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viernes, 20 de febrero de 2015

Miki, Pedro y los autómatas

   Miki y Pedro eran inseparables. A pesar de las recurrentes confusiones, el perro era el que llevaba el nombre de Pedro y Miki era el ser humano. Un ser humano, sobra decirlo, de gran corazón e inocencia a pesar de ser lo que, en su tiempo, llaman guardabosque: una persona que cuida, más que los bosques, los límites del territorio de cada una de las miles de tribus hoy en existencia.

 Según dicen, hace mucho tiempo existían miles de millones de personas pero de eso no había rastro. Aunque había muchas tribus solo en esta región del mundo, y posiblemente muchas más en otras partes, no parecían ser tanto como en el pasado. Había paz, aunque no faltaban las disputas territoriales impulsadas por el hambre y el desespero. Estos conflictos solían ocurrir en invierno, cuando todo era más difícil.

 Pero ahora era verano y tanto Miki como Pedro lo estaban disfrutando al máximo. El puesto de guardabosques solo se volvía complicado en tiempos de sequía o hambruna pero como no había nada de eso en esta época así que los dos amigos podían pasarse el día disfrutando del sol y de la gran cantidad de lagunas que el hielo formaba al derretirse. El agua era de la temperatura perfecta para equilibrar con el abrasivo sol. Incluso Pedro disfrutaba, y eso que no era amante del agua.

 Muchos de los niños de la villa acompañaban a los dos guardabosques ya que era más divertido cuando Miki los acompañaba. Verán, Miki era ya casi un hombre, de gran estatura y casi igual de ancho. Era un orgullo para sus padres que él fuese uno de los hombres más grandes del valle. Era por esa misma razón, que el concejo del pueblo lo había nombrado guardabosques. Era muy posible que su fuerza física fuera útil a la hora de defender la colonia.

 Pero Miki nunca había tenido que usar su fuerza y la verdad era que no le gustaba usarla a menso que fuera muy necesario. En varias ocasiones se había visto enfrentado a criaturas del bosque, de las más grandes y salvajes. De todas esas situaciones había salido gracias a su inteligencia y no gracias a su fuerza. Le parecía mejor y más bondadoso con esas criaturas alejarlas con grandes sustos o trampas y no con violencia ya que, como ellos, eran nativas del valle y tenían tanto o más de derecho de vivir allí que ellos.

 Pedro era su fiel compañero desde que era un niño pequeño y siempre estaba junto a él, listo para jugar algún papel en alguna de sus muchas aventuras que siempre parecían indefensas y que prácticamente nunca llegaban a oídos de los más viejos del pueblo. De hecho ni siquiera sus padres sabían mucho de lo que él hacía pero todos tenían en cuenta que el valle seguía tan verde y en paz como siempre, así que algo debía estar haciendo bien el pequeño gran Miki.

 Uno de aquellos días de verano, después de nadar por varias horas, Miki y Pedro empezaron a buscar frutos del bosque para comer. Tenían que tener cuidado porque muchos de esos frutos eran venenosos. Cuando tuvieron suficientes, volvieron a la pequeña cabaña en la que vivían desde el día en que se convirtieron en guardabosques. Comieron y luego se quedaron dormidos.

 Los despertó un estruendo horrible, que casi volvió pedazos los vidrios de las ventanas. Era una tormenta, acompañada de lluvia y truenos, incluso parecía caer granizo. Esto tipo de tormentas no eran nada extrañas en verano así que Miki no se preocupó demasiado. No hasta que un sonido vino de su puerta: alguien golpeaba.

 Por un momento creyó que todavía estaba medio dormido y por eso estaba imaginando ruidos pero el sonido se repitió de nuevo, esta vez con mas ﷽﷽﷽﷽﷽﷽﷽ esta vez con mr eso estaba imaginando ruidos pero el sonido se repitiruenos ientes, volvieron a la pequeña cabaña en ás fuerza. Miki se puso de pie y Pedro lo miró desde su cama, ubicada en una de las esquinas de la casa. El perro no se movía por los truenos pero también había escuchado los golpes.

