Su cuerpo se sentía bien. Debo confesar que
siempre que pienso en él, recuerdo aquellos momentos cuando dormíamos juntos y
besaba su espalda. Parecía que el tiempo iba más despacio durante esas mañanas,
en las que el sol acariciaba todo de la manera más tranquila posible. Era como
si el mundo se hubiese dado cuenta de la felicidad que sentíamos y lo celebraba
con nosotros. No me avergüenza decir que hacíamos el amor varias veces al día,
pues la conexión que teníamos era completa y difícil de explicar.
No era solo sexo, era mucho más. Era amor y
cariño, pero también amistad y un cierto grado de compañerismo. Al fin y al
cabo nos habíamos conocido trabajando en la base, él siendo uno de los miembros
de la parte administrativa y yo siendo un reciente ascendido a sargento. Creo
que mi felicidad por ese logro había hecho que nuestra relación pudiera
florecer. Tal vez si eso no hubiese sucedido, no hubiésemos visto en el otro lo
que ahora vemos todos los días y no nos cansamos de compartir.
Pero ahora ya no estoy con él, estoy lejos.
Pienso en su cuerpo desnudo mientras duerme, pues asumo que no debe estar
despierto aún. Aunque tal vez sí lo esté porque recuerdo que un día que llegué
muy temprano él ya estaba desayunando y viendo televisión. En esa ocasión, me
confesó que se había acostumbrado a dormir conmigo y que, cuando yo no estaba,
su cuerpo parecía despertarlo para que estuviese pendiente de mi llegada. Era
algo muy tierno pero no había pasado de nuevo.
Tal vez estaba despierto hace horas y veía la
tele, tratando de no pensar en mí o en lo que yo podría estar haciendo. Estaba
a un mundo de distancia pero lo veía como si lo tuviese en frente. Quise poder
tomar su mano y abrazarlo, compartir otro momento más con él, pero eso no podía
ser. Por fortuna, mi trabajo no había demandado estar en un lugar fuera de
nuestra ciudad en todo el tiempo que nos habíamos conocido, ya casi dos años.
Pero el tiempo había llegado de pasar por el trance de la separación forzada.
Antes de irme, compramos un gato que llamamos
Garfield. No era un nombre muy inventivo, pero mi idea había sido la de darle
una compañía a mi amado mientras yo no estuviese ahí. Obviamente él tenía su
trabajo y varias responsabilidades, pero yo sabía bien que el problema era más
bien por las noches y en las mañanas, cuando normalmente éramos solo nosotros
dos. Sabía como se sentiría porque yo me sentiría igual. Estar alejados dolía
bastante pero había que aguantar y enfrentar la realidad de las cosas y del
estilo de vida que llevábamos y que habíamos elegido.
Iba en un helicóptero sobre una selva
completamente verde, casi impenetrable. Los árboles crecían con poco espacio
entre sí, construyendo como un domo sobre el suelo húmedo que había debajo,
donde más signos de vida luchaban por subsistir a cada momento. Mi trabajo era
el de ayudar a entrenar a un nuevo grupo de reclutas en una base militar
remota, todo relacionado a un programa de cooperación internacional que se
había instaurado de manera reciente. Me habían elegido por mis dotes de mando.
Cuando por fin llegamos a la base, un pequeño
lugar construido en la ladera de una gran montaña, me sentí todavía más lejos
de él que antes. Era como si me hubiesen transportado a otro planeta, pues no
había signos de una civilización avanzada, fuera del helicóptero que se apagó
rápidamente, mientras el equipo y yo nos presentábamos con los jefes de la
nueva base y pasábamos revista a los soldados. Eran muy jóvenes o al menos así
los veía yo, viéndome a mi mismo en sus ojos y expresiones. Fue algo extraño.
Cuando terminas esa primera revisión, pude ir
a mi tienda asignada. Allí, descansé un rato hasta que no pude aguantar y
busqué al comandante de la base para pedirle ayuda: necesitaba comunicarme con
mi hogar. Cuando por fin lo encontré, el comandante casi se ríe de mi. Debí
pensar que no habría internet en semejante lugar tan remoto. Me explicó que la
única comunicación que tenían con el exterior era por radio con el ejercito y,
según las condiciones del clima, vía teléfono satelital.
