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lunes, 20 de febrero de 2017

Temprano en el parque

   Salir a trotar tan temprano era para Víctor un privilegio. A él no le disgustaba para nada tener que levantarse antes de las cinco de la madrugada para salir. Se ponía los zapatos deportivos especiales que había comprado con tanta emoción, los pantalones térmicos que había pedido por internet y una como camiseta de manga larga que parecía más hecha para bucear que para trotar. A veces lo acompañaba su perro Bruno, si es que este no se resistía a salir por el frío que con frecuencia hacía por las mañanas.

 Ese lunes, Bruno tenía ganas de hacer sus necesidades así que tuvo que salir con Víctor a dar la vuelta de la mañana. Normalmente era un recorrido amplio que duraba una hora y media, tras la cual regresaba a casa bastante sudado y cansado, listo para ayudar a preparar a Luisa para la escuela y luego darse un largo baño caliente para descansar los huesos. Era su rutina y le había tomado un cariño extraño, tal vez porque hacer lo mismo seguido crea cierto sentido de seguridad.

 Bruno a veces corría por delante de Víctor, otras veces se quedaba oliendo cosas y se demoraba en alcanzarlo. Esa mañana el perro iba detrás pero recortaba la distancia de forma rápida y eficiente. Cuando llegaron al parque, Víctor aminoró un poco la marcha porque sabía que era el punto favorito para Bruno. Solo tendría que esperar un momento a que hiciera lo suyo. Tenía una bolsita plástica lista y sabía bien del cesto de la basura que había saliendo del parque, ideal para tirar la bolsita.

 Sin embargo, Bruno no se puso a lo suyo de inmediato. Corrió hacia un montículo y cruzó al otro lado, atraído por algo. No era inusual que hiciera cosas así. Víctor esperó a que volviera o diera alguna señal de que había hecho lo suyo. Pero Bruno no hizo ningún ruido. Estaba el parque en silencio y el frío parecía apretar más y más. Víctor llamó a Bruno pero este no respondió. De nuevo y nada. El dueño empezó a preocuparse por su perro, pues ahora sí pasaba algo muy extraño.

 Bruno por fin aulló. Víctor se hubiese sentido aliviado si no fuese por el hecho de que el ladrido parecía melancólico, como si algo malo le hubiese pasado al pobre perro. Víctor corrió a su búsqueda y lo encontró pasando una fila de árboles que daban una bonita sombra. En efecto el perro había hecho lo suyo y Víctor se disponía a recoger lo hecho. Pero cuando sacó la bolsita de su bolsillo, se dio cuenta de que no solo estaban allí Bruno y él, sino que había alguien más en el lugar. Se quedó de piedra mirando lo que tenía enfrente y no era la mierda de perro.

 Era un hombre. Un hombre tirado en el suelo, cabeza abajo, algo ladeada hacia el lado opuesto a Víctor. Por alguna razón, agradeció que así fuese. El perro caminó con suavidad detrás de Víctor: era evidente que estaba temblando y que no había respondido a los llamados de su amo por puro miedo. El cadáver, había que decirlo, estaba completamente desnudo. No había rastro alrededor de sus pantalones, su ropa interior o su camisa, ni siquiera una billetera o un cinturón. Solo él, ya gris.

 Víctor no llevaba su celular a trotar. Le estorbaba en el pantalón al moverse. Trató de no mirar más el cadáver y pensó en donde estaría el lugar más cercano para llamar a la policía. El parque estaba rodeado de edificios de apartamentos así que podría ir al más cercano, pedirle el teléfono al vigilante de turno y llamar. Caminó más allá del muerto y Bruno lo siguió, caminando sobre pasto seco y ramitas que se quebraban con caminar sobre ellas. Trataba de no pensar en esa piel y su aspecto.

