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lunes, 20 de agosto de 2018

El valle secreto


   El animalito me seguía desde hace ya un rato. Me había dado cuenta al cruzar el silencioso arroyo que separaba una parte del bosque de la base de la montaña, pero no había querido hacer nada precipitado. Al fin y al cabo, las criaturas son siempre curiosas y no es muy extraño que se queden mirando, como asombrados de que exista alguien como un ser humano. Yo, vestido de botas para escalar, pantalones anchos y chaqueta rompe vientos, no debía verme como algo muy común de esos parajes.

 Por eso lo ignoré hasta que, camino a la cima de la montaña, me di cuenta que ya se había convertido en un compañero de aventura. No era común que criaturas como esa subieran tanto, pues gustaban más de estar trepadas en los árboles buscando pequeños frutos para comer. Además, el viento había arreciado en las alturas y la neblina se volvía cada vez más espesa, cosa que parecía ayudar a la sensación de estar atrapado en una nevera. Seguí caminando, pero cada vez iba más despacio.

 Mi travesía había sido planeada con anterioridad y para seguir el camino designado, debía de bordear la cima de la montaña para poder llevar al  valle estrecho que había del otro lado. Era un sitio que habían calificado como “imposible” pero que sin embargo existía. Decían que era un paraíso terrenal, un pequeño lugar tan cálido como los trópicos, pero muy lejos de ellos. Yo esperaba poder tomar fotos, cosa que era mi trabajo y mi afición. Lo hacía todo para tener qué mostrar en el futuro. Quería reconocimiento por mis esfuerzos.

 Paré media hora después de internarme en la neblina. No solo era imposible ver a más de dos metros de distancia, también mis pies se sentían adoloridos y sería una estupidez seguir hacia delante como una mula de carga. Debía detenerme y tomar algo de agua. Sentado en el suelo, podría planear una ruta alterna, pues era muy posible que la montaña estuviese igual de impenetrable durante el resto del día y la noche que no demoraba en llegar. Tenía que tener en cuenta todas las posibilidades.

 Fue allí, sentado sobre el suelo y tomando un poco de agua, que lo vi bien por primera vez. Fue muy gracioso porque pretendió esconderse detrás de una roca que era mucho más pequeña que él. De hecho no tenía ni idea si era un él o una ella, pero el caso es que nos quedamos mirándonos un buen rato, como en un concurso de miradas. Él se rindió primero, alzando su cabeza sobre la piedra y mirándome con sus enormes ojos amarillos. Sus orejas eran puntiagudas y su cuerpo estaba cubierto de pelo amarillo, con algunas manchas negras. Su cola era larga, parecida a las de las ardillas pero menos esponjosa.

 Se quedó otro rato mirándome, ya a plena vista. Yo pretendí no verlo después de un rato y serví algo de agua en la tapa de la botella. Con cuidado, la puse lo más lejos que pude estando sentado. Seguí mirando a un lado, como si no tuviera el menor interés en mi nuevo amigo ni en su aspecto. El truco funcionó a la perfección. La criatura tomó todo de un sorbo y tuvo la suficiente personalidad para tomar la tapa y acercarse adonde yo estaba sentado para pedirme más, alzando la tapita de color azul al nivel de mi cara.

 Yo la tomé y serví más. Lo hice así unas cinco veces más, hasta que pareció estar satisfecho. Era obvio que no había mucha agua cerca y que seguirme le debía haber tomado un esfuerzo al que la pobre criatura no estaba acostumbrada. Mientras tomaba agua, me pregunté porqué me estaría siguiendo. Tal vez olía las provisiones de comida que tenía en mi mochila o simplemente era más curioso que los demás de su genero. En todo caso, agradecí su compañía durante esa noche.

 La Luna llegó muy pronto y tuve que acostarme a dormir justo donde había tomado agua. Seguir caminando habría sido una tontería, sobre todo sin saber que tipo de peligros podría haber al descender hacia el valle cerrado. Además, estaba demasiado cansado para hacer más esfuerzo en un solo día. Hice una pequeña hoguera y me acosté cerca después de comer una barra de cereales, una comida que en nada interesó a mi compañero. En vez de eso, se decidió por cazar insectos. Me quedó dormido mientras lo veía saltar de un sitio al otro.

