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viernes, 12 de agosto de 2016

Contacto

   Gracias al traje que tenía puesto, el grito de Valeria no fue Oído por nadie. Los canales de radio estaban cerrados en ese momento y el control de misión estaba esperando a que fuesen reactivados después del corto viaje del equipo dentro de la nave extraterrestre. Valeria tuvo que recomponerse rápidamente y seguir caminando como si no hubiese visto nada pero la impresión la tenía caminando lentamente, como si en cualquier momento alguna de esas criaturas le fuese saltar al cuello.

 Pero no lo hicieron. A los que vieron por ahí no les importaba mucho la presencia del grupo de tres seres humanos. O al parecer ese era el caso. Parecían estar ocupados manejando la nave así que era entendible que no les pusieran atención. Además, era de asumirse que su civilización ya había logrado algo por el estilo anteriormente. En cambio para la Humanidad era solo la primera vez.

 Valeria, el soldado Calvin y el científico Rogers llegaron a un punto de chequeo o al menos eso lo parecía. Una de las criaturas estaba allí, de pie, como esperándolos. Las paredes se hacía más estrechas y les tocaba caminar de a uno, con mucho cuidado. Seguramente el pasillo tenía esa forma de embudo para prevenir un ataque o algún tipo de estampida. El ser que había en la parte más estrecha los observó con atención, o al menos eso habían sentido. No había dicho nada, solo los miraba. Cuando el grupo pasó, despareció.

 Llegaron a una zona muy abierta y no tuvieron que tener el canal de audio abierto para que fuera obvio el sentimiento que los embargaba: era la sorpresa, la incredulidad. Frente a ellos se extendía una hermosa selva. Los árboles eran un poco raros pero estaba claro que eran árboles. Fue en ese momento que restablecieron la comunicación y empezaron a transmitir para todo el mundo. Ese había sido el acuerdo con las criaturas.

 En cada casa del planeta Tierra, pudieron presenciar la belleza de un jardín extraterrestre: había flores flotantes y árboles que se movían según el ángulo de la luz. No había seres en esa zona y los astronautas se preguntaban porqué. Estaban fascinados por semejante lugar, un espacio totalmente inesperado en una nave que hasta ahora había sido bastante seca en su diseño y detalle.

 Se dieron la vuelta cuando se fijaron que los observaban. Allí, si se puede decir de pie, estaba uno de los seres. Más atrás, había otros dos. El ser que estaba más cerca de ellos se acercó lentamente y ellos se le quedaron mirando, fascinados. Cuando estuvo cerca, la criatura pareció cambiar de color y entonces hizo algo que no hubiesen esperado nunca: empezó a hablar en su idioma.

 Valeria era lingüista y antropóloga. Había sido elegida precisamente para tomar nota sobre cada uno de los componentes sociales de los extraterrestres. Su trabajo en la misión era dar información clara de las posibles bases del idioma extraterrestre y t también hacer conclusiones sobre sus costumbres y tradiciones más importantes. Al hablar en idioma humano, el ser había casi hecho obsoleto el punto de tener a Valeria en el equipo. Sus compañeros parecieron compartir el pensamiento pues la voltearon a mirar al instante.

 Las criaturas eran difíciles de comprender: no tenían piernas como las nuestras, más bien algo que parecían raíces pero más gruesas. Tenían varias de ellas pero lo más curioso era que no parecían usarlas mucho: siempre que se movían era como si flotaran un centímetro por encima del piso. Era algo por comprender. Tenían ojos, dos como los seres humanos, pero sin boca ni nariz.  Los brazos parecían ramas de árbol, sin hojas.

 En español, la criatura les dije que eran bienvenidos a la nave espacial y que esperaba que tuvieran una buena estadía. Ellos sonrieron. Valeria fue quién habló primero, impulsada puramente por la curiosidad. Dio un paso al frente y le preguntó a la criatura si podría explicarles las bases de su anatomía a ellos para poder comprender su funcionamiento básico.

 La criatura hablaba en sus mentes. Cuando Valeria terminó de hablar, sus raíces y ramas temblaron y todos concluyeron que el ser estaba riendo. Por fin contestó, explicando que en la sociedad extraterrestre no era algo muy común el explica el funcionamiento biológico del cuerpo. Sin embargo les explicó en segundos que sus cuerpos eran parecidos a los de las plantas terrestres pero mucho más desarrollados. Por eso tenían semejante jardín en la nave: les recordaba su etapa temprano y las selvas de su mundo.

