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miércoles, 30 de mayo de 2018

Solo una ducha


   Sí, el agua muy caliente quema. Pero aún así se siente mejor que nada en el mundo, sobre todo cuando deseas sentir que las cosas resbalan por tu cuerpo y se precipitan por un drenajes para nunca más volver. Es un momento de paz que pocas veces se puede disfrutar en la vida agitada que todos tenemos hoy en día. La ducha es ese rincón en el que podemos estar solos con nuestros pensamientos por un buen rato, sin que nadie nos interrumpa. No es un lugar para compartir, muy al contrario. Es privado de verdad.

 Siempre que llego tarde a casa, o muy temprano, me gusta relajar el cuerpo con una ducha caliente. Obviamente apenas llego lo que hago es dormir lo más que se pueda pero después me levanto sin nada de ropa, entro al cuarto de baño y abro la llave del agua caliente. Mientras el agua se calienta, me miro en el espejo: casi siempre tengo las ojeras bastante marcadas pero mi cuerpo se ve como casi todos los días, lo que es bueno. No soy fanático de los grandes cambios, ni en mi cuerpo ni en mis alrededores.

 Cuando entro a la ducha, siento como si el agua de verdad limpiara todas las cosas que quiero sacar de mi ser. Puede sonar exagerado, pero creo que todos tenemos algo adentro que nos conmina a experimentar y a romper las normas de lo que está establecido en nuestro mundo. O al menos eso creo yo porque lo he hecho tantas veces. De pronto es por eso mismos que una ducha para mi es algo casi espiritual, como una limpieza profunda de mi alma y mi mente que, así no sea algo permanente, se me hace casi necesaria.

 Al comienzo, solo me quedo de pie bajo el agua, sintiendo como la gotas caen a raudales en mi cara, en mis hombros, en mi cuerpo. Siento las gotas, ya separadas del resto, resbalar por mis piernas, mi espalda y todo mi cuerpo. Se siente tan bien que, no es raro que cierre los ojos y me pierda en ese mundo que creo para mi mismo por un rato. Se siente tan bien que no puedo evitar dejarme ir, y es entonces que mi mente se pone a inventar y a recordar y a reflexionar. Se relaja tanto que trabaja mejor que nunca.

 A veces se me va la mano con el tiempo que paso debajo de la ducha y he tratado de remediarlo, sobre todo cuando tengo que despertarme temprano. Pero cuando tengo la oportunidad, como en esas mañanas casi tardes después de una noche de excesos, me quedo más tiempo del que seguramente es necesario y entro al mundo en el que más me siento cómodo. Yo creería que puedo estar, en ese extraño trance, unos cinco minutos debajo del agua, si no es que más. El tiempo pasa de una manera diferente cuando estás concentrado en algo y te sientes tan a gusto que no te cambiarías por nadie en el mundo.

 Cuando despierto de ese momento mágico, me siento mejor que nunca. Es como si en verdad el agua tuviera una propiedad especial que limpia mi conciencia, saca todo el mugre y se lo lleva lejos de mi. Claro que está solo en mi poder no contaminarme a mi mismo, pero tengo que admitir que no soy tan bueno en ese aspecto de la vida y por eso las duchas largas y confortables son para mí la solución perfecta para no morir de estrés. Me gusta sentir que tengo el poder de limpiarme a mi mismo cuando quiera y cómo quiera.

 Después es que de verdad empiezo a limpiarme a mi mismo, me refiero al físico. Por fin salgo del trance y tomo el jabón y hago lo que todos hacemos en la ducha. Ahí ya nada es diferente a lo que hacen millones de otros, tal vez incluso a la misma hora. En un mismo momento muchos nos unimos para entrar en ese ritual pero dudo que todos, ni siquiera que la mayoría, piensen en semejante acto tan común y corriente como algo tan espiritual e importante como me lo parece a mí. Al menos eso es lo que creo.

