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lunes, 28 de agosto de 2017

Vaticano al desnudo

   Afortunadamente, era primavera. Las flores estaban en todas partes: en las terrazas de los apartamentos, en materas puestas al lado de ventanas en oficinas y en los costados de la avenida, cerca de los bancos donde era frecuente ver turistas y ancianos alimentar a las palomas. Pero de eso no había nada. No había gente, ni palomas ni se escuchaba el incesante tráfico romano. No había ningún otro ser vivo. Solo estaba Mario, desnudo en la mitad de la calle, sobre las frías piedras.

 Desde donde estaba se podía ver la majestuosidad de la basílica. Incluso en una situación tan extraña, era fácil encontrar majestuosa la arquitectura de la ciudad. El día acariciaba su piel con un sol amable, ni violento ni frío. Algunos papeles corrían por la calle empujados por el viento y, a lo lejos, se escuchaban los golpeteos de alguna ventana abierta. No todo estaba muerto, no todo se había ido. Mario caminaba despacio, hacia la iglesia, mirando hacia un lado y otro de la avenida.

 Por alguna razón, estaba seguro de que en algún momento alguien gritaría desde una esquina y la policía vendría corriendo a llevárselo quien sabe adonde por delitos relacionados con su desnudez. Pero no había nadie que pudiese gritar, no había policía. Cuando había despertado, hace menos de una hora, se había cubierto su pene con una mano por vergüenza. Pero mientras más se acercaba a la iglesia, más seguro estaba de que la situación no cambiaría de un momento a otro.

 Separó su mano de su miembro y la usó para formar una visera, pues el sol había empezado a brillar con más fuerza. Se sintió algo tonto al pensar que se sentía mucho placer al tomar el sol de esa manera. Además, el empedrado del suelo estaba frío y eso ayudaba a modular la temperatura del cuerpo. Una vez pisó el suelo de la plaza, sintió un frescor especial. No solo eso, se detuvo a contemplar una vez más las altas columnas y el enorme domo que se elevaba frente a él.

 El lugar en el que había despertado era un callejón al otro lado del puente Vittorio Emanuele. Yacía en el suelo, con sangre seca debajo de su cuerpo. Tenía la mejilla contra el suelo, lo que le había causado un ligero dolor de cabeza. Pero gracias al sol ese malestar se había ido. Se demoró en ponerse de pie porque creía que soñaba pero lo que sucedía era muy real. Al comienzo las piernas no le querían funcionar bien. Solo después de cruzar el puente pudo mantenerse de verdad estable. Su memoria era un caos. Había imágenes pero nada concreto.

 Ya había estaba allí antes. Eso sentía. Percibía que antes todo ese lugar había estado abarrotado de gente. Ahora no había nada. Estaban todavía los puestos de revisión de vestimenta y eso lo hizo reír. Su risa explosiva se expandió por la forma del lugar, pero nadie había allí para escucharla. En ese lugar hacían devolver a los turistas por tener pantalones cortos o camisetas que no cubrían los hombros. Y ahí estaba él, desnudo por completo, caminando como si fuera la cosa más normal.

 Pensó de inmediato en una estatua antiguo. Fue entonces cuando cayó en cuenta que él no era de Roma sino de alguna otra parte, porque había estado allí como turista. Su mente se inundó de recuerdos de varias esculturas de hombres y mujeres parcial o completamente desnudos. Sabía que todas esas obras estaban muy cerca de allí. Pero no recordaba si había venido con alguien o si había estado solo todo el tiempo. El caso era que estar desnudo, como esas esculturas, lo hacía sentir que encajaba a la perfección.

 El interior cavernoso de la basílica era impresionante. El poco sonido que había rebotaba contra todas las paredes. De hecho, se asustó al oír con claridad los latidos de su corazón. Sus pasos se dirigieron lentamente al centro del lugar, donde se quedó un rato admirando las incontables obras de arte que había por todos lados. Se sentía extraño allí, como un ser diminuto en un mundo de gigantes. Seguro era lo que millones habían sentido antes pero para él se sentía como la primera vez.