 Llegó pronto al borde del parque. Cruzó una calle y llegó a un edificio de seis pisos. Subió unas cortas escaleras y sin dudarlo tocó el timbre. Sonó adentro como si se cayera algo y luego una voz diciendo alguna cosa. Después no hubo más ruido hasta que oyó una voz algo ronca por el intercomunicador. Era el vigilante. Víctor le pidió el teléfono para llamar a la policía. El tipo pareció dudar pues no respondió y de pronto colgó. No se escuchó más adentro del edificio.

 Víctor miró a Bruno, que se había sentado de nuevo tras él y gemía con suavidad, de una manera apenas audible. Temblaba suavemente y era obvio que quería volver a casa. Víctor esperó pero nadie salió así que decidió intentar en el siguiente edificio. Allí nadie le habló por un aparato sino que salió a ver quien era con sus propios ojos. Era un hombre mayor y le explicó lo que sucedía. El señor lo miró de arriba abajo y luego se metió para salir un minuto después con un teléfono inalámbrico.

 Minutos después, Víctor cruzaba la calle de vuelta al punto donde Bruno había hecho lo suyo. La policía le había indicado que debía quedarse junto al cuerpo y que lo interrogarían en el lugar. Él hizo lo que le dijeron y caminó despacio hacia el sitio indicado. El problema fue que no se dio cuenta de que caminando en ese sentido vería el rostro del muerto. Y así fue. Vio sus ojos abiertos, su boca seca y abierta y su piel tan blanca como la luna. Fue una visión de miedo. Entendió porqué Bruno temblaba tanto: él también había visto esa expresión de la muerte.

 La policía no demoró mucho. Vinieron con una ambulancia y personal que revisó el cuerpo de forma rápida y acordonó la parte del parque donde se encontraban. Uno de los policías tomó a Víctor del brazo y lo llevó aparte para hacerle preguntas. Fueron varias preguntas obvias: “¿Como lo encontró?” y cosas por el estilo. Le pidió al final sus datos y le dijo que podía irse a casa pero que seguramente debía ir a la estación ese mismo día para dar más declaraciones. Apenas asintió.

 Se iba a ir pero recordó que había dejado la mierda de su perro en el suelo. Todavía tenía la bolsita en el bolsillo y estuvo tentado a sacarla pero las ganas de salir de allí eran más grandes. Cuando se decidió, el equipo forense volteó el cuerpo del muerto y hubo una visión horrible y una reacción aún peor: el hombre tenía cortado el cuello y ese hoyo estaba ya lleno de gusanos y otras criaturas que habían comenzado el proceso de descomposición. Víctor casi sale corriendo.

 En el camino a casa no trotó, solo caminó lo más rápido que pudo. El ejercicio podía esperarse a otro día. Bruno iba al mismo ritmo que su amo, ni más lento ni más rápido. Parecía también querer llegar a casa y dejar todo el asunto del parque atrás. Pero la imagen del muerto era difícil de quitarse de la cabeza y más aún ese olor tan asqueroso que despidió al ser girado sobre sí mismo: era algo digno de un malestar estomacal. De hecho, Víctor sentía su panza como una lavadora.

 Cuando por fin llegaron a su edificio, Víctor apenas saludó al vigilante. Caminaron rápido al ascensor y en segundos estuvieron por fin en casa. Nadie se había despertado aún. Por el reloj de la cocina. Víctor se dio cuenta de que habían vuelta media hora antes. Pensó que era lo mejor, pues así podría darse una ducha calienta más larga, cosa que necesitaba con urgencia. Antes llevó a Bruno a su habitación, le puso comida y agua fresca y lo dejó ahí. El perro parecía deprimido.