 Cuando termino con el jabón, casi siempre, cierro la llave de golpe. Lo hago así porque si lo pienso demasiado jamás saldría de allí. Es como interrumpir algo que sabes que no debes seguir porque tienes muchas otras cosas que hacer. Se siente feo, es verdad, pero creo que es la mejor manera. Mi cuenta del agua llegaría por las nubes y ni se diga la de la electricidad. Esa es la razón práctica. Pero la verdadera, la importante, es que he aprendido a guardar esos momentos como pequeñas joyas y he aprendido a manejarlos.

 Cuando cierro la llave, casi siempre me quedo allí un pequeño momento, pensando y mirando a mi alrededor. Me gusta pensar que todos nos sentimos igual cuando estamos sin ropa. Es un momento vulnerable pero que todos conocemos. No existe un solo ser humano que simplemente haya nacido vestido o que nunca se quite sus ropas. Incluso aquellos que viven en la calle, por una razón o por otra, se quitan alguna vez sus harapos para disfrutar algo de agua fresca, así sea para limpiarse la cara o las manos o refrescarse los pies.

 Todos somos iguales en ese momento después de ducharnos. Y eso siempre me ha parecido que es uno de esos grandes conectores de la humanidad. Claro que a la mayoría de seres humanos les parece que el estar desnudo es algo casi tan malo como moler a golpes a otra persona, pero de todas maneras es algo que disfruto pensar. Además, nunca me ha molestado en lo más mínimo estar desnudo. Es lo que soy y no va a cambiar de un momento a otro así que, ¿porqué tendría que preocuparme de lo que piensen los demás de mi físico? No tiene nada de sentido sentir vergüenza en ese momento. No le veo sentido.

 Cuando por fin salgo, me envuelvo con la toalla y miro la pantalla de mi celular, que casi siempre dejo a la mano por si acaso. Miro la hora y veo que he estado entre cuatro y diez minutos bajo el agua. Es lo normal en mi caso pero no sé si eso se repita en la vida de todos, supongo que tiene que ver con el poder adquisitivo y el nivel de culpa que tenga cada uno acerca del cambio climático. El caso es que salgo de la ducha un poco renovado, con menos toxinas en el cuerpo y en la mente. Me siento mejor entonces.

 En mi cuarto me tomo mi tiempo para ponerme la ropa. No me apuro y menos aún si se trata de unos de esos días en los que sé que no haré nada. Me paseo desnudo por la habitación eligiendo la ropa que vestiré y luego me echo en la cama y me distraigo un largo rato hasta que recuerdo que me estaba vistiendo y prosigo con la ropa interior, las medias y así hasta que solo me falte ponerme los zapatos. Siempre en el mismo orden, casi siempre de la misma manera. Esa rutina es una que nunca me ha molestado pues, ¿porqué lo haría?

 Con el agua habiendo relajado mis músculos, empiezo en varias cosas que debería hacer. Algunas veces escribo mis ideas, otras veces las guardo en compartimientos mentales que sé que podré acceder en el momento que yo quiera. Pueden ser ideas sobre un tema para escribir o para un video o para hacer en la vida en general. Pueden ser tonterías como volver a jugar un videojuego que no he volteado a mirar en años o algo tan importante como recordar pagar una cuenta especialmente importante.

 Ese es el momento en el que todo aflora, casi como después de una tormenta o de una erupción volcánica severa. Por eso creo que la ducha actúa como un calmante para la mente, que se inquieta y excita cuando desafías a la vida misma. Es una relación simbiótica que, y  creo en esto fervientemente, hay que conocer al menos una vez en la vida. Es importante saber cuales son nuestros limites y lo que estamos dispuestos a hacer con tal de conocernos a nosotros mismos como los seres humanos complejos que sabemos que somos.

 Cuando ya tengo los zapatos puestos y han pasado un par de horas desde el momento de la ducha, se empieza a sentir que los efectos se van poco a poco. Las ideas fluyen menos y las ganas de hacer algo, sea lo que sea, no son tan imponentes como antes. Es como si todo cayera en un sueño ligero.

 Sin embargo, la ducha no es la única cosa que podemos hacer en la vida para sentirnos libres. Hay muchas otras y creo que dependen de las personas, cada una con su personalidad individual particular.  Solo digo que el agua nos une sin lugar a dudas, y luego nosotros elegimos nuestro mejor camino.

viernes, 12 de febrero de 2016

Límites

     - Yo siempre pensé que era un idiota, pero no a este nivel.