 Lo que fuera que lo dirigía, le decía ahora que caminara hacia un costado y penetrara por una puerta que ya estaba abierta. Había señales por todas partes, así que era obvio que estaba permitido que la gente utilizara esos corredores que rápidamente se convirtieron en escaleras. Poco a poco se fue cansando y una sed desesperante invadió su cuerpo. Recordó ver una fuente pública en algún lugar de la calle y se lamentó no haberse detenido allí para recuperar el aliento.

 Sin embargo, siguió ascendiendo hasta que llegó a otro pasillo que lo condujo hacia un lugar espectacular. Estaba justo debajo de la cúpula, caminando por un pasillo estrecho que recorría toda la circunferencia. Se atrevió a mirar abajo y dejó salir un gemido de sorpresa que, como el grito en el exterior, se expandió por todos lados hasta que dejó de oírse poco después. El lugar era simplemente increíble. Tanto detalle, tanta mano de obra que había recorrido esos muros y suelos y techos y ahora ninguna de esas personas existía. Ni los creadores ni los millones de turistas.

 Siguió subiendo por otra escalera y fue entonces cuando cayó en cuenta de algo: de verdad ya no había nadie en el mundo. Era eso o algo muy grave había pasado en la ciudad de Roma. Trató de recordar algo de su pasado mientras ponía un pie adelante del otro pero no recordaba nada preciso, solo imágenes, unas claras y otras borrosas. Ninguna parecía hacer referencia a lo que él quería averiguar. No recordaba gente muriendo ni una explosión fenomenal ni nada por el estilo.

 La escalera se fue ajustando a la curva del domo hasta que Mario tuvo que agacharse un poco para no golpearse contra el techo. Por un momento, pensó que tal vez eso habría sido algo bueno pues tal vez ayudara con su mala memoria. Sin embargo, una contusión no era algo muy atractivo en que pensar, en especial cuando no sabía nada de lo que le había pasado. Más de una hora había transcurrido desde su despertar en aquel callejón y todavía no sabía nada nuevo, nada que le diera verdadera información.

 De pronto, sintió de nuevo el sol en la cara. Estaba ahora en una terraza cerca de la punta de la cúpula desde donde podía ver toda la ciudad o al menos buena parte de ella. Podía ver la plaza abajo, las columnas, la avenida que se extendía hasta el río e incluso el puente por el que había dado tumbos. El callejón estaba oculto por edificios pero sabía donde estaba. Se quedó mirando allí, por varios minutos, como esperando a que pasara algo que le indicara que era lo que estaba pasando.

 Pero pasaron cinco minutos y después veinte y nada pasó. Sentía el viento en su cuerpo y un escalofrío lo recorrió desde la punta de los pies hasta la punta de la nariz. Su estomago gruñó con fuerza y recordó que aún no había comido nada. Allí abajo, en los alrededores de la plaza, había varios restaurantes cerrados. Seguramente podría tomar algo de allí y a nadie le importaría, estuvieran muertos o no. Era primordial aliviar sus necesidades básicas para poder investigar más.

 Quince minutos más tarde estaba allí abajo, caminando despreocupadamente. Miraba las vitrinas y se decidió por una pastelería. Tubo que romper un vidrio para entrar pero todo lo que había estaba todavía bueno. Calentó agua para tomar té y, tras terminar, hizo uso del baño del lugar.


 Por un momento pensó en conseguir ropa pero después se dio cuenta que le gustaba estar desnudo, así que ignoró la idea. Fue justo entonces cuando se fijó en un puesto de periódicos y una portada atrajo su atención. No sabía italiano pero por fin comprendió qué era lo que había ocurrido y lo siguiente que tenía que hacer.

viernes, 21 de julio de 2017

Donde Susana

   No era el mejor día de la semana para ir al mercado. Susana detestaba tener que saltar para pasar por encima de los grandes charcos y los olores que emanaban de los contenedores de basura eran peores cuando el clima se ponía de tan mal humor. En la noche había llovido por varias horas y la consecuencia era un mercado atiborrado de gente pero con ese calor humano que se hace detestable después de algunos minutos, mezclados con el calor de los pequeños restaurantes.

 Se mezclaban los olores de las castañas asándose en las esquinas, de las máquinas de expreso y capuchino que trabajan a toda máquina e incluso de las alcantarillas que recolectaban la sangre de los animales que eran rebanados allí todos los días. Era obvio que no era el mejor lugar para pasar una mañana, pero una dueña de restaurante no puede hacer nada más, al menos no si quiere ahorrarse algo de dinero. Los supermercados son abundantes pero siempre más caros y la calidad, regular.