 Cuando desperté, creí que me había enloquecido o que algo muy malo había pasado. Por un breve momento, todo lo que tenía enfrente era de un color rojo profundo, como si mi visión misma se estuviese incendiando. Tuve miedo y de golpe me moví. Fue entonces que mi vista mejoró y pude ver lo que pasaba. No había un incendio ni mis ojos se estaban derritiendo. Lo que pasaba era que el sol empezaba a salir detrás de la línea de árboles, más allá de las montañas, y bañaban todo de un color similar a la sangre.

 Caí en cuenta de que debía haberme quedado dormido muy temprano y por eso el brillo y los colores del sol me habían despertado al empezar el nuevo día. Me quedé allí, observando, sin importarme en lo más mínimo la posibilidad de una fotografía de semejante espectáculo de la naturaleza. Estuve allí un buen rato hasta que mi amiguito volvió de la nada, habiendo ya comido más que suficiente. No supe donde había dormido, si había vuelto a los árboles para luego volver a mi. Era muy extraño pero no me pregunté más porque no había necesidad alguna. Me alisté y emprendí el camino de nuevo.

 Ya no había neblina ni hacía tanto frío como el día anterior. Pude caminar con más calma y, cuando el camino empezó a descender, saqué la cámara para poder tomar fotos del bosque en la lejanía y de la montaña y sus laderas casi por completo desprovistas de vida. Mi amiguito me seguía muy de cerca, casi parecía uno de esos perros guardianes pero en un tamaño mucho menor. Verlo caminar me hacía gracia pero decidí no mirarlo mucho por si eso podría incomodarlo y hacer que se fuera de vuelta a su hogar.

 No había pasado de medio día cuando llegamos al lugar que yo había esperado ver por tanto tiempo. Ya no podía ver los altos y tupidos pinos del bosque anterior, ni había robles ni araucarias. Esas ya no estaban. Ahora podía ver otros árboles, aún más altos y frondosos pero un sección de tierra mucho menor. Era un valle muy estrecho, entre la montaña que yo había estado cruzando y otra un poco más alta, por lo que se podía ver. Mi amiguito se trepó por mi pierna y llegó pronto hasta mi hombro derecho.

 Allí, la pequeña criatura olió algo en el aire. Seguramente podía hacerlo mucho mejor que yo, pero por alguna razón yo hice lo mismo. Lo sorprendente del caso fue que yo pude oler algo también. Y no fue muy complicado saber que era. El olor del humo, como cuando alguien quema madera. Algo se estaba quemando allí abajo en el valle pero no había humo que ver ni llamas que denunciaran el sitio de la conflagración. De nuevo podía estar imaginando incendios, cosa que no me ponía muy feliz.

 Caminamos durante una hora más, hasta que penetramos el valle. Olimos más el aire, pero no pudimos detectar el mismo olor a quemado. Era muy raro porque no era del tipo de aromas que se pudiesen confundir con otros. Pero continuaron de todas maneras. El ambiente allí era pesado, mucho más caluroso que las regiones cercanas. Era como entrar a un horno, que venía con todo y mosquitos enormes. Las plantas parecían responder a ese microclima con gusto, igual que los animales que parecían pulular por doquier.

 Nos detuvimos a comer algo. Tuve el cuidado de llenar una botella entera con agua pura de un riachuelo para mi compañero de viaje, pues el clima parecía afectarle más a él que a mi. Comió poca fruta de la que le ofrecí y parecía un poco atontado cuando el día cambió de repente.

 El sol era el mismo, así como el calor. Lo diferente fue ver un grupo de personas que nos rodeaba. Un grupo con marcas de pintura por todo el cuerpo, miradas toscas y antorchas que parecían recién utilizadas. Se nos quedaron mirando y fue entonces que supe que el valle escondía más de una de sus caras.

lunes, 18 de diciembre de 2017

El final es un comienzo

   Las explosiones se sucedieron una a la otra. Desde el otro lado de la bahía se escucharon potentes explosiones pero no se sintieron de la manera violenta como sí lo sintieron algunas de las personas que no habían querido dejar el centro de la ciudad. Los edificios altos, del color del marfil, se desmoronaron de golpe, cayendo pesadamente sobre la playa y dentro del agua. Las personas que quedaban vieron que ya no tenía sentido quedarse allí, si es que lo había tenido antes.

