Mostrando las entradas con la etiqueta transporte. Mostrar todas las entradas
Mostrando las entradas con la etiqueta transporte. Mostrar todas las entradas

miércoles, 14 de febrero de 2018

Rebeldes (Parte 1)


   Todo el lugar era un caos. Había explosiones sin cesar y gritos que trataban de romper el muro de ruido que la batalla había armado en ese otrora hermoso campo. Era increíble pensar que hasta hacía muy poco, pasto de un verde intenso crecía allí. Un pasto que los granjeros veían apropiado para sus rebaños, pues era una tierra de todos y la naturaleza se había encargado de que el lugar fuera casi como un santuario para la vida silvestre. Lamentablemente, el paraíso no duró para siempre.

 La mayoría de los combatientes portaban un uniforme blanco que, por alguna extraña razón, no se manchaba con nada. Algunos decían que tenía propiedades mágicas, producto de las alianzas formadas durante la guerra. Muchos seres oscuros y peligrosos habían surgido de las entrañas del mundo y algunos de ellos estaban allí, en la mitad del campo de batalla. Algunos eran monstruos horribles que podían quebrar un cuerpo en dos con sus mandíbulas y otros eran seres que se veían más normales pero que tenían habilidades particulares.

 Escondidos detrás de una duna de tierra negra, Al y Chris esperaban el momento justo para su ataque. Ellos estaban del lado contrarios de las tropas de blanco. Vestían ropa común y corriente pero también tenían sus haces bajo la manga. Sin embargo, sus superiores les habían recordado que no podían usar nada de lo que sabían antes de tiempo, para evitar que el enemigo los tomara pronto como objetivo de sus ataques. La idea era pasar desapercibidos hasta el momento adecuado.

 Habían estado escuchando las explosiones por un buen rato, habiendo aparecido en el lugar justo antes de que las tropas blancas decidieran atacar, aunque los rebeldes vestidos de ropa común estaban listos para la embestida. Eran menos numerosos pero más difícil de atrapar por su gran agilidad, una cualidad que habían obtenido tras años de correr por entre las calles de las ciudades dominadas por los Blancos. Tenían que aprender a robar para sobrevivir en el mundo.

 Chris miró a Al y asintió. Al hizo lo mismo y desapareció de golpe. No corriendo ni volando ni haciendo nada de lo que haría una persona común y corriente. Al tan solo había desaparecido y aparecido de pronto un kilometro al norte, desde donde tendría una perspectiva diferente de la batalla. Era un terreno algo escarpado, por lo que su visión sería perfecta. Los Blancos habían tomado la posición ventajosa. Con un golpe fuerte, podrían vencer a los rebeldes empujándolos al mar. Y por muy recursivos que fueran, no todos sobrevivirían la caída al agua.

 Al de nuevo desapareció desde donde estaba y apareció al lado de Chris. Con una mirada, Chris supo que Al había confirmado lo que ya sabían. No solo que los Blancos tenían la clara ventaja en la batalla, sino que habían ignorado proteger uno de sus flancos por la soberbia misma que los sostenía en el mundo. Ese era el sitio para atacar y ellos dos eran el arma secreta de los rebeldes para cambiar el rumbo de las cosas en el mundo y por fin poder respirar en paz.

 Al y Chris se tomaron de la mano y esta vez los dos desaparecieron. Aparecieron casi al mismo tiempo detrás de unos arbustos. Cuando miraron por entre las hojas, los últimos soldados Blancos pasaban casi corriendo para unirse a la batalla. Para ellos habría grandes riquezas y recompensas si se unían a las peleas que su gobierno armaba contra minorías que no tenían como defenderse. Al menos no hasta ahora. Puesto que los rebeldes habían sacrificado muchas vidas por una victoria.

 Después de unos minutos, los dos hombres salieron de entre los arbustos. Se miraron una vez más y supieron que ese era el último momento que estarían juntos. Habían sido pareja en el grupo de infiltraciones por meses, reuniendo información de las tácticas militares de los Blancos y de ese preciso lugar alejado, a propósito, de grandes zonas habitadas que podrían haber sido afectadas con una batalla de semejantes proporciones. Eran jóvenes pero su conocimiento era vasto.

