viernes, 30 de noviembre de 2018

Decisión


   Estaba decidido. Apenas me desperté ese día, supe que lo tenía que hacer. Ya no había sombra de dudas, ya no había razón para seguir postergándolo o para pensarlo más de lo que ya lo había hecho. Nada me detenía. Por mucho tiempo había sentido una molestia por todo el cuerpo, dentro de mi cerebro, pero como iba y venía solo le ponía atención cuando de verdad me hacía sentir muy mal, cuando ya no la podía aguantar y debía quitármela de encima, como una manta que se aferra al cuerpo, como algo invasivo.

 Pero ya no la sentía así. Esa mañana, les plantee a mi padres un paseo al que iría yo solo. Argumenté que quería ir a ver unas señales pictóricas talladas en piedra para tomarles fotos. No sé porqué me inventé semejante excusa, pues era demasiado elaborada y daba demasiadas pistas. Ellos se alegraron al oír mi idea y pensaron que los estaba invitando. Rápidamente, tuve que decirles que iría con mi amigo, aquel que me había inventado hacía tanto años y que no era más real que Harry Potter o que Cthulhu.

 Preparé ese día lo necesario y me mantuve lo más normal que pude durante todo el día. No quería atraer la atención hacia a mi ni que notaran lo tensionado que estaba a veces, al pensar en lo que iba a hacer. Dicen que si tienes dudas no deberías hacer algo pero solo lo dicen cuando es algo considerado “malo”. Si las dudas son sobre algo “bueno”, te dirán que te lances y que, termine como termine, será una buena experiencia. Es la típica doble moral de la humanidad, que sirve en todos los casos.

 Esa noche casi no pude dormir. El dolor de espalda que tenía era monumental y la cara me había empezado a picar como si hubiese metido de lleno en un matorral lleno de ortiga. Di vueltas y vueltas, pensando mucho. Cada cosa en la que podía pensar apareció en mi mente como si se colara por entre un pequeño huequito. No recuerdo ya si solté algunas lágrimas, si grité en mi almohada o si me levanté en algún momento a lavarme la cara en el baño. Solo sé que por fin me quedé dormido, no sé a que hora.

 Soñé con un campo enorme, verde como nada que hubiese visto en la vida real. El cielo no se veía. Había una capa gruesa de neblina que lo cubría todo y no dejaba ver nada. Yo caminaba dando pasos lentos, tratando de ver lo que no había manera de ver. En algún momento, escuché ruidos que venían del otro lado de la neblina. Al comienzo no supe que era, pero entre más me acercaba, más evidente se volvía de que se trataba de gritos. La piel se me erizó y creo que lo mismo ocurrió con mi piel real. Creo que el sueño duró más tiempo pero ya no recuerdo qué era lo que pasaba o cómo terminó.

 Al día siguiente, me levanté temprano y revisé mi mochila. Tenía todo listo.  Solo me la eché a la espalda y salí de casa. El camino iba a ser largo pero mis pasos no eran los de alguien que duda de lo que va a hacer. Eran pasos seguros, que daba a un ritmo constante, sin un momento de duda. Cuando llegué a la parada de los buses, pedí en mi cabeza que no tomara mucho tiempo para pasar el que me servía. No quería esperar más de lo necesario, no tendría sentido en una situación como en la que estaba.

 No se demoró mucho ni poco, lo normal para una ciudad tan caótica como en la que vivía. La ruta del bus me llevaba directo hacia el borde norte, donde tendría que tomar otro transporte para poder llegar a mi destino final. Todo esto estaba planeado y lo había tenido en cuenta antes. Mientras el bus paraba para dejar o recoger más pasajeros, yo solo miraba por la ventana para apreciar el color azul que tenían las mañanas por allí. Fue entonces que me di cuenta que había llovido y todo parecía tener colores más brillantes.

