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jueves, 21 de abril de 2016

La espera

   Apenas se despertó, se puso a hacer la limpieza general del sitio. Limpió cada rincón del apartamento, desempolvó cada objeto y tuvo que ponerse una máscara para no estornudar mientras hacia la limpieza. Cuando por fin terminó con la primera parte, limpió los baños con varios productos de limpieza y también la cocina. Eso le tomó un poco más de tiempo hasta que, a la hora del almuerzo, ya todo estaba perfecto.

 Pero no tenía tiempo de descansar: apenas hubo terminado, entró a la ducha y se lavó el pelo con champú y usó un jabón especial que había comprado hacía poco en el supermercado. Cuando salió de la ducha lo primero que hizo fue mirar la hora en su celular. Todavía tenía tiempo de sobra para cambiarse y comer. Fue escogiendo cada prenda de vestir con cuidado, desde la ropa interior hasta los zapatos. Todo tenía que quedar bien con lo demás para que hubiese algo así como una armonía. Se adornó a si mismo con algunas gotas de perfume.

 Para comer tenía en la nevera una ensalada ya lista y pasta fria con verduras. No la calentó porque así sabía bien y no quería demorar más tiempo del debido. Comer no le tomó ni veinte minutos. Cuando terminó, tiró a la basura los contenedores plásticos, se lavó las manos y luego los dientes y entonces se sentó en el sofá de la sala de estar a esperar a que llegara el momento, que no debía demorar.

 Mientras esperaba, se tomaba los dedos y los masajeaba suavemente. Movía algunos objetos de la mesa de café para volverlos a poner en el mismo sitio. Se puso de pie cuando recordó que había dejado el celular cargando en la habitación. No le faltaba mucho pero igual se puso a esperar allí, de pie, junto al celular. Aburrido y viendo que no pasaba nada, tomó el aparato y se puso a jugar su juego favorito.

 Cuando estaba en un nivel bastante difícil, fue cuando el timbre del intercomunicador sonó y corrió a la cocina para contestar. Pero cuando contestó no era nada. Es decir, el hombre de la recepción le dijo que se había equivocado de apartamento. Él apenas suspiró y colgó un poco frustrado. La ropa ya le estaba incomodando y no era nada divertido tener que esperar por tanto tiempo.

 Decidió sentarse en el sofá y poner algo en la tele mientras tanto. Se puso a pasar canales hasta que llegó a uno de esos que muestran documental de animales en África y se puso a ver el programa. Pero estaba tan cansado por el esfuerzo de más temprano, que poco a poco se fue quedando dormido, hasta que se recostó por completo y cerró los ojos por unas tres horas. Era una siesta que necesitaba y no recordó nada ni a nadie antes de quedar dormido.

 Se despertó de golpe, en la mitad de la oscuridad, varias horas después. El televisor seguía encendido en el mismo canal, pero ahora estaban mostrando algún tipo de programa de armas antiguas o algo por el estilo. Se dio cuenta que había babeado un poco sobre el sofá y había arrugado un poco la ropa. Tuvo que ir al baño para limpiarse la cara, orinar, limpiarse la cara de nuevo y planchar con las manos el traje para que no se notara que había dormido con él puesto.

 Fue a mirar el celular y tuvo que encender las luces de todo pues ya era de noche. Ya era tarde y lo más probable es que no llegara ya. Se suponía que iba a pasar en la tarde así que no sabía qué hacer. Miraba la hora y se daba cuenta de que tenía hambre de nuevo pero a la vez pensaba que todavía era posible que viniera pues no había avisado ni dicho nada. De pronto tenía mucho que hacer en el momento y no había podido alertarle.

 Se sentó en la cama y, por varios minutos, se quedó pensando en todo un poco. Se consideró un idiota por pensar que esta vez iba a ser la vencida pero también se aplaudió por ser esta vez quien tomara la iniciativa. Había alistado su propia casa y así mismo por completo, cosa que no hacía por cualquiera. Trató de voltearlo todo, y decidió que todo lo había hecho por él. Pero después de unos minutos de pensarlo, le pareció la idea más tonta de la vida.