 Sus ojos se quedaron entrelazados unos segundos más. Entonces, Chris miró hacia la batalla y, sin dudarlo, corrió gritando con todas sus fuerzas. De repente, su cuerpo empezó a quemarse. Llamas cubrieron su cuerpo de un momento a otro e incluso fue capaz de elevarse del suelo y volar por encima del campo negro.  Y sus poderes no terminaban allí: desde la retaguardia, lanzó llamas de un intenso color amarillo hacia los Blancos. Los fue encerrando con cercas de llamas de dos metros.

 Los soldados Blancos estaban aterrorizados. Nunca habían sido testigos de algo semejante. Sabían que había gente con poderes extraños, ellos mismo habiendo negociado con algunos de ellos para aprovechar sus poderes en el campo de batalla y en la vida diaria para intimidar al que necesitaran hacer pensar dos veces sobre sus acciones. Pero ese hombre en llamas era algo completamente distinto. No solo su poder era intenso en todo el sentido de la palabra, su sola silueta en el cielo nublado era suficiente para hacer correr a cualquiera, antes de morir calcinado.

 Al también se había unido a la batalla, tratando de ayudar a los rebeldes empujados hacia el mar a retomar terreno. Usando su poder de transportación instantánea, podía golpear a varios soldados separados por varios metros, casi al mismo tiempo. Su velocidad y la ferocidad de Chris habían sido las armas secretas de los rebeldes. Y parecía que la estrategia estaba funcionando a las mil maravillas, puesto que los Blancos parecían querer retirarse pero no podían por los muros de llamas.

 Los dos jóvenes estaban seguros de haber hecho lo correcto al proponer semejante ataque. Sus superiores habrían preferido esperar un poco más de tiempo para irse de cabeza contra los Blancos, pero Al y Chris los convencieron de que un ataque frontal y definitivo era la mejor idea, sobre todo porque evitaría la muerte de muchos otros que estaban siendo masacrados o torturados en las ciudades, solo por haber robado una pieza de pan o por querer evitar el servicio militar obligatorio.

 Los rebeldes tenían ganado el día. O casi. De la nada, más soldados Blancos y más bestias salidas del infierno mismo aparecieron para enfrentar a los rebeldes. Una de ellas tenía un aspecto parecido a un murciélago gigante. Fue ella quién atacó con magia negra al hombre en llamas y lo tumbó del suelo, cayendo a tierra con un golpe seco. Allí, se enfrentó a soldados Blancos a puño limpio. Mantuvo su posición un rato pero ellos eran muchos más y sus llamas se habían apagado por el esfuerzo.

 La murciélago bajó de los cielos y lo golpeó una y otra vez. Chris quiso usar su poder pero no podía, estaba exhausto. La criatura lo apretó contra el suelo y rió, de la manera más espeluznante posible. Dijo algo en un idioma extraño y uno de los soldados le pasó una delgada espada. La criatura blandió la espada y, por un segundo, todo parecía terminar. Sin embargo, Al había visto a Chris caer del cielo y había corrido hacia su compañero. Como pudo, se movió como bólido entre el enemigo.

 Apenas estuvo detrás de la criatura, se agachó de golpe y tomó a Chris por uno de sus tobillos. La espalda cayó con fuerza pero en el suelo no había nadie a quien matar. La criatura había perdido a su presa pero tenía muchos otros rebeldes que aplastar. Los Blancos ganaban, de nuevo.

 En un lugar lejano, sin caminos ni gente, aparecieron los dos rebeldes apenas respirando. Chris estaba todavía de espaldas, esperando sentir la espada penetrando su cuerpo. Pero entonces sintió algo en un pie y vio que era Al, herido de gravedad justo antes de transportarlo a un sitio seguro.

lunes, 15 de agosto de 2016

Correr

   La mujer pasó corriendo entre las casitas que formaban el barrio periférico más alejado del centro de la ciudad. Para llegar a todo lo que tenía alguna importancia, había que soportar sentado durante casi dos horas en algún bus sin aire acondicionado y con la música de letra más horrible que alguien jamás haya escrito. Por eso la gente de la Isla, como se conocía al barrio, casi nunca iba tan lejos a menos de que fuese algo urgente.

