domingo, 5 de abril de 2015

Kamchatka

   Cuando Javier salió del avión, aprovechó para estirar sus piernas y sus manos apenas bajó por la escalerilla del avión. Las azafatas lo miraban riendo por lo bajo pero no había como no hacer lo que estaba haciendo. Al fin y al cabo el viaje había tomado varias horas y eso solo era el último tramo. Y todavía había más por delante pero desde ya podía decir que su aventura estaba comenzando.

 Al salir del aeropuerto, un hombre con cara de pocos amigos, abrigado hasta la medula, lo encontró sosteniendo la foto que había enviado a la agencia. Era de hecho la foto del pasaporte y la habían ampliado varias veces y no se veía muy bien en el cartón que el hombre sostenía. Después de haberse saludado, subieron la única maleta de Javier y emprendieron el camino al hotel. Allí el hombre se despidió y le indicó, en inglés, que lo recogería temprano al otro día.

 Esa tarde, Javier organizó todo lo que debía llevar en la mochila de expedición: no podía echar todo lo que había traído y siempre lo había planeado. Había traído varios implementos para el cuidado personal porque en la noche haría una limpieza profunda de sí mismo, ya que iba a estar una semana entera por fuera, sin posibilidad de ducharse ni nada relacionado a su estética personal. Decidió también dejar fuera algo de ropa que vio que no iban a ser muy apropiados.

 Cuando llegó la noche, comió algo en el restaurante del hotel y luego se duchó por varios minutos, afeitándose después así como usando bastante desodorante. Durmió como una piedra hasta que la alarma del celular lo despertó a las cuatro de la mañana. Se bañó de nuevo, arregló lo último de la mochila y cuando bajó su anfitrión ya estaba allí. En la camioneta que manejaba se demoraron unos minutos hasta salir de la ciudad y viajar por carretera por cerca de media hora hasta llegar a un parque donde había un puesto de guardabosques. Allí, Javier se dio cuenta que había otros viajeros ya listos para emprender la travesía.

 Los reunieron a todos frente a la casa del guardabosques y una mujer muy rubia y alta fue quien les habló en inglés y les dijo como sería el recorrido y lo que debían esperar del recorrido. Les recordó que no podían usar el flash de sus cámaras y que no estaba recomendado llevar productos electrónicos aunque tampoco estaba prohibido. Javier apretó el celular en la mano pero no lo sacó ni dijo nada. Cuando la mujer terminó su discurso, les dijo que se alistaran ya que la caminata empezaba allí. Fue a buscar su propia mochila y entonces empezaron a caminar. Javier se despidió de su conductor, que pareció no verlo, y siguió al grupo.

 No eran muchos. Además de la guía, solo había una mujer que venía con su esposo. Eran franceses. Había un joven de la misma edad de Javier que venía de Corea y dos hombres estadounidenses que parecían tener mucha experiencia en este tipo de situaciones. Pero el grupo de hablaba mucho entre sí. Era como si vinieran a competir, o algo por el estilo, pero Javier no lo veía así. Él había ahorrado por mucho tiempo para hacer este viaje. Era un fotógrafo consumado e ir hasta Kamchatka siempre había sido uno de sus más grandes sueños.

 Como pudo, se fue acercando hacia Si-woo, el chico coreano. Lo bueno era que Javier sabía hablar bien en inglés y cuando lo saludó el chico se asustó un poco pero empezaron a hablar a gusto, compartiendo algo de sus vidas. Los demás hacían lo mismo, pero no entre ellos sino solo con quienes habían venido. Como ellos dos estaban solos, era apenas normal que se sintieran mejor hablando el uno con el otro. Si-woo era biólogo y había venido porque para él también era un paraíso en la tierra esta península plagada de volcanes y vida salvaje.

 Después de un tiempo de caminata, salieron del pequeño bosque a una extensa estepa plagada de flores de colores y algunas plantan menores. La guía les avisó que pronto se detendrían para tratar de tomar la foto de un zorro, que normalmente merodeaban por la zona. Cuando llegaron a la parte más plana y estable de la estepa, se hicieron en grupo y miraron para todos lados. Pero parecía que los animales o no estaba o no pretendían interactuar con los viajeros. De todas maneras Javier tomó algunas fotos y lo mismo hicieron los demás.

