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viernes, 25 de noviembre de 2016

Fachada escolar

   Todo lo que había sucedido hasta entonces había sido producto de las decisiones de otras personas. Siendo adolescentes, ninguno de ellos había tenido control sobre su vida hasta entonces. O al menos eso era lo que se suponía, porque por algún tiempo más seguirían dependiendo de sus padres. De todas maneras, terminar esa etapa era un símbolo que significaba un poco más de libertad en sus vidas. Sus padres ya no estarían encima de ellos diciéndoles que hacer o que no hacer. En teoría, ahora irían por el mundo sin nada más que su criterio personal.

 Para todos había sido un año bastante difícil y eso casi nada tenía que ver con los exámenes y demás pruebas que se hacían en la escuela. Esa era la parte fácil. Lo difícil había sido ser parte del grupo de chicos que se habían salvado, por azares del destino, del incendio ocurrido en uno de los buses que transportan a los niños a diario a sus casas. Un día horrible uno de esos buses explotó a plena hora de salida de clases, cuando todos hacían fila para subir a ese y a otros buses. La ruta que cubría el bus afectado era la más popular de todas.

 Ese día murieron cuarenta niños, muy pocos de manera instantánea. Lo que muchos tuvieron que ver y sentir ese día era mucho más de lo que la gran mayoría de adultos siente y ve a lo largo de su vida. Muchos de los muertos eran sus amigos y otros eran incluso parte de su familia. Hermanos, primos y demás habían muerto. La escuela tuvo que cerrar por dos semanas, mientras se esclarecían las razones del siniestro. Algunos pensaban que era por culpa del colegio y su política de hacer que los niños abordaran los buses a toda prisa.

 Obligaban a los choferes a quedarse en los vehículos con el motor encendido y a los niños a hacer filas ordenadas para moverse lo más rápido posible y así terminar pronto el abordaje. Así se había estado haciendo por años hasta que la tragedia tuvo lugar. El chofer del bus comprometido también había muerto y muchos lo culparon a él de lo ocurrido. Su familia tuvo que soportar insultos y otras humillaciones. Eso hasta que una investigación juzgó culpable a la escuela y no a una persona en particular. La ciudad se volvió un caos.

 Y los niños quedaron en la mitad de la controversia. A muchos los llamaban para dar testimonio, fuera en la policía o con autoridades de más alto rango que se involucraron debido a la seriedad de lo ocurrido. Algunos otros hacían entrevistas a la televisión, cosa que se usó por un largo tiempo para ganar dinero fácil. La persona que estuviera un poco mal de fondos nada más tenía que llamar a un periódico y decir que había sido testigo de la masacre en la escuela, incluso si técnicamente no era un masacre. Los medios querían sangre.

 En la ceremonia de graduación de ese año escolar, que tuvo lugar unos siete meses después de la tragedia, tuvo un minuto de silencio en memoria de las víctimas. El problema que tenían los graduados era que siempre los verían como aquellos que habían vivido, incluso si los que no se habían visto afectados eran más que los muertos en la explosión. Eso no importaba pues para siempre habían sido condenados a cargar esa cadena de eventos. Toda la vida la gente les preguntaría sobre ello y tendrían que responder de alguna manera.

 Algunos de los chicos no podían vivir bajo presión y decidieron irse de la ciudad y muchos del país. De los que se habían graduado, más de la mitad había decidido que no podían quedarse en el lugar donde siempre serían víctimas o sobrevivientes. Muchos querían ser más que eso, querían ser su propia persona y no sombras de quienes habían muerto por lo que había sido claramente un accidente. No querían vivir en un lugar don por el pasado se los juzgaba sin tomar en cuenta quienes eran o lo que pensaban del mundo que los rodeaba.

 Incluso los que habían perdido a sus hermanos y hermanas u otros familiares, estaban cansados de ser comparados con los que ya no estaban. Algunos estaban tan enojados por la situación, que se volcaron a las redes sociales para dejar salir su rabia. Hubo un chico en especial, uno muy brillante y de los mejores académicamente, que publicó un articulo extenso en su pagina de Facebook explicando como era de ridículo pensar que todos los muertos eran buenos y que todos los vivos habían hecho algo mal para seguir allí.