 María corría todos los días, muy temprano, antes de tener que empezar su día laboral como todos los demás. Era el único momento del día, cuando la luz afuera todavía estaba azul, cuando podía salir a entrenar y seguir preparada para cumplir sus sueño algún día. En un rincón de su mente había algo que le decía que las posibilidad era mínima pero que si existía la posibilidad, era mejor no darse por vencido tan fácilmente. Y María no era de las que se daban por vencidas.

 Su casa estaba en la zona alta de la Isla. Sí, porque incluso lo barrios más pobres están subdivididos, porque eso hace que la gente sea más manejable, entre más repartidos estén en sectores que solo existen en sus mentes. El recorrido de su ruta de todos los días terminaba allí y apenas llegaba siempre se bañaba con el agua casi congelada de la ducha y ponía a calentar algo de agua en una vieja estufa para hacer café suficiente para todos. Era difícil cocinar con dos hornillas viejas, pero había que hacer lo imposible. María estaba acostumbrada.

 El desayuno de todos los días era café con leche, con más café que leche porque la leche no era barata, pan del más barato de la tienda de don Ignacio y, si había, mantequilla de esa que viene en cuadraditos pequeños. Normalmente no tenía sino para aceite del más barato pero la mantequilla la conseguía en las cocinas del sitio donde trabajaba. No era algo de siempre y por eso prefería no acostumbrarse a comerla. Podía ser algo muy malo pensar de diario algo que la vida no daba nunca.

 María trabajaba en dos lugares diferentes: en las mañanas, desde las siete hasta la una de la tarde, lo hacía en una fábrica de bebidas gaseosas. Pero ella no participaba del proceso donde llenaban la botella con el liquido. Marái estaba en el hangar en el que limpiaban con ácido las viejas botellas para reutilizarlas. Había botellas de todo la verdad pero eran más frecuentas las de bebidas gaseosas.

 Su segundo trabajo, que comenzaba a las dos de la tarde, era el de mucama en un hotel de un par de estrellas a la entrada de la ciudad. Era un sitio asqueroso, en el que tenía que cambiar sabanas viejas, almohadas sudadas y limpiar pisos en los que la gente había hecho una variedad de cosas que seguramente no hacían en sus casas.

 Para llegar a ese trabajo a tiempo disponía de una hora pero el viaje como tal duraba cuarenta y cinco minutos por la cantidad de carros en las vías. Solo tenía algunos minutos para poder comprar algo para comer en cualquier esquina y comer en el bus o parada en algún sitio. Lo peor era cuando llovía, pues los buses pasaban llenos, los puestos de comida ambulante se retiraban y no se podía quedar por ahí pues las sombrillas eran muy caras y se rompían demasiado fácil para gastar dinero en eso.

 Mientras hacía el café con leche del desayuno, se vestía con el mono de la fábrica y despertaba a su hermana menor y a su hermano mayor. Él trabajaba de mecánico a tiempo completo. No era sino ayudante pero el dinero que traía ayudaba un poco. Era un rebelde, siempre peleando con María por los pocos billetes que traía, pensando que podía invertirlos de mejor manera en apuestas o en diversión. Su nombre era Juan.

 Jessica era su hermana menor y la que era más difícil de despertar. Ella estaba en el último año del colegio y esa era su única responsabilidad por ahora. Ni María ni Juan habían podido terminar la escuela pero con Jessica habían hecho un esfuerzo y se había podido inscribir en el colegio público que quedaba en la zona baja de la Isla. Era casi gratis y María la dejaba en la puerta todos los días, de camino al transporte que la llevaba a la fábrica de limpieza de botellas.

