Mostrando las entradas con la etiqueta miedo. Mostrar todas las entradas
Mostrando las entradas con la etiqueta miedo. Mostrar todas las entradas

lunes, 12 de marzo de 2018

Adiós a la República


   Las explosiones se sucedieron la una a la otra. Desde la terraza del apartamento se veían con claridad los focos que se estaban encendiendo poco a poco a lo largo y ancho de la ciudad. Era casi un milagro que tuvieran semejante vista del caos que estaba desatándose por todas partes, pero ciertamente no había sido nada planeado. La fiesta había sido programada hacía mucho tiempo y todos los asistentes sabían que iban a estar allí, en una ladera de la montaña, observando la ciudad de noche.

 También estaba claro que todos sabían muy bien del estado de las cosas en el país: después de un periodo breve de estabilidad, las cosas se habían puesto feas de nuevo. Pero, como siempre en el pasado, empezaron por ponerse mal en lugares donde no vivía mucha gente. A las personas de las grandes ciudades poco o nada le importaban las cosas que pasaban allá lejos, donde no vivían ni compraban, donde no tenían propiedades ni había actividades que les interesaran.

  Las explosiones les recordaron el país en el que vivían y el momento por el que muchos estaban pasando. Mientras ellos bebían champaña y hablaban de su última compra, fuera un automóvil ultimo modelo o un viaje al Caribe, allá abajo la gente sufría. No inmediatamente abajo, donde estaban los barrios de los ricos y poderosos, barrios con cercas y patrullas de seguridad por todas partes. No, mucho más allá, donde la tierra empieza a aplanarse y la gente se mezcla con más facilidad.

 Algunos podían jurar que oían los gritos de las personas cerca de las explosiones. Pero eso era imposible puesto que los focos que se encendían, enormes hogares hechas de un fuego incontrolable, estaban muy lejos y debía ser imposible escuchar a nadie desde el lugar en el que estaban. Alguien entró de repente, un mesero, escuchando una radio que puso sobre una de las mesas cubiertas con una tela que podría pagar la comida de su familia por días. Él escuchaba las noticias.

 Al parecer, un grupo había surgido de la nada y reunía a miles de personas que se habían cansado del estado de las cosas. Las explosiones al parecer no eran ataques contra la población sino contra aquellos que había amasado fortunas y propiedades, haciendo que todas las riquezas del país fuesen solo de ellos, unos pocos, y no de todos. Según la mujer que hablaba por la radio, una enorme turba de estos rebeldes caminaba a esa hora, casi en silencio y a oscuras, hacia la sede central del gobierno. Al parecer, la idea era cercar al presidente y a quienes estuvieran por ahí a esa hora.

 De pronto hubo otra explosión y esa generó gritos y un escandalo apabullante. La onda explosiva rompió la vitrina del salón y tumbó a algunas de las personas al suelo. La bomba había explotado ahí abajo, ahora sí en los barrios donde muchos de ellos vivían. Y ahora sabían que estaban escuchando gritos, sabían que lo que sucedía les sucedía a sus familias, amigos y conocidos. Allí abajo, había un edificio entero en llamas y había gente vestida completamente de negro marchando por doquier.

 Aunque algunos de los asistentes a la fiesta salieron corriendo del susto, la mayoría supo pensarse mejor las cosas y se quedaron quietos donde estaban. De hecho, cerraron las puertas del lugar e hicieron silencio. Estaba claro que los rebeldes estaban buscando gente, tal vez utilizando las bombas para hacer que la gente saliera de sus casas y ahí matarlos o quien sabe qué hacerles. Estaba claro que eran unos animales y que venían por ellos para sacrificarlos por los crímenes que creían haber cometido.

