Estaba decidido. Apenas me desperté ese día,
supe que lo tenía que hacer. Ya no había sombra de dudas, ya no había razón
para seguir postergándolo o para pensarlo más de lo que ya lo había hecho. Nada
me detenía. Por mucho tiempo había sentido una molestia por todo el cuerpo,
dentro de mi cerebro, pero como iba y venía solo le ponía atención cuando de
verdad me hacía sentir muy mal, cuando ya no la podía aguantar y debía
quitármela de encima, como una manta que se aferra al cuerpo, como algo
invasivo.
Pero ya no la sentía así. Esa mañana, les
plantee a mi padres un paseo al que iría yo solo. Argumenté que quería ir a ver
unas señales pictóricas talladas en piedra para tomarles fotos. No sé porqué me
inventé semejante excusa, pues era demasiado elaborada y daba demasiadas
pistas. Ellos se alegraron al oír mi idea y pensaron que los estaba invitando.
Rápidamente, tuve que decirles que iría con mi amigo, aquel que me había
inventado hacía tanto años y que no era más real que Harry Potter o que
Cthulhu.
Preparé ese día lo necesario y me mantuve lo
más normal que pude durante todo el día. No quería atraer la atención hacia a
mi ni que notaran lo tensionado que estaba a veces, al pensar en lo que iba a
hacer. Dicen que si tienes dudas no deberías hacer algo pero solo lo dicen
cuando es algo considerado “malo”. Si las dudas son sobre algo “bueno”, te
dirán que te lances y que, termine como termine, será una buena experiencia. Es
la típica doble moral de la humanidad, que sirve en todos los casos.
Esa noche casi no pude dormir. El dolor de
espalda que tenía era monumental y la cara me había empezado a picar como si
hubiese metido de lleno en un matorral lleno de ortiga. Di vueltas y vueltas,
pensando mucho. Cada cosa en la que podía pensar apareció en mi mente como si
se colara por entre un pequeño huequito. No recuerdo ya si solté algunas
lágrimas, si grité en mi almohada o si me levanté en algún momento a lavarme la
cara en el baño. Solo sé que por fin me quedé dormido, no sé a que hora.
Soñé con un campo enorme, verde como nada que
hubiese visto en la vida real. El cielo no se veía. Había una capa gruesa de
neblina que lo cubría todo y no dejaba ver nada. Yo caminaba dando pasos
lentos, tratando de ver lo que no había manera de ver. En algún momento, escuché
ruidos que venían del otro lado de la neblina. Al comienzo no supe que era,
pero entre más me acercaba, más evidente se volvía de que se trataba de gritos.
La piel se me erizó y creo que lo mismo ocurrió con mi piel real. Creo que el
sueño duró más tiempo pero ya no recuerdo qué era lo que pasaba o cómo terminó.
Al día siguiente, me levanté temprano y revisé
mi mochila. Tenía todo listo. Solo me la
eché a la espalda y salí de casa. El camino iba a ser largo pero mis pasos no
eran los de alguien que duda de lo que va a hacer. Eran pasos seguros, que daba
a un ritmo constante, sin un momento de duda. Cuando llegué a la parada de los
buses, pedí en mi cabeza que no tomara mucho tiempo para pasar el que me
servía. No quería esperar más de lo necesario, no tendría sentido en una
situación como en la que estaba.
No se demoró mucho ni poco, lo normal para una
ciudad tan caótica como en la que vivía. La ruta del bus me llevaba directo
hacia el borde norte, donde tendría que tomar otro transporte para poder llegar
a mi destino final. Todo esto estaba planeado y lo había tenido en cuenta
antes. Mientras el bus paraba para dejar o recoger más pasajeros, yo solo
miraba por la ventana para apreciar el color azul que tenían las mañanas por
allí. Fue entonces que me di cuenta que había llovido y todo parecía tener
colores más brillantes.
Vi subirse ancianos y niños, mujeres solas que
iban a trabajos mal pagados y hombres que no parecían muy contentos. Algunos
hablaban en voz demasiado alta y otros no tenían a nadie con quien hablar,
aunque se les notaba que querían. Me pregunté entonces si todos ellos, no solo
los solitarios sino todos, habían pensado alguna vez en lo que yo iba a hacer.
