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miércoles, 1 de agosto de 2018

Sentir


  Me desvestí tranquilamente, disfrutando del sol tibio que brillaba en el momento y de la brisa tranquila que parecía calmar las olas al momento de llegar a la orilla. Dejé todo bien arreglado, junto a mi mochila, y me encaminé entonces hacia el agua. Lo hice despacio, sentía que el momento era casi un ritual o una experiencia mucho más allá de todo lo físico que había estado viviendo durante el último mes. Esta era la primera vez que me sentía en calma, que podía estar en paz, que de verdad estaba completo.

 Cuando el agua tocó mis pies, me sorprendió que no era muy fría pero tampoco caliente, era perfecta. Estuve con los pies allí enterrados un buen rato, mirando a un lado y al otro de la prístina playa, esperando que la magia se rompiera en cualquier momento. Pero no pasó nada. Los matorrales y palmeras temblaron ligeramente a causa del viento y yo elevé la mirada al cielo, contemplado ese inmenso manto azul que no tenía ni una sola manchita de color blanco por ninguna parte.

 Inhalé profundo y seguí metiéndome más en el mar, hasta que el agua ocultó mi genitales y me llegó más arriba del ombligo. La temperatura del aire y del agua eran perfectas, como si alguien hubiese preparado ese baño tan especial solo para mí. Era tan agradable, que cerré los ojos y me dejé mecer ligeramente por el agua. Se sentía como volver al vientre materno, como esas mañanas de invierno en las que estás en la posición perfecta en la cama y simplemente no te atreves a moverte, por temor a romper el momento ideal.

 Cuando abrí los ojos, nada había cambiado. Respondiendo a un impulso, hice un clavado inexperto y me hundí en el agua salada. Lo hice con los ojos abiertos, sin miedo de que después se pusieran rojos y me ardieran. Ya me preocuparía después por mi vista. Por ahora tenía que aprovechar ese momento que tenía en el paraíso. Nadé alegremente de forma paralela a la playa. El agua se sentía perfecta recorriendo mi cuerpo libre. De vez en cuando cerraba los ojos, pensando en quedarme allí por el resto de mis días.

 Cuando salí del trance, me di cuenta de que estaba lejos de mis pertenencias. Pero no me importó. Las miré de lejos y luego me zambullí de nuevo, intentando sentarme en el fondo marino. Quería escuchar el sonido del mar desde su base o al menos desde la zona más profunda que pudiese alcanzar sin que mis oídos se sintieran a punto de estallar. Lo logré por un rato y fue muy agradable. Me hundía y salía y me hundía y salía. No sé cuanto tiempo estuve haciendo esa rutina. Solo sé que él estaba allí cuando emergí una de tantas veces. Y me miraba, fijamente.

 No sentí miedo. No les miento y créanme que me sorprende no haber sentido algo de temor en aquel momento. Pero el punto es que cuando lo vi, solo supe que debía salir del agua para verlo más de cerca. Era casi como si se hubiese aparecido un ser  de otro mundo y yo tuviese que hablar con él para aprender algo que no sabía lo que era, pero que seguramente se escondía en la elusiva y fascinante mente de la criatura. Salí lentamente del mar, sin apuros y sin ningún tipo de sensación.

 Cuando estuve cerca, pude ver que tenía el cabello castaño claro pero con varias parte de un rubio oscuro muy atractivo. Tenía cejas gruesas y oscuras y unos ojos casi negros que me hacían sentir extraño. Sus manos y pies eran grandes y él mismo era más alto que yo. Normalmente, me hubiese sentido avergonzado por eso, porque siempre me he sentido inseguro por mi apariencia física. Pero en ese momento nada de eso se me pasó por la cabeza. Solo lo miraba con curiosidad, como si nunca hubiese visto alguien parecido.

 Nadie dijo nada. Él tenía una mochila en la espalda y la dejó al lado de la mía. Venía descalzo. Me miraba fijamente cuando se quitó la camisa sin mangas, los pantalones cortos y la ropa interior. No los dejó arreglados en el suelo, como lo hice yo, sino que los tiró a un lado como si no pretendiera usarlos nunca jamás. Nos quedamos viéndonos el uno al otro por un rato, sin mover un solo músculo ni decir nada. Era como un desafío algo extraño, como una pequeña batalla que se libraba sin un solo movimiento.