 Víctor se dirigió a su habitación. Apenas miró el bulto en su cama y los ruidos que hacía su respiración. En el baño se quitó la ropa tan pronto pudo y abrió la llave mientras tomaba un cepillo de diente y casi lo destrozaba contra sus ya muy blancos dientes. Cuando entró a la ducha, se sintió como si el agua limpiara capas y capas de sudor y tierra. Pero lo que limpiaba era más que eso. Víctor cerró los ojos y entonces vio todo de nuevo, sintió escalofríos y pudo sentir ese olor otra vez. Tomó el jabón y lo pasó varias veces por todo su cuerpo, tratando de usarlo como un borrador.

lunes, 15 de agosto de 2016

Correr

   La mujer pasó corriendo entre las casitas que formaban el barrio periférico más alejado del centro de la ciudad. Para llegar a todo lo que tenía alguna importancia, había que soportar sentado durante casi dos horas en algún bus sin aire acondicionado y con la música de letra más horrible que alguien jamás haya escrito. Por eso la gente de la Isla, como se conocía al barrio, casi nunca iba tan lejos a menos de que fuese algo urgente.

 María corría todos los días, muy temprano, antes de tener que empezar su día laboral como todos los demás. Era el único momento del día, cuando la luz afuera todavía estaba azul, cuando podía salir a entrenar y seguir preparada para cumplir sus sueño algún día. En un rincón de su mente había algo que le decía que las posibilidad era mínima pero que si existía la posibilidad, era mejor no darse por vencido tan fácilmente. Y María no era de las que se daban por vencidas.

 Su casa estaba en la zona alta de la Isla. Sí, porque incluso lo barrios más pobres están subdivididos, porque eso hace que la gente sea más manejable, entre más repartidos estén en sectores que solo existen en sus mentes. El recorrido de su ruta de todos los días terminaba allí y apenas llegaba siempre se bañaba con el agua casi congelada de la ducha y ponía a calentar algo de agua en una vieja estufa para hacer café suficiente para todos. Era difícil cocinar con dos hornillas viejas, pero había que hacer lo imposible. María estaba acostumbrada.

 El desayuno de todos los días era café con leche, con más café que leche porque la leche no era barata, pan del más barato de la tienda de don Ignacio y, si había, mantequilla de esa que viene en cuadraditos pequeños. Normalmente no tenía sino para aceite del más barato pero la mantequilla la conseguía en las cocinas del sitio donde trabajaba. No era algo de siempre y por eso prefería no acostumbrarse a comerla. Podía ser algo muy malo pensar de diario algo que la vida no daba nunca.

 María trabajaba en dos lugares diferentes: en las mañanas, desde las siete hasta la una de la tarde, lo hacía en una fábrica de bebidas gaseosas. Pero ella no participaba del proceso donde llenaban la botella con el liquido. Marái estaba en el hangar en el que limpiaban con ácido las viejas botellas para reutilizarlas. Había botellas de todo la verdad pero eran más frecuentas las de bebidas gaseosas.

 Su segundo trabajo, que comenzaba a las dos de la tarde, era el de mucama en un hotel de un par de estrellas a la entrada de la ciudad. Era un sitio asqueroso, en el que tenía que cambiar sabanas viejas, almohadas sudadas y limpiar pisos en los que la gente había hecho una variedad de cosas que seguramente no hacían en sus casas.

 Para llegar a ese trabajo a tiempo disponía de una hora pero el viaje como tal duraba cuarenta y cinco minutos por la cantidad de carros en las vías. Solo tenía algunos minutos para poder comprar algo para comer en cualquier esquina y comer en el bus o parada en algún sitio. Lo peor era cuando llovía, pues los buses pasaban llenos, los puestos de comida ambulante se retiraban y no se podía quedar por ahí pues las sombrillas eran muy caras y se rompían demasiado fácil para gastar dinero en eso.

 Mientras hacía el café con leche del desayuno, se vestía con el mono de la fábrica y despertaba a su hermana menor y a su hermano mayor. Él trabajaba de mecánico a tiempo completo. No era sino ayudante pero el dinero que traía ayudaba un poco. Era un rebelde, siempre peleando con María por los pocos billetes que traía, pensando que podía invertirlos de mejor manera en apuestas o en diversión. Su nombre era Juan.

