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lunes, 28 de marzo de 2016

La sombra de los libros

   Como todos los días, se sirvió una taza de cereal con leche fría y una cucharada de azúcar aparte pues no le gustaban las hojuelas sin mucho sabor pero tampoco las azucaradas. Lo comía despacio, mirando las noticias de la mañana o, sino estaba de humor, leyendo alguna cosa en internet. Eso ocurría normalmente entre las siete y las ocho de la mañana. Ya para las nueve debía estar ya en su puesto de trabajo, después de un breve viaje en bus.

 Su trabajo no era nada del otro mundo: era el encargado de mantener el orden en una librería, cuidando que cada uno de los ejemplares estuviera donde tenía que estar. Era una librería bastante grande, con dos pisos completos a disposición de quienes vinieran a buscar algo que leer. Había grandes clásicos, que eran fáciles de ordenar alfabéticamente, pero también libros de diferentes artes y temas y para niños, que eran a veces más difíciles de ordenar por las formas en las que venían.

 En el día sólo interactuaba con un par de personas y la verdad era que casi no había que hablar. No solo por la regla no oficial de no hablar en voz alta, como si estuvieran en una biblioteca, sino que también por el hecho de que él hacía tan bien su trabajo, que no había necesidad de estarle diciendo qué hacer. Apenas llegaba un libro nuevo sabía muy bien donde poner los ejemplares. Lo mismo si encontraba libros rotos o cosas por el estilo.

 Cabe aclarar que no interactuaba nunca con los clientes. Eso lo hacían los vendedores y él no era una. Extrañamente la gente entendía eso a la perfección puesto que él se ponía un uniforme algo distinto al de sus compañeros. Por eso el día que Alex le habló, fue sin duda un día muy distinto.

 En años de trabajar allí, nadie nunca le había dirigido la palabra. Incluso mientras ordenaba libros, nadie nunca parecía notar que estaba allí. Eso le ocurría no solo en el trabajo sino en la vida en general. En el bus siempre lo empujaban y parecían no darse cuenta que estaba allí. Cuando hacía fila para algo a veces se lo saltaban hasta que él protestaba pero muchas veces no decía nada, por lo acostumbrado que estaba.

 Alex en cambio se le acercó tocándole la pierna ligeramente, pues él estaba subido en una escalera, y le preguntó acerca de un libro de fotografía que estaba buscando. Por la falta de costumbre, él se le quedó mirando un momento como esperando a que Alex se diese cuenta por si mismo del error que había cometido. Pero eso no pasó. De hecho Alex sonrió y le preguntó si no sabía dónde estaba ese libro. Lo único que hizo él fue extender su mano e indicar así el camino. No abrió la boca para nada. Alex entendió, sonrió de nuevo y se fue.

 Ese encuentro hizo que él soñara despierto toda esa semana. Se imaginaba discutiendo las técnicas de fotografía, de las cuales no sabía nada, de algún gran artista de ese contexto, asombrando así a Alex. Se pintaba mucho más interesante de lo que era y por eso, después de un rato, solar despierto perdía todo interés real. No tenía sentido imaginar cosas que no pasarían, menos aún cuando el resto del mundo seguía ignorándolo. Había sido una cosa de una sola vez.

 En sus días libres vestía con camisetas de diferentes diseños, con dibujos extraños o colores vibrantes. Era su manera de vivir con el hecho de que nadie lo notara nunca. Como las cosas eran así, pues se podía permitir se lo que escandaloso que quisiera con su vestimenta y, como lo comprobó apenas lo intentó, eso no cambiaba nada.

 Así que el sábado siguiente salió a caminar y a comprar algunas cosas que necesitaba. Se puso una gorra, una pantalones cortos amarillos y una camiseta con motivos florales. Hacía calor, entonces el atuendo venía bien. Fue primero a un centro comercial pero no encontró las medias que quería y por eso tuvo que ir a otro al que no iba casi. Cuando encontró unas medias divertidas, casi se estrella con Alex, que estaba mirando la ropa interior. Él se disculpó rápidamente y estuvo a punto de seguir de largo pero Alex le sonrió y le preguntó si era el chico de la librería.

