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lunes, 18 de diciembre de 2017

El final es un comienzo

   Las explosiones se sucedieron una a la otra. Desde el otro lado de la bahía se escucharon potentes explosiones pero no se sintieron de la manera violenta como sí lo sintieron algunas de las personas que no habían querido dejar el centro de la ciudad. Los edificios altos, del color del marfil, se desmoronaron de golpe, cayendo pesadamente sobre la playa y dentro del agua. Las personas que quedaban vieron que ya no tenía sentido quedarse allí, si es que lo había tenido antes.

 Se formó una nube enorme de cemento y hormigón, que nubló la vista hacia la ciudad por varias horas. Todos los que estaban en el centro de comando dejaron de mirar hacia la ciudad y se dedicaron entonces a calcular otra variables que tal vez no habían tenido en cuenta. Pero la verdad era que ya todo lo sabían. Estaba más que claro que la armada del General Pico se acercaba a toda máquina hacia la bahía y que embestirían la ciudad con la mayor fuerza posible.

 De hecho, esa había sido la razón parcial para tumbar los edificios. El arquitecto Rogelio Kyel había sido el creador de esas hermosas torres y también había sido él quién había propuesto el colapso de las estructuras para formar una especie de barrera que frenara el ataque del enemigo. Por supuesto, todo el asunto era solo una trampa para distraer al general mientras la población y el comando central escapan hacia algún otro lugar del mundo. El tiempo era el problema principal.

Habían tenido el tiempo justo para tumbar las torres e incluso habían podido evacuar a la mitad de la población en botes especiales, muy difíciles de detectar. Sin embargo, mucha gente quedaba todavía en las islas y era casi imposible sacarlos a todos. Como se dijo antes, la ciudad misma seguía poblada por algunos que se había rehusado a dejar todo lo que era su pasado detrás de ellos. Simplemente se negaban a dejar que algún loco tomara su casa y, a pesar de todo, tenía razón.

 Pero la vida iba primero y, cuando se rehusaron a salir, el comando central decidió que la mayoría tenía prioridad y que si había gente terca que prefería morir, era cosa de ellos y no del gobierno. Muchos de esos tercos se reunieron como pudieron tras ver las torres caer, en parte porque pensaban que el enemigo había sido el causante de los derrumbes. Otros se quedaron en sus hogares sin importar la violencia de las explosiones. Ellos fueron los primeros que murieron cuando Pico embistió con fuerza contra la pobre isla, que se resistió pero al final cayó.

 Tras el derrumbe de las torres, el general solo demoró media hora en llegar a la bahía, con la nube de escombros todavía flotando sobre toda la zona. Dudó un momento pero luego dio un golpe con extrema fuerza contra la ciudad. Lo poco que había quedado de los edificios blancos desapareció bajo las bombas y las pisadas del ejercito del general. Tomaron cada casa y mataron a cada una de las personas que encontraron. Afortunadamente no fueron tantos como pudieron ser, pero igual murieron de la peor manera.

 La distracción fue todo un éxito puesto que la mayoría de las naves pudieron escapar lejos sin que el enemigo se diera cuenta. Solo cuando se fijaron en lo vacía que estaba la ciudad, fue cuando el pequeño general ordenó un bombardeo con naves pesadas sobre todas las islas. Según su decisión, ni un solo rincón de todo el archipiélago podía quedar sin arder bajo las llamas que crecían a causa de los poderosos químicos de los que estaban hechas las bombas.

 Los árboles ardieron en segundos. El comando central y su gente vieron desde lejos como una gran nube negra se cernía sobre lo que había sido su hogar por mucho tiempo. Algunos lloraron y otros prefirieron clavar sus ideas y su mente a lo que tenían por delante y no a lo que había detrás. Esto ayudó a que las naves pudieran alejarse de una manera más precisa, que pudiese evitar una hecatombe global de ser detectados por el ejercito enemigo, que de pronto parecía volcarse en un solo propósito.

 Al otro día, las islas eran solo una sombra de lo que habían sido desde tiempos inmemoriales. Ya no eran de agua clara y playas prístinas, de deliciosa comida y gente alegre, de palmeras enormes que parecían edificios y animales que solo se podían encontrar allí. Todo eso terminó después de varias horas de bombardeos. A la mañana siguiente, no había nada vivo en ese lugar del mundo, a excepción de los soldados que se comportaban más como androides, dando pasos al mismo tiempo, sin razón alguna.

