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domingo, 11 de enero de 2015

Vida de pantano

    Nunca había sido el sitio más común para un encuentro de este tipo. De hecho, para ningún tipo de encuentro que no involucrara al reino animal o vegetal. Sin embargo, allí estaban ellos dos, subidos en una canoa pequeña que flotaba a la deriva. Estaban tomados de las manos, con suavidad, y miraban a los ojos del otro como si no hubiera más en el mundo sino ellos. Era el amor, sin duda. Y también el tiempo, que siempre marcha hacia adelante, sin pensar en nadie.

Así estuvieron mucho tiempo, pensando en mil formas de expresar en palabras lo que sentían pero siendo incapaces de hacer algo más que sostener las manos del otro y mirar dentro de sus ojos, que parecían tener un lenguaje más fluido que el de su mente, que parecía estar adormilada o simplemente muy respetuosa del acontecimiento.

Aquí y allá había destellos de vida, en el inmenso pantano que hoy cubría un área enorme. Era un lugar tan grande, que muchas personas, la mayoría de hecho, se abstenía de entrar allí. No querían entrar en contacto con las peligrosas criaturas que residían en las aguas turbias de la enorme ciénaga y la verdad era que de allí poco se podía sacar para consumir. Peces había en otros lados, más grandes y de mejor sabor, y la madera húmeda de esos incipientes bosques no era la mejor para construir lo que necesitaban.

Sin embargo, había gente que entraba a propósito, como la pareja que ahora se encontraba plenamente a la luz del día pero eso no les importaba. Habían dejado de ocultarse, de escapar de todo, habían dejado de olvidar, algo que era casi un deporte en sus comunidades. No, ellos estaban felices de poderse mirar a la cara bajo la luz del sol. Y cuando ocurrió allí, pareció darles el impulso para inclinarse hacia delante y darse un beso suave, como si temieran que hacer algo más pudiera romper el momento.

Cerca de allí no había más nadie, a menos que se contara como presencia humana la de asesinos de sangre fría que estaban, con mucho cuidado, lanzando cuerpo al agua. Les abrían el estomago y los lanzaba allí al agua. Si no se los comían los caimanes de la zona, el agua turbia ayudaría a ocultar los cuerpos lo suficiente. Los asesinos no eran de los pueblos cercanos sino de lugares más lejanos pero venían hasta allí porque parecía ser el lugar ideal para muchas cosas, entre esas para deshacerse de cadáveres.

Pero de eso nunca se enteró la pareja que ahora se habían acostado en la canoa, uno al lado del otro, y se hablaban suavemente. No comentaban nada relacionado con sus familias ni con los problemas que tenía cada pueblo. Solo recordaban el pasado o planeaban el futuro. No les importaba si lo que hablaban se realizaba alguna vez, era lo de menos. Les hacía bien, después de tanto tiempo, poder tomarse de las manos y apreciar su mundo privado mientras imaginaban como sería vivir juntos o recordando esa memorable ocasión en la que un caimán pareció escuchar toda una de sus discusiones.

Siendo una pareja común y corriente, porque ellos eran no eran especiales de ninguna manera y eso lo sabían, no era extraño que de vez en cuando discutieran. Eso sí, si alguien escuchara todas las discusiones, tendría que ser alguien muy comprensivo ya que se veían cada tanto tiempo que siempre discutían por cosas que habían pasado hace mucho, cosas que ya no tenían la menor importancia. Pero era como si eso los hiciera sentir vivos y lo preferían así.

En sus hogares, su familias los buscaban pero, como siempre, por las razones incorrectas. Uno pensaría que estarían profundamente preocupados por su bienestar físico, habiendo sido tal vez asesinados o habiendo cometido un doloroso suicidio.
Pero no. Sus familias solo los querían en frente para reprenderlos, para reforzar en ellos sus costumbres, tradiciones y reglas que ya hacía décadas eran obsoletas. Era como si su trabajo no fuera procurar la felicidad de sus hijos sino la de presionarlos y controlar cada uno de sus movimientos.

En cierta medida y por una gran fracción de la vida de los chicos, tanto de uno como de la otra, los padres habían controlado todo. Ambos habían sido tratados como realeza, cosa que estaban muy lejos de ser. Esto no era Romeo y Julieta, por muchos parecidos que los vecinos trazaran entre esos y estos. Las dos familias no se odiaban, más bien se ignoraban mutuamente ya que eran ambas de gente pobre. En este caso no había grandes palacios ni la más bella ropa de la región. Eran casuchas tristes y harapos francamente horribles. Viviendas en la mitad de tierreros dejados a un lado por dioses y hombres, nada por lo que nadie pensaría batirse a duelo.

