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miércoles, 1 de noviembre de 2017

Bajo la ventisca

   Los tanques de combustible explotaron con fuerza, enviando una bola de fuego hacia el cielo que alumbró todo lo que estaba alrededor. El color ámbar que inundó el lugar nunca se había visto en semejante lugar tan remoto y nunca se volvería a ver. La pequeña casa hecha de tejas de zinc y placas prefabricadas, el único indicativo de que algo había existido en ese lugar, dejó de existir en unos pocos segundos, completamente consumida por el fuego abrasador.

 Desde una colina cercana, un joven sin pelo miraba la escena, fascinado por los colores de las llamas que ardieron por largo tiempo antes de que el frío las apagara a punta de copos de nieve. Él no pensó en las personas que había allí, en los kilómetros de túneles y niveles enterrados debajo del bosque de tundra. Todos habían muerto ya o al menos pensó que eso sería lo ideal. Vivir para morir encerrado era algo que nadie merecía, ni siquiera esas horribles personas que trabajaban allí.

 Las marcas de la tortura sistemática estaban por todo su cuerpo. No sabía cuando lo habían internado allí pero sentía que había sido hacía mucho tiempo. Su celda era completamente oscura, desprovista de cualquier tipo de luz. Estando bajo tierra, era imposible saber que día era o que hora del día estaba viviendo. Después de un tiempo simplemente no importaba. Había dejado de pensar en esas trivialidades hacía mucho tiempo. Solo quería evitar volverse loco.

 En eso había sido algo exitoso y un fracaso, al mismo tiempo. Si bien todavía conservaba partes de su pasado y tenía a veces ganas de pelear y de rebelarse, la mayoría del tiempo era como un muerto en vida. Las pruebas que le hacían, fuese físicas o puramente medicas, lo cansaban demasiado. Después de algo así nadie tenía muchas ganas de idear planes de escape o algo parecido. Solo quería morir o al menos ese era un deseo que se le había metido en la cabeza hacía mucho rato.

 Cuando su mente estaba algo más clara, cosa que pasaba cuando sus captores no lo sacaban de la celda en mucho tiempo, pensaba que era casi seguro que no estuviese solo en ese lugar y que, tal vez, estuviesen jugando con él a un nivel mucho más profundo de lo que pensaba. Se le había ocurrido que tal vez ellos hubiesen influenciado en su mente para pensar en lo que pensaba y que tal vez revisaran su mente todos los días por medio de algún aparato instalado allí adentro. Podía ser solo paranoia pero cualquier cosa le parecía posible en esos momentos.

 Estaba claro que no era él quién había iniciado el caos. Él solo supo que el sistema eléctrico falló y las puertas de todo el lugar se abrieron para dejar paso libre a una evacuación completa. Cuando se atrevió a salir, vio acercarse a él llamas de un color naranja intenso. Corrió hacia el lado opuesto, eventualmente encontrando unas escaleras. Supo que subir era lo mejor que podía hacer. Estaba descalzo, vistiendo una de esas batas de tela que se usan en los hospitales.

 En el último piso vio, horrorizado, que no había acceso a la salida. Esas puertas, por alguna razón, permanecían cerradas. La gente que todavía estaba adentro gritaba y corría sin sentido, de un lado a otro. Él no sabía por donde era salida, por lo que se quedó quieto sin saber que debía de hacer. Se escuchaban explosiones lejos de él, en algún lugar muy por debajo. Salir de la celda parecía haber sido una buena idea, a pesar de que apenas se había abierto la puerta, el miedo lo había invadido.

 El exterior, el mundo que le esperaba le daba pánico. De hecho, ver a la gente correr de un lado a otro, lo había hecho quedarse quieto. Podía parecer una tontería, pero no quería llamar su atención, para bien o para mal. No quería que ninguna de esas personas lo ayudaran pero tampoco quería que lo vieran y aprovecharan para llevárselo con ellos, tal vez a otro siniestro lugar parecido al que estaba por terminarse. Esperó a que no hubiese nadie cerca y corrió por un corredor solitario.

 No tenía como saberlo pero su idea había sido la correcta. De lado opuesto de la edificación había unas largas escaleras que servían de ruta para el incendio, que ya consumía los cuerpos de varias personas, tanto trabajadores del lugar como prisioneros. Del otro lado no había nadie porque no había una escalera parecida. Lo que había allí era el sistema de ventilación que era estrecho y tenía un olor a gas bastante desagradable. Él descubrió un acceso en un armario de la limpieza.