 A las ocho de la noche empezó a quitarse la ropa. Dobló cada prenda con cuidado y las fue guardando en sus cajones específicos. Cuando quedó solo en ropa interior, también se la quitó, la dobló y guardó y echó a todo un poco de perfume para quedara oliendo con ese rico olor a madera. De otro cajón sacó un pantalón de pijama y una camiseta vieja. Normalmente no se ponía la camiseta pero la noche estaba muy fría.

 Fue a la cocina y sacó de la nevera una de esas pizzas de horno para hacer en un momento. Precalentó el horno un rato y puso la pizza dentro y vio como se iba cocinando. A cada rato mirando al intercomunicador o a la puerta, esperando que hubiera ruido de alguno de los dos, pero eso no parecía posible.

 Casi se quema sacando la pizza del horno. La puso en un plato grande y se la llevó a su habitación con una lata de gaseosa de naranja. Tenía listo un capitulo de una serie en su portátil y se comió toda la pizza viendo el programa que, al menos, le sacó un par de carcajadas. Como estaba demasiado cansado, a las once de la noche puso el plato en la mesa de noche con los cubiertos y la lata vacía. El portátil lo dejó también allí. Apagó la luz y se dispuso a dormir.

 A la mitad de la noche, las tres de la mañana según el reloj del celular, se despertó de golpe cuando un trueno cayó casi al lado de la ventana. El susto lo hizo quedar sentado y de repente sintió un dolor de cabeza horrible. Decidió ir al baño, orinar y tomar una pastilla para el dolor. Tomó un poco de agua y volvió a la cama. Esta vez no se quedó dormido tan rápido. Miró caer la lluvia por varios minutos y pensó muchas cosas con el suave sonido del agua golpeando el vidrio.

 Cuando se quedó dormido, soñó que estaba en un campo verde enorme que parecía no tener fin. Solo había algunos árboles pero nada más. Y él caminaba y caminaba y no llegaba a ningún lado. Y así corriera o se quedara quieto, el lugar era eterno. Parecía no tener fin y el brillo del verde del pasto parecía aumentar cada cierto tiempo. Era hermoso pero a la vez extremadamente falso y desesperante. Sin embargo, siguió caminando hasta que cayó.

 Y se convirtió en uno de esos sueños en los que caes y caes y caes y nunca te detienes y sientes que pasas por el ojo de una aguja y luego por otro huevo y así. Y todo parece oscuro pero también rojo, como si ahora no vieras por colores sino por temperaturas. Sentirse sin peso, simplemente caer y caer, era extraño. Desesperante pero daba cierta paz que era difícil de describir.

 Cuando se despertó en la mañana, se dio cuenta que había dado varias vueltas en al cama, pues la sábanas estaban revueltas por todo lado. Ese día desayunó en la cama y se demoró para ir a la ducha. Al fin y al cabo era sábado y no pretendía hacer de ese día uno de mucha actividad. Ya había hecho eso el día anterior y quería lo exactamente opuesto. Le enojaba pensar lo que había hecho antes.

 Llevó todo lo sucio a la cocina y lo dejó ahí. Lo lavaría después de ducharse y ponerse ropa. Estuvo tentado a llamar a la recepción y preguntar si alguien había venido o pedir que le avisaran cuando llegara alguien, pero eso no tenía sentido. Al fin y al cabo era el trabajo del hombre hacer precisamente eso, así que pedirlo no tendría sentido alguno. Así que dio media vuelta y se fue al baño.

 Dejó la ropa tirada en un montoncito en el suelo y encendió la ducha para que el agua se calentara mientras se cepillaba los dientes. Entró a la ducha momentos después con el cepillo en la boca. El agua tibia le hacía bien y parecía quitarle un enorme peso de encima, en especial de los hombros y la cabeza. Era como si se quitara una armadura enorme que nunca había necesitado.


 Entonces sintió sus manos en su cintura, subiendo a su pecho. Y se dio cuenta que había estado tan ensimismado que no lo había oído entrar. Dejó caer el cepillo al suelo y disfrutó el momento, único e irrepetible.

miércoles, 9 de marzo de 2016

Impulsos de madrugada

   Podría argumentar que no iba tan seguido a semejantes sitios pero no creo que tenga necesidad de decir nada sobre mis costumbres puesto que estas no son objeto de interés. El interés recae en una pareja, dos hombres a los que llamaré Klaus y Otto. Esos nombres se los di yo por una simple conclusión un tanto facilista: eran alemanes, o al menos eso fue lo que yo creí. Puede que hayan sido de otro lado y puede que ni siquiera fueran pareja de nada. De pronto eran solo amigos que compartían semejantes experiencias, como he visto que muchos otros lo hacen.