 Miki se acercó a la puerta y la abrió. Algo tan grande como él entró en la casa y cerró la puerta de un golpe detrás de sí. Estaba empapado en agua y parecía un oso pero los osos no se paraban tan bien sobre las patas traseras: este era un ser humano. En efecto, se quitó su gorro y una delgada capa de cuero y las puso en una de las sillas del comedor. Tanto Miki como Pedro lo miraban con atención.

-       Porque me miran así? No me recuerdan?

 Ahora que Miki lo miraba bien, sí lo recordaba. Le decían Thor, como el nombre de un dios de la Tierra antigua. El nombre le quedaba más que bien ya que Thor era un tipo grande pero más bien delgado, con mucho musculo por donde se le mirara. Además tenía un rasgo que era una rareza en estas tierras y era su pelo amarillo, del color del trigo que debía estar siendo azotado por los vientos.

 Thor le pidió algo de tomar a Miki y este le trajo un vaso de jugo de moras que había hecho con algunos de los frutos que había recogido en sus paseo por el bosque más temprano. El hombre se lo tomó casi sin respirar y luego le contó a Miki como había atravezado  el bosque casi corriendo desde las colinas picudas, las cuales estaban más allá de lo que Miki conocía bien de los territorios de su comunidad.

 Lo que él cuidaba era el segundo anillo de seguridad alrededor del valle. Con frecuencia debía hacer grandes exploraciones por los montes y partes del valle que la gente no frecuentaba. Thor tenía a su cargo el primer anillo de seguridad que estaba justo detrás de las montañas que formaban el valle. Era un territorio más bien desprovisto de vegetación y más susceptible a una invasión.

 Y de hecho, esa era la noticia de Thor. Había corrido a la cabaña de Miki porque sabía que era el puesto seguro más cercano al lugar donde había visto todo. Según lo que decía, había vistos miles de seres extraños caminar en fila hacia el paso de los ríos, llamado así por ser el nacimiento de dos de los riachuelos más importantes del valle, adonde muchas de las personas iban a lavar su ropa y a disfrutar del verano.

 Al preguntarle a Thor como era los invasores, dijo que no los pudo detallar bien por la distancia pero que no caminaban como personas normales, más bien como una de esas viejas máquinas de las que hablan algunos de los libros de la biblioteca del pueblo. A los niños les encaraba leer aquellas historias de viajes por el espacio, robots y princesas pérdidas y luego salvadas. Muchos se reían por lo cuentos porque mucho de lo que decían ya no era válido pero los disfrutaban de todas maneras.

 Cuando la lluvia se detuvo, Thor dejó a Miki para reunirse con el concejo. Era urgente que supieran del ejercito de robots, o lo que fueran, que estaba marchando hacia el centro del valle. Lo último que se dijeron fue que si las criaturas seguían moviéndose a ese ritmo, llegarían el día siguiente al interior del valle, si es que podían escalar ya que el paso de los ríos no era un lugar para hacer caminatas.

 Se despidieron y Thor desapareció de repente, como una sombra que se desliza sobre los árboles. Miki y Pedro se quedaron afuera, recogiendo algunas ramas para hacer un hoguera si fuese necesaria. La señal universal de peligro era una humareda densa y nada mejor que la madera verde y húmeda para el trabajo. Pero mientras Pedro iba y venía con ramitas, algo se escuchó entre el bosque. Algo se movía hacia ellos.

 Entonces Pedro ladró con fuerza y corrió hacia Miki que veía incrédulo lo que perseguía a su amigo: sí era un robot, o al menos se parecía a lo que él se había imaginado que era un robot. No tenía armas visibles y se acercaba lentamente. Cuando estuvo muy cerca de los dos guardabosques, los iluminó con una extraña luz roja y luego se quedó quieto.

 Miki estaba asustado pero su curiosidad lo impulso a acercarse al ser para tocarlo. Justo entonces el robot empezó a hablar. Pero la voz no podía ser de él porque era humana, era real y natural. Y se podía percibir mucho miedo en ella.

-       Hay alguien allí? Mi nombre es Granen. Estoy en el Pacifico. Estos robots son míos. Los envié a buscar vida. Hay alguien ahí.


