El hombre tenía la piel azul, como el color
del cielo. Era un poco inquietante, sobre todo porque la mitad de su cara
estaba cubierta de pintura negra. Esto era simplemente un maquillaje ceremonial
que debían usar todos los hombres de cierta edad. Dejaban atrás los años de la
juventud y entraban a los de la adultez, con todas las responsabilidades y
deberes que eso conllevaba. Y el primer paso para pasar a esa nueva etapa era
ejecutar una de las ceremonias más antiguas de ese pueblo, pasada por generaciones
de padres a hijos.
Las mujeres tenían el suyo propio pero era
diferente y los hombres nunca habían sabido de que se trataba. Para ser claros,
los hombres no se interesaban por eso ya que en aquella comunidad nadie se
metía en los asuntos de los demás, a menos que esos otros lo pidieran de manera
expresa. Así que las ceremonias eran casi secretas, aún más cuando se
desarrollaban casi en completa soledad. Solo asistían el involucrado y un
chamán que, guiado por las estrellas y los animales, llegaba adónde fuera
necesitado.
El joven que cruzaba la selva en ese momento
se hacía llamar Manuk, y desde ese momento sabía que se convertiría en el más
importante y notable cazador de toda su tribu. Había practicado en secreto,
cosa que estaba prohibida, y tenía claro que no había otro futuro para él.
Incluso ya tenía sus armas favoritas e incluso había aprendido de las matronas
algunas recetas y técnicas para cocinar los animales. No era suficiente para él
dar el siguiente paso natural en su vida. Tenía que hacerlo mejor que los
demás.
Como todos los de su tipo, Manuk se había
adentrado a la selva con la intención de buscar el lugar donde tendría lugar la
ceremonia. Ningún hombre sabía nunca como sería todo el asunto, ni siquiera el
lugar o el chamán que estaría presente. Casi todo era un misterio, excepto el
hecho de que debían pasar por ese acontecimiento para en verdad ser considerado
hombres con una profesión clara. Algunos decían que los dioses eran los que
susurraban todos los detalles al oído, pero Manuk de eso no sabía nada.
Las gruesas y grandes hojas amarillas y
purpuras de los árboles bajos se cruzaban por el camino, pero Manuk sabía por
donde iba. A diferencia de otros de su tribu, él ya había estado en aquellos
parajes. Se escapa en las noches y cazabas serpientes de diez metros y gruesas
como un árbol, así como los increíbles conejos, que eran capaces de usar sus
orejas para volar lejos de quienes quisieran comerlos. Lo que lo diferenciaba a
él de otros era que de verdad le tenía respeto a aquellas criaturas, le fauna
original y salvaje de su mundo, los cuidadores originales de su tierra.
Tuvo que caminar dos días enteros por la
selva, sintiendo y escuchando con cuidado todo lo que ocurría alrededor.
Recordaba los cuentos de las matronas, en los que varios de los hombres que
habían partido a su ceremonia jamás regresaban. Hay que decir que era normal
partir luego y empezar una familia lejos de la comunidad central, pero también
era una posibilidad la de desaparecer por completo sin dejar rastro. Había
algunos que simplemente no estaban hecho para la tarea.
Manuk sintió, de un momento a otro, un vacío
increíble en su interior. Era una sensación preocupante, que lo hacía pensar en
mil cosas a la vez. Era como si su cerebro se volviera loco y empezara a
mostrarle todos sus recuerdos al mismo tiempo, casi impidiendo el uso de sus
ojos o de sus piernas. Cuando se dio cuenta, estaba tirado en la tierra, siendo
observado por criaturas peludas desde lo más alto de los árboles. Los hubiera cazado de la rabia, pero sabía
que era necesario seguir.
Esa extraña sensación había causado en él un
efecto bastante extraño: sentía que podía detectar el movimiento de todo lo que
lo rodeaba. No se trataba nada más de los animales y el viento, sino del
planeta mismo. Era como si ese dolor, esa agonía inexplicable, lo hubiese
conectado de manera increíblemente profunda con todo lo que existía a su
alrededor. Se sentía raro pero Manuk supo que ese era el punto de todo el
viaje. Debía confiar en lo que sucediera, así como en sus más básicos
instintos.