 La sección más olorosa era, sin duda, la de pescadería. Grandes hombres y mujeres macheteaban grandes peces que antes colgaban de gruesos ganchos sobre el suelo. Pero, hábiles como eran, ya los estaban arreglando en bonitas formas, con frutas y hielo, para que los clientes se sintieran atraídos a ellos como las moscas. En ese momento de la mañana, eran más las moscas que los clientes en la zona de los frutos de mar. El olor era demasiado para el olfato de la mayoría.

 Como pudo, Susana pidió varias rodajas de sábalo, un rape grande y varias anguilas que les servirían para hacer un platillo japonés que había visto en la tele y quería probar en el restaurante. Cada cierto tiempo, le gusta intentar cosas nuevas. Se ofrecía como menú del día y el comensal podía cambiarlo por cualquier otra cosa, sin recargo ni nada por el estilo. Si el platillo era un éxito y se podía hacer barato, se quedaba. Si no, era flor de un día en su pequeño restaurante frente a la marina.

 Quedaba en un viejo edificio que había mirado al mar durante décadas. Los vecinos y dueños de los locales habían acordado limpiar toda la fachada y ahora se podía decir que parecía nuevo. Todos sus hermosos detalles saltaban a la vista, sin el mugre de los miles de coches que pasaban por la avenida de en frente. Lo malo del lugar era que los espacios eran oscuros, como cavernas, y había que iluminarlos todo el día, no importaba si era verano o invierno, de día o de noche. Era un gasto más que había que considerar, una carga más para un comerciante.

  Susana hacía el sacrificio porque sabía cuales eran las ganancias, los resultados de atreverse con su cocina y con su pequeño restaurante cerca al mar. Ver las sonrisas de los comensales, recibir halagos y saludos en el mercado, eso era todo para ella y lo había sido durante toda su vida. Su padre había tenido allí mismo un bar que los vecinos siempre habían adorado. Poco a poco, ella lo hizo propio y ahora se consumía mucha más comida que bebida en aquel lugar.

 Cuando terminó con el pescado en el mercado, se dirigió a las carnes frías. Los turistas siempre venían por sándwiches y cosas para comer casi corriendo. Le encantaba imaginarse porqué era que siempre parecían estar apurados, como si no hubiesen planeado bien su viaje o si se hubiesen levantado tarde. Claro que no era la mejor persona para hablar de vacaciones porque ella nunca las había tenido. Al menos no como Dios manda y es que con el restaurante, se le hacía imposible.

 Alguna vez cedió a los consejos de sus hijos y, por fin, salió un fin de semana entero de viaje a una región cercana. Como su marido ya no estaba, fue con una de sus mejores amigas. El viaje estuvo bien, no pasó nada malo ni nada por el estilo. Pero la comida, en su concepto, había sido la peor que había probado en su vida. Además, los sitios que visitaba siempre estaban llenos de gente corriendo y los guías, que se suponía sabían más que nadie de cada edificio, parecían estar igual de apurados.

 Por eso prefería estar en su cocina, con los olores que flotaban y sus hermosas visiones mentales que se convertían, tras un largo y dedicado proceso, en creaciones hermosas que vivían para ver la cara de un agradecido cliente. Eso era lo que más le traía alegría. Eso y beber unas copas de vino mientras atendía. Eso incluso le había hecho merecedora de varias fotografías con sus comensales e incluso canciones de hombres que ya habían bebido demasiado y debían irse a casa.

 En las noches, seguía siendo un bar como el de antaño pero, como ella lo decía siempre, con mejor comida que nunca. Su padre, descanse en paz, jamás había sido muy dedicado a cocinar. Sabía hacer cosas, cosillas mejor dicho. Pero nunca platos complejos que requirieran ir al mercado temprano para conseguir los mejores productos. Él sabía de vinos y viajaba lejos para conseguir los mejores. Nadie lo podía vencer en una cata. Y de cervezas ni se diga: había probado una en cada país que había visitado y su colección de botellas era la prueba.