 Aunque la más joven de las dos estaba en esa edad rebelde y de tonterías diarias, la verdad era que Jessica no se portaba mal o al menos no tan mal como María sabía que los adolescentes podían hacerlo. No había quedado embarazada y eso ya era un milagro en semejantes condiciones. María a veces pensaba que eso podía ser o muy bueno para una mujer o un desastre completo. No era raro oír los casos de violencia domestica y cuando decía oír era escuchar los gritos viniendo de otras casas.

 Sus padres no vivían. Hacía un tiempo que habían muerto. Su padre era un borracho que se había convertido del cristianismo al alcoholismo después de perder montones de dinero en inversiones destinadas al fracaso. Era su culpa que su familia nunca hubiese avanzado. Decían que su muerte por ahogo había sido por la bebida pero algunos decían que era un suicidio por la culpa.

 La madre de los tres no duró mucho después de la muerte de su esposo. No lo quería a él ni tampoco a sus hijos pero sí a la vida estable que le habían proporcionado. Al no tener eso, se entregó a otros hombres y pronto se equivocó de hombre, muriendo en un asunto de venganza de la manera más vergonzosa posible.

 Las mañanas comenzaban muy temprano para los tres. Los tres caminaban juntos al trabajo, apenas hablando por el frío y el sueño. Primero dejaban a Jessica en la escuela, quién ya había empezado a hablarle a sus hermanos de sus ganas de estudiar y María ya le había explicado que para eso tenía que ser o muy inteligente o tener mucho dinero. Y lo segundo ciertamente no era la opción que ella elegiría.

 Juan y María se separaban en la avenida principal. El taller estaba cerca del paradero del bus pero él nunca se quedaba a acompañarla. Se querían pero había cierta tensión entre los dos, tal vez porque no veían el mundo de la misma manera, tal vez porque no veían a sus padres con los mismos ojos. Juan era todavía un idealista, a pesar de que la realidad ya los había golpeado varias veces con una maza. Él no se rendía.

 El bus hasta la fábrica lo cogía a las cinco de la mañana. Casi tenía que atravesar media ciudad para poder llegar justo a tiempo. Le gustaba llegar un poco antes para evitar problemas pero eso era imposible de prevenir. Ya había aprendido que cuando las cosas malas tienen que pasar, siempre encuentran la manera de hacerlo. Así que solo hay que ponerle el pecho a la brisa y hacer lo posible por resistir lo más que se pueda. Y así era como vivía, perseverando sin parar.

 En el transporte entre la fábrica y el hotel siempre le daba sueño pero lo solucionaba contando automóviles por la ventana. Era la mejor distracción.  Ya en el hotel evitaba quedarse quieta mucho tiempo. Incluso con esa ropa de cama tan horrible, a veces daban ganas de echarse una siesta y eso era algo que no podía permitirse.

 Siestas no había en su vida, ni siquiera los domingos que eran los únicos días que no iba al hotel a trabajar. Con la tarde libre, María solo corría varias veces, de un lado al otro de la Isla, como una gacela perdida. Los vecinos la miraban y se preguntaban porque corría tanto, si era que estaba escapando de algo o si estaba entrenando de verdad para algún evento deportivo del que ellos no sabían nada.

 Y la verdad era que ambas cosas eran ciertas. En efecto, corría para escapar de algo: de su realidad, de su vida y de todo lo que la amarraba al mundo. Prefería un buen dolor de músculos, la concentración en el objetivo, que seguir pensando durante esas horas en lo de todos los días. También se entrenaba para un evento pero no sabía cómo ni cuando sería. Solo sabía que un día llegaría su oportunidad y debía estar preparada.