La nueva sensación le hizo ver que había
estado caminado en el sentido contrario al que debía dirigirse. Sin tomar
descanso, casi corrió por horas, compensando una distancia increíble que había
desperdiciado durante los últimos días. No paraba. No le daban ganas de
detenerse a descansar, ni tenía hambre ni sed. Solo miraba hacia delante y
seguía y seguía, puesto que la meta para él estaba demasiado cercana y no tenía
sentido alguno bajar la guardia faltando tan poco y con semejante nueva
herramienta a la mano.
Al siguiente amanecer, Manuk surgió de la
selva y fue a dar a una inmensa playa. Él jamás había visto tanta agua junta y
sobre todo tan clara y hermosa. La arena del lugar era del negro más profundo y
los pies del joven se marcaban con suavidad a cada paso que daba. A lo lejos,
pudo divisar unas rocas enormes, tal vez tres veces más grandes que el propio
Manuk. Supo que era hacia allí que debía dirigirse, que ese era su destino
final y que su vida cambiaría en cuestión de momentos. Su corazón latía muy
deprisa, pero no sabía si era por la emoción o por no parar desde hacia horas.
Cuando llegó a las rocas, se detuvo en seco.
El sentimiento extraño que le había llegado en la selva, desapareció sin dejar
rastro. La ausencia causó algo de mareó en el pobre Manuk, que cayó de rodillas
sobre la arena, a poca distancia del agua. Tuvo ganas de vomitar, pero no tenía
nada en el estomago para vomitar. Todo su cuerpo estuvo en pánico y dolor por
un momento, esperando que pudiese retomar la misión que había comenzado. Alzó
como pudo la cabeza y miró hacia un lado, hacia la piedra más grande.
De pie, justo al lado de la roca, estaba un
hombre muy delgado. El color azul de su piel se había vuelto más intenso, cosa
normal en los adultos mayores de la especie. Tenía rayas dibujadas por todo su
cuerpo con una tinta amarilla intensa: eso significaba que era el chamán para
la ceremonia. No dio ni una sola palabra mientras Manuk se puso de pie como
pudo, se acercó al hombre, y agachó su cabeza frente a él en señal de respeto.
El hombre, como previsto, puso una mano sobre la cabeza de Manuk y rezó en voz
baja.
Según la tradición, la ceremonia debía tener
lugar en el mismo sitio donde se encontraran el chamán y el joven. Así que esa
playa de arena oscura y la enorme roca harían de templo por un día. Manuk se
arrodilló, como intuyó que debía hacer, y el chamán entonces empezó a invocar a
las fuerzas de la naturaleza, pero sobre todo al mar mismo. No siempre se elige
el mismo elemento pero estando en la playa era obvio que el mar debía de ser
una parte importante de la ceremonia del chico.
El agua empezó entonces a moverse, a
retorcerse casi, estirándose desde la playa hasta acercarse a los dos
personajes. Lentamente y como una serpiente, el agua empezó a apretar a Manuk
hasta tenerlo por completo en una burbuja a la que le rezaba el chamán. El
hombre no parecía impresionado por lo sucedido. Solo seguía con sus oraciones y
hacía algunos movimientos extraños, como dirigiendo al agua pero ella ya no se
movía. La burbuja envolvía a Manuk y, dentro de ella, él abrió los ojos y la
boca.
Pero no se ahogó. Respiró como el más común de
los peces. Irguió bien la cabeza y pareció feliz, como si algo de verdad
importante hubiese cambiado en su interior. Su expresión era casi eufórica. Se
levantó y la burbuja creció, ajustándose a su talla ahora que miraba de frente
al chamán.
Hubo más rezos y Manuk respondía, en un idioma
que ya nadie usaba. Poco después, el agua empezó a retirarse y pronto el joven
descubrió que ya no era un niño sino un hombre. El chamán lo bendijo una última
vez y se despidió con una sonrisa. Manuk hizo lo mismo, todo el tiempo, de
regreso a casa.