 El caso es que ese día, o más bien esa noche, nos encontrábamos todos en ese sitio oscuro y un tanto húmedo en el que hombres como nosotros a veces nos vemos las caras e incluso ni nos las vemos, porque no vamos a reconocernos sino a perdernos y a darle rienda suelta a sentimientos y pensamientos que nos dominan a veces más de lo que nos gustaría. Yo, víctima de aquel impulso del que los hombres solemos ser víctimas, llegué al lugar pasada la medianoche. Al comienzo no los vi pero luego no pude dejar de verlos.

 Otto era especialmente difícil de no ver y todo porque era el hombre más alto del lugar. Había otros altos y más grandes que él pero su delgadez, el modo en que caminaba como colgado de alguna parte y su altura coronada por una cabellera rubia, era difícil de no ver. Tengo que confesar que me le quedé mirando mucho tiempo y tal vez se dio cuenta de lo que hice después y simplemente no dijo nada. Pero lo dudo porque toda la noche lo único que vi fue su manera de estar amarrado como por una cadena a Klaus.

 Él tenía un cuerpo increíble e iba más que borracho. No sé a que hora podía haber bebido tanto pero no me sorprendía porque turistas como ellos siempre tienen dinero de sobra para los placeres de la vida, siempre poco para comida o alojamiento. El caso es que, con el pasar del tiempo, me di cuenta que eran inseparables. Pero no era una de esas parejas tiernas y amorosas que suelen haber por ahí. Se notaba que algo andaba mal pues Otto se negaba a ir con Klaus a ciertas partes y luego Otto parecía castigar a su pareja quedándose más tiempo, como diciéndole: “No es esto lo que querías?”.

 Este juego extraño entre los dos fue el que me hizo interesarme mucho en ellos. En Otto que siempre llevaba una vaso con licor en la mano pero no parecía estar borracho y Klaus que iba sin saber de donde era vecino y jamás parecía parar en la barra del bar. Fue ese comportamiento de ir y venir, de pruebas de resistencia hechas en un lugar que ciertamente no se prestaba para ese tipo de cosas, lo que me llevó a que, cuando fue hora de salir, los siguiera de lejos.

 Para mi fue imposible evitarlo. Salí yo primero y apenas lo hice fumé el primer cigarrillo del nuevo día aunque aún era de noche. Sentía frío pero el cigarrillo me calentaba la cara y poco a poco el resto del cuerpo. Pensaba en cuantas veces había decidido ya dejar ese vicio tan feo para siempre cuando del local salieron, dando tumbos y con dificultad, Otto y Klaus. Se despidieron en la puerta de otros amigos que yo ni me había molestado en mirar en toda la noche y solo los miré con interés, como si fuesen criaturas en una jaula de las que hubiese que aprender todo lo posible.

 Algo hablaron en su idioma, que creo era alemán. Y entonces empezaron a caminar, lenta y torpemente. Cuando no iban muy lejos fue que me decidí: tenía que seguirlos. No solo porque tenía la urgencia de saber donde se quedaban, si iban a seguir la noche o si en verdad eran pareja como claramente parecían. Tenía tantas preguntas y tan pocas respuestas que mis pies empezaron a moverse antes que mi cerebro hubiese dado el sí definitivo. Los seguí a cierta distancia, tratando de ignorar el frío. Era una suerte que yo no hubiese bebido casi, pues así podía estar más pendiente de todo.

 Bajamos la colina del barrio donde estaba el lugar del que habíamos salido y entonces dimos con una gran avenida. Allí había varias opciones, más aún en semejante ciudad tan noctambula, así que esperé. Para mi sorpresa, los dos extranjeros cruzaron la calle, ignorando olímpicamente las luces del semáforo y penetraron el barrio del otro lado. Esto me alcanzó a emocionar pues yo no vivía muy lejos de allí, una de las razones por las que había salido tan tarde.