Y sin embargo, tanto la familia del chico como la de la chica, creían por alguna razón que eran de alta alcurnia o que merecían más de lo que recibían. Algo que tenían en común era que ninguna de las dos familias cedía un solo centímetro ante las generaciones más jóvenes: la abuela callaba a la madre, la madre a la hija y la hija a sus hermanas menores. Y estas últimas aprendían con celeridad esta tradición familiar.

Los hombres solían ser menos inteligentes y más salvajes. Esto no era algo que afectara a dichas familias sino al conjunto del genero masculino que vivía en los alrededores del pantano. Eran tercos, torpes e irremediablemente cortos de cerebro. No era una sorpresa que fueran sociedades matriarcales, donde la mujer del hogar se imponía sobre los demás y no había quien le respondiera o se negara a sus órdenes.
No por nada el crimen más grave que alguien podía cometer en esas comunidades era el asesinato de una mujer o, lo que era peor, su violación. Esos crímenes tenían como resultado un antiguo ritual, casi tribal, en el que el perpetrador era sacrificado al pantano de la manera más horrible posible.

Y así, en una sociedad brutal e implacable, existían dos personas que simplemente se amaban. No era algo que hubieses sucedido de la noche a la mañana sino durante un tiempo, durante el cual él fue al pueblo de ella para comerciar algunos animales con su padre. Desde que vieron hubo un interés pero no hablaron en los primeros meses. Lo máximo era mirarse fijamente y sonreír, muy parecido a lo que hacían allí en el pantano.

Ya cuando se conocían más, de vista, se habían hablado pero siempre de tonterías relacionadas con el mercado o algo por el estilo. Era el tipo de conversación insulsa que siempre tenía la gente pero servía para romper el hielo. Eso sí, las incipientes conversaciones eran siempre interrumpidas por algún miembro de la familia, casi siempre una mujer, que gritaba algo que nadie nunca entendía y la halaba a ella a su casa y a él hacia el carro en el que traían los animales.

Pero con el tiempo encontraron la forma para verse a escondidas, por apenas algunos minutos, para darse regalos. Hubo un alto intercambio de cartas y fue así que se enamoraron. No hubo besos ni abrazos ni tacto de ningún tipo. Tampoco se habían conocido sus costumbres ni gustos. El amor había nacido únicamente porque cada uno había reconocido en el otro algo que no había en los demás y era un interés en algo diferente a los asuntos de siempre para la gente del pantano.

Carta vino y carta fue y así creció el amor hasta que las familias se enteraron y entonces siempre había alguien junto a ellos, listo para prevenir un encuentro de la pareja. No hubo más cartas sino apenas un cruce de miradas en días afortunados. Así fue durante un tiempo hasta que, por un descuido de uno de los cuidadores, ella pudo pasarle a él una carta que lo invitaba a escaparse, a través del pantano. Él aceptó y ahora estaban los dos en aquella canoa, flotando a la deriva.

Ya no hablaban de nada, solo se sostenían de la mano y miraban el cielo, las formas de las nubes y, cada uno por su lado, imaginaba una vida que jamás tendrían.

La verdad, la que ellos no sabían, era que ambos eran tan simples como todos los demás. Estaban tan contaminados con las costumbres y las tradiciones de sus familias, que no había manera de vivir una vida independiente de ellos. Además, el amor que decían sentir no era real, era apenas un cariño que había crecido al ver la posibilidad de una vida distinta, fuera de sus casas.

Más tarde ese día, se arrepintieron de su escape y volvieron a sus casas. Solo se volvieron a ver una vez, en la que se miraron pero ya no reconocían al otro, ya no era importante. Tan solo les quedaba el recuerdo del pantano, el lugar donde podrían haber sido pero simplemente no fueron.

lunes, 13 de octubre de 2014

Amor y amistad

 - No.

Se quedaron entonces en silencio, bastante incómodos el uno con el otro. La mesera vino con la orden que habían hecho: un chocolate caliente con pastel de queso para uno y un café negro con croissant de almendras para el otro.

Mientras Jorge, el del chocolate, tomó un sorbo de su bebida, Tomás no hacía nada. Su café humeaba frente a él pero solo miraba por la ventana, a un punto perdido en la calle.

Jorge preferiría no decir nada. Tenía hambre y por eso comía pero no tenía la mínima intención de seguir la conversación.

 - Porque no?

Tomás lo miraba a los ojos. Jorge trató de que su expresión no fuera de exasperación. Suspiró.