 Correr esa su manera de seguir sintiéndose libre, aún cuando no lo era.

jueves, 5 de noviembre de 2015

Rutinas matutinas

   Recuerdo que era horrible despertarse hacia las cinco de la mañana. Siempre pensé que era casi un castigo divino el hecho de hacer semejante cosa con un niño, despertarlo a una hora en la que muchos adultos ni siquiera estaban conscientes y a la que los animales tampoco respondían muy bien que digamos. El frío instantáneo al despertar, la gana de quedarse cinco minutos en la cama o el hecho de hacerlo todo medio dormido era un ritual bastante extraño, como si todo se tratase de algo que había que hacer por obligación y porque no había más remedio. Y de hecho así era, porque había que ir al colegio, no era algo muy opcional, incluso cuando estaba enfermo. Mis padres no veían muy bien que se faltara a la escuela un solo día, así fuese el ultimo antes de vacaciones o uno atrapado entre dos días festivos.

 La rutina era la misma siempre: primero despertarse a esa hora tan horrible. Cuando era pequeño era mi mamá la que me despertaba, actuando como mi despertador. Ya después yo fui poniendo una alarma que a veces escuchaba y otras no. Pasó varias veces que se nos hacía tarde, que el bus no se demoraba en pasar y que solo tenía tiempo de vestirnos y ya. No era lo mejor puesto que a mi no bañarme siempre me ha parecido difícil porque me siento físicamente sucio por horas después. Siento como si no hubiese salido de la cama. Es que la cama tenía mucho poder. Por eso seguido en el bus del colegio me quedaba dormido y solo me despertaba una vez en el colegio, para mi completo desagrado.

 Después de ducharme dormido, porque el agua no ayudaba en nada, me ponía la ropa lentamente: la ropa interior, las medias, el pantalón y así. Todo con una ceremonia que terminaba con mi mamá viniendo para decirme que apurara porque no tenía tanto tiempo y porque ya llegaba el bus. Esto era muchas veces un mentira que mi madre usaba para acelerar el paso. El resultado era siempre variado, nunca siempre el mismo. Después de cambiarme y tomar la maleta, había que desayunar. Siempre era algo simple como tostadas con mermelada o cereal con leche. Nunca comíamos nada demasiado complejo. Primero porque a mi mamá cocinar tan temprano no le gustaba pero también porque no había tiempo de tanta cosa.

 A mi me daba igual porque nunca me cabía mucha comida. Sigue siendo lo mismo de hecho. Y el desayuno, a pesar de ser pequeño, también lo comía con ceremonia, tratando de alejar al sueño de mi mente, muchas veces sin éxito. Mi hermano muchas veces estaba tan dormido que su cara quedaba a milímetros de su cereal. Normalmente teníamos unos pocos minutos más para cepillarnos los dientes y luego llegaba el bus. A veces se demoraba pero normalmente era bastante puntual. Había que bajar corriendo y sentir decenas de ojos cuando uno se subía y tomaba asiento. El de al lado mío siempre se demoraba en ocuparse.

 En la universidad, la rutina cambió sustancialmente. Ya le horario no era rígido, no era el mismo todos los días. Había algunas veces que de nuevo tenía que despertar a las cinco de la mañana pero normalmente era más tarde. Eso sí, nunca modifiqué el tiempo que me daba para hacer lo que tenía que hacer antes de salir: siempre era una hora, a veces con algunos minutos de más. Lo calculé así por la sencilla razón de tener más minutos de sueño. Lo primero para mi era poder dormir a gusto porque así me despertaba con más energía y disposición. Eso sí, no servía de mucho porque empecé a dormir hasta tarde, costumbre que todavía tengo y seguramente no dejaré.

 En ese momento la rutina era la misma pero variaba por la hora del día. Me encantaba cuando solo tenía una clase en la tarde. Hubo semestres en los que almorzaba en casa o al menos desayunaba rápidamente teniendo a mi madre ya despierta. Los días en los que ella era mi despertador habían pasado y me tocaba a mi despertarme todos los días. A eso me acostumbré rápidamente y descubrí mi sensibilidad a esos sonidos. Hay gente que no oye las alarmas y tiene que levantarse con movimiento pero a mi en cambio nunca me gustó que me sacudieran para despertarme. Era demasiado violento para mi gusto.