 Caminamos un par de calles, en las que ellos jamás se giraron ni parecieron tener interés en nada más que en decirse cosas en su idioma, a veces susurradas y otras veces a grito entero. Pasamos la calle en la que yo vivía y seguimos de largo a otro barrio, este de calles más estrechas y que muchos decían era peligroso de noche. Yo me cerré mejor la chaqueta y me puse el gorro para que fuese menos reconocible. Por lo visto sentí por un momento que era una estrella famosa o algo por el estilo. Aunque también fue por el frío y para huir si había que hacerlo.

 Ellos seguían hablando y de pronto empezaron a pelear. Sus voces se alzaron más y más y yo tuve que meterme en la entrada de una tienda cerrada para ocultarme y que se dieran cuenta que tenían público. Por lo visto se dijeron cosas hirientes porque pude ver lágrimas en los ojos de Otto y Klaus con ojos brillantes, de rabia. Pero después, casi de inmediato, empezaron a besarse y pensé que iba a presenciar una escena para adultos en la mitad de una calle y con ese frío tan horrible. Pero no, solo se besaron con pasión y se cogieron de la mano.

 No los tuve que seguir mucho más. Resultaba que, borrachos como estaban, preferían cruzar este barrio para llegar al sector turístico que estaba del otro lado. Hacer toda la vuelta menos peligrosa requería de más concentración y tiempo y ellos no parecían tener ninguna. Cuando llegamos a una bonita avenida que de día los turistas llenaban hasta sus rincones más escondidos, ellos empezaron a caminar más rápidamente. Al cabo de unos cinco minutos entraron a un hotel grande, de esos que son antiguos y muy elegantes. Yo no entré, claro está, pero vi que los saludaba el chico de la recepción y que, antes de subir en el ascensor, Klaus le ponía una mano en el culo a Otto.

 Fue una decepción que la historia terminase allí. Yo buscaba algo más interesante, algo que llenara mi mente de imaginación y de posibilidades. Este final no correspondía a los personajes y por eso me quedé allí mirando al hotel como un tonto, hasta que un ruido me sacó de mi mente y el dio otro final a la historia.

 En la calle se podían escuchar los gemidos, de Otto sin duda. Me dio risa y a la vez tuve el impulso de entrar al hotel y al menos verlo por dentro. Quería, por alguna razón, hacerles saber que había estado allí y que los había seguido. Para que quedarme yo con ese secreto, con toda la diversión? No, no estábamos en una historia de espías en los años cincuenta ni en una de esas series con demasiadas chicas rubias norteamericanas. Esto era la realidad y en la realidad se puede hacer lo que uno quiera. Así que me puse en marcha.

 Cuando llegué a la recepción me di cuenta que no sabía que era lo que iba a decir , que me iba a inventar para poder llegar hasta la habitación que ni sabía cual era. Mis impulsos, de nuevo, me habían traicionado. Pero mis pies no se detuvieron. Cuando estuve frente al joven recepcionista abrí la boca y, como un pez, la cerré y la abrí y no dije nada. Él, sin embargo, me sonrió y me dijo que me esperaban ya y que subiera a la quinta planta, habitación 504. Yo asentí robóticamente y traté de sonreír pero solo logré una mueca fea.

 Subí, nervioso, y no sé porqué me dirigí a la 504 sin ponerme a pensar que podría esperarme allí ni con quien me habrían confundido. El hotel tenía una decoración que buscaba llamar la atención de su público exclusivo y eso me puso más nervioso mientras me dirigía a la habitación asignada. Cuando estuve frente a la puerta no se oía nada. Después una voz lejana y un rumor como de pasos arrastrándose. De pronto, la puerta se abrió de golpe, sin yo tener que ponerle una mano encima.

 El que me sonreía allí de pie, desnudo, era Otto. Y estaba sonriente y feliz. Vi a Klaus detrás, bailando o algo por el estilo. Otto me dijo, en un español machado y extraño, que llevaban esperándome un buen rato. Me hizo seguir tomándome la mano y cerrando la puerta suavemente.