 El general Pico, del que tanto se burlaban sus enemigos por ser un hombre de corta estatura, de bigote espeso y de tener tan poco pelo como una bola de billar, fue el único que soltó una carcajada mientras pisaba las cenizas de lo que había sido uno de los lugares más felices que nadie hubiese conocido. Mientras caminaba, viendo lo que había hecho, pateo cráneos carbonizados y animales retorcidos por el calor de las bombas. Después solo sonrió y al final subió a su nave y se alejó de allí, sin decir nada más. Retomaría pronto su caza del comando central.

 Este grupo se refugió en una pequeña isla remota pero todos sabían bien que no podían quedarse allí mucho tiempo. Seguramente el general decidiría también destruir todas las islas aledañas, por ser un escondite general para gente que nunca se había alejado mucho del mar. Esa, al fin de cuentas, era la verdadera clave. Debían ir a un lugar lejano, en el que nadie esperaría ver gente que se había dedicado toda su vida a pescar y a vivir vidas tranquilas y sin preocupaciones.

 Las naves enfilaron al continente y cuando tocaron la playa se reunieron todos y decidieron dividirse. La mejor manera de escapar era no concentrarse todos en lo mismo sino perderse en la inmensidad del mundo. Formalmente dejarían de ser el comando central y pasarían a ser grupos aislados de personas que, con el tiempo, podrían integrarse a otras comunidades alrededor del planeta sin que nadie se diese cuenta. El general Pico podría perseguir por donde fuera, pero nunca los encontraría, al menos no como los había conocido.

 Algunos se dirigieron a las montañas, un lugar completamente desconocido para ellos, escasamente poblado y con un clima difícil de manejar. Pero como buenos seres humanos, se terminaron acostumbrando después de un corto tiempo. Aprendieron a cazar los animales propios de la región, inventaron aparatos y máquinas para hacer de subida algo más fácil e incluso crearon obras de arquitectura amoldadas a las grandes alturas, todo gracias al arquitecto Rogelio Kyel que había llegado hasta allí.

 Otros, muy al contrario, decidieron que jamás podrían alejarse demasiado del mar. Se adentraron solo algunos kilómetros dentro del continente y se asentaron en el delta de un gran río que regaba con sus agua una vasta región donde pronto pudieron cultivar varios alimentos. Estaban cerca de la selva y sus ventajas pero tuvieron que aprender a vivir también con los animales salvajes que destruían constantemente sus esfuerzos para crear algo así como una nueva civilización.

 El general Pico buscó por todas partes pero lo único que pudo encontrar fueron culturas indígenas que creía inferiores a si mismo y a animales que disparaba por el puro placer de verlos estallar. Murió muy viejo, todavía obsesionado con acabar con todos sus enemigos.


 El arquitecto Kyel murió antes, habiendo dejado su última creación en planos ya listos, que la comunidad decidió construir en la frontera con la región del río. Sería algo así como un puente, construido exclusivamente para unir a los hombres de nuevo, después de tanta devastación.

miércoles, 13 de diciembre de 2017

El viaje de Diana

   Era precisamente por el sonido del mar que había viajado tantos kilómetros. Las ciudades con sus coches y bocinas y ruidos incesantes había sido suficiente para ella. Diana quería descansar de todo eso y alejarse, retraerse a un lugar en el que se sintiese más cómoda. Fue cuando pensó en su pueblo, en el que había nacido hacía muchos años y que había dejado atrás cuando era una niña pequeña. La idea se le había ocurrido en un momento y no la había dejado hasta que tomó la decisión.

 En principio, estaría fuera de casa por una semana pero la verdad, muy adentro de sí misma, sabía que estaría mucho más tiempo afuera. El trabajo la tenía cansada y le debían tantas vacaciones que no tenían opción de negarse a lo que ella dijera. La ley la protegía. Había estado trabajando como loca desde que había ingresado a ese puesto de trabajo y no había descansado sino los fines de semanas y eso que a veces también debía de trabajar esos días. Era un cambio sustancial a su rutina.

 Tomar el avión fue extrañamente liberador. Sabía que antes de llegar a cualquier lado, debía de viajar varios kilómetros y usar varios tipos de transporte. El lugar de su nacimiento, y el de sus padres, era un sitio remoto al que ellos jamás quisieron volver. Ella nunca preguntó mucho pero lo que entendió desde joven es que habían sufrido mucho, y el esfuerzo que habían hecho para salir adelante no podía deshacerse volviendo y siendo sentimentales después de tanto tiempo.