 Como era uno de los alumnos más brillantes de la escuela, su discurso no fue tan discutido ni controversial. Lo que hizo la mayoría de la ciudad fue ignorar las verdades que decía, pues era siempre más fácil quedarse con la versión simple de los hechos en los que todos los muertos eran buenísimas personas. Nadie quería escuchar como uno de los matones de la escuela también había muerto en el incendio. No, para ellos no era un matón sino un alma inocente que había muerto de manera horrible como todo los demás. Y hasta cierto punto, era verdad.

 Lo que muchos querían que se supiera es que muchos de sus compañeros muertos no eran precisamente hermanas de la caridad. Aunque las directivas del colegio lograron disipar dudas a causa de la tragedia, una gran crisis se estaba avecinando en el lugar por cuenta de la venta de drogas en el colegio. Eso sin contar los alumnos que metían alcohol y los que tenían relaciones sexuales en las instalaciones del colegio. Se decía que alguna incluso lo había hecho con un profesor.

 El fuego del incendio había sido, en ese caso, como un bálsamo curador para la escuela. Se habían salvado por poco de la humillación de haber sido declarados uno de los peores lugares para que los padres enviaran a sus hijos a aprender. Se salvaron de que la gente se diera cuenta que esa imagen perfecta que trataban de mostrar, esa imagen de estabilidad, era una gran mentira. Y eso lo hicieron durante los meses siguientes a la tragedia en incluso mucho después. Al fin y al cabo el dolor era una manera de manipular más fácilmente a las personas.

 Como respuesta, un grupo pequeño de alumnos, casi todos egresados el año del incendio, decidieron crear una asociación para denunciar todo lo que estaba mal con la escuela, incluyendo el destapar de algunos de los muertos en la tragedia. Buscaban hacerle ver a la sociedad, con fotos, videos y muchas otras pruebas, que no todo lo que pintaba la escuela era verdad. Recordaron, por ejemplo, cómo tres alumnos se habían suicidado el año anterior al incendio. No era algo que se recordara nunca, afortunadamente para el colegio.

 Eso sí, solo uno de ellos lo había hecho en terrenos del colegio. El resto lo habían hecho en sus hogares. El punto era que tres eran demasiados niños muertos, al comienzo sin razón aparente, de una misma escuela y de edades similares. El grupo de alumnos descubrió, gracias a declaraciones de amigos e incluso de familiares, que uno de los muertos en el incendio los acosaba constantemente, insultándolos de mil maneras y ultrajándolos mentalmente de las formas más asquerosas que alguien pudiese pensar.  De haber sido juzgado, hubiese sido considerado un psicópata.

 Pero nadie quería ver lo que había pasado. Incluso las familias afectadas parecían querer dejar todo como estaba, no revolver las cosas porque siempre que el polvo de levantaba pasaba algo malo. La gente joven, sin embargo, tenía mucha rabia. Así era porque la sociedad en la que vivían parecía ser renuente a una acción tan básica como la de gritar, denunciar así todo lo que estaba mal con todo. Muchos intentaron por mucho tiempo hacer que la verdad saliera a la luz, pero casi siempre fue en vano. Por eso decidieron también enfocarse en el presente.

Esa fue la llave del éxito para la asociación de alumnos pues descubrieron que la escuela seguía siendo la misma, incluso bajo esa capa de humildad con la que se cubrían siempre que hablaban de la tragedia. El matoneo seguía, así como las drogas. Con ayuda de alumnos más jóvenes, se destapó pronto la olla podrida y ni los padres ni las autoridades pudieron seguir con la cabeza enterrada en el suelo. Era la hora de abrir los ojos y poner manos a la obra para remover la mala hierba de su atormentada ciudad.

viernes, 16 de octubre de 2015

Después del fuego

   Sin poder hacer nada más que mirar, la familia Martínez mira como su hogar de muchos años es consumido por las llamas. La casa, una humilde residencia ubicada en un barrio igual de antiguo, ha empezado a arder por un fallo eléctrico grave. Lo peor es que la de los Martínez no es la única casa afectada. Pronto el fuego pasa de una a otra y para cuando los bomberos llegan ya es muy tarde. La pintura y lo que hay dentro de las casas ha acelerado el proceso y ya no hay nada que hacer. Salvan la última casa de la calle, bloqueando las llamas con químicos y agua pero la ironía es que allí no vive nadie hace años. Las familias están en la calle, sin poder emitir palabra o si quiera pronunciarse sobre lo que han tenido que vivir. La mayoría se va del lugar pero no todos.