 - Porque somos amigos.
 - Y ? Que tiene?
 - Que te quiero como amigo.
 - Por favor...
 - No quiero dañar nuestra amistad? Ok?

Tomás por fin tomó un sorbo de café. Se quemó la lengua pero no se quejó. Le pegó un mordisco al croissant y mientras tragaba, pensó en que decir.

 - Como podríamos dañarla?
 - Porque nada de eso me sale bien!

Había subido voz y la gente los estaba mirando. Eso no les importaba. No a Jorge, que se sentía herido.

 - Le hemos pasado muy bien estos días... Nos hemos acercado más.
 - Lo sé. Por mi culpa en parte.
 - Culpa suena como algo malo.
 - No he estado en mi mejor momento.
 - Me gustó mucho ir de viaje juntos, solos. Nunca lo habíamos hecho.
 - Sabes que necesitaba irme.
 - Sí...

Jorge toma otro sorbo de chocolate. De pronto ya tiene nada del entusiasmo que hasta hace algunos minutos lo invadía. Estaba de nuevo como antes, sumido en una tristeza inexplicable.

 - Me gusta nuestra amistad y significa mucho para mí.
 - Para mi igual.
 - Yo nunca tuve un amigo hombre... No uno de verdad. Y contigo puedo compartir cosas y pasarla  bien y me gusta. No quiero que eso se vaya, no ahora.

Tomás veía la mano de Jorge tan cerca pero se contuvo como pudo. Sabía lo que él había pasado y estaba contento porque ahora por fin parecía estar pasando su mala temporada. Y definitivamente no quería ser la causa de otro mal en su vida.

 - El último día del paseo...
 - Que?
 - El último día, me desperté antes que tu. Te vi dormir un rato, antes de bañarme.

El otro se siente incómodo pero Tomás no puede dejar de decirlo.

 - Me di cuenta de que...
 - No.

Jorge lo detiene con esa sola palabra. Eso sí, no logra detener una única lágrima que sale de uno de los ojos de Tomás.

Él se la limpia casi al instante y decide tomar otro poco de café, para tratar de calmarse. La mesera se acerca y les pregunta si desean algo más. Jorge le dice que por ahora nada y sonríe con debilidad.

Toma otro sorbo de chocolate y trata de controlar esa voz interna, tal vez más aventurera que su yo de diario. Hay mucho en riesgo y no es el momento para ponerse a apostar con lo poco que se tiene.

 - Y Manuela?

Tomás ríe.

 - Que pasa con ella?
 - No la has olvidado o sí?
 - Tu sabes que sí.

Esta vez mira la mano de Jorge y sin dudarlo la toma. La aprieta con suavidad y Jorge deja que suceda.

 - Siempre terminan las cosas mal. Siempre quieren algo.
 - Alguna vez terminarán bien. Y creo que me conoces lo suficiente como para saber que quiero y que  no.
 - No quiero intentar más. No quiero más dolor gratis.
 - Porque?
 - Porque me asusta que nos terminemos odiando. Eso me dolería más que cualquier cosa. Si fueras  un desconocido sería distinto.

Jorge retira la mano y se cruza de brazos, sin decir más. De nuevo, es como si se creara de la nada un muro invisible entre los dos.

Ninguno termina lo pedido. La mesera viene de nuevo y pregunta si puede retirar los platos y los dos asienten, sin decir nada ni cruzar la mirada.

Cuando la mujer regresa con la cuenta cada uno pone exactamente lo que debe y no más, no más cortesías entre los dos, al menos no hoy.

Se ponen de pie y salen del negocio, al frío de la tarde de domingo. El viento sopla bastante y los dos caminan juntos a la parada del autobús. Al fin y al cabo, viven en el mismo barrio.

Se sientan en la banca del paradero y no dicen nada hasta que Tomás sonríe y Jorge lo voltea a mirar.

 - Que?
 - Te acuerdas del perro que quería venir con nosotros?

Jorge también sonríe.

 - Sí, hubo que bajarlo del carro como cinco veces.
 - Que raza es esa?
 - No sé... Collie?
 - No... Es otra. No sé como se llaman.

Y de pronto silencio de nuevo. Pero esta vez se miran cara a cara y sonríen. Los daños son menos graves de lo previsto.

Cuando llega el bus, se suben los dos y se sientan uno al lado del otro, Jorge contra la ventana porque se baja después de Tomás. Miran hacia el frente o por la ventana.

 - Como vas con el guión para Julieta?
 - Bien... Ya casi lo termino.

El turno es de Jorge.

 - Ya pasaste los diseños para el concurso?
 - No.