 El ser empezó a “caminar” y los astronautas lo siguieron, adentrándose en la selva. Los árboles se movían para darles paso y no se sentía calor ni humedad. Era muy extraño. Valeria explicó el cuerpo humano mientras caminaban y después la criatura les contó de donde venían exactamente. En los hogares, todo el mundo buscó rápido en internet el lugar del que hablaba la criatura. Era en una constelación cercana.

 Cuando llegaron al otro lado del bosque, la criatura hizo aparecer unas plantas que parecían suaves. Dijo que ellos no tenían la habilidad de doblar su cuerpo pero que los humanos podrían hacerlo para sentarse. Mientras lo hacían, el científico Rogers preguntó sobre la química básica de sus cuerpos. La criatura se demoró en responder pero cuando lo hizo, lo hizo con lujo de detalles.

 La pregunta difícil vino del soldado Calvin: sin tapujos, quiso saber qué hacían las criaturas allí en el sistema solar. Porqué estaban aparcados sobre Júpiter y porqué habían demorado tanto tiempo en revelar su presencia. La criatura pareció reír de nuevo y les comunicó que la curiosidad humana era algo muy interesante. Al soldado solo le respondió que eran una nave de exploración nueva y que habían elegido Júpiter como objeto de investigación por sus características peculiares. Aclaró que revelar su presencia nunca había sido una prioridad en su misión.

 Valeria intervino entonces. Quiso saber si las criaturas tenían algún deseo a favor o en contra de la humanidad. El ser le respondió casi al instante: la verdad era que su civilización no había sabido de la existencia de los seres humanos hasta que habían llegado a Júpiter y reconocieron las señales electromagnéticas de varias naves que habían cruzado por el sistema solar. Eran señales primitivas pero existían rastros. Cuando se enteraron de la humanidad, pensaron retirarse pero su planeta decidió que lo mejor era establecer contacto.

 El científico y el soldado le pidieron que les explicara eso. La criatura se movió entonces de manera extraña, como si estuviera incomodo por las preguntas. Sin embargo respondió: un concejo de sabios había decidido que valía la pena hacer contacto, para beneficiar a ambas sociedades. Por eso ellos estaban allí ahora, por eso la nave extraterrestre se había dejado detectar por los aparatos humanos. Era una decisión de su gobierno y debía respetarla. Para todos fue obvio que él no compartía la decisión.

 Era difícil definir sentimientos y propósitos en las palabras que les ponía la criatura en la mente. Era como oír un dictado hecho por una máquina, en la que todo se oye igual pero no lo es. La criatura les propuso un paseo por otra de las salas en las que podrían aprender más de su mundo y sus costumbres. Pensaba que era mejor que estar allí, “perdiendo el tiempo”.

 Mientras caminaban hacia el espacio del que había hablado la criatura, los astronautas seguían pensando en la expresión usada por el ser. Podía ser que “perder el tiempo” no fuese algo que ellos entendieran. Podía ser un error o tal vez una elección de palabras poco cuidada. Pero los intrigaba porque podía significar mucho más de lo que parecía.


 El cuarto al que llegaron era como un museo diseñado para mentes y manos humanas. Estuvieron allí varias horas. El ser solo los miraba, sin decir ni hacer nada. Cuando hubo que marcharse, la criatura dio una ligera venia y se retiró. Ellos fueron transportados a su nave por un rayo de luz. Estaban agradecidos de ver algo familiar. Además, había mucho trabajo que hacer en ese primer día y mucho que pensar.

lunes, 30 de mayo de 2016

La montaña sabe

   En lo más alto de la montaña no había nada. No crecía el pasto ni algún tipo de flor ni nada por el estilo. Era un lugar desolado, casi completamente muerto. El clima era árido y había un viento frío constante que soplaba del el sur, como barriendo la montaña y asegurándose que allí nunca creciera nada. Así fue durante mucho tiempo hasta que dos personas que venían huyendo, vestidos ambos de naranja, subieron a la parte más alta de la montaña.

 Eran bandidos, uno peor que el otro, y se habían escapado de la cárcel hacia poco tiempo. Debían haber caminado mucho pues cualquier pedazo de civilización estaba ubicado muy lejos. Cuando llegaron a la parte más alta, se dejaron caer en el suelo y estuvieron allí echados un buen rato, descanso sin decir nada. Fue el mayor de los dos el que interrumpió por fin la escena y le preguntó al otro hacia donde debían seguir ahora.