 Hay que decir que nadie en ese salón de fiesta pensaba en si mismo como un criminal. Era cierto que muchos eran dueños de grandes empresas y consorcios que habían ganado millones a través de contratos con el gobierno y con empresas de gente del gobierno. Todo era un pequeño circulo en el que la misma gente siempre se rotaba los negocios y el dinero. Prácticamente nunca surgía alguien nuevo y si eso sucedía, era porque alguien lo manejaba o era el hijo desconocido de algún magnate.

 Muchos de los asistentes, ahora agazapados en el suelo e incluso debajo de las mesas, tenían tierras en otras regiones. La mayoría las tenían produciendo aún más dinero, fuera con plantaciones de alguna fruta o verdura o con ganado de gran calidad. Nada se perdía en sus manos. Excepto las mismas tierras que alguna vez habían pertenecido a otros pero que con la guerra y la sangre se habían ido pasando de mano en mano hasta llegar a ellos. Y su manera de compensar eran con unos pocos trabajos mal pagados.

 Otra explosión sacudió el recinto. Esta vez, había ocurrido en el edificio en construcción junto a la puerta principal del club. Vieron como las vigas se incendiaban en poco tiempo y como el cemento y el hierro se prendían como una antorcha en medio de la noche. Era gracioso como cuando se fue la luz no pensaron en nada malo y solo lo hicieron cuando la primera llamarada se encendió allá lejos, como una almena olvidada hace años. Ahora en cambio estaban asustados, temían por sus vidas. Su poder y riqueza era obsoleto en ese preciso instante.

 Muchos se arrepentían de estar allí. Tantas fiestas y tantos eventos a los que asistían, solo para que los demás pudiesen ver lo ricos y poderosos que seguían siendo. Porque incluso entre ellos había una pelea a muerte por saber quién estaba arriba de todos, quién era el pez más gordo. Y tenía que ser uno de ellos porque ciertamente no era el presidente ni ninguno de los profundamente corruptos senadores y representantes que hacían de todo menos su trabajo. Eran ratas en un barco que se hundía.

 Ratas que sabían muy bien como manejarse en ese barco y como resistir allí hasta el final. Eran ellos los que hacían que el país diese dos pasos hacia delante, para que las personas en casa pensaran que las cosas no estaban tan mal como lo decían algunos. Pero luego, sin cámaras ni tantos bombos y platillos, tomaban decisiones que hacían que todo quedara exactamente igual, sin ningún cambio. Era como si al país se le aplicara cada cierto tiempo una delgada capa de maquillaje.

 Sin embargo, ahora se necesitaría mucho más que maquillaje para tapar el hecho de que todo lo que había sido el país iba rodando cuesta abajo. La corrupción ya no era sostenible puesto que, en los campos, ya no había nada más que robar. Y el dinero en las ciudades no era eterno tampoco, aunque podrían estirarlo por décadas si es era la idea. Sin embargo, los rebeldes cortaron todo ese proceso de un tajo, en un solo día. Terminaron con un proceso de siglos en segundos.

 Rebeldes no es la palabra adecuada pero tal vez no sea del todo inadecuada. Son rebeldes porque no quisieron seguir con la norma establecida pero la palabra tiene una connotación tan negativa, que es casi imposible no pensar en un rebelde como alguien sucio y sin educación que lo único que quiere es hacer que el mundo sea como él o ella lo piensan, sin importar el bienestar de todos. Pues bien, eso último no eran ellos. E incluso si lo hubiesen sido, la verdad era que ya no tenía ninguna importancia.

 De repente, un grupo de hombres y mujeres vestidos de negro entraron en el salón. Tenían armas pero también mochilas que parecían llenas. Los asistentes a la fiesta pensaban que hasta allí habían llegado sus vidas, por lo que ofrecieron la nuca en silencio, aceptando su destino.