 Algo de neblina había empezado a bajar de la montaña, que era un volcán negro, y estaba cubriendo todo el lugar lentamente. La guía apuró el paso ya que debían llegar al borde de una cañada para tener en donde acampar. Pero a medio camino hacia allí, una tormenta se desató y casi no pudieron seguir. Varios se resbalaron y no había manera de encontrar el lugar para acampar. No venían árboles ni nada que los cubriera y poner tiendas de campaña no les iba a ayudar de nada. Debían seguir caminando lo que más pudiera hasta que la lluvia se detuviera o hasta que encontraran un lugar adecuado para pasar la noche.

 Entonces llegaron a la cañada pero ya no era un pequeño riachuelo como habían visto en fotos. Era un torrente de agua que llevaba ramas y plantas hacia el mar. En ese momento la guía les indicó un camino para ir paralelo al torrente pero la pareja de franceses se acercaron demasiado y se resbalaron, cayendo en el agua. Uno de los gringos corrió rápidamente y lanzó una cuerda que tenía en su mochila. La mujer que había caído logró tomarla pero su esposo se le fue entre los dedos y se lo tragó prontamente la oscuridad de la noche.

 Cuando pudieron sacarla, la mujer temblaba como loca y no podía pronunciar palabra. Y así hubiera querido hablar lo más probable es que no se le hubiera entendido nada, por la lluvia. La guía decidió sacar un plástico de su mochila y les aconsejó a todos sentarse en el suelo y cubrirse con el plástico. Ella intentaría llamar al guardabosques. Lo intentó toda la noche, incluso después de que todos se durmieran. La lluvia se detuvo en algún momento de la noche, así como sus intentos.

 Uno de los gringos, el que venía con el que había rescatado a la mujer, se despertó de golpe, gritando. Todos lo miraron asustados. El hombre se cogía la pierna y de pronto quedó quieto, lívido. Su cuerpo cayó al suelo por su propio peso y quedó ahí. El que venía con el lo revisó y sacó de entre sus pantalones una serpiente que se le había metido en la noche. Lo había mordido varias veces y parecía ser venenosa.

 La guía empezó a llamar de nuevo pero nadie atendía. Parecía que la lluvia había dañado todo. Como pudieron, tratar de retomar el camino de vuelta pero la lluvia había cambiado el paisaje y parecía que por loa noche ellos también habían perdido el rumbo. La mujer dijo que lo mejor era cruzar el río en algún punto para llegar a un puesto al otro lado. Siguieron el curso de la cañada hasta llegar a un lugar poco profundo donde uno a uno fueron pasando tranquilamente. Después de unas horas, llegaron al otro puesto de atención y, como lo esperaban, no había nadie. Pero sí había un teléfono y la guía trató de contactar a alguien para que los ayudara.

 De pronto, estando dentro de la cabaña, oyeron un par de disparos y el sonido de aves asustadas. Se miraron los unos a los otros y se dieron cuenta que solo el chico coreano y el gringo faltaban. Cuando salieron, el chico tenía una pistola en la mano apuntando a su cabeza y el cuerpo del hombre al lado. La guía le preguntó que había pasado pero el joven respondió accionando el arma y suicidándose frente a todos. Ahora solo habían tres personas, tres personas que no entendían que sucedía. La guía volvió al teléfono y por fin contestaron. Ella no tuvo que decir nada; le contestaron que ya habían enviado un helicóptero.

 Cuando volvieron a la ciudad, se les informó que la policía secreta había ocupado la oficina y por eso no habían contestado antes. Resultaba que Si-woo era un hombre buscado en Corea por haber sido el único testigo del asesinato de su madre, una política importante, por parte de dos mercenarios norteamericanos. Entonces todos entendieron la actitud de unos y otros y como la muerte del francés había sido un accidente inesperado. Todo había pasado rápidamente pero casi en conjunción con los planes de venganza de cada uno. Los gringos no habían hecho nada por temor y el chico coreano había aprovechado esto para buscar una serpiente venenosa y ponérsela cerca uno de ellos. Al fin y al cabo, sí era un biólogo.