 Tuvo que utilizar la poca fuerza que tenía para arrancar la rejilla. Cuando por fin pudo soltarla, cayó al piso con fuerza. Eso lo aturdió por un momento pero fue entonces cuando escuchó una voz. Era una voz clara y ensordecedora. Le hizo doler la cabeza la potencia que tenía. Lo extraño era que la puerta seguía abierta y no veía a la persona que gritaba. Solo sabía que sentía que la cabeza le iba a explotar. La voz decía que cosas horribles, alimentadas por rabia y dolor, sentimientos que Él pudo sentir por todo su cuerpo, erizando cada vello de su cuerpo.

 A pesar del dolor, el hombre se puso de pie y usó más de su supuesta escasa fuerza para treparse al acceso de la ventilación. La voz parecía alejarse de su cabeza, lo que hizo más fácil trepar por el frío metal del tubo. La bata médica se le rajó en varias partes. Para cuando llegó a la parte superior, estaba desnudo y sangraba de al menos dos dedos. Sin embargo, el sentir el aire puro y frío del exterior, le hizo sentirse aliviado por primera vez en mucho tiempo. Era como si en verdad fuese libre.

 Se dejó caer junto a la salida de la ventilación, disimulada debajo de un matorral enorme, rodeado de grandes árboles. Desde allí no se podía ver nada de lo que pasaba debajo de él. Para cualquier persona que pasara por ese lugar, sería otro día en el bosque helado. Como pudo, el hombre se puso de pie y se dio cuenta de que moriría del frío allí afuera. Por un momento, mientras daba tumbo entre los árboles, quiso volver a su celda que también era fría pero no así. El pensamiento se mantuvo con él, por largo tiempo.

 Fue entonces que vio la cabaña de zinc, sola y oscura y supo que debía ser la entrada al lugar donde había estado encerrado. Había algunos cuerpos tirados cerca de la puerta que parecía estar muy bien cerrada. Él se acercó corriendo a uno de ellos y lo despojó del abrigo y las botas. Seguramente le servirían mucho más a él, era otro problema solucionado sin intención alguna de encontrar una solución. Se vistió como pudo y empezó a caminar colina arriba, alejándose de la casa.

 Luego de ver el hongo de fuego elevarse por los aires, dio la espalda al lugar y empezó a caminar lentamente, sobre el lomo de una cordillera baja que parecía extenderse por varios kilómetros. Fue un buen rato después que escuchó de nuevo la misma voz que había hecho que le doliera la cabeza. Pero esta vez no estaba cargada de rabia o de dolor sino de miedo, de un tristeza profunda que pedía ayuda. Era raro decirlo pero la voz parecía llorar suavemente hasta que se apagó.

 Él se quedó allí, esperando a volver a escuchar la voz. Pero no pasó nada. Solo podía escuchar el viento y en su cabeza no sentía nada más que una ligera migraña por haber vivido tantas cosas en un lapso de tiempo de comprimido. Era lo normal.


 Comenzó a caminar al sentir que el frío se hacía más intenso. Cerró el abrigo lo mejor que pudo y comenzó a caminar a buen ritmo, trazando una senda entre la blancura eterna del bosque. Pronto el viento barrería sus rastros y los de su prisión.

miércoles, 23 de agosto de 2017

El ciclo de la vida

   Cuando lo conocí, era la persona más optimista que había visto. No puedo decir que alguna vez hablamos más de lo necesario y creo que él nunca supo mi nombre. Pero durante tres meses compartimos el mismo horario, comimos a la misma hora y hacíamos cada uno nuestra parte, a un lado y al otro de la cámara. Ángel era su nombre y siempre me causó gracia cuando lo decía a la gente pues sonreía un poco más de la cuenta, como si quisiera que te arrodillaras para rezar por su existencia.

 Estaba claro que había hecho todo lo correcto para llegar hasta donde estaba. Era menor que yo pero había tenido un camino más corto y mucho más provechoso por la vida. Su aspecto de galán y su manejo de la gente que lo rodeaba lo había llevado al set de esa película y seguramente sus planes iban mucho más allá de una producción local, en un país sin una industria fuerte donde solo se intenta dejar una marca durante un tiempo lo suficientemente largo.