 Fue el viento el que decidió porque justo entonces una ráfaga de viento los hizo cerrar los ojos y no volvieron a abrirlos hasta sentir que estarían a salvo de la tierra volando alrededor de su cuerpos. Cuando abrieron los ojos, eligieron el lugar desde el cual había venido el viento. Antes de seguir caminando, se quitaron los uniformes naranjas y quedaron solo en ropa interior. Algunos pasos abajo, por la montaña, había un hilillo de agua que utilizaron para lavarse la cara y refrescar la garganta.

 Ninguno de los dos se dieron cuenta de que los habían estado observando desde hacía un buen rato. Los desesperados criminales solo querían asearse un poco y seguir, caminando y caminando quien sabe hasta donde. No tenían atención alguna de convertirse en personas sedentarias o en personas de bien, para el caso. Ambos habían sido encarcelados por crímenes bastante particulares y, de alguna manera, se notaba en sus rostros lo que habían hecho.

 Cuando terminaron de refrescarse, volvieron a la parte alta de la montaña y observaron desde ahí si veían algún grupo de árboles en los que creciera fruta, pues tenían mucha hambre. Miraron a un lado y al otro pero lo único que había eran pino y pinos por todos lados, ningún árbol que diera frutos comestibles, jugosos como los que se imaginaban en ese mismo momento. Eso no existía.

Decidieron entonces seguir su escape y en el camino encontrar algo de comida. Bajaron por la pendiente menos inclinada y se adentraron en el bosque. Ninguno dijo nada pero los árboles parecían más juntos de lo que habían parecido desde arriba. Era difícil caminar por algunas partes. Aunque no les agradaba mucho, debían ayudarse tomándose de la mano para no perderse y tener apoyo para no quedar atascados.

 El avance fue poco al cabo de una hora. El bosque se cerraba, eso era lo único cierto. Cuando habían llegado a la zona no se veía así, tan apretado y oscuro, como si a propósito quisiera cerrarle el paso a los dos criminales. Uno de ellos sacó de su bolsillo una cuchilla hecha un poco de manera improvisada y atacó algunas ramas con ella pero no sirvió de nada. La cuchilla se desarmó después de algunos intentos y las ramas, a excepción de un par de hojas, seguían exactamente igual.

 La única opción era dar la vuelta y planear algo diferente porque evidentemente su plan actual era demasiado directo y el bosque parecía reaccionar ante algo que estaban haciendo. Cuando volvieron a la parte alta, el criminal más joven confesó que había creído ver algo entre las ramas de la copa alta de un árbol. Su compañero le dijo que seguramente estaba perdiendo la razón por el desespero que preocupa estar sin rumbo fijo. Le dijo que era algo normal y que no le diera mucho crédito a nada.

Decidieron pasar allí la noche, que se instalaba de a poco, y por la mañana planearían algo más. El viento del sur se detuvo en la noche y los hombres pudieron dormir en paz, sin ningún ruido que los molestara. Solo el bosque los miraba, con mucha atención. Sin duda todo lo que estaba vivo sabía de la presencia de aquellos personajes y estaban definiendo si hacían algo o si no hacían nada.  Lo hacían en silencio, sin palabras claras, a través de un código invisible.

 Al otro día, los criminales estaban cubiertos de hojas. Se las sacudieron rápidamente y miraron a un lado y al otro pero el lugar seguía tan pelado como siempre. Llegaron a pensar que había sido gente pero no tenía sentido ponerse a bromear estando tan lejos de todo. La única explicación era el viento, que de nuevo soplaba aunque de manera mucho más suave que antes. Estuvieron sentados un buen rato, tratando de idear algún plan. Pero no salió nada.

 Tenían tanta hambre, que se metieron al bosque de nuevo solo para tratar de conseguir algo que comer. Les daba igual lo que fuera, solo querían no morirse de hambre pues sus estómagos casi no los habían dejado dormir. La caminata empezó a buen ritmo y los árboles parecían algo más separados que la noche anterior.

 Pero más adelante, donde se oía el agua de un río más amplio, más caudaloso, los árboles también se habían juntado para formar una barrera que era imposible de pasar. Al otro lado estaría la ribera del río y tal vez en él habría peces y demás vida acuática que serviría muy bien para calmar sus apetitos y darle las energía suficiente para seguir su largo viaje, que de hecho no sabían cuanto duraría.

 Golpearon el cerco con fuerza, tratando de partir algunas ramas y troncos. En algún punto el mayor de los dos, el que tenía más fuerza bruta, parecía haber hecho un pequeño hoyo en una parte de la muralla pero se cubrió de hojas tan pronto se acercó para mirar si veía el río. Era inútil luchar contra algo que parecía no darse cuenta que ellos estaban allí. Decidieron caminar a lo largo de la muralla de troncos y hojas hasta llegar a un punto donde no hubiese más. Pero no lo había.