 Diana habló con ellos antes de salir de viaje, pero no quisieron hablar mucho del tema. Solo mencionar que iba a ir al pueblo, era como si fuese de nuevo una niña pequeña y no tuviese permitido hablar de ciertos temas. Su madre la cortó, recordándole que debía comer mejor pues estaba muy delgada. Con su padre fue lo mismo, aunque su manera de interrumpir fue un tosido extraño y luego un silencio muy tenso que parecía poderse cortar con un cuchillo. Era extraño pero decidió respetar la situación.

 El vuelo duró unas dos horas. Cuando bajó del aparato, por aquellas escalerillas que solo ponen en los aeropuertos pequeños, Diana fue golpeada por un calor sofocante y una humedad relativa que en pocos minutos la tuvo sudando la gota gorda. Sentía que respirar se le hacía un poco más difícil de lo normal pero tuvo que proseguir, yendo a buscar su maleta y luego buscando un taxi, que sería el encargado de llevarla a la ciudad más cercana. El corto viaje fue peor que en el avión, pues el hombre no tenía aire acondicionado y había un olor extraño pegado al cuero del automóvil.

 Cuando se bajó en la plaza principal de la pequeña ciudad, Diana miró a un lado y otro. Se aseguró de tener su maleta bien cogida de la manija y empezó a caminar por todo la plaza, por donde niños corrían de un lado a otro y había algunos puestos vendiendo comidas típicas de la región. Los hombres y las mujeres mayores sentados en las bancas de la plaza, típicos de las ciudades como esa, la miraban detenidamente pero sin preguntar nada ni ayudarla, porque era evidente que estaba un poco perdida.

Sabía que debía tomar otro transporte, una especie de taxi pero compartido, que era lo único que podía llevarla hasta su pueblo. Era un lugar muy pequeño, metido entre manglares y marismas. Por el olor del aire, sabía que el mar estaba muy cerca pero la ciudad por la que pasaba estaba encerrada en medio de la tierra y por eso el calor se sentía como si se lo echaran encima por baldadas. Era tan insoportable, que Diana tuvo que interrumpir su búsqueda un segundo para comprar un raspado de limón.

 Cuando lo terminó, pidió otro más y emprendió su búsqueda, que fue corta porque ya estaba al otro lado de la plaza, donde pequeños vehículos estaban estacionados. Tenían letreros encima de ellos, con el destino que servían. Eran un cruce entre una moto, una bicicleta y uno de esos automóviles que solo sirven para una persona. Normalmente Diana no se hubiese subido a algo tan obviamente peligroso pero la verdad era que el calor hacía que las cosas importaran un poquito menos.

 En minutos, estuvo sentada en la única silla con su maleta entre las piernas y tres personas más a su lado. Eligió uno de los bordes para no tener que sentirse como un emparedado entre dos personas, cada una con sus olores particulares. De verdad que no quería comportarse como una esnob, pero es que no estaba acostumbrada a que sus sentidos estuviesen tan alerta como durante ese viaje. El gusto, el tacto, el oído y el olfato estaban todos en constante alerta, como si no supieran que percibir primero.

 La vista, sin embargo, iba y venía. Empezaba a sentirse cansada. En el trayecto al pueblo cabeceó casi todo el camino y solo vio la carretera por momentos. No era pavimentada y estaba cubierta, en tramos, por árboles altos que hacían una sombra bastante agradable. Cuando por fin llegaron, tras casi dos horas más de travesía, Diana tuvo que abrir bien los ojos y quedó fascinada con lo que se encontró. Era el mar, tan azul y tan perfecto como muchos lo habían soñado, y nubes blancas como algodón flotando pesadamente sobre él. Todo era increíble y hermoso.

 Estuvo un buen rato mirando para arriba, parada en el mismo lugar donde se había bajado del vehículo que la había traído. Ya no había nadie alrededor y fue el sonido de una gaviota lo que la despertó de su trance y le recordó que debía buscar el sitio donde había reservado su habitación. Según tenía entendido, era el único hotel o similar que había en todo el pueblo. Había intentado llamar varias veces para reservar hasta que un día por fin pudo hacerlo con buena señal, por el tiempo suficiente.