 Él de eso no sabía mucho. Sí, había estudiado en un teatro. Pero antes había sido modelo de ropa interior, desde la mayoría de edad. Antes era de esos chicos que eligen para todas las series de la tarde en la que repiten las mismas frases horribles día tras día, esperando que alguna vez llegue el momento en que las amas de casa o los dueños de las cafeterías se alcen en armas contra la mediocridad de la televisión. Él era la cara de esa patética forma de cultura y la verdad es que lo detestaba por eso.

 Para mí, ese set iba a ser el lanzamiento de mi carrera personal. Yo no era actor, no quería que nadie me viera, al menos no de inmediato. Lo que quería era ser alguien en esta vida y, después de muchos años de intentar, por fin me dieron la oportunidad que había estado buscando. Durante los meses de preproducción no tuve una vida real. Tenía que levantarme en las madrugadas y llegar a casa rendido pasada la medianoche. Iba de aquí para allá, sin detenerme por más de unos minutos.

 Ese camino era el único que había para mí. Y cuando lo vi sonreír por primera vez, supe que él nunca había pisado ese mismo camino. Él no tenía ni idea de lo que era sentirse dejado a un lado, discriminado en más de una manera. Su estúpida sonrisa y su cuerpo perfectamente modelado se habían encargado de darle todo lo que quisiera, sin importar lo que fuera. Desde los dieciocho años vivía solo, había presentado programas, había actuado y había viajado y comprado lo que había querido. El pobre de Ángel lo tenía absolutamente todo, no sabía nada.

 Eso era lo que yo pensaba al comienzo. Pero todos sabemos que, con el tiempo, los muros más gruesos y las máscaras mejor confeccionadas caen al suelo y se parten en mil pedazos. Empecé a verlo caer cuando me quedé, como de costumbre, por unas horas más después de terminado el rodaje. Era una vieja fábrica y todos recogían cables y luces y yo tenía que ser el que anotara que todo estuviese en su lugar o sino los seguros se volverían locos.

 Ya casi todo estaba en su sitio, en los camiones. Fui a dar una última vuelta para verificarlo todo pues al día siguiente debíamos iniciar rodaje en otra locación y no podía permitirme perder siquiera una esponja de las que usan en el maquillaje. Fue entonces, cuando recogiendo unos cigarrillos de la actriz que compartía escenas con Ángel, que lo vi. Estaba de espaldas pero supe al instante lo que hacía. Me dio placer al verlo, tanto así que sonreí y, sin pensarlo mucho, le tomé una foto sin que se diera cuenta.

 Nunca pensé nada de esa acción. Fue algo así como una reacción automática. No planeaba hacer nada con esa imagen, era algo así como una manera de burlarme de él en mi mente. Sí, puede que mi estado mental personal no sea mejor que el de él, pero así fueron las cosas y excusarme ahora o tratar de explicar mis acciones no tiene ya mucho sentido. El caso es que me di la vuelta y regresé con los demás. Al otro día los camiones y todo el equipo estaba en otro lugar, trabajando como siempre.

 Fue en ese escenario, un pequeño pueblo costero, en el que hubo un grave accidente por culpa de uno de los tipos que manejaban una de las grúas. Hubo un desperfecto relacionado a la falta de mantenimiento. La grúa no estaba bien asegurada, cayó de golpe y mató a uno de los asistentes de iluminación. La producción se paró al instante y mi trabajo creció el doble. No fui a casa en varios días y tuve que aguantarme miles de insultos de un lado y de otro. Sin embargo, me pedían soluciones.

 Tengo que decirlo: fui mejor de lo que nadie nunca hubiese pensando en ese momento. Toda mi vida la gente a mi alrededor me había culpado de inútil, de bueno para nada, de peste. Fui un cáncer por mucho tiempo y todavía me miraban como tal. Pero cuando arreglé la mierda en la que un idiota nos había metido, dejaron de mirarme como antes. Ahora era su héroe, y por un par de días, me miraban más a mí que a él. Fue la única vez que cruzamos miradas intencionalmente y creo que hice lo posible para hacerle saber lo que pensaba de él durante esos segundos.