 Pero los llamados rebeldes no los mataron. Los encadenaron con unas esposas plásticas bastante seguras. Los hicieron salir de allí y seguirlos en caravana. Todos iban a ir a la plaza fundacional de la ciudad. En ese lugar moriría la antigua república. Tal vez habría un nacimiento. Tal vez…

lunes, 22 de enero de 2018

Fuego en la selva

   El río parecía hecho de cristal. Solo se partía en el lugar donde la canoa lo atravesaba pero en ningún otro lado. El guía había nombrado varias de las criaturas que al parecer reinaban bajo la superficie, justo antes de embarcar. Decía que era un lugar lleno de naturaleza, en el que cualquier pequeño rincón estaba lleno hasta arriba de múltiples formas de vida, algunas tan sorprendentes que seguramente quedaríamos con la boca abierta por varios minutos. Pero desde entonces, no habíamos visto nada.

 Llevábamos más de una hora en la canoa, viajando río arriba a una velocidad constante bastante buena. De hecho, ya estábamos muy lejos del lugar donde habíamos parado a comer. El almuerzo había consistido en pescado blanco a las brasas y algo de fruta por dentro, una fruta muy dulce y llena de pulpa. Eso iba acompañado de una bebida embotellada, puesto que los indígenas habían tomado un gusto muy especial por las bebidas carbonatadas del hombre blanco. Esa había sido la comida, rico pero no muy sustancioso.

 Por alguna razón, Robert tenía más hambre después de comer. Al ser uno de esos gringos de huesos anchos, estaba más que acostumbrado a grandes porciones de comida y ese pescado no había sido ni un tercio de lo que él se comía a diario a esa hora. Su estomago rugió y rompió el silencio en la canoa. Todos los oyeron pero nadie dijo nada, tal vez porque cada uno estaba demasiado absorto mirando como la selva pasaba allá lejos, a ambos lados, tan silenciosa como el río.

 Adela, quién había invitado a Robert a la expedición, estuvo tentada a meter la mano en el río pero el guía les había advertido la presencia de pirañas y eso era más que suficiente para disuadirla de hacer cualquier cosa inapropiada. Hubiese querido saltar por la borda y refrescarse un rato. Aunque lo que Robert tenía era hambre, a juzgar por el ladrido de su estomago, Adela lo que tenía era un calor sofocante que no lograba quitarse de encima. De golpe, se quitó la blusa para quedarse solo en sostén.

 El guía la miró un momento pero ya había visto tantas mujeres blancas haciendo lo mismo que era casi algo de esperarse. Él, en cambio, vestía el pantalón corto y la camisa de todos los días, con un sombrero que un visitante le había regalado hace años y que al parecer lo hacía verse como uno de esos guías de las películas de aventura. Se hacía llamar Indy, por las películas del afamado arqueólogo. Su nombre real no lo decía nunca a los turistas, puesto que los mayores de su tribu siempre les habían aconsejado guardar el idioma propio para si mismos.

 El grupo lo cerraban Antonio y Juan José. Eran dos científicos bastante conocidos en la zona, sobre todo desde hacía algunos meses en los que habían vuelto de la parte más densa de la selva con diez nuevas especies descubiertas. Se habían quedado allí, internados en lo más oscuro y recóndito, por un mes entero. Estaban acostumbrados a comer poco y al inusual silencio de esos largos paseos en canoa. Conocían bien a Indy y sabían su nombre, pero respetaban sus tradiciones.

 A Robert lo habían invitado después de haberlo conocido en una conferencia de biología. El gringo no era biólogo sino químico pero les había dicho de su interés por visitar la selva alguna vez. Ellos lo arreglaron todo y el no tuvo más remedio sino aceptar su propuesta. Adela era una amiga botánica que todos tenían en común y que admiraban profundamente por su estudio de varias plantas selváticas en medios controlados. Rara vez se internaba en la selva, puesto que odiaba viajar en avión.