 Él jamás, hasta donde se acordaba, se había sonrojado por nada en su vida. Pero seguro que lo hizo cuando Alex le hizo esa pregunta, pues nadie nunca se la había hecho, nadie nunca lo había reconocido y se sentía bastante extraño. Por alguna razón, la mano donde tenía los dos pares de medias que iba a comprar, estaba temblando. Alex se dio cuenta pero no dijo nada. En cambio, dijo que le gustaban esas medias pero que él lo que buscaba eran bóxeres o algo así porque necesitaba con urgencia.

Esa confesión de su privacidad hizo que él se sonrojara aún más. No dijeron nada por un momento y entonces fue Alex el que dijo que no había encontrado nada. Se despidió diciéndole que ojalá se encontraran nuevamente. La mente del pobre joven empezó a correr como nunca antes puesto que eso tampoco se lo había dicho nunca nadie. ¿Qué habría querido decir Alex con eso? Tal vez era solo una forma de ser amable pero tal vez lo dijera en serio, tal vez sí quería volverlo a ver pronto.

 Solo unos minutos después reaccionó y se dio cuenta de donde estaba y qué estaba haciendo. Pagó sus medias y cuando llegó a casa lo único que echarse en la cama y pensar y soñar despierto hasta que empezó a soñar dormido sin darse cuenta.

 La semana siguiente en la librería estuvo con los nervios sensibles. El lunes había creído ver a Alex en un bus y el miércoles pensó que se lo había cruzado a la hora del almuerzo, en la calle. Así que estuvo todo el tiempo mirando para todos lados, pensando que el personaje en cuestión iba a entrar de un momento a otro a la librería. Estaba siendo un poco descuidado con su trabajo: en un mismo día hizo caer varias torres e libros, tanto así que por primera vez desde Alex, algunas personas parecieron notar su presencia. Incluso interactuó más de lo normal con sus jefes.

 Para el viernes, el nerviosismo había desaparecido. Siempre terminaba por ser coherente y había concluido que no tenía sentido alguno que Alex volviese de la nada a la librería. Al fin y al cabo, la primera vez que había venido parecía que buscaba algo que no era para él y si le gustaran más los libros seguro ya habría vuelto así que lo sensato era pensar en que no iba a volver o al menos no pronto. Así que dejó todo como estaba y siguió su vida de sombra como siempre.

 Sin embargo, algo cambió en él. Ya no estaba dispuesto a que lo empujaran en el bus ni que la gente se le colara en la fila del banco. No estaba dispuesto a dejar que los demás creyeran que no existía porque un día, en la ducha, se dio cuenta de que él sí existía: pagaba un alquiler, trabajaba, tenía sueños y ambiciones y soñaba despierto a cada rato. Eso lo hacía alguien y si eres alguien debes defender tu lugar.

 Empezó a imponerse, sin violencia pero con vehemencia, en el trabajo y en todas partes y pronto varias personas se dieron cuenta de su presencia y de que sus aportes eran valiosos y valían la pena ser escuchados. Se le confió la organización de la presentación de un nuevo libro y todo lo relacionado fue un éxito, desde la organización espacial de la firma de autógrafos, hasta el tiempo y el lugar para las fotos y demás. La autora quedó contenta con él y también la gente de la librería.

 Los clientes se dieron cuenta de su presencia como por arte de magia y fue entonces cuando se le ascendió a jefe de personal. Las cosas habían mejorado y todo por su encuentro con alguien que solo había visto dos veces, que él supiera, en su vida. Se lo imaginaba a veces, en las noches, caminando por ahí y sonriendo.


 Lo extraño de todo es que él era igual de distraído que la demás gente. Pues si hubiese puesto atención a los varios años en los que había vivido en su edificio, de varios pisos pero un espacio cerrado al fin, hubiese sabido que Alex era uno de sus muchos vecinos. Pero de eso solo se daría cuenta mucho después, por un pequeño accidente con alcohol de por medio. Pero esa es una historia para otro día.

jueves, 18 de febrero de 2016

Sangre

   La sangre de Daniela cayó en pequeñas gotitas sobre las flores, resbalando sobre los pétalos hasta caer en la tierra debajo de las plantas. Se quedó un momento observando el amplio corte que se había hecho con las tijeras para cortar las flores, viendo como la sangre seguía saliendo y como sentía el flujo del liquido por entre la herida. Dolía pero era fascinante para ella, como si sangrar fuera algo nuevo. Cuando empezó a sentirse débil reaccionó y fue caminando, tranquila, hacia el edificio principal de la plantación. Allí había siempre una enfermera, una mujer gordita y muy amable que le curó el dedo en un dos por tres.