 Vi subirse ancianos y niños, mujeres solas que iban a trabajos mal pagados y hombres que no parecían muy contentos. Algunos hablaban en voz demasiado alta y otros no tenían a nadie con quien hablar, aunque se les notaba que querían. Me pregunté entonces si todos ellos, no solo los solitarios sino todos, habían pensado alguna vez en lo que yo iba a hacer. ¿Serían sus vidas muy diferentes a la mía y nunca pensarían en algo así? ¿Se los prohibiría su religión, su código moral o sus reglas sociales?

 Hacía mucho frío cuando me bajé para tomar el segundo bus. Ya estaba allí cuando llegué, esperando a llenar su cupo con las personas que llegaran a ese punto de la ciudad. Cuando subí, solo habían unos cuatro asientos ocupados. Me senté por la mitad del bus y esperé, como todos los demás, a que el conductor decidiera que ya había esperado demasiado. No sé cuanto tiempo estuvimos allí, solo sé que al rato estábamos yendo a toda velocidad por la carretera, esta vez sin las limitaciones del tráfico.

 La vista cambió por completo. Antes veía solo edificios y casas, torres de oficinas y comercio. Ahora eran las montañas, verdes y marrones, así como algunas casitas pobres y fábricas que habían expulsado lo más lejos posible para evitar contaminar los pulmones de millones de personas. Estuve una hora allí hasta que por fin llegamos a la parada que me servía y me bajé antes que nadie. Era un camino de tierra solitario el que partía desde la carretera principal y se adentraba en el monte, hacia el bosque y el sitio donde de verdad sí había antiguas rocas talladas por indígenas que ya no existían.

 En mi celular tenía un mapa de toda la zona y solo tuve que mirarlo para saber por donde ir. Primero había que caminar a lo largo del camino de tierra por un buen rato. Así que eso hice, pisando charcos y barro en el recorrido. Hacía mucho frío y pensé entonces que era el día y el lugar perfecto para hacer lo que tenía que hacer. No tenía ni una sola duda en la mente, al contrario. Ese clima y el panorama parecían haber despejado cualquier duda que pudiese haber tenido en ese momento o antes.

 Cuando llegue a la entrada del lugar, vi un letrero y senderos mejor cuidados que partían en diferentes direcciones. Yo debía de tomar el de la izquierda y seguirlo hasta lo más profundo del parque. Tengo que decir que me fastidiaba un poco la idea de hacer todo ese esfuerzo, porque caminar por el sendero podía cansar muy rápido, pero traté de no pensar demasiado en ello. Solo debía seguir y seguir, sin pensar en nada ni tomarme las cosas demasiado personales. Así tenían que ser las cosas, sin importar nada más.

Al final del camino había un hermoso lago cuya superficie parecía casi plana y era oscura como nada. Imaginé que la temperatura del agua debía ser horriblemente fría. Me dieron nervios de solo pensar en caer allí y, solo esa idea en mi cabeza, hizo que empezara a reír de manera estridente. No me tapé la boca ni hice nada para detener las carcajadas, las ganas que tenía de reírme de verdad. Se sentía como algo que había querido salir hacía muchísimo tiempo pero que simplemente no había tenido la oportunidad.

 Caminé un poco más, hacia un grupo de árboles que había a un lado del lago, y allí me senté, quitándome la mochila de la espalda. Inhalé el impecable aire de la zona y miré a mi alrededor. No había ni rastro de seres humanos y los únicos animales presentes eran algunas moscas. Inhalé de nuevo, la sonrisa desdibujándose de mi cara, y fue entonces que decidí abrir mi mochila y sacar lo que había traído. Un frasco, una barra de mi chocolate favorito y mi portátil. Tenía claro el orden de las cosas.

 Las pastillas actuarían en cinco minutos, así que las tomé primero. Se recomendaban sin agua, aunque su sabor era un poco como a tiza o a hierro. Acto seguido, tomé mi portátil y lo lancé al lago con fuerza. Mi como se hundió rápidamente, causando movimiento con algunas burbujas.

 Lo último fue morder la barra de chocolate y probarla por última vez. El sabor se combinaba con el de las pastillas, cosa que no había pensado, pero no importaba ya. Me eché a un lado del lago, saboree el chocolate y cerré lo ojos, esperando que todo terminara lo más pronto posible.

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