermanas en el camino. Todas recordaron entonces como ese día habían roto su juramento de no salir para evitar una calamidad y como esa violación de sus principios más elementales habían terminado en la muerte de alguien que, ahora, parecía inocente.