 Cuando salió al invernadero, el sol brillaba furiosamente sobre los campos. Volvió adonde se había cortado y continuó hábilmente con su trabajo, aumentado la velocidad un poco pues tenía una cuota que cumplir. Sus manos era increíblemente hábiles y no usaba guantes porque decía que le era más fácil saber por donde cortar si lo hacía con las manos desnudas, usando su tacto nada más. Las reglas era que tenía que usar los guantes y los llevaba en la cintura pero nunca los usaba. Solo se los ponía cuando venía algún supervisor o cuando su turno terminaba, después del mediodía.

 Apenas salía de allí volvía al pueblo en un camión en el que todas las mujeres de la plantación se subían para que las acercaran a sus casas. Pero ella no veía su hogar en todo el día, prefiriendo comer algo en la plaza de mercado y luego yendo a trabajar a la tienda de Doña Marta, una amiga de su madre cuando esta vivía. Los dos trabajos le daban lo justo para poder comer decentemente todos los días y poder mantener a sus hermanos menores.

 Comiendo una sopa con todo y caliente, el dedo cortado de Daniela empezó a sangrar de nuevo, causándolo un horrible dolor. La venda que la enfermera le había puesto parecía no haber servido de nada pues estaba tan roja como una de las rosas de la plantación. Tuvo que coger la cuchara con la otra mano e ignorar el dolor, lo que era casi imposible. No terminó la sopa y le dijo a la mujer del puesto que no tomaría jugo. Pagó y salió a la calle a buscar el camino hacia la tienda.

 Estaba solo a cuatro calles pero en su camino Daniela empezó a sentirse de verdad mal. No era solo el dedo en el que sentía pulsaciones de dolor sino que ahora la cabeza le daba vueltas y se sentía con ganas de vomitar. La gente que la veía la miraba como a un bicho raro, pues ella se apoyaba en los muros de las casas y respiraba apuradamente. Además había empezado a sudar frío y a temblar como loca. Faltando solo una calle más para llegar a la tienda, Daniela cayó del andén a la calle, desmayada, raspándose la cara y las rodillas pero también sangrando por la boca.

 Cuando se despertó, reconoció al instante dónde estaba. Era una de las grandes salas del antiguo hospital del pueblo vecino, que era más grande que el suyo. Reconocía el lugar pues su madre había estado internada por varios meses allí hasta que su cuerpo no pudo más y la dejó sola en el mundo con sus hermanos. Se sentía muy débil, como si la hubieran golpeado, y no quería ni siquiera mantener los ojos abiertos. Los cerró para ahorrar energía y entonces oyó la conversación de dos enfermeras. Intuyó que hablaban de ella pero como se fue deslizando hacia sus sueños, nunca escuchó las palabras exactas.

 Se despertó de nuevo cuando ya estaba oscuro y ahora se sentía menos débil y notaba que estaba menos medicada que antes. Sentía dolor en su cara, en sus piernas y en su mano pero no podía hacer nada más sino estar ahí, echada en la cama sin decir nada pues las palabras tampoco lo salían. Quiso llamar a alguien, que la vieran y se acercaran a hablarle, pero eso no fue posible. Era como si hubiera perdido la facultad del habla, como si ya no fuera a poder hacerlo nunca más. Un sentimiento de desesperación se apoderó de ella y entonces las máquinas que tenía conectadas al cuerpo fueron las que hicieron ruido por ella. Vinieron a inyectarle varias cosas y para cuando se fueron Daniela, de nuevo, estaba dormida.

 En la noche tuvo una pesadilla horrible, de esas que dicen que a todo el mundo le pasan: caía eternamente por un apertura circular que luego era otra y otra y otra y así hasta el infinito. Las formas cambiaban a veces y el color del entorno pero la pesadilla en sí no era modificada. Cuando ese mal sueño por fin terminó, se sintió rara y creyó haber cambiado de espacio. Sentía frío y voces lejanas pero eso terminó rápidamente. Luego tuvo otro sueño, uno tan violento que su mente misma se encargó luego de jamás dejarlo subir a la consciencia de Daniela.