 Caminando por la calle hecha de tierra, miraba a un lado y al otro. Había casitas modestas al comienzo y después unas más bonitas, con colores varios y de mejor construcción. Como en el otro pueblo, había también una placita pero esta era más pequeña y no tenía sino dos bancos algo desvencijados y muy poca gente alrededor, aunque seguramente serían muchos para la cantidad de personas que vivían en el pueblo. El hotel estaba justo en el marco de la placita, era una casa de dos pisos de color azul con rojo.

 La mujer que atendía era grande y un poco atemorizante. No decía más que un par de palabras pero con el pasar de los días Diana entendió que era solo su manera de ser. Así pasaba cuando se estaba mucho tiempo detrás de un mostrador, esperando a ver si alguien se aparecía. Ella le mostró la habitación a la joven, que lo primero que hizo fue desempacar, ponerse el traje de baño y salir directamente a la playa, sin pensar en mucho más. La orilla no estaba muy lejos de las casas.

 La arena era muy blanca, como si fuera falsa pero no lo era. Y el agua no estaba ni caliente ni fría, sino perfecta. Todo era ideal, por lo que se echó sobre una toalla que había traído y cerró los ojos durante un buen rato. Pero no durmió sino que pensó y pensó en lo que hacía, en sus padres y en su vida hasta ahora. Después, de manera inevitable, pensó en las personas que la rodeaban, en los habitantes de ese pueblo que tal vez recordaran a sus padres o tal vez quisieran conocerla a ella.

 Caminó mucho ese día y habló con vendedores de pescado, de mariscos, otro vendedor de raspados y la enérgica mujer que atendía la tienda del pueblo. Así como ellos preguntaban de su vida, ella preguntaba de la de ellos. Los días pasaron y la semana se convirtió en dos y luego en tres.


 Regresó a casa, casi un mes después de haber partido con conocimiento nuevo, sintiendo que era una persona distinta por atreverse a dar el paso de tener una aventura por sí sola, una travesía que la ayudaría a encontrarse a sí misma, para así saber cual sería el siguiente gran paso.

viernes, 8 de diciembre de 2017

De sangre y arena

   Limpiar sangre es bastante fácil, si se hace de inmediato. Solo hay que tomar un trapo untado de un excelente agente limpiador, de esos que se usan para quitar manchas en la ropa, y restregarlo con fuerza donde sea que haya caído la sangre. Eso sí, no funciona en grandes cantidades puesto que en ese caso las manchas tienden a crecer y la sangre empieza a extenderse por todas partes, como negándose a irse. Puede ser muy difícil en ese caso y ser de gran impacto visual. No es para todos.

 Pero las manchitas que había sangrado Rebeca sobre la almohada eran solo unos puntos que cayeron con facilidad ante la potencia de los químicos en el agente limpiador. Después de un rato ya no había nada que apuntara a la sangre, excepto tal vez la mancha que había en su nariz. Rebeca la vio cuando limpió el trapo en el baño. Se limpió la cara por completo y fue entonces cuando se dio cuenta del dolor de cabeza que le aquejaba. Podría haber sido el causante del sangrado.

 Se sentó un momento en el borde de la cama y respiro lentamente. Volteó a mirar a su teléfono, que estaba cargándose sobre la mesita de noche, y se estiró para tomarlo y ver la hora. Casi se cae de la cama por no ponerse  de pie e ir hasta él pero valía la pena por el dolor. Quedó allí, recostada sobre las sabanas revolcadas, pues el dolor hacía que sus ojos se cerraran. No hacía ruido pero la mano que sostenía el celular empezó a apretar más de la cuenta, tanto que el cable salió volando de la pared.

 Afortunadamente, no hubo ningún daño. Pero de eso se dio cuenta mucho tiempo después. En ese preciso instante lo único que podía hacer era concentrarse en el dolor y esperar a que pasara. Pero no parecía querer irse, era persistente y claramente invasivo. Trató entonces de concentrarse y de que su voluntad fuese la que hiciera desaparecer el dolor. Pero no funcionó pues era más fuerte que ella misma, más que nada que hubiese sentido jamás. Poco a poco, se volvió un malestar general.

 Como pudo, se incorporó y caminó hacia la ducha. Sin quitarse la ropa que tenía puesta, giró la llave del agua, que empezó a caer con fuerza sobre ella. Sus rodillas cedieron al peso de su cuerpo y ahí quedó la pobre Rebeca, pidiendo a quien fuera, Dios o lo que exista, que le quitara el dolor que tenía, proveniente del cráneo pero ahora expandiéndose como liquido derramado por todo su cuerpo. Poco después empezaron los espasmos y no duró mucho tiempo consciente después de eso. No había manera de resistir semejante embestida generalizada.

