Como pude, corrí por encima de terreno lleno
de piedras y llegué hasta un caballo, que solté con rapidez de donde estaba
amarrado. La verdad es que nunca había montado pero no había tiempo para tener
lecciones. Era escapar o que me siguieran hasta el fin del mundo. El caballo
parecía entender mi preocupación y afán y aceleró con premura hacia el
desierto, internándose cada vez más entre las grandes rocas y sobre el terreno que ya no estaba plagado de
rocas de todos los tamaños sino de arena y de un polvo molesto que se metía por
la nariz.
Me hubiese gustado tener unos lentes o una
bufanda para impedir quedar ciego por tanta suciedad pero no había como. Había
tenido solo una oportunidad para escapar, para salir corriendo y no volver
jamás, y en mi camino de escape no vi nada sino al caballo que parecía aburrido
ahí amarrado y solo. De pronto por eso me había obedecido con tanta gana: debía
estar horriblemente aburrido allí amarrado. Ahora corría con gracia, o por lo
menos eso creía yo, cruzando el desierto. Yo me sostenía como podía y cada
cierto tiempo miraba hacia atrás, no hay que me enemigo estuviese más cerca de
lo que pensaba.
Bueno, para ser exactos ese hombre no era mi
enemigo. De hecho, no tenía idea de quién era. Pero seguramente él si sabía
quién era yo y por eso había decidido llevarme de mi casa hasta este paraje
lejano. Debía estar inconsciente por al menos un día porque el desierto y el
clima del mismo no me resultaban para nada familiares. Ni las plantas ni nada
más era algo que yo hubiese visto antes. Lo previsible era que me había sacado
del país, de alguna manera, y me había llevado a una casa en la mitad de la
nada. Porqué y para qué, eran cosas que yo todavía no sabía y quién sabe si lo
sabría algún día.
El caballo mantuvo el paso rápido durante la
tarde hasta que empezó a oscurecer y estaba claro que no llegábamos a ningún
lado. Cuando estuvo oscuro por completo, el caballo empezó a trotar y, cuando
me di cuenta, se había detenido por completo. Moví las piernas y las riendas
para que siguiera el camino pero el caballo me ignoró por completo. Movía las
orejas con rapidez y la cabeza a un lado y al otro. Yo halaba y molestaba tanto
que terminé por caerme del animal, dándome un golpe bastante fuerte en la
cabeza.
Por un segundo pensé que el animal me iba a
dejar allí tirado pero no. El caballo trotó un poco más, yo detrás de él, hasta
que llegó a la fuente de un sonido que él había escuchado pero yo, tal vez en
mi apuro o preocupación, no había sentido. Se trataba de el murmullo de un
pequeño curso de agua, un riachuelo delgado que discurría entre grandes
piedras. Seguramente era uno de esos ríos temporales que se formaban por las
lluvias muy ocasionales y como yo había estado, hasta hace poco, dormido, era
posible que hubiese llovido mientras estaba inconsciente.
El caballo agachó la cabeza y tomó agua. El
pobre animal estaba sediento, cansado del largo viaje que habíamos tenido. Yo
me le acerqué por un lado e hice lo mismo que él, tomando el agua entre mis
manos. Era algo turbia pero por lo demás no parecía muy maligna que digamos,
así que tomé un sorbo y luego más y más hasta que estuve satisfecho. Todo eso,
para mí, pareció discurrir en un minuto o dos pero pasó mucho tiempo más porque
no mucho después, cuando estaba quedándome dormido a un lado del caballo, el
sol empezó a alumbrar el pequeño valle. El gritó ahogado que pegué hubiese
atraído a quien estuviese cerca.
En la noche había sido algo difícil de notar
pero en el día era algo tan evidente como que el sol brilla. El piso del cañón
estaba infestado de escorpiones. Parecía ser un sitio predilecto para su
reproducción porque había montones, incluso un par encima de mi cuerpo que me
quité sacudiéndome del susto. El caballo se puso de pie de golpe y me subí en
él. No fue sino ajustarme un poco en el asiento para que el animal emprendiera
el galope, aplastando cuanto bicho se le cruzaba hasta que dimos con la salida
por la que, por equivocación, habíamos entrado la noche anterior. El sonido de
los escorpiones aplastados por los cascos del caballo quedó en mi cabeza por un
buen tiempo, hasta que estuvimos lejos del lugar.
Bien podíamos haber estado galopando hacia la
casa donde me habían tenido amarrado. El desierto parecía el mismo por todas
partes y no había manera de saber exactamente para donde íbamos y de donde
habíamos venido. Cuando se escapa de un secuestro, uno no se pone a pensar en
que vendría bien llevarse del sitio. El puro miedo es el motor que lo mueve a
uno a correr sin pensar adonde. Seguramente alguien con sangre más fría, con
temple de acero, habría pensado en robar así fuera algo de comer pero yo no.
Estaba muerto del susto.