 Sin embargo, lo bueno jamás dura. La muerte del asistente fue un escandalo que avivó las molestas llamas de los medios que empezaron a presionar de un lado y del otro. Unos quería que la producción terminara para siempre y otros pedían y pedían información, de una cosa y de otra. Debí imaginarme que ese sería el momento adecuado para que los periodistas menos honestos empezaran a hacer de las suyas. No lo vi venir y de eso sí me culpo todos los días, a pesar de que nadie más lo haga.

 Y me culpo porque, de hecho, fui yo el que terminó el día de muchas personas. Una mujer sin escrúpulos contrató a un experto en tecnología que hackeó todo lo que pudo de varios de nuestros portátiles. Nunca se supo exactamente como lo hizo, pero lo más seguro es que alguno de los otros idiotas con los que trabajáramos decidiera darle acceso. Al fin y al cabo, había mucha gente enojada y asustada por lo que había pasado y culpaban a los productores de todo lo que pasaba. Yo era parte de ese equipo.

 Borré la foto de mi celular la misma noche que la tomé. Pero olvidé que todas mis fotos se subían automáticamente a la famosa “nube” de internet. Ese pequeño tesoro fue uno de los muchos juguetes descubiertos por esa mujer, quien decidió publicarlo todo en el medio que más dinero le dio. Por supuesto, la producción fue detenida permanentemente y Ángel fue el más damnificado de todos. Se dijo que los ejecutivos incitaban su comportamiento, para nada a tono con el gran público al que querían servir.

 Su carrera murió en ese momento. Nunca nadie más lo contrató, excepto producciones tan moribundas como él. Se dice que se metió al mundo de la pornografía y confieso que siempre he tenido curiosidad de saber si eso es verdad. Cuando estoy libre, lo que no es seguido, me encuentro frente al portátil con la intención de saber más. Pero entonces sonrió una vez más porque resulta que su descarrilamiento fue la tragedia necesaria para impulsarme hacia donde deseaba.

 Ante el público, los medios y la competencia, era yo el que había hecho el mejor trabajo cuando todo se fue al carajo. Fue yo quién trató de sacar la película adelante y fui yo quien dio la cara al comienzo, cuando todos corrían como ratas.


 Nadie nunca supo de donde había salido la foto. Nadie nunca se lo preguntó, excepto tal vez el mismo Ángel. Ahora soy yo el que está arriba, el que disfruta una vida tomada casi a la fuerza. Me alegra. No puedo decir que me duela ver a alguien caer para que yo pueda subir. Es el ciclo de la vida.

miércoles, 9 de agosto de 2017

Cucharada de realidad, la mía al menos

   Nada. Nada por ningún lado. No hay opciones, no hay alternativas, no hay absolutamente nada que hacer. Claro que más de uno culpa a la persona, en este caso a mí, y dicen que no buscamos con suficiente ahínco o que simplemente no queremos trabajar y los ocultamos con numerosas excusas. No les voy a hablar de excusas porque no las tengo ni las quiero tener. Les voy a hablar de la realidad de las cosas, de lo que es estar sin trabajo en un mundo donde un desempleado es peor que un ladrón.

 Un ladrón entra a las casas y roba lo que haya de valor, o al menos que para él o ella tenga valor. Y agrego el “ella” porque en esta época del mundo no se puede ser sexista en ningún caso. Todos y todas podemos ser ladrones, viciosos, groseros, irresponsables y ejemplos de lo peor de la humanidad. Tener pene o vagina no cambia nada de eso. La humanidad está podrida y la fisionomía de los cuerpos poco o nada cambia nuestro potencial para ser todavía peores.

 Pero ese no era el punto del que hablaba. Lo que decía es que los ladrones tienen un trabajo. Es ilegal pero lo tienen. Igual pasa con los cartoneros que se la pasan recogiendo papel y cajas por las calles o los que piden dinero en las esquinas sin dar nada a cambio. La gente no lo dice a viva voz pero a esas actividades se les considera trabajo a la vez que son maneras de no morir en las grandes ciudades. No importa quién sea o para qué necesite el dinero, el punto es que algo hacen y la gente los ve.