 Miki y Pedro se quedaron callados y no respondieron hasta mucho tiempo después.

sábado, 3 de enero de 2015

Carpa Mágica

Había una vez una ciénaga que formaba un gran espejo de agua en la mitad de una región deprimida y sometida al calor. El cuerpo de agua era lo único que sostenía a la gente del pequeño poblado flotante ubicado en el extremo sur de la laguna.

En ese pueblo, hecho de casitas rudimentarias construidas sobre pilotes de madera de los grandes árboles de un bosque cercano, vivía un niño que todas las mañanas, con el resto de los hombres del pueblo, salía en una canoa a navegar por la ciénaga para pescar. A veces entraban por los ríos alternos pero la mayoría de las veces se ubicaban  en las márgenes de la ciénaga, a esperar.

La mayoría de peces que había todavía en el lugar eran pequeños. Los peces grandes se habían acabado hace muchos años. Esto había causado cierta hambruna en los habitantes del pueblo hasta que se dieron cuenta que lo mejor era compartir y saber consumir de la mejor manera lo poco que tuvieran para consumir.

Además Araki, el niño que pescaba, y otros del pueblo, recogían unos frutos rojos de los manglares de los que la gente también se alimentaba. Los habían descubierto un día en que el hambre era tanta que los hombres habían salido en mitad de la tarde, hora normalmente prohibida por el peligro al que se arriesgaban, desesperados por el hambre y la desesperanza.

Un buen día, Araki salió a pescar y se hizo en el mismo lugar de la ciénaga en el que se hacía siempre. Pero después de varias horas sin coger nada, prefirió ir a los manglares a buscar algunos frutos rojos para su madre y hermanos. Cuando ya tenía unas diez frutas en un costal, se dio la vuelta para volver a su punto de pesca pero entonces escuchó algo en el agua, como si algo se hubiera acabado de sumergir.

No era poco común que los niños jugaran en el agua a nadar y bucear pero eso sucedía siempre en las inmediaciones del pueblo, no en un punto tan lejano como este. El niño amarró el costal, todavía viendo el agua pero no sucedió nada. Cuando empezó a remar para salir a la ciénaga, se dio cuenta de que su canoa no se movía. Araki lo hacía más y más fuerte pero no pasaba nada, así que revisó con la mano la superficie de su canoa, metiéndola en el agua.

De pronto algo salió de abajo, saltando hábilmente. Araki pegó un grito y se echó para atrás, asustado. Nunca había visto algo así, tan grande y brillante y extraño. La criatura se metió al agua salpicando bastante agua, que le cayó en la cara a Araki, que estaba acurrucado en la canoa. Tanto fue el susto, que el niño se quedó allí durante varias horas, hasta que el sol se tornó naranja.

Cuando Araki regresó al pueblo, ya de noche, su familia estaba bastante preocupada. Fue tal la preocupación que incluso los más ancianos lo esperaban en su casa, para preguntarle sus razones para llegar a semejantes horas. Él se sentó, todavía temblando y les contó lo que había pasado.

La criatura que él había visto, a lo mejor de su entendimiento, era un pez. Pero no era un pez normal, como esos pequeñitos que él sacaba del agua al menos una vez por día, a excepción de ese día en el que no pescó nada sino un susto y unas cuantas frutas.

Lo más extraño del caso era que, para la sorpresa de todos, Araki había visto que la criatura brillaba. Al comienzo había pensado que se trataba de la luz del sol o de la incidencia de la luz en alguna extraña manera, pero no. En segundos pudo darse cuenta que era la criatura misma que era brillante, que emanaba su propia luz.

Cuando los ancianos le preguntaron como era la criatura, él dijo que le podía haber llegado a la cintura y que era casi tan ancha como su canoa. Además de su piel brillante, pudo ver que tenía bigotes. Sonaba bastante extraño pero estaba muy seguro de haber visto que la criatura tenía bigotes bastantes largos y gruesos.

Los ancianos le agradecieron por su testimonio y acto seguido se fueron de su casa, sin decir más. Lo mismo pasó con la gente que había venido a escuchar que era lo que ocurría. Minutos después solo estaban los miembros de su familia, a los que repartió los frutos rojos de los manglares. Había uno para cada uno y le alegró verlos comer aunque él personalmente no quería saber nada de comida. Por primera vez en mucho tiempo, se acostó sin comer nada ni pensar en encontrar alguna fantástica fuente de comida.