El hombre que me había tenido amarrado, y solo
puedo asumir que haya sido un hombre porque no puedo estar seguro, no estaba
cuando me desperté. Me demoré un buen rato quitándome las cuerdas con las que
me había atado pero nunca llegó. Yo solo salí corriendo hacia el caballo y no
supe de más nada. Adonde habría ido quién me estaba intimidando, quién me había
sacado de mi casa contra mi voluntad y en un momento clave había desaparecido
sin razón alguna? Porque no me cabía en la cabeza que un secuestrador se fuera
de paseo en la mitad de su actividad. No tenía sentido. Pero en todo caso esa
ausencia había sido mi oportunidad y la tomé, así no hubiese estado muy
despierto.
Todo ese día siguiente fue igual. El desierto
parecía eterno y el sol había empezado a brillar con más intensidad. No hubo
donde tomar agua, así estuviese infestado de escorpiones, y solo pudieron
cubrirse del sol a la sombra de grandes rocas, como para no seguir deshidratándose.
El tercer día del escape fue mucho mejor porque llegamos a un lago. Yo me
lancé, con todo y ropa, y me bañé y tomé agua. Podía haber habido tiburones o
cocodrilos y francamente no me hubiese importado. El agua era fría y el clima
caliente, no podía ser mejor.
Nos dimos cuenta, pasadas unas horas, que ese
lago era un embalse de una ciudad cercana. Encontramos una carretera,
solitaria, pero funcional y la seguimos hacia el lado opuesto del lago. Antes
de caer la tarde, llegamos a una ciudad de tamaño medio y por fin pude respirar
adecuadamente. Puedo jurar que estuve a punto de llorar pero no lo hice porque
ya había mucha gente mirándome. De pronto porque no era muy frecuente andar a
caballo por las vías destinadas a las automóviles. Como para fingir que no me
daba cuenta de mi rareza, pregunté a varios donde estaba la comisaría de
policía más cercana.
Cuando por fin encontré el edificio, me bajé
del caballo y lo dejé donde estaban los vehículos de los oficiales que había
dentro de la comisaría. Entre nervioso pero no tuve que llamar la atención de
nadie porque se me quedaron viendo como si estuviese loco cuando entré al
recibir. Hablé con una joven policía y le expliqué que había escapado de mi
captor en el desierto y que necesitaba ayuda para llegar a casa. Le dije donde
vivía pero pareció no comprender. Llamó a un oficial mayor y tuve que contarle
todo de nuevo. Él también se me quedó mirando pero al menos me hizo pasar a una
oficina y me ofreció comida y agua.
Me dejaron solo mientras verificaban mi
historia y no los culpé por eso. Por fin volvió el hombre después de una horas.
Me dijo que habían encontrado la denuncia de mi desaparición y me preguntó si
me sentía bien, ya que las personas que habían estado tanto tiempo
secuestradas, normalmente estaban en malas condiciones físicas. Le pregunté
entonces cuanto tiempo había estado secuestrado. El hombre me miró raro de
nuevo pero me aseguró que habían sido casi dos años.
Lo siguiente que recuerdo fue despertar sobre
una camilla. Pensé que estaba en un hospital pero una mujer que se me acercó al
instante me dijo que estaba en la enfermería de la estación de policía. Me dijo
que me había inyectado vitaminas y demás porque estaba muy mal y que me había
revisado por completo. En efecto, tenía yo puesta una bata blanca y nada más.
Sin razón aparente, le pregunté la mujer por mi caballo y me aseguró que iría a
ver si estaba bien, pero sentí que solo lo decía por no alterarme.
Dormí después más rato hasta que fue de noche.
Me despertó el murmullo de unas voces afuera de la enfermería. De repente oí mi
nombre y por el timbre de voz supe que eran el policía que me había atendido y
la enfermera o doctora. Con cuidado, me bajé de la camilla sin hacer ruido y me
acerqué con sigilo a la puerta. Desde allí se escuchaba todo con más claridad.
Estaban discutiendo en voz queda pero yo los oía bien. Hablaban de mi
imaginación, de que me había imaginado un caballo que no existía y de que
estaba deshidratado y posiblemente trastornado por el sol. La doctora le dijo
al policía que no era de sorprender, después de tanto tiempo de estar
encerrado.
Habían enviado ya policía al desierto, adonde
yo había dicho que estaba la casa, pero todavía no se sabía si habían
encontrado el lugar. La doctora le dijo al policía que, además, había algo
importante en el caso y es que el secuestro no había sido motivado por dinero. El
policía le preguntó como sabía y ella le respondió que tras los exámenes que me
había hecho, había podido determinar que había habido violación constante por
un largo periodo de tiempo.
No me molesté en dejarme caer haciendo ruido,
casi tan inerte como si hubiese estado muerto. Se me secó la garganta y deseé
estar en el cañón de los escorpiones. En ese momento, de pronto, no pareció un
lugar tan malo para estar.
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