 Y ese es un gran punto. ¿Porqué creen que a estas alturas de la historia humana la gente todavía se viste de traje y corbata, con zapatos bien brillantes y todo muy en su lugar? La gente dice que se trata de etiqueta, de estar presentable y de lucir pulcro y bien presentado. Pero hay algo más. Esos elementos son visibles a casi todo el mundo y le grita en la cara a cualquier transeúnte: “Tengo trabajo y todo esto que llevo encima es prueba de ello. Aporto a la sociedad”, así no sepamos que carajos hacen.

 Porque no hay trabajo malo. Al menos no a los ojos de sociedades que han vivido desde siempre en un estado de necesidad perpetua. En estos países del llamado “tercer mundo”, nunca hemos sabido como se siente vivir sin necesidades, hasta las personas con más dinero las tienen de una manera o de otra. Por eso hacer cualquier cosa es bueno, no importa si fritas papas en un restaurante o saludas a la gente al entrar en un edificio o si pretendes hacer respetar la ley. Los seres humanos respetamos el hecho de que alguien más haya decidido que una persona es lo mejor para cierto puesto.

 La convención humana dice que cada uno tiene su lugar. Ese cuento chino (más bien europeo o gringo) de que todos valemos lo mismo es una mentira enorme. Ni a los ojos de la sociedad ni a los ojos de la ley somos iguales. Hay poderes mucho más fuertes que impulsan por debajo todo lo que vemos. Uno de esos poderes es el dinero pero otro, que subestimamos seguido, es nuestra propia manera de hacer las cosas, nuestras costumbres arraigados en los más hondo del cerebro.

 Culpamos a los poderosos o a los pobres de todo y de nada pero la verdad es que cada uno de nosotros aportamos a que las cosas empeoren o mejoren o, en el caso actual, a que todo siga como ha sido durante el último siglo. Miles de avances tecnológicos no cambian nuestra manera de ser en lo más hondo. Seguimos teniendo costumbres tontas, como ignorar las mejores porque creemos que tiempos peores fueron mejor, solo porque no aceptamos nuestro presente.

 Ese estado de negación perpetua es el que ayuda a que el mercado laboral sea, en esencia, el mismo que hace unos cincuenta años. Sí, por supuesto que han aparecido nuevos empleos y se han abierto caminos antes inexplorados. Pero siguen siendo trabajos y a la gente se le sigue seleccionando de la misma manera. Así sea un robot el que analice las hojas de vida, el resultado será el mismo pues los datos que se consideran no han cambiado y, seguramente, jamás lo hagan.

 La edad es un factor clave. Alguien joven es, a los ojos del mundo laboral, alguien con vigor y energía, capaz de traer ideas nuevas que ayuden al progreso general de la empresa. Sin embargo, también son mulas de carga, pues tienen mayor resistencia y se les puede pedir lo que sea y lo harán porque, en estos países de los que hablamos, no pueden darse el lujo de negarse a hacer una u otra cosa. Así sea algo que no tiene nada que ver con su cargo, lo harán porque se arriesgan a perder su miserable sueldo.

 Y es que los sueldos siguen siendo miserables porque la humanidad avanza, nunca para. Así lo suban hoy y pasado mañana, el sueldo seguirá sin ser suficiente para poder vivir una vida realmente agradable. Ese lujo está reservado para los ricos y para las personas que esperan cuarenta años o más para poder reunir lo suficiente para hacer de su vida algo de provecho. Esas historias son contadas y hoy en día pareciera que son más numerosas. Pero es una ilusión del mundo interconectado que hoy. Sigue siendo igual de idílico que hace décadas.

 Lo otro es la educación. La pobre educación que ha pasado de ser un pilar de la humanidad a un negocio que se vende como salchichas a la salida de un estadio. Ya no hay calidad sino nombres y precios, como quien va a comprar ropa a un centro comercial. Lo que la gente busca es comprar la marca más cara que pueda comprar y ojalá esa le sirva para lo que quiere hacer. A veces el solo nombre es suficiente y otras veces hay que apoyarlo con más inversión, dinero y dinero.

 La calidad es algo que pasa a tercer plano, ni siquiera a segundo. Son esos árboles que pintábamos cuando éramos pequeños, al fondo de todos nuestros dibujos. Hacíamos el tronco, grueso o delgado, de color marrón y luego una suerte de nube verde que iba encima. De vez en cuando le dibujábamos algunos frutos pero los colores se confundían y lo que se suponía eran manzanas se convertían en bolas negras. Así es la educación, nosotros la hacemos para bien o para mal.