¿Serían sus vidas muy diferentes a la mía y nunca pensarían en algo así? ¿Se los
prohibiría su religión, su código moral o sus reglas sociales?
Hacía mucho frío cuando me bajé para tomar el
segundo bus. Ya estaba allí cuando llegué, esperando a llenar su cupo con las
personas que llegaran a ese punto de la ciudad. Cuando subí, solo habían unos
cuatro asientos ocupados. Me senté por la mitad del bus y esperé, como todos
los demás, a que el conductor decidiera que ya había esperado demasiado. No sé
cuanto tiempo estuvimos allí, solo sé que al rato estábamos yendo a toda
velocidad por la carretera, esta vez sin las limitaciones del tráfico.
La vista cambió por completo. Antes veía solo
edificios y casas, torres de oficinas y comercio. Ahora eran las montañas,
verdes y marrones, así como algunas casitas pobres y fábricas que habían expulsado
lo más lejos posible para evitar contaminar los pulmones de millones de
personas. Estuve una hora allí hasta que por fin llegamos a la parada que me
servía y me bajé antes que nadie. Era un camino de tierra solitario el que
partía desde la carretera principal y se adentraba en el monte, hacia el bosque
y el sitio donde de verdad sí había antiguas rocas talladas por indígenas que
ya no existían.
En mi celular tenía un mapa de toda la zona y
solo tuve que mirarlo para saber por donde ir. Primero había que caminar a lo
largo del camino de tierra por un buen rato. Así que eso hice, pisando charcos
y barro en el recorrido. Hacía mucho frío y pensé entonces que era el día y el
lugar perfecto para hacer lo que tenía que hacer. No tenía ni una sola duda en la
mente, al contrario. Ese clima y el panorama parecían haber despejado cualquier
duda que pudiese haber tenido en ese momento o antes.
Cuando llegue a la entrada del lugar, vi un
letrero y senderos mejor cuidados que partían en diferentes direcciones. Yo
debía de tomar el de la izquierda y seguirlo hasta lo más profundo del parque. Tengo
que decir que me fastidiaba un poco la idea de hacer todo ese esfuerzo, porque
caminar por el sendero podía cansar muy rápido, pero traté de no pensar
demasiado en ello. Solo debía seguir y seguir, sin pensar en nada ni tomarme
las cosas demasiado personales. Así tenían que ser las cosas, sin importar nada
más.
Al final del
camino había un hermoso lago cuya superficie parecía casi plana y era oscura
como nada. Imaginé que la temperatura del agua debía ser horriblemente fría. Me
dieron nervios de solo pensar en caer allí y, solo esa idea en mi cabeza, hizo
que empezara a reír de manera estridente. No me tapé la boca ni hice nada para
detener las carcajadas, las ganas que tenía de reírme de verdad. Se sentía como
algo que había querido salir hacía muchísimo tiempo pero que simplemente no había
tenido la oportunidad.
Caminé un poco más, hacia un grupo de árboles
que había a un lado del lago, y allí me senté, quitándome la mochila de la
espalda. Inhalé el impecable aire de la zona y miré a mi alrededor. No había ni
rastro de seres humanos y los únicos animales presentes eran algunas moscas.
Inhalé de nuevo, la sonrisa desdibujándose de mi cara, y fue entonces que
decidí abrir mi mochila y sacar lo que había traído. Un frasco, una barra de mi
chocolate favorito y mi portátil. Tenía claro el orden de las cosas.
Las pastillas actuarían en cinco minutos, así
que las tomé primero. Se recomendaban sin agua, aunque su sabor era un poco
como a tiza o a hierro. Acto seguido, tomé mi portátil y lo lancé al lago con
fuerza. Mi como se hundió rápidamente, causando movimiento con algunas
burbujas.
Lo último fue morder la barra de chocolate y
probarla por última vez. El sabor se combinaba con el de las pastillas, cosa
que no había pensado, pero no importaba ya. Me eché a un lado del lago, saboree
el chocolate y cerré lo ojos, esperando que todo terminara lo más pronto
posible.