 Cuando despertó, estaba en una cama de hospital. El dolor seguía y no podía decir nada porque tenía una máscara para respirar en la cara y la garganta la tenía seca, como si hubiese caminado por un desierto por varios días. Pasaron un par de semanas hasta que estuvo bien o al menos tan bien como podía estar después de semejante experiencia. Quería volver a casa pero el doctor le aclaró que debía volver dos veces a la semana para más exámenes y terapias, pues la verdad era que no sabían que le había ocurrido.

 Primero creyeron que era algún caso extraño de epilepsia pero eso fue descartado con los primeros exámenes. Todo lo básico, lo obvio si se quiere, fue descartado en ese mismo momento o poco después. Era obvio que para todos esos médicos Rebeca era un interesante conejillo de indias pues tenía algo en su interior que ellos jamás habían visto. Daba algo de asco verlos casi emocionados por revisarla, por sacarle sangre y ponerla bajo aparatos que parecían salidos de una película de terror.

 Ella resistió lo que pudo, incluso nuevos ataques que fueron mucho más suaves que el primero. Pero con el tiempo se cansó de ir tanto al hospital. No se sentía bien que las enfermeras supieran ya su nombre como si fueran amigas, algo en su cabeza le decía que las cosas no debían de ser así. Un día le preguntó a su medico de cabecera si podían suspender las terapias y pruebas por un tiempo y él se negó rotundamente. Tal vez esa fue la gota que rebasó el vaso o tal vez ella ya estaba decidida.

 El caso es que cuando llegó a casa, verificó sus ahorros en su cuenta personal y luego empacó una sola maleta en la que trató de poner todo lo que podría necesitar para un viaje corto pero no demasiado corto. No le dijo nada a nadie más, ni a sus padres ni a su novio ni a sus amigas. Se fue al aeropuerto sin que nadie supiera nada y allí compró el primer boleto que vio en oferta. No era un destino lejano pero sí muy diferente a la ciudad donde estaba. Eso bastaría por un tiempo, después ya se vería.

 En el avión, viendo las nubes pasar bajo el sol que bajaba tras su recorrido del día, Rebeca respiró profundo y en ese momento supo porqué hacía lo que hacía. Estaba ahora claro para ella y aunque no era algo que quisiera aceptar, era la realidad y no había nada que hacer contra ella. Por eso empezó a cambiar su manera de ser en ese mismo instante, pero no su personalidad sino la manera como hacía las cosas. Ya no sería la preocupada y apurada de siempre. Ahora  trataría de disfrutar un poco la vida y dejar de lado todo lo que la había llevado hasta ese punto en su vida.

 Ya en su destino, usó sus ahorros para comprar un bikini muy lindo y un sombrero de playa apropiado. Llegó a un hotel promedio, ni bueno ni malo, y decidió quedarse allí algunos días. Después de recibir las llaves de su habitación y de ver la hermosa cama que la esperaría todas las noches, salió del cuarto directo a la playa, con su hermoso traje de baño nuevo puesto y el sombrero como remate del atuendo. Normalmente le hubiese importado si los demás se quedaban viendo. No más.

 No hizo como la mayoría, que se matan buscando un sitio donde sentarse para mirar al mar. Lo que hizo Rebeca fue caminar por la orilla de la playa, sin sandalias, disfrutar del agua y del viento y mojar su bikini saltando cada vez que venía una ola. Cuando se dio cuenta, estaba riendo y soltando carcajada como una niña pequeña. Jugó un buen rato sola hasta que decidió que tenía hambre. Compró un raspado de limón y ahí sí se sentó en la orilla, a mirar lo hermoso que era el mundo.

 Sus días en el hotel estuvieron llenos de pequeñas aventuras pero también de cosas de todos los días que hacía mucho tiempo Rebeca ya no disfrutaba. Cosas tontas como hacerse el desayuno o de verdad saborear lo que iba en una comida. Había aprendido a ver de verdad. Lo hacía con el mar y las diferentes personas que iban y venían, cada una cargando un mundo entero a cuestas, sin de verdad pensárselo mucho. Algunas cosas que vio las anotó en una pequeña libreta, otras solo las guardó en su memoria.