 Todos testificaron a la policía rusa y dejaron la ciudad apenas pudieron. En el avión de vuelta, dejaron la ciudad apenas pudieron. En el aviy ponersela ios norteamericanos. Entonces todos entendieron la actitud de ón de vuelta, Javier empezó a escribir en un cuaderno lo que recordaba para no olvidarlo. No podía creer el nivel de venganza, de miedo y de odio y, sobre todo, de paciencia que había habido para que todo lo que pasara tuviera que pasar sin que nadie se diese cuenta con antelación. El momento que tanto había anticipado, que iba a cambiar su visión de la vida, se había arruinado. Pero al final del día, si había cambiado su vida, solo que no de la manera deseada.

sábado, 4 de abril de 2015

Smoke and Cards

   She spread the cards on the table, forming three columns and three rows from left to right. A total of nine cards were there, all facing down. The woman, wearing a wine red shawl and several rings and bracelets on her arms, passed both hands over the cards and seemed to be talking in a strange language. Her clients were two girls, around twenty years old, who looked at her with eyes open and an expression of fear but also looking forward to her next words.

 The woman then did a sudden movement and asked one of them which card to flip over. The young woman indicated one and she complied, revealing the card of death. The woman then did a speech, explaining the deep meaning of this card. She asked several questions too, ranging from past relationships to dead family members. In less than twenty minutes, she flipped over all the cards and told the girl it all meant she was going to have an unexpected surprise very soon but that she should be weary as someone may be there to betray her. The girls looked at each other and, after paying, they went out giggling, discussing their results.

 The reader waited for them to be far and then called for her assistant, a young woman that looked a lot like her, in order to ask her if more people were waiting. The young girl told her that no and that her lunch would be done in just a few minutes so she could use the time to eat something. The card reader’s name was actually Suzanne and she had been a pharmacist for some time but that job had made her unstable, cranky and bored with life. She had always wanted so much more from everyone and everything and a pharmacy would never fulfill her dreams of grandeur.

 So one day, she overheard some women talking about going to a woman that read the crystal ball in a fair and she decided to go. The woman was a big sham but she learned that people would decide to believe in anything if it’s well presented to them. Before becoming a card reader, Suzanne had been a very practical and skeptic person. In one second, she could debunk any stupid thing people believed in and that had earned her a friendless life and a difficult interaction with men and even with her parents.

 So after seeing all the glitz and mystery of the crystal ball reader, she decided to become Madame Zelda, a mysterious seer that had come all the way from Romania to help souls in need to find their way by reading the cards of their life and other things. Her business, located in a small store in the city’s downtown, was very successful from day one. She had hired her niece Amanda to be her assistant and to give away fliers to every nearby college. Suzanne knew that the younger people were especially prone to believing anything so she knew that was the way to start.

 Six months had passed since that and her strategy had worked. Lots of giggling girls came in and decided to get their cards, their coffee and even their cigarettes read. Suzanne did everything and anything and people would buy what she said and even if they didn’t, she knew very few would tell anything to her face. People were strangely polite when referring to something as plain and simple as the arts of divination. But the point was that they always came.

 A she ate a bowl of pasta with meatballs with her niece, Suzanne realized they looked very much alike: their hand were both skinny, their skin the color of olives, big bushy hair and big brown eyes. She asked her niece what would she like to be when out of school and she told her that she had a dram of becoming a nurse. She wanted to help people and thought the best way was to care for people’s health. In the long run, she might even become a doctor but that wasn’t going to be decided just yet.

 Suzanne then asked her about her sister, her niece’s mother. She was not the best mother in the world, that’s for sure. She had the traces of all the women of the family: beautiful heavy smokers but convulsed souls inside. After all, they had a recurrence of mental issues in the family and Suzanne’s sister Amelia apparently was the prime example. She was always thinking of things that helped no one and had never really cared for her daughter. In part, that was why Suzanne had decided to accept Melanie in her home for her last year of school. She didn’t regret her decision so far.

 Melanie proved to be different than her fellow female family members: for such a young girl she knew very well what to do and what not to do and how to do the things she wanted for herself. After all, she was only sixteen and about to step out of school. Suzanne had already spoken with her sister about Melanie’s education but Amelia had assured her that there was more than enough money for that. The girl was the daughter of a very rich man that wanted nothing to do with them and paid handsomely every month in order to keep them away. And it worked perfectly for all of them so there was more than enough money to pay for her nurse education.