Esa noche, Araki no soñó con los banquetes de siempre, con las fastuosas y exóticas comidas que desde que recordaba había imaginado consumir. Esa noche lo que tuvo fue un sueño interminable, casi una pesadilla, en la que él estaba en la mitad del lago y la criatura saltaba por todos lados, como amenazándolo.

Al otro día, para sorpresa de Araki, todas las personas del pueblo salieron temprano a pescar. Esta vez no solo eran los hombres sino también las mujeres y los ancianos que habían estado en su casa. Todos fueron a la zona de los manglares, donde todo había ocurrido y muchos recorrieron los canales y riachuelos que había en la zona.

Pero nadie encontró nada, ni siquiera de los peces pequeños que a veces había. Incluso los frutos de los manglares habían desaparecido, a pesar de que el mismo Araki había visto varios el día anterior. Ya no había nada, ni pez brillante, ni ningún otro tipo de comida.

Desde ese día y por varios meses, la gente tuvo que racionar lo poco que habían guardado de pescas anteriores. Esto era difícil ya que el pescado se arruinaba con facilidad entonces después de un tiempo ya no quedaba nada para racionar. Tuvieron que alimentarse de algunas plantas acuáticas que todavía quedaban pero sabían horrible.

Y así pasaban los días, sin comida y con un calor inclemente, el que existía desde que allí habitaban seres humanos. Araki prefería pasear en su canoa que quedarse en casa. Esto por dos razones particulares: la tristeza de su familia y las quejas y los reclamos eran insoportables y navegar le ayuda a relajarse y a generar algo de brisa para su cuerpo.

En una de esas salidas, visitó de nuevo el lugar donde había visto al pez mágico (ahora lo llamaba así) pero obviamente nunca apareció. En todo caso, no había ido esperando que apareciera sino para ver alguna señal, algo que le indicara que significaba lo que había sucedido o que debía hacer para evitar que el pueblo muriera de hambre.

Ya muchos se habían ido, cogiendo sus canoas y cruzando la ciénaga hacia destinos desconocidos, lugares que ellos esperaban fueran más amables con ellos, con alimento y vivienda. Cuando la mitad de las personas se habían ido, los ancianos declararon que el pez mágico había sido un milagro y que debían esperar, con paciencia.

Araki escuchaba lo que decían pero era difícil pensar en irse de allí e intentar un lugar nuevo, sobre todo siendo el mayor de sus hermanos y solo con su madre para cuidarlos a todos.

Así que, como último recurso, decidió hacer un adorno con varias de las flores que crecían naturalmente en los márgenes de la ciénaga. Hizo una corona bastante vistosa y salió con ella a navegar hasta que llegó a la zona de los manglares. Allí arrojó la corona e hizo una pequeña oración, inventada por él: le pidió al dios de la ciénaga que les ayudase y no los dejase morir sin comida ni una vida digna.

Cuando terminó, Araki empezó a remar pero pronto se dio cuenta de que la canoa no avanzaba. Esperanzado, se volteó a mirar que era lo que pasaba y entonces lo vio de nuevo. Ya no estaba saltando ni moviéndose rápido. Estaba allí, dando vueltas alrededor de la corona que se hundía lentamente. Cuando las flores desaparecieron bajo el agua, el pez de color dorado miró a Araki a los ojos, como si estuviese viendo a su alma. Mantuvieron la mirada por un buen rato hasta que el pez se hundió, saltó sobre el bote de Araki y se hundió en el agua.

El niño sonrió, seguro de que lo sucedido era un buen presagio. Y estuvo en lo cierto. De repente, del agua, salieron  cientos y cientos de peces, como si los disparara un cañón del fondo del lago. Casi todos cayeron dentro de la canoa.

Fue así que empezó una nueva época para la gente del lago, que vio como el lugar en el que habían vivido por tanto tiempo de pronto volvió a la vida. Los manglares crecieron en un número, el agua parecía más limpia y miles de peces de alguna manera volvieron a la ciénaga.

Los pescadores preservaron sus costumbres de racionamiento y ahorro y así complacieron al dios de la ciénaga, siempre vigilante de la gente que vivía sobre su cabeza.