Les pedí el teléfono prestado pero me dijeron
que no era posible usarlo en ese momento pues tenían notificación de que una
tormenta se acercaba y eso haría casi imposible el uso del aparato. Yo iba a
responder pero un estruendo en el exterior me calló por completo. Pensé que era
ya uno de los truenos de la tormenta, un relámpago tal vez, pero no era eso.
Salimos todos corriendo al patio central, donde estaba el helicóptero, y vimos
como una sección de la selva parecía haber estallado en llamas, de la nada.
No era tan cerca como había parecido pero
tampoco era lejos. El comandante me explicó que esa era, en parte, la razón
para poner una base en semejante lugar: narcotraficantes usaban la profundidad
de las selvas vírgenes para construir laboratorios donde pudiesen hacer las drogas
que quisieran. Siempre eran lugares muy rudimentarios, sin reglas de seguridad
para nadie, fuese consumidor o manufacturero. Eran el nuevo cáncer de la selva
y debían ser extraídos antes de que sus experimentos pudiesen poner en riesgo,
no solo la vida de la gente, sino la de todo un ecosistema.
Me asignaron un grupo de cinco chicos y con
ellos nos asignaron la misión de ir al lugar del incendio y ver si habían
heridos o narcotraficantes que pudiésemos atrapar en la zona. Me dio nervios
mientras entrabamos en la selva, pues iba con personas que no estaban
preparadas para semejante misión. Ni siquiera habíamos tenido tiempo de
entrenar una vez. Pero entendía la necesidad de ir antes de que escaparan los
delincuentes, así que no dije nada al comandante cuando me pidió liderar el
grupo.
Les aconsejé que sostuvieran las armas bien
apretadas al cuerpo, para tener mejor control sobre ellas. No debían disparar a
menos que yo se los ordenara, así nos ahorraríamos momentos que quisiéramos
evitar. Les avisé que siguieran mis pasos y que rotaran su mirada para todas
partes: arriba, abajo, frente, atrás y a cada lado. Debían ser camaleones en la
selva y eso era en todo el sentido de la palabra. Los noté nerviosos pero
teníamos un trabajo que hacer. Fue entonces que les dije que pensaran en la
persona que más quisieran.
Tal vez eran más jóvenes que yo pero tal vez
tenían una novia en casa. E incluso si ese no era el caso, podían pensar en su
familia, en sus amigos o en quién fuera. El punto es que usaran a una persona
como ancla, para no soltarse por la selva haciendo tonterías. Sabían bien que
había una cadena de mando y que debía respetar protocolos claros. Se los
recordé mientras caminábamos, mientras yo pensaba de nuevo en mis momentos con
el amor de mi vida, que debía estar pegado al techo sin saber de mí.
Entonces el ambiente empezó a oler más a humo
y una rama se quebró a lo lejos. Pasó exactamente lo que no tenía que pasar:
uno de mis chicos no tenía el arma pegada al cuerpo y se asustó de la manera
más tonta. Disparó una ronda hacia el lugar de donde venía el ruido y casi
suelta el arma de la tembladera que le dio. Tomé el arma y le dije que se fuera
para atrás. A los demás, les ordené que me siguieran y que no hicieran nada.
Cuando llegué al lugar del incendio, vi algo que nunca hubiese querido ver en
mi vida.
Un niño, de unos diez años o tal vez menos,
yacía en el suelo de la selva. Me acerqué a él y noté que todavía respiraba. Mi
soldado le había dado con su ronda. Seguro el niño estaba escapando del
incendio y pisó la rama que se quebró. Lo tomé en mi brazos y traté de ayudarlo.
Mi amor, debiste estar allí. Hubieses sido de
mucha más ayuda. El niño murió a mis pies y la moral de mis soldados se fue rápidamente
por el caño. Llevamos el cuerpo de vuelta y lo enterramos. No sé que hacer
ahora. Te necesito más que nunca, mi ancla. Esto parece imposible sin tu
presencia.