 Fue al rato que yo sentí el impulso de volver al agua. Él me siguió y pronto estuvimos los dos alejados de la orillas, moviendo brazos y piernas para mantenernos a flote. Solo nuestras cabezas eran visibles y ellas seguían enfocadas en el otro. A veces rompíamos la conexión pero la retomábamos a los pocos segundos. Fue en ese momento que me di cuenta de que lo que pasaba no era muy normal que digamos. Pero fue como si alguien alejado de mi lo dijera en un susurro. No hice caso.

 Estuvimos allí nadando y mirándonos el uno al otro por un largo rato. El agua no cambiaba de temperatura y el aire tampoco. Era todo tan agradable y sin embargo era de esperarse que pronto el sol empezara a bajar y entonces se haría la oscuridad en ese paraíso oculto del mundo. Él debió pensar lo mismo porque, cuando me miró de nuevo a los ojos, se le dibujó una sonrisa en el rostro. Yo respondí igual y ese fue el primer momento en que sentí esa vieja vergüenza de antes. Solo por un momento, como un chispazo, pero la sentí como siempre en el pasado, en situaciones no muy diferentes a esa.

 Sin hablar, decidimos volver a la orilla. En efecto, el sol empezó a bajar lentamente por el cielo despejado. Nos sentamos en la orilla para verlo, uno al lado del otro, frente a nuestras pertenencias. Era muy agradable estar allí, con la fina arena bajo nuestros cuerpos y el calor del sol secándonos el agua de mar del cuerpo. Nunca me había sentido tan libre como en ese momento, o tan feliz. Era una sensación tan variada e increíble que simplemente sería inútil tratar de explicarla en simples palabras.

 Pasado un tiempo, el hombre de las cejas oscuras tomó mi mano y la apretó ligeramente. Yo respondí igual. Luego entrelazamos los dedos y jugamos un buen rato, tocándonos el uno al otro pero sin pasar de la muñeca. No solo era obviamente muy sensual sino que se sentía muy bien interactuar de esa manera, sin vocabulario innecesario. Nuestras miradas y el tacto podían hablar muchísimo más de lo que nosotros lo hacíamos. Era una comunicación más profunda y, en cierto sentido, más verdadera.

 Fue cuando me di cuenta de que, debajo de la barba de algunos días y el pelo desarreglado, mi compañero de playa era un hombre que nunca hubiese creído que podría acercarse a mí en el mundo real. Me di cuenta de que era uno de esos hombres físicamente perfectos, de esos que no tienen que preocuparse por nada, pues los cánones de belleza dictan que las personas que tienen ese aspecto físico no serán ni pueden ser juzgadas de la misma manera que los demás. Y esa es una verdad que no admite peros.

 Así y todo, él se acercó cuidadosamente y me dio un beso suave en los labios. Yo me acerqué también y puse una de mis manos sobre su costados. Los besos continuaron, cada vez más profundos e intensos, en cada vez más lugares del cuerpo y de maneras diferentes. No demoramos mucho en tener sexo, un sexo intenso y liberador pero que se sentía como algo mucho más que solo tener relaciones sexuales, que una simple penetración. Era algo que debía pasar, algo que debía de suceder y por eso se sentía tan bien.

 Terminamos cuando el sol tocó el mar. Nos besamos un poco más y nos fuimos separando lentamente. Él se puso de pie primero. No lo vi vestirse ni nada. Simplemente seguí mirando el agua. Cuando el Sol se había ido, el también ya no estaba, ni sus cosas. Yo suspiré, nada más.