 Despertó de nuevo, a la mañana siguiente. Se sentía un poco mejor pero todavía muy adolorida. Una enfermera vio que estaba despierta y enseguida le trajo algo de beber. Le contó que no podría comer solidos por unos días pero que no se preocupara por eso. La idea era que se recuperara lo más rápido posible. Ella no entendió muy bien pero no preguntó nada. Solo bebió su jugo lentamente y luego durmió.

 Lo hizo toda la noche, sin apenas moverse o despertarse unos minutos. Al otro día concluyó que algo debía de tener el jugo para hacerla dormir tanto pero la verdad era que no le importaba porque no había soñado y ahora se sentía mucho mejor. Podía mover sus manos, el dolor en general era menor pero sí se sentía muy débil todavía. Trató de hablar y solo podía susurrar pero eso era suficiente para comunicarse en el hospital.

 Un médico vino esa misma tarde y le explicó lo sucedido. Su corte en el dedo, para resumir la historia, había sido el culpable de todo pero a la vez su salvación. Ese corte profundo había alterado hormonas en el cuerpo que ya estaban alteradas desde antes y habían hecho que el cuerpo reaccionara de manera violenta para luchar contra algo mucho peor que subyacía en el estado médico de Daniela y que ella no había notado. El hombre le preguntó, antes que nada, por su historial amoroso, algo que la incomodó mucho. Ella respondió que solo había tenido una pareja y que hacía unos años había dejado el pueblo para trabajar como obrero en la capital. Después nunca más tuvo tiempo para novios o cosas de esas.

 El médico entonces le explicó que habían encontrado que en su vientre tenía un feto calcificado, es decir, un bebé que nunca había evolucionado más allá de sus primeras etapas de crecimiento y simplemente había quedado allí. El corte en su dedo había dejado entrar unas baterías muy especiales de las rosas que atacan un poco por todas partes, pues básicamente es veneno. Llegó hasta su vientre y por eso ella colapsó en la calle. Los raspones en la cara y las piernas respondía a una caída violenta pero se curarían sin duda.

 Daniela tenía la boca ligeramente abierta pues estaba entre la sorpresa y no entender del todo que era lo que pasaba. Le explicaron entonces que había sido sometida a una cirugía en la que le había extraído el feto y la habían tenido con antibióticos fuertes para eliminar tanto el veneno de las rosas como cualquier batería o infección relacionada al feto. El médico entonces le preguntó a Daniela si entendía lo que había pasado y ella le respondió que si podía verlo. Era algo muy raro y se arrepintió apenas lo dijo pero el médico le dijo que solo podría verlo cuando estuviera mejor pues podrías ser algo difícil.

 Días después, antes de darle la salida a Daniela, la llevaron a una zona fría del hospital donde guardaban diferentes especímenes, órganos para transparentes y cosas por el estilo. La hicieron esperar junto a una mesa y entonces le trajeron un frasco bastante grande y adentro estaba lo que debía ser el feto, su hijo en otras palabras. Sí era impactante pero fácil de aceptar. Preguntó si se sabía el sexo pero ellos dijeron que era difícil de saberlo pero que lo más probable era que fuera un niña.


 Entonces, con Daniela sosteniendo el gran frasco, empezó a sangrar por la nariz y las gotas cayeron suavemente sobre el vidrio que la separaba de su hijo. Las gotas resbalaron y ella entró en un trance extraño por varios minutos. La hicieron sentar, se llevaron el fresco y ella quedó allí, con los labios rojos de sangre y con la mente llena de pensamientos extraños. Daniela había quedado atrapada allí, para siempre.

viernes, 15 de enero de 2016

Ganas

   Ricardo terminó el último pedacito de pizza que le quedaba. Se limpió la boca con una con una servilleta, de esas bien delgadas que dan a veces, y tiró toda la basura que le había quedado en un bote que estaba justo al lado. Le gustaba mucho venir a comer al parque en la hora y media que tenía para almorzar porque así veía gente y animales y se podía relajar con el viento acariciando el pasto y el sol tocando con suavidad la superficie de un pequeño lago que había en medio del parque. Todo se sienta tan bien que cerró los ojos por un momento, echó la cabeza para atrás y se relajó lo que más pudo.