 Al amanecer, cuando la luz del sol empieza a bañar fríamente al barrio, los bomberos terminan su labor y dan por perdidas todas las casas de un lado de la calle excepto la última que solo ha sido afectada por algunas chispas. Tras asegurarse de que todo ya terminó, dejan que miembros de cada familia entre al lugar y busquen, con cuidado, cosas que quieran rescatar, si es que las hay. Los bomberos acompañan a la gente en esta labor y es así que se dan cuenta que la última casa sí fue afectada: todo uno de sus muros fue destruido y dejó un hueco a un lado de la casa. Uno de los bomberos, de los más jóvenes allí, decide acercarse a la casa para echar un vistazo. Al fin y al cabo, piensa él, no hay nadie allí y no vendrá mal ver si otras partes de la casa fueron afectadas.

 Pisando con cuidado, entra directamente a la sala de estar. Sus pasos, por alguna razón, resuenan por todo el espacio. Es como si la casa llevara mucho más tiempo del que parece vacante o como si el sonido rebotara más de la cuenta. Entonces, se da cuenta de que al pisar suena hueco. Así que busca debajo de la alfombra de la sala y se da cuenta que hay una apertura. No hay como halar así que pide a uno de sus compañeros una palanca que usan para abrir tapas de alcantarillas. Con ella rompe un poco el piso peor libera una trampilla y descubre que debajo de la sala hay un deposito, al parecer poco profundo con revistas, casetes, videocasetes, discos compactos, memorias USB y discos duros.

 Los bomberos se miran entre sí porque saben que esto no es algo muy común. Uno de ellos, el que trajo la palanca, decide ir al camión a llamar a la policía. El otro se queda para ver con detenimiento lo que hay allí y entonces se da cuenta de que son las revistas y de que hay fotografías. Todo es prueba de que en esa casa vacía vivía un pedófilo que escondió todo lo que tenía allí. El bombero se pone de pie y decide revisar cuarto por cuarto la casa. En la cocina no hay nada pero está impecable, es el cuarto más lejano al incendio. Sube las escaleras y revisa los cuartos. Parece haber sido una casa familiar y no la de un soltero, al menos juzgando por los muebles.

 Mientras está en la alcoba principal, revisando bajo la cama por más trampillas, se da cuenta de un sonido particular. Parece casi imaginado, como si en verdad viniese de tan lejos que no pudiese haber seguridad de su verosimilitud. El bombero se queda en silencio, mirando para todos lados. Entonces otra vez distingue un sonido pero no puede descifrar que es: un quejido? Un grito? Alguien comiendo? Entonces mira el techo y tiene una idea. Llama por radio a su compañero para que le traiga una escalera. Cuando llega, le cuenta que la policía ha llegado y que están revisando el escondite debajo de la sala. El bombero le pide silencio, se sube a la escalera y de nuevo se queda mirando al techo. Esperando. No pasa nada hasta pasados unos momentos.

 A lo lejos, suenan golpes y otros sonidos que no se logran distinguir. Entonces el bombero empieza a golpear el techo con su puño y a escuchar como suena. Su compañero parece confundido pero no interrumpe el silencio. Lo ayuda a correr la escalera varias veces, tantas que los policías, cuando suben, anuncian que ya están llevándose todo lo que había en el escondite para revisarlo con el mayor detalle. Entonces el joven bombero da otro puñetazo al techo y esta vez cae bastante polvo, haciendo que todos los demás se tapen la cara para evitar quedar cegados. El golpe además, emitió un sonido claro y no sordo como en todos los demás puntos. El otro bombero va en busca de la palanca de nuevo, dándose cuenta que es necesaria.

 Cuando vuelve, la policía ayuda halando y entonces otra trampilla en el techo cede, haciendo caer una nube de polvo y tierra encima de los oficiales y los bomberos. Tosen pesadamente y tratan de quitarse el mugre de encima pero cuando terminan se dan cuenta que el bombero joven ya ha subido y les pide que pidan una ambulancia. Con cuidado y con ayuda de los demás, el bombero baja a dos niños del ático secreto de la casa. El lugar era polvoriento y apenas tenía ventanas, tapiadas parcialmente con tablas y telas. Los niños estaban ahogándose por los gases del incendio y ya estaban desmayados cuando el bombero pudo acceder a ellos.