   Luis se paseaba de un lado a otro del corto pasillo del hospital, frente a la puerta donde tenían en una cama al pobre idiota de Erick. Ese extranjero, siempre con expresión de perdido, de no estar en el lugar cuando se le estaba hablando. Lo ocultaba detrás de su torpe manera de hablar que, como para todos los extranjeros, les sirve de ventaja y desventaja. Les hace parecer más interesantes de lo que son, más misteriosos incluso y los hace graciosos. Pero como los excesos molestan a cualquiera, a veces podía ser una fastidio oír ese maldito acento por tanto tiempo.

- Es que yo no entiendo. ¡No puedo creer que hayan sido tan idiotas!

 Le hablaba a Roberto, un tipo alto y algo gordo, que llevaba gafas y tenía la expresión de estupidez más clara que se haya visto de este lado del océano Atlántico. Hay que decirlo, el tipo idiota no era pero no se ayudaba tampoco. Tenía trabajo, tenía responsabilidades que a muchas personas, como Luis, le habría encantado tener. Pero Luis no era de allí y él sí. Por eso le era todo más fácil y más obvio, por decirlo de alguna manera. Luis se sentó finalmente, a una silla de Roberto, moviendo una de sus piernas con desespero y sacando el celular para ver la hora.

- Y ahora ver cuanto se demora esto… Es increíble, de verdad.

 Eso lo decía Luis más para si mismo. Podía parecer hipócrita que pensara lo que pensaba de los extranjeros siendo él uno mismo pero para él eran más extranjeros, o extranjeros de verdad, aquellos que no hablaban el mismo idioma. Era una de esas muchas categorías y diferenciaciones que hacía en su cabeza para tenerlo todo más organizado y claro. Era una persona así, pragmática y siempre tratando de simplificar las cosas al máximo. Lo hacía porque odiaba las sorpresas, odiaba lo que se salía de la norma y lo que no cuadraba con nada. Los horarios y planes le encantaban. Esta visita al hospital era todo eso que no soportaba.

- Habrá alguna máquina de algo en este piso?

Pero Roberto no tenía ni idea. En ese momento tenía la cabeza en blanco, no pensaba en nada más que no fuera la imagen de Erick tirado en el piso convulsionando como loco. Su pelo color zanahoria había resaltado contra el suelo de madera y la espuma, mezclada luego con vomito y orina era una imagen que simplemente nunca se le iba a borrar, en especial por haber ocurrido en su cuarto. Tenía los olores incrustados en la mente, el terror de no saber que hacer y el desespero de tener una responsabilidad que ni sabía que había tenido en sus manos hasta entonces.

 No sé.

 Luis lo miró con fastidio. No porque no supiera donde había una máquina para comprar un simple café, sino porque sabía que la vida mental de alguien como Roberto se resumía en esas dos simplonas palabras. La verdad era que ninguno de sus compañeros de apartamento le caían mal. La verdad le eran un poco indiferentes, pues sus habitaciones estaban a un lado y la de él y el otro inquilino al otro. Pero cuando hacían sus fiestas improvisadas, el sonido siempre llegaba a sus oídos, justo en ese momento en que lo que quería era dormir y descansar de un día difícil. No, ellos elegían la música y la droga y el alcohol.

- Pueden seguir.

 La enfermera se había asomado por la puerta de la habitación. Ellos la miraron de golpe, pues no se habían dado cuenta de su presencia. Se incorporaron y entraron a la habitación, a la vez que un doctor y un par de enfermeras salían de la habitación. Solo quedaron con ellos otro doctor y la enfermera que los había hecho pasar. Le explicaron lo que había pasado pero no hacía falta alguna. Lo que había pasado era de una obviedad inmensa y era lo de menos para Luis y para Roberto aunque por razones distintas. Escucharon sin decir nada y esperaron a que se hubiesen ido los otros dos para mirar a Erick.

- ¿Como te sientes? – preguntó Roberto.
- No va a contestar. – respondió Luis, fastidiado.