 De nuevo llegó la noche y tuvieron que volver a la parte alta de la montaña. Pero esta vez no era un lugar sin vida. Por primera vez en años había una pequeña planta creciendo allí. No sabían de que era pero supieron entender que se trataba de un suceso raro. Decidieron echarse a un lado de la planta y seguir como antes, tratando de expulsar los deseos de comida de la mente y confiando que las cosas terminarían bien a pesar de que, la verdad, nada pintaba bien.

 Al otro día, la pequeña plata nueva era un árbol de metro y medio. El crecimiento acelerado, sin embargo, no fue lo que los sorprendió. Fue más el hecho de descubrir que era un limonero y desde ya le estaban creciendo algunos limones por todos lados. Contando con cuidado, establecieron que había exactamente treinta pequeños limones. Es decir, quince para cada uno. Con el hambre que tenían, no había manera de discriminar ningún tipo de alimento.

 Cada un arrancó uno de los limones y se quedó sentado donde había dormido para comer. No había a cuchillo y tuvieron que mirar por los alrededores para ver si había algún instrumento que los ayudara. Desesperado, el más joven de los dos le hincó el diente a la fruta así como estaba. Como esperando, el sabor fue tremendamente amargo, solo un poco dulce. Pero era refrescante y, aunque dolía comer la pulpa, no paró hasta que no hubiese nada más.

 El mayor encontró una piedrita afilada y ella pudo abrir su limón en dos parte iguales. Se comió una primero y pensaba guardar la segunda pero no habría manera. Al cabo de unos minutos ya no quedaba nada de los limones. Enterraron los restos de fruta bajo un montoncito de tierra y se dieron cuenta que todavía tenían hambre.


 Pero también les había dado sueño. Mucho sueño. Quedaron acostados allí mismo y al cabo de un rato el bosque vino por ellos y los envolvió. Los limones habían hecho su trabajo. El bosque podía expulsar los cuerpo, lejos de la montaña sagrada. Ya esos asesinos tendrían un mundo hostil al cual enfrentarse y se lo debían a algo que ni habían visto.

lunes, 27 de octubre de 2014

Teko y el bosque

Era curioso por naturaleza. Así había nacido, uno entre diez hermanos y hermanas, y sus padres no lo querían menos por ello. Teko amaba explorar el bosque y, sobre todo, le gustaba observar a los humanos.

Siendo una comadreja, esto era aún más extraño. Teko muchas veces, mientras buscaba alimento con sus hermanos, pensaba en el mundo más allá del bosque. Conocían muy bien todos sus caminos, los árboles e incluso la inclinación de la montaña, pero no más allá de eso. Sus límites eran los caminos de los hombres, que pocas veces cruzaban.

Los padres de Teko habían construido una madriguera en lo más profundo del bosque para ocultarla de sus enemigos. Paradójicamente, muchas veces cazaban otros animales. Nada grande como los felinos que a veces merodeaban ni las grandes aves que los miraban con ganas sino roedores pequeños y demás animales de bosque.

Pero como se dijo antes, Teko era curioso, incluso se podía decir que aventurero. Muchas veces se alejaba más de la cuenta para buscar comida y cuando no buscaban ni se acicalaban, Teko recorría el bosque, subiéndose a los árboles más altos e incluso haciendo algunos amigos.

Los conejos y roedores les tenían miedo a su familia por obvias razones, por lo que el mejor amigo de Teko, fuera de su familia, era un topo negro que vivía bastante cerca. El topo era una conocedor del mundo, había ido a lugares que Teko jamás había imaginado.

Aunque su visión no era la mejor, el topo le había contado que más abajo, en bosques más densos y calurosos, había conocido criaturas más grandes y feroces. Tanto que se había devuelto a su hogar rápidamente. A diferencia de Teko, el topo no gustaba de las aventuras pero por su costumbre de excavar y excavar, muchas veces terminaba en ellas sin proponérselo.

Teko le preguntaba frecuentemente sobre los humanos y el topo le decía que no valía la pena esforzarse con ellos. No eran seres muy inteligentes aunque sí recursivos. El topo le decía que por todas partes había cosas hechas por ellos. Con frecuencia el se estrellaba bajo tierra con túneles duros, lo que lastimaba su nariz. Estaba seguro de que ellos eran responsables.

Un día Teko y su familia salieron a cazar, como siempre lo hacían, pero algo fue diferente y no para bien: un incendio tenía lugar en el bosque y toda criatura huía atemorizada de las llamas. La familia corrió, pasando su madriguera, colina abajo, hasta que dejaron de sentir el calor de las llamas. Todavía se sentía el olor a humo pero creían que podría haberse detenido allí.