 Cuando llegó la ambulancia, los vecinos que estaban allí sacando sus cosas no pudieron evitar mirar lo que sucedía. Estaban a punto de cerrar la puerta de la ambulancia cuando el bombero pidió que esperaran y llamó a gritos a los vecinos que estuviesen más cerca. Se acercaron y él les pidió que identificaran a los niños, si les era posible. Una era niña de unos doce años, vestida con un largo camisón rosa y de pelo rizado. El otro era un niño de unos nueve años, también vestido de pijama. No parecían ser hermanos. Ninguno de los vecinos los reconoció así que el bombero dejó ir la ambulancia y volvió a la casa.

 Había ya tres oficiales de policía en el ático y otros dos sacando en bolsas plásticas lo que había debajo de la sala. Ya el hueco estaba vacío cuando el joven bombero pasó de camino al piso superior. Allí vio bajar del ático a uno de los policías, que parecía más afectado que nadie. No se dijeron nada ente sí pero se comprendieron cuando se cruzaron. El bombero subió la escalera y quedó cegado por un momento por los flashes de las cámaras que la policía usaba para registrarlo todo. No habían movido nada pero revisaban cada esquina. Entonces el joven les preguntó qué habían encontrado y ellos respondieron que el sitio había sido por mucho tiempo la celda de esos niños. Había excrementos en un balde y orina en el otro. No había comida ni mantas para dormir.

 El bombero se acercó a una de las pequeñas ventanas y miró al exterior. La verdad era que desde allí no se podía ver mucho y sin embargo quién había tenido a esos niños atrapados, los había privado de la luz del sol. Por la poca tela y tabla que había en el piso, se podía deducir que los niños habían tratado de quitarlo todo pero sus fuerzas habían disminuido muy rápidamente. Los policías anunciaron que en camino venía un equipo experto en revisión de escenas de crímenes. Ellos tomarían huellas y revisarían todo con mucho más cuidado para que se pudiese saber con quién estaban tratando en este caso. El bombero decidió entonces bajar para recibir a ese equipo de expertos.

 Pero en la sala no estaban ellos sino uno de los vecinos. Era una mujer algo delgada, que tenía las manos y la cara con varias manchas de hollín. Era obvio que había estado revisando su casa en busca de cosas que rescatar. La mujer le preguntó al bombero si era cierto lo que decían los vecinos, que en esa casa habían encontrado unos niños casi muertos y otras cosas que ni siquiera pudo describir. El bombero asintió. Pero ella no pareció asustada o sorprendida. Fue casi como un alivio para ella ver ese gesto. Le dijo al bombero que siempre había sabido que había algo raro con esa casa y con sus propietarios.

 Eran una pareja de esposos, o eso habían dicho, que se había mudado al barrio hacía unos dos años. Lo habían dejado todo atrás hacía unos seis meses, anunciando a algunos que habían ganado un viaje a Europa y que se iban a disfrutarlo. Pero nunca volvieron y nadie pensó mucho en ellos hasta ahora. Siempre habían sido sociables pero tal vez demasiado, pues para la mujer cubierta de hollín, la gente normal siempre tiene secretos y no se abre al completo ante extraños. Le dijo los nombres que ella conocía de la pareja y le pidió al bombero que hiciesen todo lo posible por encontrarlos y hacerlos pagar por lo que habían hecho. La mujer se alejó y el bombero quedó allí, sorprendido y consternado.