Tengo que decirles, queridos amigos, que no olvido nada de esa noche o mejor, de ese día. Pues fue el inicio de una cadena de eventos que me llevarían a escribir este texto desde un sitio en el que jamás pensé encontrarme. Pero así son las cosas.

jueves, 4 de febrero de 2016

Rubí

   Rubí subió al escenario y el público simplemente enloqueció. Era ya una estrella en el lugar y todos los que venían a ver el show de “drag queens” la venían a ver a ella. No solo era porque era simplemente la más graciosa de todas, con una fibra cómica tan sensible que cada persona se podía sentir identificada, sino que también su maquillaje y presencia hacía olvidar que se trataba de un hombre disfrazado de mujer. Solo la sombra de una barba rompía el encanto o tal vez hacía de Rubí un poco más atractiva a su público.

 Cuando terminó su presentación se reunió con el resto de chicas en los camerinos y bebieron algo a la salud de todos por otro gran espectáculo. La discoteca hacia poco había venido en declive y había decidido tratar de irse con un evento inolvidable y ese último evento fue un show igual al de aquella noche. Pero de eso ya habían pasado dos años, pues el espectáculo había sido un éxito y por eso dos días a la semana había show y todas las chicas aparecían con sus personajes o con nuevos, haciendo rutinas siempre distintas, siempre graciosas.

 Rubí se les había unido hacía solo seis meses y todas le tenían mucho respeto. Eso era porque de día Rubí no seguía con su personaje, como si lo hacían otras, sino que se transformaba en otro ser humano, un hombre llamado Miguel que no tenía nada que ver con esa persona que existía en el escenario. Y lo más particular de Miguel, al menos en ese contexto en el que se desarrollaba como artista, era que era heterosexual. Era algo muy particular pues incluso les había contado una noche a algunas de sus compañeras que tenía una hija pequeña y que antes de empezar a trabajar en la disco había estado casado.

 Eso era otro mundo para los demás. Le preguntaron como era, como lo manejaba, pero ni él ni ella hablaban nada del caso. De hecho, a él casi ni lo veían pues siempre salía cuando nadie lo veía, por la puerta de atrás del lugar. En cambio a ella era difícil perderla de vista, siempre con algún vestido en el que se veía despampanante y joyas que brillaban por toda la pista de baile. Él siempre se quedaba un poco más a beber algo, hablar con Toño el barman y ver a los chicos bailar y relacionarse.

 Ni Rubí ni Miguel juzgaban a nadie. Sentían que no tenían ni la autoridad ni el derecho de hacerlo. Obviamente siempre se le cruzaban cosas en la cabeza, pensaba que de hecho puede que fuera gay o que de pronto eso de vestirse de mujer no era algo que pudiese hacer para toda la vida. A veces se convencía a si mismo que era la última noche que lo haría. Pero entonces Rubí destruía ese pensamiento en el escenario, encendiéndolo con todo su sabor y entusiasmo. Simplemente no se podría alejar de aquello que le daba alas.

 Su ex sabía bien que Miguel se disfrazaba de Rubí. Él mismo había decidido contarle pues, cuando habían terminado, no habían quedado odiándose ni nada parecido. De hecho los dos se sentían culpables pues sabían que habían fallado pues nunca se habían molestado en conocerse, en hablar y en compartir como lo debería hacer una pareja de verdad. Así que cuando Miguel le contó lo que hacía, ella no reaccionó mal. De hecho lloró, pues se dio cuenta que en verdad nunca lo había conocido.

 A él ese momento le dio mucha lástima. No solo porque su pequeña hija vio a su madre llorar y pensó que él había sido el causante, sino porque la verdad Rubí era un personaje que Miguel había inventado porque se sentía más seguro siendo ella y estando en un escenario. Simplemente fue algo que descubrió pero no era algo que hubiese estado allí siempre. En su matrimonio lo pensó un par de veces, pero nunca con las ganas que lo hizo después del divorcio. Y tampoco quería hacer de ello su vida. Era un hobby que le daba dinero y alegría, una combinación perfecta.

 O casi perfecta, pues la gente siempre tiene problemas cuando los demás se comportan como quieren y ellos solo se comportan como la sociedad quiere que lo hagan. No era extraño que al bar se colaran idiotas que entraban solo a lanzar huevos al espectáculo o a gritar insultos hasta que los sacaran. Y como sabían bien que nadie haría nada pues ninguno quería ir a la cárcel y salir del anonimato de la noche, pues tenían todas las cartas necesarias para ganar.