 Se formó una nube enorme de cemento y hormigón, que nubló la vista hacia la ciudad por varias horas. Todos los que estaban en el centro de comando dejaron de mirar hacia la ciudad y se dedicaron entonces a calcular otra variables que tal vez no habían tenido en cuenta. Pero la verdad era que ya todo lo sabían. Estaba más que claro que la armada del General Pico se acercaba a toda máquina hacia la bahía y que embestirían la ciudad con la mayor fuerza posible.

 De hecho, esa había sido la razón parcial para tumbar los edificios. El arquitecto Rogelio Kyel había sido el creador de esas hermosas torres y también había sido él quién había propuesto el colapso de las estructuras para formar una especie de barrera que frenara el ataque del enemigo. Por supuesto, todo el asunto era solo una trampa para distraer al general mientras la población y el comando central escapan hacia algún otro lugar del mundo. El tiempo era el problema principal.

Habían tenido el tiempo justo para tumbar las torres e incluso habían podido evacuar a la mitad de la población en botes especiales, muy difíciles de detectar. Sin embargo, mucha gente quedaba todavía en las islas y era casi imposible sacarlos a todos. Como se dijo antes, la ciudad misma seguía poblada por algunos que se había rehusado a dejar todo lo que era su pasado detrás de ellos. Simplemente se negaban a dejar que algún loco tomara su casa y, a pesar de todo, tenía razón.

 Pero la vida iba primero y, cuando se rehusaron a salir, el comando central decidió que la mayoría tenía prioridad y que si había gente terca que prefería morir, era cosa de ellos y no del gobierno. Muchos de esos tercos se reunieron como pudieron tras ver las torres caer, en parte porque pensaban que el enemigo había sido el causante de los derrumbes. Otros se quedaron en sus hogares sin importar la violencia de las explosiones. Ellos fueron los primeros que murieron cuando Pico embistió con fuerza contra la pobre isla, que se resistió pero al final cayó.

 Tras el derrumbe de las torres, el general solo demoró media hora en llegar a la bahía, con la nube de escombros todavía flotando sobre toda la zona. Dudó un momento pero luego dio un golpe con extrema fuerza contra la ciudad. Lo poco que había quedado de los edificios blancos desapareció bajo las bombas y las pisadas del ejercito del general. Tomaron cada casa y mataron a cada una de las personas que encontraron. Afortunadamente no fueron tantos como pudieron ser, pero igual murieron de la peor manera.

 La distracción fue todo un éxito puesto que la mayoría de las naves pudieron escapar lejos sin que el enemigo se diera cuenta. Solo cuando se fijaron en lo vacía que estaba la ciudad, fue cuando el pequeño general ordenó un bombardeo con naves pesadas sobre todas las islas. Según su decisión, ni un solo rincón de todo el archipiélago podía quedar sin arder bajo las llamas que crecían a causa de los poderosos químicos de los que estaban hechas las bombas.

 Los árboles ardieron en segundos. El comando central y su gente vieron desde lejos como una gran nube negra se cernía sobre lo que había sido su hogar por mucho tiempo. Algunos lloraron y otros prefirieron clavar sus ideas y su mente a lo que tenían por delante y no a lo que había detrás. Esto ayudó a que las naves pudieran alejarse de una manera más precisa, que pudiese evitar una hecatombe global de ser detectados por el ejercito enemigo, que de pronto parecía volcarse en un solo propósito.

 Al otro día, las islas eran solo una sombra de lo que habían sido desde tiempos inmemoriales. Ya no eran de agua clara y playas prístinas, de deliciosa comida y gente alegre, de palmeras enormes que parecían edificios y animales que solo se podían encontrar allí. Todo eso terminó después de varias horas de bombardeos. A la mañana siguiente, no había nada vivo en ese lugar del mundo, a excepción de los soldados que se comportaban más como androides, dando pasos al mismo tiempo, sin razón alguna.

 El general Pico, del que tanto se burlaban sus enemigos por ser un hombre de corta estatura, de bigote espeso y de tener tan poco pelo como una bola de billar, fue el único que soltó una carcajada mientras pisaba las cenizas de lo que había sido uno de los lugares más felices que nadie hubiese conocido. Mientras caminaba, viendo lo que había hecho, pateo cráneos carbonizados y animales retorcidos por el calor de las bombas. Después solo sonrió y al final subió a su nave y se alejó de allí, sin decir nada más. Retomaría pronto su caza del comando central.