 Indy los sacó a todos de sus pensamientos cuando dejó salir un grito ahogado. Hizo que la canoa fuera más despacio y todos miraron hacia donde él tenía dirigida la vista. Lo que vieron era lo peor que podría pasar en ese lugar: un incendio de grandes proporciones emanaba humo a grandes cantidades hacia el cielo. Se podían ver unas pocas llamas pero casi todas se ocultaban detrás de la espesura, que seguro sería consumida con celeridad si no llovía pronto. A juzgar por el cielo, el agua no vendría en días.

 De repente, una explosión bastante fuerte retumbo en la selva y terminó de romper el silencio. Una bola de fuego enorme pareció salir de las entrañas de la jungla y se elevó por encima de sus cabezas hasta deshacerse bien arriba. Nada explota en la selva sin razón. Por eso estaba claro para todos en la canoa que no se trataba de un incendio controlado o accidental sino de algo hecho a propósito. Los músculos de todos se tensaron, tratando de ver algún indicio de lo que tenían en mente.

 Lamentablemente, se dieron cuenta tarde de que una lancha había salido de la orilla del incendio y se dirigía a gran velocidad hacia ellos. Indy aceleró el ritmo, tratando de dejar atrás a la otra embarcación. Pero la verdad era que el aparato que los perseguía era mucho más moderno y tenía seguramente uno de esos motores que parece no cansarse con nada. En poco tiempo los tuvieron a un lado y se dieron cuenta, para su sorpresa, de que los hombres no llevaban armas ni los amenazaban. Al contrario, los pasajeros del barco rápido los alentaban a seguir adelante, sin detenerse.

 En esas estuvieron unos veinte minutos, hasta que en la lejanía se dejó de escuchar el ruido de los animales en la selva y se dejó de ver la fumarola de humo que se desprendía del incendio en la base de los árboles. Indy bajó la velocidad y lo mismo hicieron los del bote rápido que había recorrido junto a ellos un tramo largo del río, que ahora se veía mucho menos ancho que antes. Antes de cruzar palabra con los otros, notaron que el sol estaba bajando y que no faltaba mucho para que estuviesen sumidos en la oscuridad.

 En el otro barco había solo hombres, lo que inquietó mucho a Adela. No era la primera vez que era la única mujer en un lugar, pero siempre se ponía muy a la defensiva en situaciones así. Conocía a Juan José y Antonio, una pareja de científicos que todo el mundo admiraba y quería. E Indy era como un hermano. Robert… Bueno, la verdad no creía que Robert fuese alguien de quién tener miedo. Pero esos hombres eran extraños y tenía que estar preparada, sin importar sus intenciones.

 Se presentaron como científicos, miembros de un grupo especial enviado por la Organización Mundial de la Salud. Según ellos, habían estado en un bunker construido especialmente para ellos, sintetizando varios medicamentos utilizando como base varios tipos de plantas de la selva. Sin embargo, de un momento a otro habían sido atacado por un grupo enmascarado, que no había dicho una sola palabra antes de empezar a lanzar bombas de fabricación casera contra el bunker.

 En ese momento comenzó el incendio. Los científicos apenas tuvieron tiempo de pensar. Era tratar de apagar las llamas o correr, puesto que los enmascarados parecían preparar un tipo de arma mucho más convencional para tomar el control total de la situación. Fue entonces cuando ocurrió la explosión: las llamas se mezclaron con los químicos dentro del bunker y todo voló al cielo. No todo el equipo científico logró correr al barco amarrado a la orilla y escapar. Frente al grupo de la canoa, solo había cuatro hombres.

 Indy les preguntó sobre los enmascarados, si sabían quienes podían ser y si habían muerto con la explosión. Al parecer, toda la vestimenta era de color verde y habían visto al menos a uno apuntarles después de arrancar el motor del barco en el que estaban.