Los más fuertes fueron por comida y los demás por una fuente de agua. Se encontraron tras varias horas y las noticias seguían siendo malas: el alimento había huido aún más abajo y los riachuelos que conocían ya no estaban, solo piedras y musgo. Sin más remedio, chuparon del musgo la poca agua que todavía tenían y siguieran colina abajo.

La situación se prolongó por días hasta que, después de regresar de patrullar, el padre les contó que las llamas habían desaparecido pero que el bosque había sido casi completamente destruido. Tanto así que su madriguera, antes en el medio del bosque, ahora estaba en el borde del mismo.

La familia tuvo que discutir que hacer: la primera opción era quedarse en la franja de bosque que quedaba y hacer una nueva madriguera. La otra era cruzar los caminos humanos en busca de otro bosque. Y además estaba el problema del agua que parecía haber desaparecido.

En un momento libre Teko buscó a su amigo el topo pero no lo encontró. Recordaba que él le había contado alguna vez de un gran charco de agua cerca del bosque y era necesario encontrarlo. Tal vez allí era el mejor lugar para hacer la nueva madriguera.

Pero el topo no llegó y tuvieron que decidir: lo mejor era arriesgarse. Era tremendamente peligro pero no había más que hacer. Así que todos juntos, los doce, esperaron a la noche y cruzaron los caminos humanos. Afortunadamente no se cruzaron con ninguno pero escucharon ruido extraños durante la travesía que parecía durar años.

Al día siguiente tuvieron que resguardarse en una granja humana y tuvieron que huir cuando uno de ellos trató de matarlos. Padre mordió al atacante, posibilitando que huyera la familia. Él fue herido en una pata pero por lo demás estaba bien.

Esa noche durmieron en un conjunto de árboles, donde crecía pasto alto. Teko vigiló el sueño de los demás y mientras lo hacía vio un pájaro negro revoloteando cerca, donde crecían plantas de humanos. Teko se le acercó y el pájaro casi lo ataca pero la comadreja le explicó la situación. El pájaro sentía mucho que ellos no tuvieran comida ni agua. Decía que robaba gusanos de las granjas para llevárselos a su familia, en un árbol cercano. Se hicieron amigos y conversaron hasta que Teko, cansado, se despidió para dormir un poco.

El día siguiente fue igual o peor. Casi los pisa una máquina humana, una niña los vio y gritó y el sol parecía tener más fuerza que nunca. Teko sabía que iban colina abajo y se preguntaba cuan lejos estarían de su antiguo hogar.

Llegaron por fin a una zona de pastos altos, con pequeños canales de agua. En el momento estaban inundados y la familia aprovechó para bañarse y saciar su sed. Además un par de ellos capturaron tres ratones, que fueron la comida del día.

Teko no podía dejar de pensar que había algo raro acerca del sitio. Mientras su familia terminaba de comer, él exploró en las cercanía y se dio cuenta que los pastos estaban en fila, como los canales. Y que sí había humanos pero no entraban en el lugar. Más raro aún, descubrió que el agua venía de muy cerca y fue allí cuando vio a su amigo el topo.

Estaba con la señora topo y parecían perdidos. Se alegraron de ver a Teko y le explicaron que habían huido del incendio hacia el gran charco pero que ese ya no estaba. Ahora había un hilo de agua que apenas ayudaba a todas las criaturas que habían venido hacía él.

En ese momento llegó el pájaro negro de la noche anterior y agregó algo importante a la conversación: él conocía el gran charco pero decía que había uno nuevo, hecho por los humanos.

Y fue así como los topos, el pájaro y la familia de Teko viajaron un día más hacia el nuevo charco. Era un lugar enorme y fue el topo el único que lo reconoció. Dijo que ese lugar era una montaña alta antes, con varias criaturas peligrosas viviendo en el valle. Era un sitio de calor y un poco menos cubierto de árboles.

La familia se decidió por asentarse allí y hacer una nueva madriguera. Mientras lo hacían, Teko exploró las cercanías con el topo y su nuevo amigo pájaro. Descubrieron que a un lado del gran charco había una pared pero no de tierra sino de algo más fuerte. Y esa pared parecía sostener el agua allí. Y parados sobre la pared vieron a lo lejos un sitio familiar: el gran charco anterior, ya seco y varios hombres con máquinas tumbando los árboles.

Desde ese día la familia se mudó más hacia adentro de el nuevo bosque y aprendió que los humanos jamás podrían ser considerados criaturas del bosque como ellos.