 Esos que hablan de un profesor u otro, que ese sabe más o que esa clase es más satisfactoria, solo está tratando de justificar el dinero gastado. Porque, de nuevo, somos nosotros, cada alumno, el que hace que toda la educación tenga sentido. Y no hablo solo de la universidad sino también de la secundaria, la primaria y hasta el jardín de infantes, que hoy cuesta una millonada y no sirve para nada, excepto como peldaño a un colegio caro que es tan vacío como una caja sin contenido.

 En los trabajos existentes no quieren personas creativas. Eso, en una palabra práctica, es pura mierda. Muchos trabajos dan la ilusión de ser una aventura o, peor aún, de dar el control al trabajador. Pero eso no existe o sino todos serían sus propios jefes y ni siquiera la gente que de verdad lo es puede hacer lo que se le da la gana. Hay fuerzas de todas partes, que quieren algo o que solo lo toman. La mente que piensa ya no es una cualidad sino un problema, si acaso un estorbo.

 Esas son mis justificaciones o como sea que les de la gana de llamarlas. Así explico yo el hecho de tener más estudios que la mayoría y, sin embargo, a los casi treinta años de edad, ser un fracaso completo a los ojos de toda la sociedad, sin excepción.


 Y lo peor, o la sola realidad, es que no me arrepiento de los pasos que he dado. Si tuviera una máquina del tiempo, no la usaría. Porque sería este mismo mundo de mierda el que estaría del otro lado del umbral. Y ya está visto que a mi eso no me sirve para nada.

viernes, 4 de agosto de 2017

Nunca es fácil

   Nunca será fácil despedirse de un ser querido. No importa su edad, su estatus dentro de la familia o incluso si era o no de la misma especie, nos duele en el alma cuando se va alguien que amamos profundamente, así nunca antes no hayamos dado cuenta. Es un dolor grande porque los seres humanos tenemos la maldición de tener que recordar, de guardar en nuestro cerebro esas imágenes que se repiten una y otra vez como viejas películas que ya nadie parece querer ver, solo en ocasiones.

 Se nos secan los ojos de tanto llorar y nos duele tanto la cabeza como el pecho, porque no hay nada más doloroso y duro para el ser humano que enfrentarse a la muerte. Ante ella no somos nada, no tenemos ningún tipo de poder. Solo somos pequeños animalitos asustados que se arrodillan y piden clemencia, porque no hay nada más que hacer en ese momento. Ella ha llegado y hace lo que quiere cuando quiere, sin que nosotros importemos tanto como creemos que importamos a diario.

 El dolor se va con el tiempo. Aprendemos a vivir con él y a verlo como una criatura que habita dentro de nosotros. No es algo bienvenido porque a nadie le gusta sentirse así a propósito, pero sabemos que es la única manera en que podemos soportar la pérdida. Si no sintiéramos dolor, no podríamos expresar lo que significa para nosotros que alguien haya dejado su lugar junto a nosotros. Es necesario sentir que el pecho no puede más y que los ojos están secos y duelen como nunca.

 Y los recuerdos llegan a altas horas de la noche. A veces son simples imágenes, otras veces son más complejas y se comportan cuando pesadillas cuando son una simple realidad pasada. Es por eso que tenemos que aprender a vivir con la muerte. Tenemos que aprender a que las cosas pasan, a que todo es un ciclo de vida en el que estamos involucrados y, aunque no podemos hacer nada para cambiarlo, sí podemos darnos nuestro lugar en él y aprovechar la vida como viene.


 Debajo de un árbol yacen muchas de las personas que estuvieron junto a mi, muchos amigos entrañables. También flotan en el aire, libres de las cadenas humanas. Están aquí y allí, siempre junto a nosotros. Son almas, recuerdos que nos enseñan y pueden impulsarnos cuando no sabemos como seguir adelante. Es ahí cuando la vida y la muerte se cruzan y forman un mismo tejido hermoso, con dos caras distintas pero dependientes. Debemos vivir la vida, aprovecharla, ser felices y siempre disfrutar a los seres amados. En la muerte, todos estaremos juntos, tomados de la mano, libres.