 Su padre… Lo echaba de menos cada vez que veía a los clientes de más edad en su restaurante. Sabía bien que ellos, cuando visitaban, no veían el sitio que ella mantenía en la actualidad, sino que veían aquel que había visitado de más jóvenes, cuando probablemente todavía eran novios con sus esposos o esposas. En sus ojos se veían los recuerdos y a veces había lagrimas silenciosas que ellos no explicaban pero que ella podía entender bien. Por eso hacía lo que hacía.

 Compró conejo, carnes de res y bastante cerdo. A la gente le seguía gustando la carne roja más que todo. Pero incluso se había dejado influenciar por sus nietos y había integrado al menú algunos platillos alternativos para aquellos extraños clientes que no comían carne, aquellos que ni les gusta ver una gota de sangre o se les va la cabeza. A Susana le parecía gracioso escuchar de personas que vivían la vida comiendo lentejas y garbanzos pero sus nietos le habían enseñado a callar sus opiniones en ese aspecto.

 Tuvo que ir al coche, guardar las carnes y volver por las verduras. Eso era lo más rápido porque las compraba todas siempre en el mismo puesto desde hacía treinta años. Era atendida todas las mañanas por el esposo de su mejor amiga, de hecho la había conocido allí mismo en el mercado. No eran de aquellas mujeres que se juntaran para hablar chisme ni nada parecido. Ni siquiera se veían tan seguido. Pero cuando estaban juntas, se entendían a la perfección, incluso sin palabras.

 Cuando todo estuvo en el coche, condujo apenas diez minutos para llegar al estacionamiento frente al restaurante. Ella sola sacó las bolsas y las fue entrando en el local, hasta el fondo, donde estaba la cocina. Cuando tuvo todo adentro, se sentó en una vieja silla de madera basta y miró su alrededor. El silencio era ensordecedor pero los olores de sus compras le indicaban que ella todavía seguía en este mundo. Por un pequeño momento, recordó a su Enrique, sonriendo.

 Siempre lo hacía cuando ella llegaba de las compras. Jamás le había gustado que él la acompañase pero siempre estaba allí cuando ella volvió para brindarle una sonrisa y ayudarla a acomodar todo en el lugar apropiado. Todo casi sin hablar.


 A veces lo extrañaba mucho, mucho más de lo que confesaba a sus hijos o conocidos. Pero así es la vida y hay que vivirla, esa es nuestra responsabilidad. Susana se arremangó su blusa y empezó a ordenar todo, recordando a su padre, a Enrique y a todos los que aún la hacían sonreír en frías mañanas como aquella.

miércoles, 12 de julio de 2017

Sobrevivir, allá afuera

   El bosque era un lugar muy húmedo en esa época del año. La lluvia había caído por días y días, con algunos momentos de descanso para que los animales pudieran estirar las piernas. Todo el lugar tenía un fuerte olor a musgo, a tierra y agua fresca. Los insectos estaban más que excitados, volando por todos lados, mostrando sus mejores colores en todo el sitio. Se combinaban el sonido de las gotas de lluvia cayendo al suelo húmedo, el graznido de algunas aves y el de las cigarras bien despiertas.

 Lo que rompió la paz fue un ligero sonido, parecido a un estallido, que se escuchó al lado del árbol más alto de todo el bosque. De la nada apareció una pareja de hombres, tomados de la mano. Ambos parecían estar al borde del desmayo, respirando pesadamente. Uno de ellos, el más bajo, se dejó caer al suelo de rodillas, causando una amplia onda en el charco que había allí. Los dos hombres se soltaron la mano y trataron de recuperar el aliento pero no lo hicieron hasta entrada la tarde.

 Era difícil saber que hora del día era. Los árboles eran casi todos enormes y de troncos gruesos y hojas amplias. Los dos hombres empezaron a caminar, lentamente, sobre las grandes raíces de los árboles, pisando los numerosos charcos, evitando los más hondos donde podrían perder uno de sus ya muy mojados zapatos. La ropa ya la tenía manchada de lo que parecía sangre y barro, así que tenerla mojada y con manchas verdes era lo de menos para ellos en ese momento.