 Este grupo se refugió en una pequeña isla remota pero todos sabían bien que no podían quedarse allí mucho tiempo. Seguramente el general decidiría también destruir todas las islas aledañas, por ser un escondite general para gente que nunca se había alejado mucho del mar. Esa, al fin de cuentas, era la verdadera clave. Debían ir a un lugar lejano, en el que nadie esperaría ver gente que se había dedicado toda su vida a pescar y a vivir vidas tranquilas y sin preocupaciones.

 Las naves enfilaron al continente y cuando tocaron la playa se reunieron todos y decidieron dividirse. La mejor manera de escapar era no concentrarse todos en lo mismo sino perderse en la inmensidad del mundo. Formalmente dejarían de ser el comando central y pasarían a ser grupos aislados de personas que, con el tiempo, podrían integrarse a otras comunidades alrededor del planeta sin que nadie se diese cuenta. El general Pico podría perseguir por donde fuera, pero nunca los encontraría, al menos no como los había conocido.

 Algunos se dirigieron a las montañas, un lugar completamente desconocido para ellos, escasamente poblado y con un clima difícil de manejar. Pero como buenos seres humanos, se terminaron acostumbrando después de un corto tiempo. Aprendieron a cazar los animales propios de la región, inventaron aparatos y máquinas para hacer de subida algo más fácil e incluso crearon obras de arquitectura amoldadas a las grandes alturas, todo gracias al arquitecto Rogelio Kyel que había llegado hasta allí.

 Otros, muy al contrario, decidieron que jamás podrían alejarse demasiado del mar. Se adentraron solo algunos kilómetros dentro del continente y se asentaron en el delta de un gran río que regaba con sus agua una vasta región donde pronto pudieron cultivar varios alimentos. Estaban cerca de la selva y sus ventajas pero tuvieron que aprender a vivir también con los animales salvajes que destruían constantemente sus esfuerzos para crear algo así como una nueva civilización.

 El general Pico buscó por todas partes pero lo único que pudo encontrar fueron culturas indígenas que creía inferiores a si mismo y a animales que disparaba por el puro placer de verlos estallar. Murió muy viejo, todavía obsesionado con acabar con todos sus enemigos.


 El arquitecto Kyel murió antes, habiendo dejado su última creación en planos ya listos, que la comunidad decidió construir en la frontera con la región del río. Sería algo así como un puente, construido exclusivamente para unir a los hombres de nuevo, después de tanta devastación.

lunes, 6 de noviembre de 2017

No engañas a nadie

   El pequeño pueblo se veía a la perfección desde la parte más alta de la montaña. Desde allí, parecía ser el lugar perfecto para conseguir algo de comida y tal vez un transporte seguro hacia una ubicación algo más grande, alguna de esas urbes enormes de las que el mundo estaba hecho. Quedarse en semejante lugar tan pequeño no podía ser una opción pues eso pondría en peligro a los habitantes. Era algo que simplemente Él no quería hacer, sabiendo lo poco que sabía.

 Mientras bajaba por la ladera de la montaña, hacia el pueblito, se alegró un poco porque podría tal vez quitarse esas ropas untadas de sangre para ponerse algo que le quedara mejor. Las botas eran para pies más grandes y ya tenía varias llagas que habían sido insensibilizadas por el frío del suelo. Toda la región era un congelador gigante y eso era bueno y malo, muy incomodo pero también un refugio siempre y cuando Él se quedase quieto lo suficiente para que no lo vieran.

 Y es que desde su escape de la base destruida, varios helicópteros habían pasado por encima de su cabeza, sondeando cada metro del bosque, en búsqueda de sobrevivientes. Lo más probable es que buscaran el dueño de la voz que Él había oído antes de emprender su caminata, al menos eso se decía a si mismo. Pero la verdad era que todo podía ser solo una ilusión bien elaborada por  su mente para sobrevivir semejante experiencia. Tal vez todo estaba en su trastornada cabeza.

 Era probable que los helicópteros lo buscaran a Él, el único sobreviviente de la destrucción de ese horrible lugar. No sabía si llamarlo prisión u hospital o laboratorio. Era un poco de todas esas cosas. El caso era que ya estaba en el pasado y no quería volver a él. Sin embargo, estaba claro que no podría comenzar una vida común y corriente así como así. Sabía que la gente que lo buscaba, si sabían más de él que él mismo, no descansarían hasta tenerlo encerrado en una nueva celda.