 Pero no fue por mucho tiempo porque se dio cuenta que la botella de agua que había tomado había hecho efecto y ahora tenía ganas de orinar. Como no le gustaba usar los baños de la oficina, porque siempre estaban llenos y él sufría de timidez al estar entre otros dos hombres frente a un orinal, siempre iba a los servicios de una tienda por departamentos que quedaba de camino. Así que, un poco triste por no poderse quedar, se puso de pie y emprendió la marcha hacia su trabajo

 La tienda por departamentos estaba a tan solo dos calles pero pronto se dio cuenta que tendría que rodear su ruta normal pues habían cerrado la calle por un accidente. Como la curiosidad a veces puede más que nada, se inclinó por encima de la demás gente para poder ver algo pero esto pronto no fue posible porque no era tan alto como le hubiese gustado. Trato de meterse entre algunos de los observadores pero era imposible. Se rindió y decidió tomar camino para que se le hiciese tarde.

 La calle alterna no era una avenida principal como la otra y estaba llena de tráfico por el cierre de la avenida. Los edificios, por raro que parezca, estaban oscuros de la suciedad y no había mucha gente caminando, solo un par de personajes algo oscuros, que se notaban un poco enojados por el clima pues no les daba la posibilidad de esconderse, como normalmente lo harían. Fue un sonido proveniente de uno de los apartamentos que daban a la calle que activó una respuesta activa en Ricardo: la apertura de una llave para lavar los platos. Sintió la vejiga más pesada y apresuró el paso.

 Trató de no curiosear más nada en esa calle y pronto salió a la avenida comercial, justo donde estaba la tienda que usaba para ir al baño. Entró y subió cuatro tramos de escaleras eléctricas y se dirigió a un pasillo algo escondido donde sabía que estaban los baños. Por alguna razón, a esa cadena de tiendas no les gustaba mucho ofrecer el servicio de baños, incluso siendo una obligación según una ordenanza municipal. Pero todo eso no le servía de nada a Ricardo que, al llegar al lugar, se dio cuenta que los baños estaban clausurados.

 De repente, sintió que su vejiga pesaba aún más. Miró alrededor y vio que no había nadie a quién preguntarle nada. Entonces se dio cuenta que eso no podía ser tan malo. Abrió la puerta cuidadosamente, que solo estaba bloqueada por un aviso, y se dispuso a ir al muro donde solían estar los cubículos pero no había nada. Ni tazas ni orinales ni lavamanos ni nada. Solo había algunos escombros en el suelo y nada más. Salió del lugar y bajó un poco apurado los cuatro tramos de escaleras. Ahora sí que el agua se sentía en todo su esplendor en la parte baja de su cuerpo y casi no podía pensar bien .

 Al llegar a la planta baja, salió a la calle rápidamente y miró para todos lados. Cuando se dio cuenta que no conocía otras opciones, así las hubiera, decidió volver a la oficina y orinar allí. Con las ganas que tenía seguramente no sería problema hacer lo suyo así estuviera el lugar a reventar. Así encaminó el paso hacia el edificio de cristal donde estaba su lugar de trabajo.

 Mientras había estado en la tienda, el clima había cambiado por completo. El sol estaba oculto tras una gruesa capa de nubes grises y nadie parecía contento como hacía un rato. De hecho todos tenían cara de pocos amigos y muchos ya tenían listo el paraguas. Ricardo pensó que la gente exageraba, como siempre, pues eran unos pesimistas de primera pero también unos hipócritas pues en un momento adoraban la ciudad por su clima y al otro la desangraban con comentarios desagradables.

 Menos mal Ricardo se dedicó a reflexionar y mirar a los demás, porque eso lo distrajo del peso que llevaba. Justo cuando cayó en cuenta de sus ganas, estaba frente al edificio. Entró lo más rápido que pudo pero perdió el ascensor, que iba relleno. Tuvo que esperar un buen rato, que utilizó para preguntarle a una agente de seguridad si había baños en el primer piso. Ella lo miró con curiosidad y una sonrisa burlona y le dijo que no había ninguno. Él no supo si creerle.