 Suzanne often liked to go out with her, shop around or to the movies. They were both lonely girls, no real friends around and Amelia had never grown fond of her own daughter, always seeing her as only her source of money. It was true and obvious that Melanie felt much more at home with Suzanne than with her own mother. They had fun together and they both learned a lot about each other in only the first few months of living together. They would share magazines and talk about boys, and fashion, and the future. And they both loved to finally have someone to hear them.

 Suzanne’s life as a young woman had been exactly the same, if not worst. She had very few friends because she wanted so much more from life. She was not happy with the crumbs she received from both her family and her present, she had always wanted more. She left home after refusing her father’s orders to study in order to be secretary. He thought there were roles and jobs for women and other for men and that she had nothing to do in a hospital, even if most nurses were actually women. He said he knew that she wanted to become a doctor and he didn’t agreed. So she left and never went back.

 Years later, she attended her father’s funeral and her mother refused to speak to her. After ten years, she still wasn’t speaking to her as if it had been her that had been harsh to her daughter. But that was the way it was. She was one of those women that live for the man they marry and in that moment, she was lost. She nothing and she felt empty and alone. It would take a few more years for her to become closer to her daughters and when she finally did, death came for her too. Now, it was only Suzanne and Amelia and even if they didn’t agreed on their life choices, they called each other every so often to ask how the other was doing and if they could be of any help.

 When she finished eating, Suzanne grabbed a metal box and organized what was inside. Melanie, who hadn’t finished eating, stared at her, looking all the types of cards she had inside, the cigarettes, the guides of how to read the cups of tea and coffee and also the hands. She had everything in that little box and then Melanie realized her aunt’s life was all inside that small object. It all summed up to that.

-          - Aunt?
-          - Yeah?
-          - Are you ever sorry?

 Suzanne looked at her, confused.

-          - What do you mean?
-          - With people that come here.
-          - hat should I feel sorry?
-          - You’re not a real seer. You lie to them.

 The woman was frozen right there on her chair. She had never discussed her business with anyone but Melanie was the person he loved most and she knew they had to talk about it. So she just answered that was the way she had found to feel she was receiving what she deserved from life. The girl then asked if she didn’t feel bad to tell lies to every person that entered the store. Suzanne took one of her niece’s hands and held it. She then looked at her in he eye and told her that people chose to believe what she said and that that was their decision. She knew she was lying to them and she knew it was wrong but her way of living was honest as she was true to herself. Then she took everything out of the box and showed the bottom to Melanie.


 There were two transparent bags and both had money inside. Then Suzanne told her she was saving for both of them, so they could live better and she could put up another kind of store, something better and that she could be proud of. The girl smiled and right then a bell rang. It was the next costumer. Suzanne straightened her shawl and went down to her smoky, cinnamon scented room as Melanie followed her in order to get the door.

viernes, 3 de abril de 2015

Dioses de Islandia

   Johanna y Odín se casaron a finales de los años setenta, después de muchos años de ser de los pocos jóvenes islandeses hippies. Desde el día que se unieron en matrimonio, no se despegaron el uno del otro. Tuvieron tres hijos que criaron en su granja en el este del país y con ella los alimentaron y pudieron mandarlos a la universidad. Cuando fueron algo mayores, dejaron la isla e hicieron vidas propias lejos del pequeño país. Pero Johanna y Odín nunca quisieron dejar lo que tenían allí: la granja, los animales, ese clima que les encantaba y las impresionantes vistas que habían ayudado a que ellos se enamoraran el uno del otro.

 Ya se acercaban a los setenta años pero seguían tan vivaces como siempre lo habían sido. En las mañanas Odín sacaba las ovejas de su corral y Johanna empezaba a hacer la masa del pan que vendía en la tienda del pueblo más cercano. También vendían la leche de las ovejas, su lana por supuesto y a veces hacían queso pero era un trabajo tan dispendioso que no era algo muy frecuente. Vivían lejos del poblado más cercano, ubicado a dos valles de distancia. Eran unas dos horas de viaje y por eso estaban algo desconectados del mundo, al menos físicamente. Por otra parte, tenían teléfono y televisión e incluso contemplaron la instalación de internet, ya que la línea de fibra óptica pasaba cerca pero nunca se decidieron.