 Pasado algún tiempo se descubrió que los nombres que el barrio había conocido eran falsos y que nadie sabía donde estaba esa pareja. Se habían ido hace tanto que era difícil seguirlos, incluso con retratos hablados y demás. Nunca se encontraron fotos de ellos. En cuanto a los niños, fue una situación más pública y traumática. El niño murió pues su cuerpo no pudo aguantar los gases. La niña sobrevivió pero tuvo una recuperación difícil. La gente la ayudó a seguir adelante pero tuvo un episodio y quedó sin poder hablar. El bombero, por su parte, convirtió ese caso en el centro de su vida y le dedicó todo el tiempo que pudo, tanto que decidió convertirse en detective de policía, algo que la comunidad agradecería por muchos años.

domingo, 4 de octubre de 2015

Soledad

   La soledad es algo difícil de vivir y de sentir. Hay quienes la adoran y hay otros que la aborrecen. Es un sentimiento que pone a la gente a la defensiva o, por el contrario, los pone contra una pared y los debilita hasta que no saben quienes son. Es difícil manejar algo de ese estilo, algo que se transforma cuando quiere y nunca es lo que creemos que es. La soledad ha transformado a muchos en locos y a otros en genios, a unos en cascarones vacíos y a otros en la mejor versión de sí mismos. Es el sentimiento como tal el que provoca semejantes transformaciones o son sus efectos en el ser humanos los que empujan a este a ser una u otra cosa, a no permanecer en lo que han sido por un tiempo sino más bien transformarse al extremo de sus capacidades?

 No lo sé. Y tampoco lo sabía Juan que,  desde que su vida había dado un vuelco de ciento ochenta grados, no sabía que lado era el correcto para nada. Su familia había muerto trágicamente hacía un tiempo y no le quedaban sino algunos familiares amigables pero lejanos. Y por amores no había que preocuparse porque nunca había habido ninguno y era poco posible que lo hubiese en el futuro. Estaba completamente solo, recogiendo los pedazos de la vida que había tenido antes y tratando de hacer algo con todos ellos, pero la verdad era que nada se podía hacer, nada que no tuviera una sombra de recuerdos infinitos de su familia. Los podía ver todos los días y todos los días se le rompía el corazón un poco y era la maldita soledad la que lo hacía posible.

 Había heredado la casa de la familia, en la que todos habían crecido por tanto tiempo. Juan antes vivía en un apartamento pequeño que había conseguido cuando por fin se había podido independizar de la familia. Pero eso duró pocos meses antes de que sucediera lo que había ocurrido y antes de que Juan debiera ponerse en frente de todos los asuntos financieros de su familia. Nunca había pensado que la vida podía ser tan difícil pero ahora vivía el día a día pagando cosas que no eran de él, vendiendo otras, ignorando facturas, hablando con gente que conocían a su padre y que siempre decían las peores palabras de apoyo. Él no quería seguir escuchando sus estúpidas voces pero no tenía opción.

 El primer mes fue un infierno pues, cuando no estaba atendiendo un montón de problemas que no eran suyos, estaba llorando en algún rincón de la casa como un fantasma pero vivo. El dolor que sentía era inmenso, era imposible de calmar y de ignorar. Se sentía como algo que crecía por dentro, inflándose hasta adquirir dimensiones extraordinarias que empujaban a todos los órganos al extremo del cuerpo. Por eso, creía él, que sentía que no podía respirar con propiedad y que su corazón ya no bombeaba tanta sangre como debía. Incluso, un par de veces, perdió el conocimiento al instante, de tanto llorar.

 Cuando eso pasaba se despertaba como si nada en lugares en los que no recordaba haber estado. Su cara le dolía igual que su cuerpo y como casi siempre era de madrugada se arrastraba a si mismo a su cama y allí se quedaba dormido, con algo de dolor en su cuerpo. Era casi una rutina que sentía que estaba acabando con su cuerpo. Tanto era el dolor que tuvo que guardar todos los recuerdos de su familia y decidió vender el apartamento que tantos recuerdos guardaba para él. No podía seguir allí, torturándose porque sí. Debía encontrar una forma de parar el dolor, ese sentimiento de culpa que salía de la soledad que lo acosaba día tras días y en todos los rincones de la maldita ciudad.

 Porque no era solo en casa que se sentía así. Era también en la calle, afuera en el mundo donde había tantas personas y tanto ruido. Lo  que pasaba allí era potencialmente peor porque la gente le daba rabia. La soledad no solo lo hacía sentir mal sino que le sacaba una faceta de rabia, de resentimiento contra todas las demás personas que se atrevían a sonreír en el mundo cuando él no tenía ya la capacidad para hacer algo así. Trataba siempre de ir a lugares de comida rápida para que lo atendieran con celeridad y pudiese sentarse en una mesa pequeña para comer y luego irse. Si estaba en una tienda, iba directo a lo que necesitaba y si decidía curiosear lo hacía por los pasillos que estuvieran solos.