 Cuando llegó el momento de volver, tuvo muchas dudas. Al fin y al cabo, si lo que ella sentía era la verdad, no tenía mucho sentido en ir a casa. Pero allí estaban aquellos seres queridos que tal vez estuviese preocupados por ella. Sería injusto desaparecer para siempre, sin que supieran que había sido de ella. No que tuviese que vivir por otros o algo así, pero eran piezas demasiado importantes de su vida para ignorarlos en un momento tan crucial como ese. Entro al avión y no miró atrás.

 Ya en casa, los abrazó a todos y les contó todo lo que había hecho. En ese momento rieron y luego lloraron cuando Rebeca misma les dijo la razón de su regreso. Ellos no querían aceptarlo, no tan rápido como ella al menos, pero a la realidad  no le importa lo que opinen los seres humanos.


 Fue al doctor una última vez para decirle que no volvería nunca. Le agradecía de todo corazón lo que había hecho pero no era necesario seguir con ello. El hombre no dijo nada. Ella salió con una sonrisa en la cara y con espíritu en paz, por fin un mar en calma durante una tormenta que debía de terminar pronto.

lunes, 23 de octubre de 2017

Pasión perdida

   El mercado estaba lleno de gente. Era lo normal para un día entre semana, aunque no tanto por el clima tan horrible que se había apoderado por la ciudad. Decían que era por estar ubicado en un valle, pero el frío que hacía en las noches era de lo peor que se había sentido en los últimos días. Jaime se había puesto bufanda, guantes y el abrigo más grueso que había encontrado en su armario. No quería arriesgarse con una gripa o algo parecido, era mejor cuidarse que estar luego estornudando por todos lados.

 Lo primero que quería ver era la zona de las verduras. Tenía sus puestos favoritos donde vendían los vegetales más hermosos y frescos. Habiendo estudiando alta cocina, sabía muy bien como aprovechar todo lo que compraba. No ejercía su profesión, puesto que su matrimonio le había exigido concentrarse en casa, cuidar del hijo que tenían y administrar un pequeño negocio que los dos se habían inventado años antes de tener una relación seria. Simplemente no había tiempo.

 La Navidad se acercaba deprisa, en solo pocas semanas, por lo que quería lucirse con una cena por todo lo alto. Solo vendrían algunos de sus amigos y parientes de su pareja. Su familia no podría asistir porque vivían demasiado lejos y era ya demasiado tarde para que compraran pasajes de avión para venir solo unos pocos días. Habían quedado que lo mejor sería verse en la semana de descanso que había en marzo. Además podrían hacer del viaje algo más orientado a la playa, a una relajación verdadera.

 Lo primero que tomó de su puesto favorito fueron unas ocho alcachofas frescas. Había aprendido hace poco una deliciosa manera de cocinarlas y una salsa que sería la envidia de cualquiera que viniera a su casa. Lo siguiente fueron algunos pepinos para hacer cocteles como los que ahora vendían en todos lados. Cuanto escogía las berenjenas se dio cuenta de que lo estaban mirando. Fue apenas levantar la mirada y echar dos pasos hacia atrás, porque quién lo miraba estaba más cerca de lo que pensaba.

 Era un hombre más bien delgado, de barba. Si no fuera por esa mata de pelo que tenía pegada a la cara, le hubiera parecido alguien con mucha hambre o al menos de muy malos hábitos alimenticios. Su cara, tal vez por el frío, estaba casi azul. Sostenía una sandía redonda y tenía la boca ligeramente abierta, revelando unos dientes algo amarillentos. El paquete rectangular en uno de los bolsillos del pantalón indicaban que el culpable era el tabaco. Pero Jaime no tenía ni idea de quién era ese hombre pero parecía que él si sabía quién era Jaime.

 El tipo sonrió, dejando ver más de su dentadura. Se acercó y extendió una mano, sin decir nada por unos segundos. Después se presentó, diciendo que su nombre era Fernando Mora y que conocía a Jaime de internet. Lo primero que se le vino a la mente a Jaime fue un video de índole sexual, pero eso nunca lo había hecho en la vida entonces era obvio que esa no era la razón. Se quedó pensando un momento pero no se le ocurría a que se refería el hombre, que seguía con la mano extendida.

 Entonces Fernando soltó una carcajada algo exagerada, que atrajo la atención de la vendedora del puesto, y explicó que conocía a Jaime de algunos videos culinarios que este había subido a internet hacía muchos años. Él ni se acordaba que esos videos existían. Habían sido parte de un proyecto de la escuela, en el que los profesores buscaban que los alumnos crearan algo que le diera más reconocimiento a recetas típicas del país, que no tuvieran nada que ver con la gastronomía extranjera.