 Cuando por fin llegó el ascensor, se llenó al instante. Fue en ese momento en el que tuvo que utilizar casi toda su concentración para no dejar que el calor de la gente, la sensación de estar siendo tocado por todo el mundo y el asco puro y duro le afectaran la mente. El resto de su cerebro debía encargarse de controlar la vejiga y evitar cualquier accidente desagradable. Al fin y al cabo tenía ya más de treinta años y sería la peor humillación para él orinarse en los pantalones en el lugar donde trabajaba hacía apenas un año. Apenas el ascensor se abrió, la gente salió como espuma de una botella de champaña. Parecía que todos querían ir al baño pero la verdad era que solo Ricardo casi corrió hacia los servicios.

 Como lo había previsto, el lugar estaba lleno de gente. Al fin y al cabo solo quedaban quince minutos de la hora del almuerzo y todos habían vuelto casi al mismo tiempo para tener tiempo de tomar un café e ir al baño antes de reiniciar sus labores. Por gracias del algún dios benévolo, Ricardo vio un orinal libre y se puso de pie frente a él pero entonces algo horrible ocurrió: no podía. Miró a la izquierda donde estaba un hombre bajito y calvo y a la derecha donde había un hombre joven y alto. Miró todo lo que pudo a la pared y trató de abstraerse de todo pero simplemente no pudo y eso que sentía la vejiga al borde del colapso.

 Segundos después, se le vio salir como un tornado del baño y dirigirse, una vez más, a los ascensores. Quién sabe como aguantó todo el viaje hasta el primer piso y mucho menos como salió a la calle, donde ya había empezado a llover. Pero eso a él le daba igual. Caminó por la calle mirando si había tiendas grandes o restaurantes donde pudiese entrar a orinar. Intento colarse a un restaurante de hamburguesas pero una mujer grande le bloqueó el paso y le dijo que si no consumía no podía usar el baño. Y él no tenía dinero, pues solo había salido con lo que había gastado en el almuerzo.

 Intentó en varias tiendas y restaurantes, pero en todas decían lo mismo. A lo último, empezó a rogar y casi a llorar frente a las personas que le cerraban el paso. Pero se sabe que las personas con poder, así sea el poder más risible, creen que están por encima de todo y no suelen ceder ante nada. Eso lo pudo ver Ricardo en todo su horrible esplendor.

La lluvia lo tenía empapado pero él parecía no darse cuenta y también parecía ignorar el hecho de que la hora de empezar a trabajar había pasado hacía unos minutos. Todo eso le daba igual, solo quería orinar y sentir paz en la mente y, de hecho, poder utilizar esa mente. Pues mientras buscaba y miraba para un lado y otro de la calle, no tenía cerebro para más nada que para esa tarea tan básica y que parecía tan simple.

 El pobre incluso trató de orinar en un callejón y detrás de uno de esos enormes tanques de basura que ponen en la calle, pero en ambos sitios fue descubierto por policías, uno que incluso lo amenazó con ponerle una multa por comportamiento indebido o algo parecido. Al parecer para ese policía tampoco había lluvia y, por lo visto, tampoco había crímenes de más calibre en ningún otro lado de la ciudad.

 Fue después de alejarse de ese tanque de basura que se resignó y pensó que le había llegado la hora de tragarse su orgullo y simplemente orinarse encima. Prefería ensuciar sus pantalones que dañar su cuerpo aguantando tanto y para ese momento ya era más que un milagro que hubiera podido aguantar por tanto tiempo.


 Fue entonces cuando miró hacia en frente y vio que había una construcción y los trabajadores seguían en sus cosas a pesar de la lluvia. Y vio Ricardo junto a la entrada de la obra unos baños portátiles. Solo corrió hacia ellos, entró sin que nadie lo viera a uno y orinó feliz, como nunca antes lo había hecho. Cuando terminó, se sintió algo tonto y se quedó allí, saboreando la victoria. Pero esto no duró mucho, pues alguien más necesitaba utilizar el espacio.

martes, 10 de noviembre de 2015

A sus pies

   El pobre de Jaime había trabajado en la tienda de zapatos por tanto tiempo, que los pies y el calzado se habían vuelto su vida. Ya era un hombre que pasaba de los cuarenta y no se había casado, no había tenido hijos y, para dejarlo claro, no se había realizado como persona. Claro, nunca había definido en verdad que era lo que quería hacer con su vida. A veces su sueño parecía inclinarse a ser dueño de una tienda y otra veces era ser podólogo y poder ver los pies que necesitaba ver. Porque el detalle era que los necesitaba. Había ido ya a una psicólogo que le había dejado en claro que lo suyo era un fetiche y bastante fuerte. Eso sí, le garantizó que no era algo dañino y que solo en algunas ocasiones podía volverse algo de verdad incontrolable.