 Jessica era su hermana menor y la que era más difícil de despertar. Ella estaba en el último año del colegio y esa era su única responsabilidad por ahora. Ni María ni Juan habían podido terminar la escuela pero con Jessica habían hecho un esfuerzo y se había podido inscribir en el colegio público que quedaba en la zona baja de la Isla. Era casi gratis y María la dejaba en la puerta todos los días, de camino al transporte que la llevaba a la fábrica de limpieza de botellas.

 Aunque la más joven de las dos estaba en esa edad rebelde y de tonterías diarias, la verdad era que Jessica no se portaba mal o al menos no tan mal como María sabía que los adolescentes podían hacerlo. No había quedado embarazada y eso ya era un milagro en semejantes condiciones. María a veces pensaba que eso podía ser o muy bueno para una mujer o un desastre completo. No era raro oír los casos de violencia domestica y cuando decía oír era escuchar los gritos viniendo de otras casas.

 Sus padres no vivían. Hacía un tiempo que habían muerto. Su padre era un borracho que se había convertido del cristianismo al alcoholismo después de perder montones de dinero en inversiones destinadas al fracaso. Era su culpa que su familia nunca hubiese avanzado. Decían que su muerte por ahogo había sido por la bebida pero algunos decían que era un suicidio por la culpa.

 La madre de los tres no duró mucho después de la muerte de su esposo. No lo quería a él ni tampoco a sus hijos pero sí a la vida estable que le habían proporcionado. Al no tener eso, se entregó a otros hombres y pronto se equivocó de hombre, muriendo en un asunto de venganza de la manera más vergonzosa posible.

 Las mañanas comenzaban muy temprano para los tres. Los tres caminaban juntos al trabajo, apenas hablando por el frío y el sueño. Primero dejaban a Jessica en la escuela, quién ya había empezado a hablarle a sus hermanos de sus ganas de estudiar y María ya le había explicado que para eso tenía que ser o muy inteligente o tener mucho dinero. Y lo segundo ciertamente no era la opción que ella elegiría.

 Juan y María se separaban en la avenida principal. El taller estaba cerca del paradero del bus pero él nunca se quedaba a acompañarla. Se querían pero había cierta tensión entre los dos, tal vez porque no veían el mundo de la misma manera, tal vez porque no veían a sus padres con los mismos ojos. Juan era todavía un idealista, a pesar de que la realidad ya los había golpeado varias veces con una maza. Él no se rendía.

 El bus hasta la fábrica lo cogía a las cinco de la mañana. Casi tenía que atravesar media ciudad para poder llegar justo a tiempo. Le gustaba llegar un poco antes para evitar problemas pero eso era imposible de prevenir. Ya había aprendido que cuando las cosas malas tienen que pasar, siempre encuentran la manera de hacerlo. Así que solo hay que ponerle el pecho a la brisa y hacer lo posible por resistir lo más que se pueda. Y así era como vivía, perseverando sin parar.

 En el transporte entre la fábrica y el hotel siempre le daba sueño pero lo solucionaba contando automóviles por la ventana. Era la mejor distracción.  Ya en el hotel evitaba quedarse quieta mucho tiempo. Incluso con esa ropa de cama tan horrible, a veces daban ganas de echarse una siesta y eso era algo que no podía permitirse.

 Siestas no había en su vida, ni siquiera los domingos que eran los únicos días que no iba al hotel a trabajar. Con la tarde libre, María solo corría varias veces, de un lado al otro de la Isla, como una gacela perdida. Los vecinos la miraban y se preguntaban porque corría tanto, si era que estaba escapando de algo o si estaba entrenando de verdad para algún evento deportivo del que ellos no sabían nada.

 Y la verdad era que ambas cosas eran ciertas. En efecto, corría para escapar de algo: de su realidad, de su vida y de todo lo que la amarraba al mundo. Prefería un buen dolor de músculos, la concentración en el objetivo, que seguir pensando durante esas horas en lo de todos los días. También se entrenaba para un evento pero no sabía cómo ni cuando sería. Solo sabía que un día llegaría su oportunidad y debía estar preparada.


 Correr esa su manera de seguir sintiéndose libre, aún cuando no lo era.