 Adela, Juan José, Antonio y Robert pidieron un momento para hablar sobre qué hacer. Ellos iban a un recinto científico apartado. ¿Sería mejor llevarlos allí o devolverse al pueblo más cercano? La noche era inminente y no ocultaba nada bueno ni para unos ni para otros.

miércoles, 29 de noviembre de 2017

Errores

   No sé cuanto tiempo estuve tirado en el suelo, con agua de lluvia lentamente acumulándose a mi alrededor. Había sido lo suficientemente tonto y me había ido mal, de nuevo. Tenía miedo y había actuado bajo el control de los nervios y no de la reflexión profunda que alguien debería asumir cuando algo así ocurre. Cada centímetro de mi cuerpo había sido golpeado por los puños y pies de unos tres hombres, aunque la verdad es que nunca supe cuantos eran. Solo vi la cara de uno de ellos, muy cerca de la mía.

 Había llegado al lugar temblando pero también con la esperanza de que mis preocupaciones hubiesen llegado a un ansiado final. Hacía algunos meses había cometido la idiotez de usar el internet para desahogarme mientras no había nada en la casa. Todos estaban afuera y, no contento con la pornografía común y corriente, recordé algunos sitios con contenido algo más interesante, si es que así se le puede llamar a los fetiches extraños que pueden tener las personas. Debí parar en ese momento.

 Pero no lo hice. Cegado por el placer y el morbo no supe nada de lo que hacía hasta que me di cuenta de que lo había ido a buscar no era lo que había obtenido. En vez de eso había imágenes horribles que jamás dejarán mi mente. No puedo decir que eran de una sola clase de imagen, había muchas. Todas las fotos eran algo borrosas, tal vez viejas ya, pero igualmente terribles. Lo único que supe hacer fue cerrar todo, eliminar las imágenes y buscar algún programa que borrara todo sin dejar rastro.

 Después de hacerlo, recordé una de las imágenes, tal vez la que me daba más miedo. En ella había un policía con algo parecido a una sonrisa en la cara y una hoja de papel en las manos. En ella estaba escrito, en lo que parecía letra a mano, que mi información había sido rastreada bajando contenido ilegal. Y vaya que lo era. No por lo que tal vez se imaginen sino por otras cosas que ni siquiera quiero discutir. Me empezó a doler la cabeza un rato después y esa molestia no ha desaparecido desde ese día.

 Me enfermé de repente. Era como si la gripa hubiese entrado en mi cuerpo de golpe pero en verdad no tenía nada que ver con una enfermedad real sino con haber visto toda esa porquería y la foto del policía, que volvía a mi mente cada cierto tiempo. ¿Sería cierto? Sabía que la policía podía vigilar la actividad en línea pero parecía imposible que lo hicieran todo el rato. Además, había sido todo un error. Yo no había querido buscar nada de eso que vi pero sin embargo ahí estuvo, en mi pantalla, por un momento pero estuvo. No sabía que hacer, estaba perdido.

 Por las siguientes dos semanas, no tuve descanso alguno. No solo me era imposible dormir en las noches, sino que no podía pensar en nada más sino en todo el asunto. En todo lo demás que hacía se notaba una baja de rendimiento, que varias personas me hicieron notar. Yo me disculpaba echándole la culpa a la dichosa gripa que tenía pero sabía muy bien que lo que tenía no era una enfermedad real sino que era el miedo, la preocupación de verme envuelto en algo que no tenía nada que ver conmigo.

 Pasó casi un mes y mi cuerpo empezó a relajarse. Los nudos en mi espalda desaparecieron lentamente, con ayuda de masajes y la práctica casi diaria de yoga y otros métodos de relajación. Sobra decir que no volví a utilizar el internet sino para cosas tontas que hace la gente todos los días como revisar fotografías de personas con las que ni hablan o escribir alguna cosa. No volví a bajar nada que no fuera mío, incluso las películas y la música que siempre buscaba gratis.

 Muchas personas notaron ese nuevo cambio también y empecé a preocuparme un poco por eso. Si la gente que no tenía nada que ver conmigo, muchos de los cuales ni me conocían bien, entonces en casa seguramente todos se habrían dado cuenta que algo me pasaba. Pero nunca dijeron nada ni dieron indicios claros de que así era. Eso sí, los miraba a diario y me daban muchas ganas de llorar. No quería que ellos sufrieran por mi culpa, que se sintieran avergonzados de mí.