 El peor momento fue cuando a Rubí se le ocurrió salir a fumar al callejón trasero de la discoteca, que en otros tiempos había sido una nave industrial. El caso es que estaba allí fumando, una mujer bastante alta con las piernas peludas y un vestido corto rojo y la peluca algo torcida. El calor de la discoteca y los tragos habían arruinado ya su disfraz y la noche no se iba a poner mejor.

 Ni siquiera supo de donde salieron pero el caso es que a mitad del cigarrillo vio cuatro tipos, todos con cara de camioneros desempleados o de payasos frustrados. O algo en medio. El caso es que con esas caras de muy pocos o ningún amigo se acercaron a Rubí y le quitaron el cigarrillo de la boca. Entonces uno le pegó un puño en el estomago. Ella trató de defender pero eran cuatro tipos borrachos y quién sabe que más contra un hombre en tacones. No había forma posible de que Rubí se pusiera de pie después del primer golpe.

 Fue gracias a Toño que sacaba una bolsa de basura, que los hombres huyeron, dejándolo adolorido en el suelo. Rubí pidió a Toño que no llamara a nadie, ni a una ambulancia ni a nadie de adentro. Solo quiso ayuda para levantarse y que le trajera sus cosas. Fue la primera y única que vez que tomó un taxi vestido de mujer y de paso fue la primera vez que entendió con que era que se enfrentaba al seguir con su personaje de Rubí. Podía ser que se liberase en el escenario, pero siempre habría gente como esos tipos y más aún en esa ciudad.

 Se bajó del taxi antes de su casa y se quitó la ropa en la oscuridad de un parque cercano. Le dolía todo y sin embargo rió pues pensó que sería muy gracioso que lo arrestaran por estar casi desnudo en un parque público, con ropa de hombre y de mujer a su alrededor. Esa hubiese sido la cereza del pastel. Pero no pasó nada. Llegó a su cama adolorido y se dejó caer allí, pensando que todo pasaría con una buena noche de sueño.

 Obviamente ese no fue el caso. Los golpes que le habían propinado habían sido dados con mucho odio, con rabia. Él de eso no entendía mucho porque era una persona demasiado tranquila, que solo lanzaría un golpe en situaciones extremas. Se echó cremas y tomó pastillas pero el dolor seguía y ocultarlo en su trabajo fue muy difícil. Era contador en una oficina inmobiliaria y debía caminar por unos y otros pisos y hasta eso le hacía doler todo el cuerpo. Más de una persona le preguntó si estaba bien y debió culpar a un dolor de estomago que no tenía.

 Al final de la semana tuvo que ir al medico y este se impactó al ver lo mal que avanzaban las heridas de Miguel. Lo reprendió por no haber venido antes, le inyectó algunas cosas, le puso nuevas pastillas y le recomendó no hacer ningún tipo de ejercicio ni actividades de mucho movimiento. Por una semana estuvo lejos del escenario y se dio cuenta de que casi muere pero por no poder ir a hacer reír a la gente, ir a hacerlos sentirse mejor, sobre todo a aquellos que iban allí a sentirse menos ocultos.

 Para él fue una tortura permanecer quieto, haciendo su trabajo desde casa. A veces miraba sus vestidos de Rubí y se imaginaba algunos chistes y nuevos movimientos que podría hacer. Y entonces se dio cuenta que ella jamás dejaría su vida, siempre estaría con él pues era siendo Rubí que se sentía de verdad completo, un hombre completo. Era extraño pensarlo así pero era la verdad. Rubí era como un amor que le enseñaba mucho más de lo que él jamás hubiese pensado.

 Cuando entendió esto, su manera de ser cambió un poco. La primera en notarlo fue su hija, que le dijo que se veía más feliz y que le gustaba verlo así de feliz. Con ella compartió todo un día y fue uno de los mejores de su vida. Solo los dos divirtiéndose y siendo ellos mismo, tanto que Rubí apareció en el algún momento.