 Llegó a la base de la montaña tratando de alejar los malos pensamientos de su mente y obligándose a sonreír un poco. Mientras caminaba hacia las casas más próximas, ideó en su mente la historia que diría por los días que le quedaran en la tierra. A nadie le podría decir la verdad y como no recordaba su pasado, lo más obvio era construir una realidad nueva, a su gusto. Diría que era un cazador que había sido atacado en el bosque por un oso. El golpe lo había dejado mal y ahora necesitaba comida, ropa y una manera de volver a su hogar lo más pronto posible.

 Llegó al centro de la población y pudo ver la oficina estatal que siempre existe en esos lugares. Estuvo a punto de encaminarse hacia allá cuando escuchó el grito de una niña. No era un grito de alarma sino una exclamación de sorpresa: “¡Mamá, mira!”. Y la niña señalaba con su dedo al hombre que acababa de entrar en el pueblo. “¿Quién es, mamá?”. La mujer salió corriendo de detrás de una casa. Cargaba dos bolsas llenas y, como pudo, tomó a la niña de la mano y la reprendió en voz baja.

 Él se acercó, con cuidado para no alarmar a las únicas personas que había en el lugar. La mujer levantó la mirada y no dijo nada. Se veía muy asustada, como si hubiese visto algún fantasma. Viendo su reacción, Él se presentó, con la historia que había ideado caminando hacia el lugar. La mujer lo escuchó, apretando la mano de su hija que seguía haciendo preguntas pero en voz baja. Cuando el hombre terminó de hablar, la mujer lo miró fijamente, cosa que casi dolía por el color tan claro de sus ojos.

 Una de las bolsas de papel se rompió y todo su contenido cayó sobre la nieve. La mujer se apresuró a coger las cosas pero Él la ayudó, cosa que obviamente no esperaba. Cuando tuvieron todo en las manos, la mayoría en manos del hombre, él le pidió ayuda de nuevo. La mujer miró a todos lados y con una mirada le indicó que la siguiera. Ella empezó a caminar casi corriendo, lo que hacía que la niña se quejara por no poder caminar bien. Pero al parecer la mujer tenía prisa.

 Pronto estuvieron en el lado opuesto del pueblo. La mujer le dio las llaves a la niña y fue ella quien abrió la puerta de la casa. Hizo que primero pasara su invitado para poder dar una última mirada a los alrededores. Cerró la puerta con seguro y dejo los víveres sobre un mostrador de plástico. Las casas eran tan pequeñas como se veían por fueran. Esa estaba adornadas con varios dibujos y fotografías que hacían referencia a un esposo, obviamente ausente en ese momento.

 La mujer recibió los víveres que faltaban de manos del hombre y le explicó que ese no era un poblado regular sino temporal. Era un campamento para los trabajadores de una mina de diamantes muy próxima a las montañas que había atravesado el hombre. La mujer le explicó, mientras cocinaba algo rápidamente, que hacía poco habían venido agentes estatales a revisar el campamento y a establecer allí un centro de operaciones temporal para lo que ellos llamaban una “operación secreta”, que al parecer era de vital importancia para el país.

 Mientras servía una tortilla con pan tajado, la mujer explicó que los hombres nunca venían hasta la noche y que los visitantes inesperados habían sido ahuyentados por la presencia del Estado. Por eso la llegada un hombre desconocido le había causado tanta impresión. De hecho, sus manos temblaron al pasarle el plato con comida y un vaso de agua. Él solo le dio las gracias por la comida y empezó a consumir los alimentos. Todo tenía un sabor increíble, a pesar de ser una comida tan simple.

 Agradeció de nuevo a la mujer, quien se había acercado para mirar a su hija jugar sobre un sofá. Él le iba a preguntar la edad de la niña cuando la mujer le dijo que era obvio que su historia era mentira. Era algo que se veía en su cara, según ella. Apenas dijo eso, se dio la vuelta y entro en un cuarto lateral. Mientras tanto, la niña lo miraba fijamente. De la nada esbozó una sonrisa, lo que causo una también en su rostro. Sonreír era todavía algo muy extraño para él.

 Cuando la mujer volvió, su hija estaba muy cerca del hombre, mostrándole algunos de sus dibujos. La mujer traía un abrigo grueso, que según ella era parte de un uniforme viejo de su marido. Tenía también un camisa térmica que ella ya no usaba y pantalones jeans viejos. Lamentó no tener botas o zapatos que pudiese usar pero él dijo que ya era bastante con lo que tenía en los brazos. Además, lo siguiente era viajar a alguna ciudad cercana, si es que eso era posible.