 Cuando la calma pareció empezar a tomarse todo lo que me rodeaba, recibí una llamada en mi casa. Cuando contesté, la persona del otro lado de la línea habló con una voz normal. Preguntó por mí. Cuando dije que era yo el que hablaba, su actitud cambió. Era un hombre y quería que supiera que sabía lo que yo supuestamente había hecho. Me fui a un lugar seguro y le pregunté como sabía lo que había pasado y que todo era un error. El hombre no me escuchaba, solo me amenazaba, sin pedir nada.

 Las llamadas se repitieron una y otra vez a lo largo de dos semanas hasta que tuve que ponerme duro, a pesar del nuevo miedo que me habían infundido. Pregunté que era lo que quería porque no podía creer que alguien estuviese llamando a sobornar solo porque sí. Alguna razón de peso tenía que haber para su actitud, algo tenía que querer. Las primeras veces me insultó y dijo que gente como yo debería estar muerta, ojalá asesinados de las maneras más horribles que alguien se pudiera imaginar. Sin embargo, su discurso cambió al cabo de algunas llamadas.

 De pronto ya no quería verme muerto, o al menos no lo decía. Ahora quería dinero, una cantidad que era mucho más de lo que yo pudiese dar en una situación similar pero no lo tanto que me negara. Le dije que podía reunir el dinero y me citó en un parque de la ciudad muy temprano una mañana. Hice todo lo que pude para reunir el dinero, todavía con nervios pero tontamente confiando en que el dinero arreglaría todo el asunto. Intercambiaría una cosa por la otra y todo terminaría.

 Fue en ese parque donde me vi con el hombre y le di el sobre. Pero no estaba solo y me rodearon con facilidad. Mi respiración se aceleró y mi ojos iban de una figura oscura a otra, pues era difícil de verlos bien en la oscuridad de la noche. Solo vi la cara del hombre que me había citado y supe que era él porque reconocí su voz. Me dijo que era policía pero que ellos no querían hacer nada contra mí y por eso él había decidido tomar las riendas de todo el asunto. Fue entonces cuando el circulo se cerró aún más.

 No venían por el dinero, eso estaba claro. Cuando los tuve muy cerca, empujé a uno y golpee al otro pero no había nada que hacer. Yo era y soy un hombre promedio, igual de débil y de estúpido que la mayoría. En un momento dejé caer el dinero y no supe que pasó con él. Estaba en una bolsa que no estaba cuando me desperté, con un dolor físico mucho mayor al que había sentido en cualquier momento anterior. Me patearon hasta que se hartaron, en todo el cuerpo.

 Puños en el estomago y en la cara, en los costados y en la espalda. Hubo uno que me pegó un rodillazo en los testículos y fue por eso que caí al suelo y me molieron a golpes allí. Me desangré un poco pero me encontraron más tarde, gracias al perro de una señora que lo había sacado a orinar. Cuando llegué al hospital, la policía estaba allí. Ninguno de ellos era el hombre que me había citado. Pensé que estaban allí por una cosa pero estaban por la otra. De todas maneras, lo confesé todo.

 En este momento no sé cual sea mi futuro. Tomé una decisión, una mala decisión, y es casi seguro que pague por ella. No sé si sea justo que pague como los que de verdad quieren hacer daño, como los que de verdad gustan de semejantes cosas.