 Fue cuando cumplieron los sesenta que se dieron cuenta que el mundo había empezado a cambiar más allá de lo que ya habían visto en los años anteriores. Se hablaba de una guerra lejos, en los continentes con los que le país más hacía intercambio. Al comienzo, no le hicieron mucho caso a las noticias y la televisión estatal casi no informaba sobre el tema. Después, un día que Odín tuvo que ir al pueblo a vender sus productos, se enteró de que había escasez de gasolina y de otras muchas cosas que venían de fuera del país. La gente en la capital, según decían, estaba muy preocupada por esto ya que muchos dependían de la venta de ropa extranjera o de servicios que solo venían de fuera.

 Y sin embargo, Johanna y Odín siguieron viviendo como siempre. Entonces sucedió algo que siempre temieron de jóvenes pero que jamás pensaron que pasaría de nuevo. Recordaban cuando niños que sus padres y en la escuela les habían contado de las bombas lanzadas sobre Japón para terminar la segunda guerra mundial. Aunque por mucho tiempo la gente temió que pasara de nuevo, con el tiempo pensaron que no pasaría ya que las cosas habían cambiado, aparentemente para bien.

 Pero un día que Johana estaba tendiendo la ropa vio un brillo, un magnifico brillo a la distancia. Venía del cielo o de muy lejos. Era como si el sol hubiera bajado a la tierra pero se le viera a través de un espacio muy grande. El fenómeno fue extraño y todos en la región lo vieron. La televisión informó que se trataba de una bomba de hidrogeno, la más grande jamás lanzada. Había sido lanzada en el continente y, según decían, había devastado una zona muy poblada. Y entonces, como viento que arrecia, empezó la guerra. El país atacado cambió de pronto, como un ser vivo que muta para sobrevivir. Y empezó a atacar por todos lados, apoderándose de tierras que siempre había pretendido pero jamás tomado realmente.

 Uno a uno, los países fueron cayendo. Muchos islandeses pensaban que el final del país se acercaba y que serían invadidos pronto. Era solo cuestión de cuando. Pero el tiempo pasó, los primeros tres años de una guerra sangrienta y debilitante, y nunca hubo invasión. Lo que sí hubo fue un cambio en el gobierno que fue lento pero para cuando la gente se dio cuenta, era demasiado tarde. El enemigo no había invadido a la fuerza sino que se había aliado con un partido sediento de poder y este le había entregado el país. Los puertos y las ciudades fueron ocupados lentamente por la potencia extranjera y la gente tuvo que aguantar.

 Johanna y Odín, sin embargo, siguieron un poco como siempre. Estaban preocupados por la situación, al fin y al cabo eran creyentes de la paz y la libertad, pero esto era algo contra lo que no podían hacer nada. Y, de todas maneras, la guerra parecía no afectarles en su rincón remoto del mundo. A excepción de los cortes de luz ocasionales y la escasez de gasolina, no parecía haber nada que cambiara radicalmente su estilo de vida.

 Las cosas cambiaron habiendo pasado cuatro años de la guerra, cuando tuvieron que viajar por carretera hasta un puerto del norte, donde un vecino les había contado que podían encontrar gasolina de contrabando. Era peligroso pero las fuerzas extranjeras permitían este mercado negro, a sabiendas que ellos podían ganar algo de dinero con ello. La pareja viajó unas cinco horas hasta el puerto y se abasteció de todo lo que necesitaban. Trataron de cargar bastante pescado, gasolina, hilos y medicamentos, para no tener que volver en un largo tiempo. Y como eran solo dos, no tenían que comprar mucho.

 Cuando lo tuvieron todo, emprendieron el camino de vuelta pero no llegaron muy lejos cuando encontraron algo que no se esperaban. A un lado de la desolada carretera, en un tramo especialmente oscuro y solitario, Johana vio algo. Parecía un atado de ropa tirada o una llanta vieja. Odín aminoró la velocidad y entonces se dieron cuenta que lo que fuera se había movido. Entonces detuvieron el pequeño vehículo y se bajaron a ver que era lo que pasaba. Con la ayuda de una linterna, encontraron el primer bulto. Era un hombre. Parecía haberse arrastrado hasta el borde de la carretera. Estaba ensangrentado. Parecía que lo habían golpeado. Como pudieron lo subieron al vehículo.