 Los videos habían sido hechos con una muy buena calidad gracias a Dora, compañera de Jaime que tenía un novio que había estudiado cine. El tipo tenía una cámara de última generación, así como luces básicas, micrófonos y todo lo necesario para editar los video. Hicieron unos diez, lo necesario para pasar el curso en un semestre, y lo dejaron ahí para siempre. Al terminar, nadie había pensado en eliminar los vídeos puesto que los profesores los habían alabado por su trabajo.

 Entonces allí se habían quedado, recibiendo miles de visitas diarias sin que nadie se diera cuenta. Fue el mismo Fernando el que le contó a Jaime que uno de los vídeos más largos, con una receta excesivamente complicada, había pasado hace poco el millón de visitas y los mil comentarios. A la gran mayoría de gente le encantaban, o eso decía Fernando mientras Jaime pagaba las verduras y las metía en una gran bolsa de tela. Escuchó entre interesado e inquieto por el evidente interés de Fernando.

 Caminaron juntos hasta la zona de frutas, donde Fernando se rió de nuevo de manera nerviosa y le explicó a Jaime que él era un cocinero aficionado y había encontrado los vídeos de pura casualidad. Le habían parecido muy interesantes, no solo porque los cocineros eran muy jóvenes, sino por el ambiente general en los vídeos. Jaime le dijo, con un tono algo sombrío, que él ya no era esa persona que salía en los videos. Fernando se puso serio por un momento pero luego rió de nuevo y señaló los vegetales. Apuntó que Jaime no debía haber cambiado demasiado.

 Ese comentario, tan inocente pero a la vez tan personal e incluso invasivo, le hizo pensar a Jaime que tal vez Fernando tenía razón. Mejor dicho, su vida había tomado una senda completamente distinta a la que había planeado en esa época pero eso no quería decir que se hubiese alejado demasiado de uno de los grandes amores de la vida: la cocina. Todavía lo disfrutaba y se sentía en su mundo cuando hacía el desayuno para todos en la casa o cuando reunían gente, para cenas como la que estaba preparando.

 Fernando le ayudó a elegir algunas frutas para hacer jugos y postres. Se la pasaron hablando de comida y cocina todo el rato, unas dos horas. Cuando llegó el momento de despedirse, Fernando le pidió permiso a Jaime de tomarle una foto junto a un puesto del mercado. Dijo que sería divertido ponerlo en alguna red social con un enlace a los videos de Jaime. A este le pareció que era lo menos que podía hacer después de compartir tanto tiempo con él. Posó un rato, rió también y luego enfiló a su casa.

 Cuando llegó no había nadie. Era temprano para que el resto de los habitantes de la casa estuviese por allí. Recordando las palabras de Fernando, decidió no pedir algo de comer a domicilio como había pensado, sino hacer algo para él, algo así como una cena elegante para uno. Sacó una de las alcachofas y muchos otros vegetales. Alistó el horno y empezó a cortar todo en cubos, a usar las especias y a disfrutar de los olores que inundaban la cocina. Lo único que faltaba era música.

 No tardó en encender la radio. Bailaba un poco mientras mezclaba la salsa holandesa para alcachofa y cantó todo el rato en el que estuvo cortando un pedazo de sandía para poder hacer un delicioso jugo refrescante. Lo último fue sazonar un pedazo pequeño de carne de cerdo que tenía guardada del día anterior. La sazonó a su gusto y, tan solo una hora después, tenía todo dispuesto a la mesa para disfrutar. Se sirvió una copa de vino y empezó a comer despacio y luego más deprisa.

 Todo le había quedado delicioso. Era extraño, pero a veces no sentía tanto los sabores como en otras ocasiones. Algunos días solo cocinaba porque había que hacerlo y muchas veces no se disfruta ni un poquito lo que hay que hacer por obligación.


 Cuando terminó, por alguna razón, recordó a Fernando y su risa extraña. Pero también pensó en los vídeos que había en internet, en sus compañeros de la escuela de cocina y en la pasión que tenía adentro en esa época. Entonces se dio cuenta de que hacía poco habían comprado una cámara de video. Sin terminar de comer, se levantó y fue a buscarla. Era el inicio de un nuevo capitulo.