 Me quedé un rato allí, abrazado por una oscuridad débil, pues la luna inundaba con su luz todo lo que había por ese rumbo. No quería irme pero sabía que nadie puede estar allí para siempre. Quise guardarlo todo en mi mente para jamás olvidarlo y poder sentirme así alguna vez, de nuevo.

miércoles, 30 de mayo de 2018

Solo una ducha


   Sí, el agua muy caliente quema. Pero aún así se siente mejor que nada en el mundo, sobre todo cuando deseas sentir que las cosas resbalan por tu cuerpo y se precipitan por un drenajes para nunca más volver. Es un momento de paz que pocas veces se puede disfrutar en la vida agitada que todos tenemos hoy en día. La ducha es ese rincón en el que podemos estar solos con nuestros pensamientos por un buen rato, sin que nadie nos interrumpa. No es un lugar para compartir, muy al contrario. Es privado de verdad.

 Siempre que llego tarde a casa, o muy temprano, me gusta relajar el cuerpo con una ducha caliente. Obviamente apenas llego lo que hago es dormir lo más que se pueda pero después me levanto sin nada de ropa, entro al cuarto de baño y abro la llave del agua caliente. Mientras el agua se calienta, me miro en el espejo: casi siempre tengo las ojeras bastante marcadas pero mi cuerpo se ve como casi todos los días, lo que es bueno. No soy fanático de los grandes cambios, ni en mi cuerpo ni en mis alrededores.

 Cuando entro a la ducha, siento como si el agua de verdad limpiara todas las cosas que quiero sacar de mi ser. Puede sonar exagerado, pero creo que todos tenemos algo adentro que nos conmina a experimentar y a romper las normas de lo que está establecido en nuestro mundo. O al menos eso creo yo porque lo he hecho tantas veces. De pronto es por eso mismos que una ducha para mi es algo casi espiritual, como una limpieza profunda de mi alma y mi mente que, así no sea algo permanente, se me hace casi necesaria.

 Al comienzo, solo me quedo de pie bajo el agua, sintiendo como la gotas caen a raudales en mi cara, en mis hombros, en mi cuerpo. Siento las gotas, ya separadas del resto, resbalar por mis piernas, mi espalda y todo mi cuerpo. Se siente tan bien que, no es raro que cierre los ojos y me pierda en ese mundo que creo para mi mismo por un rato. Se siente tan bien que no puedo evitar dejarme ir, y es entonces que mi mente se pone a inventar y a recordar y a reflexionar. Se relaja tanto que trabaja mejor que nunca.

 A veces se me va la mano con el tiempo que paso debajo de la ducha y he tratado de remediarlo, sobre todo cuando tengo que despertarme temprano. Pero cuando tengo la oportunidad, como en esas mañanas casi tardes después de una noche de excesos, me quedo más tiempo del que seguramente es necesario y entro al mundo en el que más me siento cómodo. Yo creería que puedo estar, en ese extraño trance, unos cinco minutos debajo del agua, si no es que más. El tiempo pasa de una manera diferente cuando estás concentrado en algo y te sientes tan a gusto que no te cambiarías por nadie en el mundo.

 Cuando despierto de ese momento mágico, me siento mejor que nunca. Es como si en verdad el agua tuviera una propiedad especial que limpia mi conciencia, saca todo el mugre y se lo lleva lejos de mi. Claro que está solo en mi poder no contaminarme a mi mismo, pero tengo que admitir que no soy tan bueno en ese aspecto de la vida y por eso las duchas largas y confortables son para mí la solución perfecta para no morir de estrés. Me gusta sentir que tengo el poder de limpiarme a mi mismo cuando quiera y cómo quiera.

 Después es que de verdad empiezo a limpiarme a mi mismo, me refiero al físico. Por fin salgo del trance y tomo el jabón y hago lo que todos hacemos en la ducha. Ahí ya nada es diferente a lo que hacen millones de otros, tal vez incluso a la misma hora. En un mismo momento muchos nos unimos para entrar en ese ritual pero dudo que todos, ni siquiera que la mayoría, piensen en semejante acto tan común y corriente como algo tan espiritual e importante como me lo parece a mí. Al menos eso es lo que creo.