 Por fin llegaron a un pequeño claro, una mínima zona de tierra semi húmeda cubierta, como el resto del bosque, por la sombra de los arboles. Cada uno se recostó contra un tronco y empezó a respirar de manera más pausada. Ninguno de los dos parecía estar consciente de donde estaba y mucho menos de la manera en como habían llegado hasta allí.  Parecía que no habían tenido mucho tiempo para pensar en nada más que en salir corriendo de donde sea que habían estado antes.

 El más alto de los dos fue el primero en decir una sola palabra. “Estamos bien”. Eso fue todo lo que dijo pero fue recibido de una manera muy particular por su compañero: gruesas lagrimas se deslizaron por sus mejillas, cayendo pesadamente al suelo del bosque. El hombre no hacía ruido al llorar, era como si solo sus ojos gotearan sin que el resto del cuerpo tuviera conocimiento de lo que ocurría. Pero el hombre alto no respondió de ninguna manera a esto. Ambos parecían muy cansados como para tener respuestas demasiado emocionales.

 Algunas horas después, ambos tipos seguían en el mismo sitio. Lo único diferente era que se habían quedando dormidos, tal vez del cansancio. Los bañaba la débil luz de luna que podía atravesar las altas ramas de los árboles. Sus caras parecían así mucho más pálidas de lo que eran y los rasguños y heridas en lo que era visible de sus cuerpos, empezaban a ser mucho más notorios que antes. Se notaba que, donde quiera que habían estado, no había sido un lugar agradable.

 El más bajo despertó primero. No se acercó a su compañero, ni le habló. Solo se puso de pie y se adentró entre los árboles. Regresó una hora después, cuando su compañero ya tenía una pequeña fogata prendida y él traía un conejo gordo de las orejas. Nunca antes había tenido la necesidad de matar un animal salvaje pero había estado entrenando para una eventualidad como esa. Le encantaban los animales pero, en la situación que estaban, ese conejo no había estado más vivo que una roca.

 Así tenía que ser. Entre los dos hombres se encargaron de quitarle la piel y todo lo que no iban a usar. Lo lanzaron lejos, sería la cena perfecta de algún carroñero. Ellos asaron el resto ensarto en ramas sobre el fuego. La textura era asquerosa pero era lo que había y ciertamente era mucho mejor que no comer nada. Se miraban a ratos, pero todavía no se hablaban. La comida en el estomago era un buen comienzo pero hacía falta mucho más para recuperarse por completo.

 Al terminar la cena, tiraron las sombras y apagaron el fuego. Decidieron dormir allí mismo pero se dieron cuenta que la siesta de cansancio que habían hecho al llegar, les había quitado las ganas de dormir por la noche. Así que se quedaron con los ojos abiertos, mirando el cielo entre las hojas de los árboles. Se notaba con facilidad que había miles de millones de estrellas allá arriba y cada una brillaba de una manera distinta, como si cada una tuviese personalidad.

 Fue entonces que el hombre más alto le dio la mano al más bajo. Se acercaron bastante y eventualmente se abrazaron, sin dejar de mirar por un instante el fantástico espectáculo en el cielo que les ofrecía la naturaleza. Poco a poco, fueron apareciendo estrellas fugaces y en poco tiempo parecía que llovía de nuevo pero se trataba de algo mucho más increíble. Se apretaron el uno contra el otro y, cuando todo terminó, sus cuerpos descansaron una vez más, con la diferencia de que ahora sí podrían estar en paz consigo mismos y con lo que había sucedido.

  Horas antes, habían tenido que abandonar a su compañía para intentar salvarlos. No eran soldados comunes sino parte de una resistencia que trataba de sobrevivir a los difíciles cambios que ocurrían en el mundo. Al mismo tiempo que todo empezaba a ser más mágico y hermoso, las cosas empezaban a ponerse más y más difíciles para muchos y fue así como se conocieron y eventualmente formaron parte del grupo que tendrían que abandonar para distraer a los verdaderos soldados.

 La estratagema funcionó, al menos de manera parcial, pues la mayoría de efectivos militares los siguieron a ellos por la costa rocosa en la que se encontraban. Fue justo cuando todo parecía ir peor para ellos que, de la nada, se dieron cuenta de lo que podían hacer cuando tenían las mejores intenciones y hacían lo que parecía ser lo correcto. En otras palabras, fue justo cuando necesitaron ayuda que de pronto desaparecieron de la costa y aparecieron en ese bosque.