 Cuando Odín fue a arrancar, el pasajero pegó un chillido en el platón de atrás del camioncito. El hombre decía algo pero ellos no le entendían, parecía hablar otro idioma pero se dieron cuenta de que lloraba y señalaba hacia donde lo había encontrado. Se dieron cuenta que tal vez quería algo que llevaba con él así que se bajaron de nuevo y buscaron con la linterna. Pero no encontraron un objeto sino a un ser humano. Otro joven, de pronto un poco mayor, golpeado tan salvajemente como su compañero. Lo subieron al lado del otro y, mientras Odín manejaba, la pareja discutió que hacer.

 La policía ya no ayudaba a nadie y los extranjeros aún menos. Si esos hombres habían sido atacados, era poco posible que nadie los fuera a ayudar. En todo caso nada justificaba semejante paliza. Así que la mejor solución era llevarlos a la casa y ver que podían hacer por ellos allí. El viaje se demoró un poco más de la cuenta porque los baches hacían que los pasajeros se quejaran bastante. Johanna los miraba a cada rato y Odín trataba de ver cada bache frente a él pero era imposible. Cuando por fin llegaron, los bajaron con cuidado y los entraron al granero, donde guardaban la leche que iban a vender y la comida de las ovejas.

 Usaron la mayoría de los medicamentos que habían comprado en el puerto pero parecía que servían de algo. Al otro día, los hombres seguían dormidos pero algo mejor. Los bañaron y les hicieron una pequeña cama en el granero. Lo peor era esperar a ver si alguien iba a venir por ellos. Todavía no sabían si eran criminales o disidentes. Tuvieron que cuidar de ellos por meses hasta que se fueron curando y aprendieron a comunicarse. Para la pareja era como tener hijos de nuevo, les enseñaron el idioma y los hombres aprendieron rápidamente. En un año, se habían convertido en una familia.

 Según lo que pudieron contarles, había cosas que no recordaban. Los golpes habían sido tan fuertes, que había recuerdos que se habían borrado o parecía estar rotos. Recordaban que venían de un país lejano y habían huido de una dictadura patrocinada por los mismos extranjeros que ahora estaban un poco por todos lados en Islandia. Ellos eran disidentes y se apenaron al confesar que habían podido haber sido llamados terroristas. Pero habían tenido que huir. Al principio no eran nada, pero con el tiempo, se acercaron más. El viaje había sido complicado, lleno de dificultades y cuando llegaron al puerto en un barco pesquero, fueron cercados por extremistas quienes los golpearon y los dejaron a morir en la carretera.

 Y, aunque no lo habían dicho por miedo o por alguna otra razón, Johanna y Odín pudieron darse cuenta que entre los dos hombres había algo más que amistad. Lo confirmaron una mañana en la que fueron a despertarlos y estaban abrazados, sonriendo en sueños. Eso a la pareja no le importó. Eran personas que venían huyendo y sus cuerpos lo mostraban: tenían bolsas, estaban muy delgados y su piel era muy pálida, algo verdosa. Con el tiempo, les contaron pero la pareja de ancianos solo les contestaron que ya lo sabían.

 El tiempo pasó y la guerra, siguió. Muchos pensaron que todo terminaría como en la segunda guerra pero no fue así. En la granja, los chicos a los que llamaron Eric y Björn, se fueron encargando de las tareas más difíciles, que ya empezaban a ser una carga para la pareja. Uno acompañaba a Odín con las ovejas y el otro a Johanna haciendo el queso o haciendo el pan. Con el permiso de sus anfitriones, Eric y Björn construyeron otra casita, pequeña, cerca a la de ellos. Se convirtieron en los mejores amigos y compartieron todo, como viejas parejas de amigos. Cuando terminaron de hacer la casa, hicieron una cena especial y les agradecieron, con lágrimas en los ojos, a Johanna y Odín por toda su ayuda y su fuerza.


 El año siguiente fue uno triste. El mundo parecía ponerse más oscuro y, en una expedición al pueblo, Odín sufrió un ataque al corazón y murió. Los chicos y Johanna lo enterraron cerca de la casa. Pocos meses después, ella lo acompañó. La casa había quedado entonces sola y la pareja de extranjeros la mantuvo en pie lo que más pudieron hasta que decidieron que era tiempo de enfrentar su destino e ir a pelear por lo que siempre habían luchado: su libertad. Así honrarían la memoria de dos personas invaluables y siempre queridas, que les habían dado la mano sin pedir nada a cambio y quienes simbolizaban ese amor que ellos morirían por defender.