 Tenía un tubo metido en la boca y otros en la nariz. Estaba despierto pero no listo para una conversación larga y tendida. Además que pregunta le iba a hacer a Erick? Era obvio que se habían pasado, era obvio que él ya estaba más allá de todo con ese cuento estúpido de las drogas. Luis no se lo reservó, sino que arrancó a decirlo, como un torrente de palabras que taladraban los oído de Roberto. Le dijo que era su culpa pues había empujado a un tipo ya obsesionado con la marihuana a fumar más y más, le acolitaba las estupideces y no era su amigo, sino un cómplice.

- No te puedes lavar las manos.

 Luis dijo esto mirando a Erick, casi sin poder contener la rabia. Él había visto las líneas de cocaína sobre el vidrio de la mesa de trabajo de Roberto. Él había levantado a Erick para despertarlo, para mantenerlo alerta mientras habían llegado los paramédicos. Tenía toda la autoridad moral para gritarles todo lo que se le diera la gana.

- Tus padres. Ya saben?

 Erick sacudió negativamente la cabeza. Luis entornó los ojos y le dijo que los llamaría apenas supiera el número. Instintivamente miró la mesa de noche al lado de Erick y vio un celular. Sin vacilar lo cogió y empezó a buscar en la libreta de teléfonos. Roberto de pronto despertó de su trance y le dijo que no hiciera eso, que no podía coger lo que no era suyo. Luis le dirigió una mirada de odio y le recordó que si no fuera por él no estarían aquí. Y que ya eran muy viejos para seguir jugando jueguitos idiotas. Marcó un número listado y pronto estuvo hablando, llamada internacional, con el padre de Erick. O el hombre era otro idiota o los irlandeses tienen una manera muy rara de reaccionar a las noticias. En todo caso, estaba hecho.

- Apenas me vaya llamo a la dueña del apartamento para que limpien.
- ¿Qué?

 Luis le dijo que él no iba a limpiar nada y aprovechó para decirle a Roberto que seguramente él tampoco sabría como hacer nada de limpieza, y mucho menos para quitar ese olor tan horrible. Erick parecía querer decir algo y Luis lo miró, tratando de tranquilizar su mirada. Lo miró fijamente y a  Erick se le llenaron los ojos de agua, como si fuera a llorar. Pero eso no tenía sentido. Para Luis llorar estaba de más, ya era muy tarde para eso. Ya no había manera de arrepentirse ni de deshacer lo que había hecho ya.

- La próxima vez que te quedes dormido en un tren porque has metido quien sabe cuanto o   andas borracho o ambos, yo me pondría a pensar en el estado en el que está mi vida.           Inténtalo alguna vez. Pensar no les vendría mal a ninguno de ustedes.

 Y apenas dijo esas palabras, se fue. En la habitación quedaron en silencio el resto de la visita, apenas intercambiando miradas que ya no eran cómplices como lo habían sido tantas veces antes. Eran miradas ahora de miedo y de culpa, de realización que la vida no es un juego para siempre, que las acciones tienen consecuencias y que no se puede ir empujando el limite de las cosas porque en algún momento se podría dar uno cuenta que esa frontera ha quedado bien atrás y que ya no hay como regresar, como esta r de nuevo en ese nivel estable del pasado.

 Roberto le habló por fin a Erick, de las cosas que siempre hablaban. De música y de mujeres y cosas por el estilo. Esa era su manera de siempre, escapar al momento y no hablar de las cosas que había que hacer. Así como en el apartamento no se encargaba de sus cosas, en la vida escapaba de lo que de verdad importaba.


 Luis no fue a la casa luego de ir al hospital. Se fue a un bar a tomar algo y a comer pues no había comido en todo el día. Mientras masticaba su emparedado de salami, recordaba la escena que había visto tan temprano en el día y se dio cuenta que estaba cansado, que había perdido dinero inútilmente, que no tendría tiempo de llegar a clase y que estaba cansado y no era ni mediodía. Se tomó una cerveza y pidió otro emparedado para llevar y luego fue a recostarse. Más tarde empujaría solo un poco su frontera, a su modo, sin peligro de muerte. Y lo haría porque sabía qué y cómo hacerlo, sin errores de hombres que se sienten orgullosos de ser unos niños.