 Pero ya no tengo nada. No hay nadie a mi lado y el futuro no pinta de ningún color favorable. Lo único que puede pasar es lo predecible o un milagro y francamente no creo en estos últimos. Para alguien como yo, no sé si exista semejante cosa.

lunes, 9 de octubre de 2017

Miradas y susurros

   El lunes en la mañana, como todas las otras mañanas, Juan llegó a la pastelería y fue el primero en abrir la puerta. Era siempre el primero en llegar y el último en salir. Así había sido desde que su tía Magnolia le había conseguido el trabajo de cajero con una de sus amigas, quién era la dueña del negocio. A ella casi nunca la veía, solo a Paloma, quién era la hija de la propietaria. Era solo unos años mayor que él pero parecía como si hubiese vivido tres vidas más, una joven muy vieja.

 Prendió las luces y puso el seguro a la puerta. Primero tenía prender los hornos y luego limpiar y ordenar todo el lugar. No era un sitio demasiado grande pero era bastante trabajo para una sola persona. Él mismo había insistido en que podía hacerlo todo por sí mismo, sin ayuda de nadie. Paloma le había tomado la palabra, pues eso significaba ahorrarse un sueldo, así le pagaran un poco más a Juan. Apenas se agachó para limpiar los pisos, tuvo un espasmo en la abdomen que lo dejó quieto un momento.

 Después fue un dolor bajo el cinturón, que le recordó que no debía estar haciendo semejantes esfuerzos. Pero la verdad era que necesitaba el dinero. Así que intentó hacer todo lo que pudiese antes de que llegaran los demás. Tenía una hora entera antes de que los pasteleros llegaran. Para entonces ya debía estar en la caja, atendiendo a los primeros clientes que llegaban a pedir algo para comer como desayuno. Venían personas de todo tipo, pero más que todo oficinistas apurados.

 Los dolores de cuerpo le impidieron alcanzar la velocidad acostumbrada. Para cuando llegaron los otros trabajadores, todavía no había limpiado las mesas ni debajo de los muebles de la cocina. No se iban a dar cuenta y podía hacerlo al día siguiente en vez de causarse un daño mayor. Barrió y limpió mesas hasta que llegó el primer cliente. Eso le recordó que tenía que guardar todo lo de limpieza y correr a ponerse el delantal. La primera oficinista del día tenía cara de pocos amigos.

 Los demás no fueron muy diferentes. Tenía que ser hábil para ir tomando el pedido y al mismo tiempo ponerlo todo en bolsitas o en platos. Además debía de servir las bebidas y justo entonces se dio cuenta de que la cantidad de leche era mucho menor de la apropiada. En un momento marcó a la tienda más cercana y pidió la leche vegetal de siempre. Salía más caro así pero lo pagaría de su sueldo, no había nada que hacer. Se lo haría saber a Paloma, esperando que ojalá le repusiera el dinero. No era algo muy probable pero podía pasar si la cogía de buen humor.

 Cuando llegó la leche, dejó de atender una fila de cinco personas para poder recibir el pedido. Fue cuando se le cayeron los billetes al suelo y se puso de pie que se dio cuenta de que todas las personas lo miraban de una forma un poco extraña. Como si esperaran que pasara algo fuera de lo normal. Él se irguió y pagó al señor de la tienda, quien también lo miraba con curiosidad. Sabía porqué lo hacían pero hubiese deseado que las cosas no fueran de esa manera, que la ciudad no fuese tan pequeña.

 Trató de ignorar las miradas y los susurros, los ojos que lo juzgaban por todas partes. Solo quería trabajar y seguir su vida de largo, como siempre. Pero estaba claro que las personas en general no querían que las cosas fuesen de esa manera. Fue incomodo pasar toda la mañana evitando mirar a la cara a las personas. Por eso, cuando Paloma llegó, ella lo regañó de manera que todo el local quedó en silencio y la atención que había sobre él se triplicó en cuestión de segundos.

 De la nada, surgieron dos gruesas lágrimas de sus ojos. Rodaron por sus mejillas quemadas por el frío de la mañana y cayeron sobre su oscuro delantal. No estaba llorando como tal. Era más como si las lágrimas hubiesen salido de la nada de su cuerpo, por voluntad propia. No se limpió sino que le respondió a Paloma con una disculpa y le dijo lo de la leche. Los clientes seguían mirando, como esperando la respuesta de la hija de la dueña. Como ella no hizo referencia a las lágrimas, cada uno siguió en lo suyo.