 Los pocos amigos que tenía se fueron alejando. Al parecer, su nueva actitud no les caía muy en gracia, cosa que a él poco o nada le importaba. La verdad era que esos amigos nunca habían sido muy importantes para él porque eran del trabajo, era gente con la que tenía ese único enlace en común y, como ya lo había cortado, ya no había nada que los uniera de verdad. Él descubrió que ellos eran tan aburridos como el resto de la humanidad y ellos descubrieron que el lado oscuro de Juan no les gustaba ni un poco y tampoco su poca voluntad para reírse de chistes malos o tomar cerveza hasta que estuviesen perdidos. Eso débiles lazos de amistad se rompieron con facilidad.

 Así que Juan de verdad estaba solo y no deseaba cambiarlo por nada del mundo. La razón era simple: el dolor, la angustia, la soledad… Todos esos sentimientos lo llenaban y lo empujaban hacia delante. Los recuerdos también y la rabia hacía su parte. Todos ellos lo hacían moverse, como si se tratase de una marioneta. Y él estaba dispuesto a seguir siendo esa marioneta de la vida, al menos hasta que no pudiese aguantarlo más. Siguió así por mucho tiempo después de la tragedia y consiguió incluso un trabajo solitario, entregando licor en tiendas de barrio en las noches. Era peligroso o eso decían pero a él le daba lo mismo. El peligro ahora era relativo para él y la verdad era que no le importaba.

Así siguió Juan con su descenso al infierno, sus lentos pasos hacia un destino que él conocía muy bien pero al que no tenía ni una pizca de ganas de evitar. La vida, en general, le daba ya un poco lo mismo y no le interesaba como o que fuese a ocurrir en el futuro. Para él, ya nada tenía verdadera importancia y su vida se había convertido en una de esas cosas que solo funcionan porque no tienen más remedio que seguir trabajando hasta que se dañen y colapsen solas. Esa era su idea, seguir adelante hasta que todo, por arte de la vida, se detuviera de una manera o de otra. No pensaba en los detalles de todo eso pero la verdad era que habían momentos, muchos momentos, en los que deseaba que lo que fuese a suceder pasara pronto.

 La soledad no solo se había tragado su tiempo y personalidad sino también su espíritu casi al completo. Las únicas veces que demostraba sentimientos diferentes a los de siempre era cuando veía fotos de su familia, que era una vez cada semana por lo menos. Entonces lloraba de nuevo, las pocas lágrimas que le quedaban, pero también sonreía por momentos y parecía entonces un ser humano completo, real y común y corriente. Pero esa ilusión no duraba mucho y rápidamente volvía a ser la sombra que había empezado a ser desde hacía mucho tiempo. Comía cada vez menos y casi no salía de la casa para nada.

 Para nadie fue sorpresa saber, no mucho tiempo después, que Juan había sido encontrado muerto en su casa. El olor fue lo que alertó a los vecinos quienes llamaron a la policía. Estos rompieron la puerta y encontraron el cuerpo sin vida de Juan en el baño. Se había metido a la bañera y allí se había cortado las venas y lo había hecho como solo quienes en verdad quieren morir lo hacen. Al parecer los sentimientos adentro de su cuerpo no estaba actuando con la suficiente velocidad y él había decidido darles un pequeño empujón. No hubo velación ni entierro, solo una cremación rápida y sus cenizas fueron dadas a familiares lejanos que las esparcieron por la tumba de los padres de Juan.

 Y como él lo había previsto, su vida no quedó impresa en el mundo. Su mayor miedo, incluso antes de lo que había ocurrido, siempre había sido morir sin dejar una huella, sin que nadie supiese que había existido. Pero en sus últimas horas se dio cuenta de que la visa humana en realidad no es tan valiosa como todos dicen, o sino se trataría por más medios de mejorarla y de hacerla más fuerte contra todo lo que atenta contra ella. Juan había perdido todas las fuerzas y, aunque no había pedido ayuda, nadie tampoco le dio una mano ni una mera palabra de aliento para que pudiese soportar el trago amargo de la muerte de sus padres.


 La soledad se lo llevó y nadie nunca supo nada más ni nada menos de él.