 Cuando termino con el jabón, casi siempre, cierro la llave de golpe. Lo hago así porque si lo pienso demasiado jamás saldría de allí. Es como interrumpir algo que sabes que no debes seguir porque tienes muchas otras cosas que hacer. Se siente feo, es verdad, pero creo que es la mejor manera. Mi cuenta del agua llegaría por las nubes y ni se diga la de la electricidad. Esa es la razón práctica. Pero la verdadera, la importante, es que he aprendido a guardar esos momentos como pequeñas joyas y he aprendido a manejarlos.

 Cuando cierro la llave, casi siempre me quedo allí un pequeño momento, pensando y mirando a mi alrededor. Me gusta pensar que todos nos sentimos igual cuando estamos sin ropa. Es un momento vulnerable pero que todos conocemos. No existe un solo ser humano que simplemente haya nacido vestido o que nunca se quite sus ropas. Incluso aquellos que viven en la calle, por una razón o por otra, se quitan alguna vez sus harapos para disfrutar algo de agua fresca, así sea para limpiarse la cara o las manos o refrescarse los pies.

 Todos somos iguales en ese momento después de ducharnos. Y eso siempre me ha parecido que es uno de esos grandes conectores de la humanidad. Claro que a la mayoría de seres humanos les parece que el estar desnudo es algo casi tan malo como moler a golpes a otra persona, pero de todas maneras es algo que disfruto pensar. Además, nunca me ha molestado en lo más mínimo estar desnudo. Es lo que soy y no va a cambiar de un momento a otro así que, ¿porqué tendría que preocuparme de lo que piensen los demás de mi físico? No tiene nada de sentido sentir vergüenza en ese momento. No le veo sentido.

 Cuando por fin salgo, me envuelvo con la toalla y miro la pantalla de mi celular, que casi siempre dejo a la mano por si acaso. Miro la hora y veo que he estado entre cuatro y diez minutos bajo el agua. Es lo normal en mi caso pero no sé si eso se repita en la vida de todos, supongo que tiene que ver con el poder adquisitivo y el nivel de culpa que tenga cada uno acerca del cambio climático. El caso es que salgo de la ducha un poco renovado, con menos toxinas en el cuerpo y en la mente. Me siento mejor entonces.

 En mi cuarto me tomo mi tiempo para ponerme la ropa. No me apuro y menos aún si se trata de unos de esos días en los que sé que no haré nada. Me paseo desnudo por la habitación eligiendo la ropa que vestiré y luego me echo en la cama y me distraigo un largo rato hasta que recuerdo que me estaba vistiendo y prosigo con la ropa interior, las medias y así hasta que solo me falte ponerme los zapatos. Siempre en el mismo orden, casi siempre de la misma manera. Esa rutina es una que nunca me ha molestado pues, ¿porqué lo haría?

 Con el agua habiendo relajado mis músculos, empiezo en varias cosas que debería hacer. Algunas veces escribo mis ideas, otras veces las guardo en compartimientos mentales que sé que podré acceder en el momento que yo quiera. Pueden ser ideas sobre un tema para escribir o para un video o para hacer en la vida en general. Pueden ser tonterías como volver a jugar un videojuego que no he volteado a mirar en años o algo tan importante como recordar pagar una cuenta especialmente importante.

 Ese es el momento en el que todo aflora, casi como después de una tormenta o de una erupción volcánica severa. Por eso creo que la ducha actúa como un calmante para la mente, que se inquieta y excita cuando desafías a la vida misma. Es una relación simbiótica que, y  creo en esto fervientemente, hay que conocer al menos una vez en la vida. Es importante saber cuales son nuestros limites y lo que estamos dispuestos a hacer con tal de conocernos a nosotros mismos como los seres humanos complejos que sabemos que somos.

 Cuando ya tengo los zapatos puestos y han pasado un par de horas desde el momento de la ducha, se empieza a sentir que los efectos se van poco a poco. Las ideas fluyen menos y las ganas de hacer algo, sea lo que sea, no son tan imponentes como antes. Es como si todo cayera en un sueño ligero.

 Sin embargo, la ducha no es la única cosa que podemos hacer en la vida para sentirnos libres. Hay muchas otras y creo que dependen de las personas, cada una con su personalidad individual particular.  Solo digo que el agua nos une sin lugar a dudas, y luego nosotros elegimos nuestro mejor camino.