 Juan solo se limpió la cara cuando tuvo un momento para almorzar. Traía un pequeño contenedor con un almuerzo preparado por su madre. Ella lo había hecho tal cual estaba todo en la guía del hospital. Tenía que seguir una dieta bastante estricta y ella quiso asegurarse que su hijo no tuviese un problema de alimentación después de lo que había ocurrido. El doctor había sido muy claro al hablar de la importancia de la comida que debía consumir y ella lo había tomado muy en serio.

 El joven comió su almuerzo en un momento. Se lavó la cara y las manos después y entonces siguió atendiendo como si nada hubiese pasado. Lo bueno de las tardes era que Paloma siempre se quedaba un buen rato para ayudar a atender a la gente. Ella se encargaba de las bebidas y de que todo estuviese bien en las mesas. Pero se iba temprano y había algunos días en los que ni siquiera iba a trabajar. Suponía Juan que era una ventaja de ser la hija de su madre pero lo más seguro es que fuese cosa de los estudios que cursaba. Juan no sabía de qué eran.

 En un momento de la tarde Paloma se le acercó y le habló en voz baja. Se acercaba para disculparse con él y para decirle que el dinero de la leche le sería reembolsado al día siguiente. Él iba a interrumpirla para decirle que no había sido nada lo de más temprano, pero ella lo interrumpió primero para decirle que sentía mucho todo lo que había pasado y que su madre se sentía algo responsable al respecto, aunque era algo que claramente no había podido ser imaginado por nadie. 

 Él se quedó sin palabras. Justo entonces entró un grupo de mujeres mayores, lo que distrajo a Paloma y se la quitó de encima al pobre de Juan, que no quería hablar de lo ocurrido con nadie. Era suficiente con que lo recordara cada cierto tiempo como una horrible pesadilla. Y además estaban las pesadillas de verdad que tenía todas las noches. La verdad era que ya casi no dormía pero se lo ocultaba a sus padres para que no se preocuparan. Era mejor fingir que todo estaba bien. Al menos eso pensaba.

 Ocupo su mente con cuentas y con los clientes todo el resto de la tarde. Ya casi anochecía cuando, por la ventana del negocio, creyó ver a la persona, al hombre que lo había atacado hacía algunas semanas. Su cuerpo automáticamente se echó para atrás, dándose un golpe sordo contra la pared. Fue extraño, pero ese comportamiento no lo notó nadie. Lo que sí notaron fue el grito que llenó el pequeño local y el cuerpo que caía al suelo, sin conocimiento. Sangraba de la nariz, lo que asustó a muchos.

 Cuando despertó, un paramédico lo estaba revisando con una linterna. Él, sin preocupación de ser grosero, lo empujó con la mano y como pudo se puso de pie. Los clientes estaban todavía allí, mirando el espectáculo. Paloma lucía muy preocupada, igual que los otros empleados. Juan les dijo que estaba bien, que se debía a una baja de azúcar. Les dijo que era normal y que no se preocuparan. Hizo como si no pasara y caminó a la caja. Paloma le habló en voz baja, diciéndole que podía irse si no se sentía bien.

 Juan se negó con la cabeza y le habló de otras cosas, de pedidos de zanahorias y del queso crema que debía consumir pues la fecha de expiración estaba cerca. El día de trabajo siguió como si nada, después de la salida de los paramédicos y de los curiosos que solo se habían quedado para ver.


 Los susurros comenzaron de nuevo y él trató de no escuchar a pesar de saber muy bien que ya todos sabían lo que le había ocurrido. Su cara había estado en todos los canales de televisión, en periódicos. Era famoso por ser una víctima de algo horrible. Y detestaba con todo su ser esa maldita situación.