 La tienda para la que trabajaba Jaime era enorme, una de las más grandes de la ciudad que era bastante pequeña aunque tenía una vida comercial activa por estar ubicada cerca de una frontera nacional. Venían extranjeros seguido y todo porque la mano de obra era allí más barata y los zapatos también. Jaime era tan dedicado y sabía tanto del tema que no era solo un vendedor sino que supervisaba todas las áreas. Ese era su máximo logro en la vida: su jefe tenía tan claro que le encantaban los pies, que había utilizado esa obsesión para convertirlo en un experto. Jaime sabía de zapatos deportivos, de mujer, para hombre, para niños y sabía todo también del pie humano: sus partes, las funciones de cada una de ellas y como estaban mejor en un calzado que otro.

 Muchos pensaban que su obsesión era algo meramente físico y que su respuesta era de la misma naturaleza pero la verdad era mucho más que eso. Él tipo sentía un placer más allá de su cuerpo al ayudar a alguien a encontrar un calzado perfecto y más aún cuando le ponía el calzado a quién fuera. Obviamente las mujeres le eran especialmente atractivas por su delicadeza pero también habían hombres que le habían llamado la atención. Su obsesión era tal, que la mantenía a raya coleccionando fotos de revistas donde encontrara los mejores pies que hubiese visto. Era algo privado y jamás se lo había mostrado a nadie y pensaba nunca hacerlo pues era su manera de mantener todo a raya.

 Un día, sin embargo, conoció a una mujer en el trabajo. Una de esas extranjeras que venían a comprar calzado. Si somos sinceros, la mujer era más bien normal de cara y de cuerpo, no era una belleza ni mucho menos. Pero, como cosa rara, Jaime quedó prendado de sus pies. Y ella, que no era tonta, se dio cuenta de esto y le llamó la atención así que decidió coquetearle, pasándole los pies suavemente por la pierna mientras le ponía un calzado que había pedido o modelando atractivamente frente a un espejo. Y se daba cuenta que su técnica daba resultado, a juzgar por la mirada de idiota de él.

 Cuando se decidió por un par, le pasó a Jaime su tarjeta y le dijo que le encantaría cenar con él antes de volver a casa al día siguiente. Le dijo en que hotel se quedaba, la habitación y que lo esperaría en el restaurante del hotel a las nueve de la noche. Jaime estaba casi al borde del colapso pues ninguna mujer se le había acercado así nunca. Él era consciente de que ella no era la típica belleza pero igual era atractiva y sabía usar lo que tenía. Lo que no le quedaba muy claro del todo era porqué se había fijado en él. Sabía que no era un buen partido para nadie y, a diferencia de ella, él no era atractivo y era muy torpe tratando de atraer la atención sobre si mismo. Lo había comprobado hacía años cuando era más joven y ahora ya era muy viejo para ponerse en esas.

 En todo caso, esa noche se puso su mejor ropa (que no era más que un traje apropiado para entierros) y buscó los mejores zapatos para acompañar. No solo sabía de calzado y de pies, también le gustaba ponerse lo mejor que hubiera. Había ahorrado toda su vida y tenía piezas de calzado de las mejores marcas, hechas con los cueros más finos. Para esa noche se puso un par de zapatos negro tinta de una marca italiana que se caracterizaba por las formas que recibían sus zapatos al ser cosidos. Casi todos los pares eran únicos por ello. Eran los más caros que Jaime tenía en su clóset y no dudó en ponérselos esa noche pues sabía que era una ocasión especial, aunque no sabía porqué.

 Cuando llegó al hotel, se dio cuenta que era bastante antes de las nueve. La buscó a ella y no estaba así que se sentó en el bar y pidió whisky en las rocas para darse un poco de valentía. Su poco cabello se lo había peinado sobre la parte calva de su cabeza y se había esforzado por lucir una piel algo menos grasosa de lo normal. Verse en uno espejo que había sobre el bar le resultó algo fuerte pues se dio cuenta que parecía un tonto, creyendo que una mujer se había fijado en él de una manera física. Seguramente ella quería hacer negocio con la tienda o algo por el estilo y lo necesitaba a él para facilitarle algunos datos o algo por el estilo. Estaba seguro de que algo así debía de ser.