 Por eso la noche de su regreso nadie lo dijo, pero la admiraban. Rubí era para todas las chicas y los chicos del espectáculo un ejemplo. Toño les había contado lo sucedido pero supieron fingir que no sabían nada. Pero solo ese suceso les hizo entender que estaba de verdad ante un artista, estaban de verdad ante alguien que iluminaba la vida de los demás a través de convertir la suya en algo, lo más cercano posible, a su ideal.

jueves, 7 de enero de 2016

Desnudos en el canal

   El agua estaba muy fría. Al fin y al cabo el invierno se acercaba, o al menos eso era lo que decían los periódicos y las noticias en televisión. Pero el invierno nunca había llegado tan tarde ni sería nunca tan breve. Sin embargo, para él, el agua estaba muy fría y sentía como si pequeños cuchillos se le clavaran por todos lados. No era una sensación agradable pero al menos no estaba solo: K estaba con él. Ambos estaban completamente desnudo y flotaban al lado del muelle moviendo los brazos y las piernas, lo que los hacía parecer pulpos no muy diestros en el arte del nado.

 Fue solo un choque de una mano con otra lo que desencadenó, por fin, una conversación. No habían dicho una palabra cuando salieron de la casa con toallas y solo sus trajes de baño. Tampoco dijeron nada cuando, como si se hubieran puesto de acuerdo (y nadie recordaba haberlo hecho), se quitaron los trajes de baño y se lanzaron al agua sin más. Pero cuando las manos chocaron sin querer, las palabras empezaron a salir de sus bocas.

 No se conocían bien y empezaron a preguntarse cosas de la vida, detalles que en verdad no tienen importancia y banalidades que son interesantes solo para el que las pregunta y a veces ni eso. A ratos detenían la conversación y nadaban de verdad un rato, aprovechando la amplia extensión de agua que tenían en frente, así como el día que era uno de los pocos que ambos tenían libres. Era un domingo y por razones que no vale la pena aclarar, los dos estaban allí y se quedaron hasta entrada la noche.

 Salieron desnudos del agua subiendo por una escalerilla el muelle. Allí, en silencio de nuevo, dejaron que el agua resbalara por sus cuerpo y la brisa fría de la noche los secara por algunos minutos. No había luz en esa zona así que solo se escuchaban la respiración. Sin embargo, era obvio que una tensión iba creciendo entre ambos. Había algo que crecía, que parecía respirar allí con ellos y que ellos dos conocían y no negaban en lo más mínimo. Todo esto sin palabras.

 Al rato se pusieron los trajes de baño, se secaron un poco con las toallas y se dirigieron al edificio que había cerca que resultaba ser un hotel. Pidieron las llaves de sus respectivas habitaciones y no se despidieron ni reconocieron a viva voz nada de lo que había pasado ese día. Tan solo se separaron y nada más.

 Sobra decir que ambos pensaron, esa misma noche, sobre lo ocurrido y soñaron (tanto despiertos como dormidos) con el otro. K soñó con él y él con K y fueron sueños simples pero agradables, de esos que no cansan sino que en verdad ayudan a descansar el cuerpo, a relajar la mente y a tener una noche agradable.
Al otro día, K se fue primero, muy temprano en la mañana. El lunes era festivo pero él tenía que estar con su esposa y sus hijos. Se sentía culpable, mientras desayunaba, y pensaba en ellos peor al mismo tiempo pensaba en él y deseaba que apareciera en el comedor en cualquier momento. Pero eso no pasó y K supo que era lo mejor. Apenas terminó de comer se dirigió a la recepción y pidió un taxi que lo llevase al aeropuerto. Cuando estaba abordando el taxi, él se despertó.

 El vuelo fue una tortura para K. Eran solo dos horas pero todo el tiempo estuvo pensando en esas horas en el canal, esas horas sin ropa y de frente a alguien que creía conocer pero del que de verdad no sabía absolutamente nada. Se habían conocido hacía tanto tiempo, en circunstancias tan tontas como el colegio, que era tonto pensar que en verdad supiera algo de la persona que tenía en frente. Más aún considerando que dicha persona no se veía nada igual a como era en el pasado. Él había conocido a un tipo encorvado, tímido, regordete y decididamente conservador en todos los aspectos posibles.

 El hombre que había tenido en frente en el canal no era ese. Y por eso en el avión se preguntaba, una y otra vez, si tal vez esa persona no había sido alguien más. De pronto había sido un desconocido siguiendo el juego y queriendo ver hasta que punto podían llegar las cosas. Pero no llegaron mucho más allá de estar desnudos juntos en un lago así que K se alegraba… O eso creía.