 La mujer respondió con un suspiro. Sí había una ciudad relativamente cerca, a seis horas de viaje por carretera. El problema era que no había transporte directo desde allí sino desde el poblado más cercano y ese seguro estaría todavía más lleno de agentes del Estado que la propia mina. El hombre iba a decir algo pero ella le respondió que sabía que había cosas que era mejor no decir. Le indicó donde era el cuarto de baño y el hombre se cambió en pocos minutos.

 En las botas puso algo de papel higiénico, para ver si podría caminar un poco más. La mujer le indicó el camino hacia el pueblo, pasando un denso bosque que iba bajando hacia la hondonada donde habían construido todas las casas y demás edificaciones.


Se despidió con la mano de madre e hija. Apenas puso, apresuró el paso. Horas más tarde, el esposo de la mujer llegó. Ni ella ni su hija dijeron nada, y eso que el hombre vio en uno de los dibujos de su hija un hombre con gran abrigo y grandes botas, ambos con manchas de sangre. Lo atribuyó a la imaginación de la pequeña.

lunes, 19 de junio de 2017

El sofá

   Para cualquiera que pasara por ese lugar, el sofá clavado en el barro era una visión interesante y ciertamente extraña. Aunque no era difícil ver muebles tirados en un lugar y en otro, siempre se les veía un poco trajinados, con partes faltantes, sucios y vueltos al revés. En cambio, el sofá del que hablamos estaba perfecto por donde se le mirara, excepto tal vez por el lado de la limpieza, pues estando clavado en el barro era difícil que no estuviera sucio, más aún en semejante temporada de lluvias.

 Había quienes detenían el automóvil a un lado de la carretera solamente para tomarse una foto con el extraño mueble. Su color marrón no era el más atractivo, pero su ubicación sí que lo era. Muchos de los que paraban se daban cuenta que, cuando uno se sentaba en el sofá, se tenía una vista privilegiada del valle que cruzaba aquella carretera. Era una vista hermosa y por eso casi todas las fotos que se tomaba la gente allí, eran fotos que todos guardaban por mucho tiempo.

 Cuando hubo una temporada especialmente dura de lluvias, acompañada de truenos, relámpagos, mucho agua y barro hasta para regalar, vecinos y visitantes se dieron a la tarea de proteger el sofá. Se había convertido, poco a poco, en algo así como un monumento. Por eso primero lo protegieron con sombrillas, que salieron volando con el viendo, y luego con un toldo de plástico que duró más en su sitio pero también se fue volando por la dura acción del viento en la zona.

 Eventualmente, lo que hicieron fue construir una estructura alrededor del sofá. La hicieron con partes metálicas, de madera y de plástico, casi todas de sus propias casas o de lo que la gente traía en su automóvil. Se usaron cuerdas de las que usan los escaladores para llegar a las cumbres más altas y también cuerda común y corriente, que le daba varias vueltas al mueble para que se quedara donde estaba y no fuera victima del clima tan horrible que hacía en el valle.

 El sofá resistió la temporada de lluvias y se le recompensó con más visitas de parte de las personas que viajaban a casa o hacia algún balneario. Los vecinos ayudaron de nuevo, esta vez podando alrededor del sofá para que el pasto crecido no fuese un problema para las personas que quisieran tomarse una foto en el lugar. También se sembraron flores de colores y, en un aviso con forma de mano, se escribió en letras de colores el nombre del lugar donde estaba ubicado el importante sofá. La zona se llamaba Estrella del Norte, un nombre ciertamente apropiado en noches de luna llena.

 Sin embargo, cuando algunos quisieron cambiar la tela del sofá por otra, para que resistiera más tiempo, muchos se opusieron diciendo que se perdería la esencia original si se cambiaba el color marrón. Hasta ese momento, lo que habían hecho era coser los huecos y arreglar el relleno de espuma de la mejor forma posible, sin tener que abrir el objeto ni nada por el estilo. Lo hacían todo con el mayor cuidado posible pero se sabía que el pobre sofá no duraría para siempre.