 De pronto el cambio más significativo entonces era que me despertaba para ir a un sitio que yo había elegido para aprender de algo que yo quería aprender. No era el colegio en el que a veces la primera clase del día era matemáticas. Eso era una combinación mortal. Pero en la universidad ya no había matemáticas ni nada demasiado críptico para que yo lo entendiese. Así que muchas veces despertarse era un gusto y yo lo hacía con un ritmo envidiable, creo yo, pues sabía usar el tiempo de la manera más eficiente posible. Además que ahí empecé a aprovechar ese tiempo del desayuno para también ver televisión o algo en internet, pues así podía relajarme aún más antes de clase.

 Los desayuno seguían siendo pequeños pero, como dije antes, esto es porque me quedé así. Los grandes desayunos con muchos panes y huevo y caldos y bebidas calientes, eran para los sábados y los domingos. Entre semana todo eso me hubiera caído como una patada y más si tenía que levantarme temprano. En la universidad yo hacía mis desayunos y aunque sí comía mucho huevo, la verdad era que no había nada más ligero que eso y a la vez más completo. Después era cepillarme los dientes e irme a tomar el transporte. Entre que salía de casa y llegaba a la universidad, pasaban tal vez cuarenta minutos, considerando que eran dos transportes lo que tenían que tomar.

 Por dos años, aunque eso terminó hace un mes o un poco más, tuve la fortuna o el infortunio de no tener responsabilidad alguna con nada. Es decir que no  tenía clases a las que ir ni tenía un trabajo al que responder. No había nada porque no conseguía nada. Entonces la rutina de entre semana cambió a su modo más relajado que nunca. Ya no importaba dormir hasta tarde pues podía levantarme casi a la hora que quisiera al otro día. Al menos al comienzo fue así. No era poco común que me acostara a las casi tres de la mañana y al otro día despertara casi al mediodía. De raro no tenía nada y siendo ya adulto nadie me decía nada. La rutina entonces se diluyó bastante pues no había como modificarla de verdad. Así que yo solo hacía lo que tenía que hacer.

 Dejé de bañarme después de despertarme para poner el desayuno primero o comer algo antes del almuerzo, porque no tenía ya mucho sentido comer mucho a dos horas de comer la mejor comida del día. Hubo muchos días en los que simplemente comía un pan o algo de pastelería o solo el jugo de naranja y con eso duraba lo que tenía que durar hasta la hora del almuerzo. No era lo mejor pero así era. Después me duchaba y podía durar el doble de antes cambiándome, ya no porque me estuviese durmiendo sino porque hacer que las cosas se demoren más es una técnica muy obvia para hacer que los días tengan algo más de peso, si es que se le puede llamar así.

 Ya después, cuando empecé a escribir, me puse una hora para despertarme con alarma incluida. Me despertaba minutos antes de las nueve de la mañana, me demoraba una hora o una hora y media escribiendo y luego me premiaba a mi mismo con el desayuno que podía variar de solo cereal a un sándwich de gran tamaño o de pronto algo especial que hubiésemos comprado en el supermercado y que vendría bien a esa hora. Empecé a darle una estructura a mi rutina de la mañana, y de todo el día de hecho, porque me di cuenta que me faltaba esas líneas, esos muros en mi vida para sentirme menos perdido y más coherente a la hora de decidir o de pensar que hacer en el futuro próximo.

 Hoy en día, de nuevo, mi rutina cambia según el día aunque son variaciones pequeñas. A veces desayuno a las diez y media, a veces una hora más tarde. Duermo más o menos dependiendo de mi nivel de cansancio y, en ocasiones, del nivel de alcohol. Me ducho hacia el mediodía porque no le veo la urgencia a hacerlo antes y hago mi almuerzo a la hora que lo comía en casa que era hacia las dos y media de la tarde. El resto del día lo ocupan las clases o mi esfuerzo por rellenar las horas caminando y conociendo cosas que no sé muy bien que son. Todo va cambiando en todo caso y seguramente tendré otra rutina de estas en unos años y otra más en otros años más.


 En todo caso creo que necesito la estructura de una rutina diaria y no creo que haya nada malo con eso. Solo que, al parecer, no soy muy bueno a la hora de hacer las cosas tan libremente.