 Lo que sí le ponía una sonrisa autentica en la cara a K era ver los pequeños rostros de sus hijos. Era un niño de seis y una niña de ocho años. Los amaba como a nadie más en el mundo, más que a la madre que él quería pero que ahora dudaba amar. Pero ella no podía saberlo así que la saludó de manera tan efusiva como a los niños, haciendo una actuación que nadie podía considerar falsa o exagerada.

 Le contó a los niños de los canales y de lo aburrido que había sido trabajar allí en esos días pero que algún día los llevaría pues era un sitio hermoso para nada y pasar un día entero en el agua. Esto lo dijo pensando en él, pensando en su cuerpo y en la poca luz que los iluminaba al final del día. Después de decirlo se sintió algo culpable, por lo que rellenó su boca de comida y dejó que su esposa le contara todo sobre los chismes que tenía acumulados del fin de semana.

 Pero K no escuchó mucho de lo que ella decía. Su culpa había empezado a carcomerle el alma y le hacía ver que, aunque la quería, ya no la amaba como lo había hecho hacía tantos años. Ahora ella se convertía en otra desconocida y él, K, también.

 Cuando él se levantó ese lunes festivo, escuchó un automóvil arrancar bajo su ventana. Eso era porque su cuarto estaba ubicado sobre la recepción. Pero nunca hubiese podido saber que ese automóvil era un taxi y que dentro iba K. Pero lo más importante es que así lo hubiese sabido, no le hubiese importado.

 Desnudo como había estado en el lago, así mismo se había acostado la noche anterior. Había despertado con las sabanas por la cintura por culpa de la calefacción, que apagó después de salir de un salto de la cama. Se miró en un espejo que había colgado detrás de la puerta de la habitación y fue entonces que recordó el día anterior.

 Él no confiaba que K supiese quién era en realidad pero eso daba un poco igual. Al fin y al cabo habían cruzado miradas varias veces el sábado y ambos parecían convencidos de saber quienes eran y lo que esperaban del otro. K, para él, había sido el ideal cuando estaba en el colegio. Resultaba que él no era el chico encorvado sino otro, que se hacía notar mucho menos y que siempre había odiado a K por su facilidad con todo, desde las matemáticas hasta las mujeres.

 Odiar no es una palabra muy grande en este caso pues ese era el verdadero sentimiento, eso era lo que corría por la sangre de él cada vez que veía a K destacarse en algo, lo que fuera. Pero al mismo tiempo quería ser él o al menos estar cerca de él. Esta obsesión extraña no duró mucho porque, como todos los jóvenes, él cambiaba de objeto de deseo con mucha frecuencia, cosa que aprendió a controlar mucho después.

 Sin embargo cuando vio a K en el hotel, se dio cuenta que había algo entre ambos, algo extraño. Fue así que le escribió una nota para que lo acompañara a nadar y allí lo sorprendió quitándose el bañador pero K hizo lo propio casi al mismo tiempo, cosa que a él le encantó.

 La conversación en el agua fue perfecta. Tonta y simple, puede ser, pero ideal. Era obvio que había querido hacer algo más en ese momento, con ambos tan indefensos en más de un sentido. Pero algo le dijo que era mejor reservarse todo eso para otra ocasión, si es que alguna vez había alguna.

 Fue cuando se estaban secando en el muelle que, el brillo de la luna rebotó en el anillo que había en una de las manos de K. Y entonces él decidió no proseguir con lo ocurrido y simplemente olvidarlo. Por eso si lo hubiese visto la mañana siguiente, igual lo hubiese dejado ir sin decirle nada. Él igual soñó con él y se permitió volverlo objeto de su deseo por un tiempo, hasta que el recuerdo se gastó.


 Nunca se volvieron a ver pero siempre se recordaron. K nunca dejó a su esposa ni a sus hijos y él nunca salió a correr por nadie en su vida. Ambos eran muy parecidos en sus convicciones y lo sabían por sus respuestas a las preguntas que se habían hecho. Una de las preguntas que K le hizo a él fue si repetiría esa misma experiencia otra vez. Dijo que sí. Él le devolvió la pregunta y K le respondió con un si mucho más rápido y contundente.