 Ella entró cuando él no podía estar más al fondo en sus penas. Y lo vio al instante y lo saludó animadamente. Ella sonreía y llevaba un vestido azul con flores y los zapatos rojos de tacón que había comprado esa misma tarde. Le dijo a Jaime que habían sido una excelente elección pues le quedaban como guante. Los modeló para Jaime que se olvidó por un instante su miseria interna y se dedicó a contemplar tan bellos pies en tan bellos zapatos. Ella sonrió por fin y lo invitó a que tomaran asiento en la mesa que había reservado. Cuando llegaron a ella, había un par de velas encendidas y el mesero les ayudó a sentarse.

 Lo primero que hicieron fue pedir vino. Ella dijo que quería el mejor de la casa. Jaime entonces pensó que tenía dinero pero que no quería gastar demasiado pues tenía todos sus movimientos monetarios bastante bien controlados. Sabía que si gastaba mucho en una cosa, debía gastar menos en otras. Por un momento ese pensamiento lo alejó de ella, hasta que la mujer le tomó una mano y lo miró a los ojos. Jaime no supo que decir y ella visiblemente no iba a pronunciar palabra. El gesto fue interrumpido por el mesero que abrió la botella frente a ellos y les hizo degustarlo antes de servir propiamente. Les entregó las cartas y los dejó a elegir su cena de la noche. Jaime todavía estaba algo nervioso, mientras paseaba sus ojos por la sección de ensaladas.

 Al final, se decidieron por calamares rellenos para él y trucha al limón para ella. Compartieron una entrada de alcachofas, de las que Jaime casi no como por estar pendiente de que la mujer no hiciera de nuevo de las suyas. Era lo normal que las mujeres lo pusieran nervioso pero ahora estaba peor que nunca y se arrepentía de haber aceptado la invitación. Cuando las alcachofas por se terminaron y la mesa quedó libre, ella de nuevo le tomó la mano con sorpresiva habilidad y le dijo que le tenía una propuesta que sabía le iba a encantar. Le dijo que no iba a decir palabra, que solo tenía que leer. De su bolso sacó un celular y se lo pasó cuando mostraba lo que ella quería que él viera.

 Eran fotos de pies. De todos los tipos de pies posibles. Unos al lado de los otros, de todo tipo de personas, de tamaños y de características. Mientras él veía las imágenes ella le decía que trabajaba para una firma que quería hacer el mejor calzado en el mundo, para cada pie y de la mejor forma posible. Querían hacer obras de arte con su calzado, elevando el estatus de este accesorio para vestir al máximo. Desde chanclas hasta zapatillas para ballet, para hombres, mujeres y niños y todos los demás. No había limite en lo que querían hacer y todo tenía una base clara. Ella le apretó la mano que tenía libre y le dijo que lo necesitaban a él, necesitaban a alguien que comprendiera.

 La comida llegó y entonces hablaron más, y Jaime se abrió a ella como si no pudiera contenerse. Le habló de los arcos del pie, de la complejidad de los dedos y de la sensibilidad de las plantas. Le dijo que el calzado era lo que definía, por completo, la vestimenta de una persona más que ninguna otra cosa que tuviese encima. Y ella le dio la razón y el dijo que ellos ya tenían expertos en la parte física del pie. Pero necesitaban a alguien que los amara, que se dedicara de corazón a ellos, para que les ayudase a diseñar los mejores modelos para las mejores ocasiones, siempre siendo únicos y particulares.


 Ella explicó que lo habían encontrado hacía un tiempo, en parte por su trabajo y en parte por sus búsquedas en internet. Él iba a preguntar que si eso no era ilegal pero se frenó porque se dio cuenta que no le importaba. Por fin tenía frente de él esa oportunidad de ser alguien, de realizarse por completo como ser humano. Y no la iba a desaprovechar por tecnicismos tontos. Le dijo a la mujer que la ayudaría en lo que pudiera y que aunque no era un experto, le encantaría hacer parte del proyecto. Mientras les ponían la comida en frente, ella le tocó la cara y le dijo que de hecho él sí era un experto y que sabía que lo que harían sería arte puro pues el amor de él por la idea, era verdadero.