Jorge respira profundo.

 - Porque?
 - No sé... No tengo cabeza para eso ahora.

Silencio de nuevo. Ahora es más duradero. Se acercan al barrio y los dos saben que no tienen mucho tiempo más de decir nada, no hoy que es cuando cuenta.

Sin embargo, Tomás se despide en voz baja y apenas se baja empieza a llorar en silencio. Tan mal se siente, que casi trota para llegar a su apartamento. Allí, se dirige a su cuarto y se acuesta en su cama, con los ojos húmedos y rojos.

Casi una hora después, a punto de dormirse, escucha el sonido de su celular.

Se levanta de la cama y mira la pantalla. Es un mensaje:

QUIEN MÁS VA A ENTENDERME? MARATÓN DE ALIEN?

Jorge sonríe. Se pone la chaqueta rápidamente y sale como un rayo del lugar.

sábado, 11 de octubre de 2014

Sueños

Estaba acostado en una cama y sabía que lo estaba mirando a él, sin conocerlo. No se movió ni dijo nada, solo contempló la hermosa vista que había desde la habitación así como el movimiento de la delgada cortina por el viento que entraba y el personaje que estaba recostando sobre la baranda del balcón.

No le veía el rostro al hombre que estaba afuera pero veía que solo tenía puesto unos boxers y nada más. Sabía que estaba soñando pero todo parecía perfecto. De pronto el sueño cambió y ahora estaba en un tren, lleno de gente.

Estaba sentado entre de una anciana que tejía algo y una chica gótica que escuchaba música. Se levantó de la silla porque sabía que la siguiente estación era su parada. Se cogió de un tubo junto a la puerta y esperó.

Justo cuando entró el tren a la estación, vio al tipo del balcón, de nuevo de espaldas. Estaba en la estación, caminando hacia la escaleras eléctricas. Apenas se bajó, corrió detrás del hombre del balcón pero había muchas personas y empujarlas parecía no servir de mucho. Siempre quedaba muy detrás del tipo y nunca lo pudo alcanzar.

Corriendo por un pasillo, se tropezó y cayó al piso con fuerza. Y el sueño cambió de nuevo. Esta vez estaba en un sitio muy extraño: parecía el interior de una de esas naves espaciales de las películas. Incluso estaba vestido con un uniforme parecido al que llevaban los actores.

La gente lo saludaba y el parecía conocerlos, al mismo tiempo que no tenía idea de que era lo que pasaba. Se acercó en un momento a una ventana y pudo ver a través de ella al planeta Tierra, o eso parecía.

Retomó su caminata por el lugar y vio mucha gente que conocía, de la infancia, del colegio, de la universidad, del trabajo... Todos parecían estar allí y se conocían los unos con los otros, algunos se daban la mano y otros incluso se besaban en público. Era muy extraño.

De nuevo, vio al hombre del balcón de espaldas y lo siguió. Por los pasillos de la nave espacial hasta que, esta vez, pudo alcanzarlo. Cuando le tocó el hombre, el tipo se dio la vuelta. No lo conocía o al menos no conscientemente.

El tipo era más alto que él y, no se podía negarlo, era bastante atractivo. Solo le sonreía y se tomaron de la mano.

Ahí cambió el sueño de nuevo, esta vez por algo más simple y familiar. Estaba en su cuarto, con todo lo que conocía de siempre. Y el chico del balcón estaba con él, durmiendo en la cama. Él se puso de pie y lo contempló un buen rato. Quería escuchar su voz, para hacerlo más real pero se veía tan en paz y tranquilo dormido que no quiso despertarlo.

Se sentó en la silla del escritorio y siguió contemplando al hombre en su cama hasta que por fin se despertó.

A su lado estaba su novia y se sintió culpable, como si hubiera traicionado su confianza con solo imaginar a otra persona en sus sueños. La relación estaba deteriorada y, de hecho, ella estaba allí para intentar mejorar las cosas.

La quería pero como a una amiga, algo que nadie quería escuchar. Habían tenido relaciones y él no había estado muy interesado y creía que lo mejor era no fingir lo contrario. Para que? Todo tiene que terminar algún día.

Cuando ella se despertó, tomaron café en la cocina y hablaron. De mutuo acuerdo, terminaron. Se abrazaron y despidieron. Ella se cambió y se fue y el se quedó allí, tomando su café en la sala.

Entonces sonrió, al ver un pequeño cuadro en la pared opuesta: era una fotografía de la isla griega de Santorini, con sus edificios blancos. En primer plano, se veía una pequeña casa con una gran terraza pero no había nadie allí.