 Resolvieron consultar la opinión de los visitantes. En la ladera donde estaba el sofá se instalaron dos cajas, parecidas a buzones de correo. En cada uno estaba escrito algo. En el de la derecha decía “cambiar” y en el de la izquierda decía “conservar”. Se les pedía a las personas dejar una piedrita dentro del buzón que expresara su opinión respecto al dilema. Un vecino vigilaba atentamente que nadie hiciese trampa. El experimento tuvo lugar a lo largo de un mes entero, todos los días.

 Cuando por fin contaron las piedras, tuvieron que reírse en voz alta pues el resultado no era uno inesperado. El buzón de “conservar” era de lejos el más lleno y no era de sorprender la razón de esto. A la gente le gustaba como se veía el sofá y como se había convertido en un símbolo de la zona de la noche a la mañana. Si lo cambiaran demasiado, ya no sería lo mismo, incluso si lo reemplazaran por uno completamente nuevo. Todo cambiaría dramáticamente y la gente lo sabía.

 Era raro, pero se sentía algo así como una magia especial cuando uno veía al pobre sofá, manchado de barro y mojado en partes. No era agradable sentarse en él y por supuesto que había muchos muebles en este mundo que eran mucho mas agradables a la vista. Incluso, esa panorámica del cañón que había valle abajo era algo que había en otros lugares del mundo y con muebles y toda la cosa, no era algo que fuese único que de ese rincón del mundo. Esas cosas eran hasta comunes.

 Esa magia venía de lo absurdo, de lo extraño que era ver un objeto tan cotidiano y reconocible como un sofá en la mitad de la nada. Porque no había pueblos ni ciudades cerca, solo casitas esparcidas por el eje de la carretera y poco más. Era esa visión extraña de un sofá clavado en ninguna parte el que atraía tanto a las personas y los hacía tomarse las fotos más ridículas pero también las más creativas en el lugar. Por eso se podría decir que el lugar se había convertido en un lugar de peregrinación. Se había convertido en un símbolo para la gente de algo que habían perdido.

 Lamentablemente, el romance no duró tanto como la gente esperaba. En una temporada de lluvias especialmente fuerte, toda la ladera de la montaña fue a parar abajo, al río que bramaba con fuerza, tallando más y más el cañón. El sofá fue a dar allí y eventualmente quien sabe adonde. De pronto al fondo del río o tal vez había flotado de alguna manera hasta llegar a algún punto río abajo. No se sabía a ciencia cierta pero los vecinos ciertamente sintieron mucho la partida de su monumento.

 Les gustaba imaginarse que su sofá había ido a dar a alguna orilla arenosa río abajo, donde otras personas descubrirían su magia especial. Tal vez lo alejaran un poco del margen del río para protegerlo y ayudar a que secara. Los niños, estos más morenos que los de la ladera, jugarían alrededor del sofá todos los días, dándose cuenta de sus particularidades, imaginando a su vez su larga historia y posible recorrido. Esa manera de producir cuentos era parte de la magia del sofá.

 La otra posibilidad era que hubiese quedado clavado al fondo del río. Ese pensamiento era menos agradable pero igual de posible. Solo los peces del río turbio serían capaces de tocar su superficie, de estrellarse contra él al nadar de un lugar a otro. Sería uno de esos muchos tesoros que quedan perdidos para siempre solo unos metros por debajo del nivel del agua. Los pescadores pasarían por encima y nunca se enterarían de la extraña visión de un sofá entre los peces.

 Eso sí, nadie nunca se imaginaría que la historia del mueble había empezado de la manera más común y corriente posible. Un hombre, queriendo descansar de su labor diaria, había decidido tomar el viejo sofá donde su padre se había sentado tantas veces a mirar por la ventana y lo había puesto en un sitio donde de verdad se pudiese apreciar la majestuosidad del lugar donde vivía. Se sentaba con una cerveza en la mano y contemplaba con pasión y mucho amor por el campo.

 Ese hombre y su padre habían muerto hacía mucho. Incluso su pedazo de tierra ya era de otras personas y fue así como se perdió el origen del sofá, no que ha nadie le importara mucho saberlo. El punto que es que logró captar la imaginación y las pasiones humanas, las risas y las lágrimas, el orden y el desorden. Y todo lo hizo siendo apenas un sofá viejo y gastado, golpeado una y otra vez por las increíbles fuerzas de la naturaleza.


 Pero su magia no se la quitaría nunca nadie, en ninguna parte.