 No había manera de saber como o porqué había pasado lo que había pasado. De hecho, sus pocas palabras del primer día habían tenido mucho que ver con eso y también con las heridas que les habían propinado varios de sus enemigos. Ambos habían sido golpeados de manera salvaje y habían estado al borde de la muerte, aunque eso no lo sabrían sino hasta mucho después. El caso es que estaban vivos y, además, juntos. Tenían que agradecer que algo así hubiese pasado en semejantes tiempos.

 Al otro día las palabras empezaron a fluir, así como los buenos sentimientos. Se tomaron de la mano de nuevo y empezaron a trazar un plan, uno que los llevaría al borde del bosque y eventualmente a la civilización. Donde quiera que estuvieran, lo principal era saber si estaban seguros de que nadie los seguiría hasta allí. De su supervivencia se encargaría el tiempo. Caminaron varios días, a veces de día y a veces de noche pero nunca parecían llegar a ninguna parte.

 El más bajo de los dos empezó a sentir que algo no estaba bien. Se abrazaba a su compañero con más fuerza que antes y no soltaba su mano por nada, ni siquiera para comer. El miedo se había instalado en su corazón y no tenía ni idea de porqué.


 El más alto gritó cuando una criatura se apareció una noche, cuando dormían. Parecía un hombre pero no lo era. Fue él quién les explicó que nunca encontrarían una ciudad. Ellos le preguntaron porqué y su única respuesta fue: “Funesta es solo bosque. Todo el planeta está cubierto de árboles”.

viernes, 23 de junio de 2017

La fuga

   Lo que más asustaba a la gente no era el hecho de tener en su pueblo una de las prisiones más afamadas del país. Tampoco les asustó cuando, una mañana, las alarmas sonaron con fuerza por todo el pueblo, avisando la fuga masiva de prisionera de esa cárcel. Lo que más les asustó fue tener que permanecer en casa por días, incluso semanas, antes de poder salir de nuevo. Todo porque las autoridades no habían cumplido con su parte del trato, la parte en la que los protegían.

 Los maleantes que se habían escapado de la cárcel venían de los lugares más variados y todos habían cometido crímenes diferentes o al menos de maneras distintas. Había un grupo que había cometido crímenes relacionados con dinero, robando centavo tras centavo de lo que los contribuyentes pagaban con esfuerzo para varias obras sociales y de infraestructura. Esos de cuello blanco se lo habían robado. Lo habían hecho en el pasado y lo seguirían haciendo en el futuro.

 Eran como un cáncer pero no eran el único cáncer. Los tenían encerrados en el edificio más pequeño de la prisión, el cual tenía una sola planta y era atendido de manera especial. Estaba claro para todos que incluso los más ricos y los más desgraciados siempre recibirían un trato diferencial, incluso en la cárcel. Sus comidas eran un poco mejores que las de los demás prisioneros y tenían derecho a más tiempo en las zonas de recreación como el patio o el gimnasio. Incluso tenían piscina.

 Por supuesto, eran los que más se quejaban de malos tratos y siempre vivían pidiendo el respeto a sus derechos humanos. Según sus relatos a la televisión o a los medios escritos, la prisión era un infierno en la tierra donde todos los días debían luchar por sus vidas. Y las familias repetían este mensaje pues el familiar que tenían en la cárcel hacía que toda la gente de su entorno hiciera lo que él quisiera. Vale la pena aclarar que la cárcel era solo para hombres. La de mujeres estaba en otra parte.

 Cuando sucedió la fuga, estos ladrones de cuello blanco fueron de los primeros en correr. Lo hicieron porque tenían miedo de los demás prisioneros pero también porque querían alejarse lo más posible del lugar que les había causado tanto desprestigio. En sus mentes, no eran ellos culpables de nada más sino de ser más brillantes e inteligentes que el resto de las personas. En sus cabezas, ellos no tenían porqué estar allí con los demás criminales. Incluso había algunos que pensaban que, en un mundo manejado por ellos, se les haría alguna clase de honor.

 En el patio B, el más grande de toda la prisión, estaban la gran mayoría de los delincuentes. Buena parte de ellos habían sido capturados por crímenes relacionados con las drogas, aunque en el lugar no estaban los verdaderos jefes ni aquellos matones que habían sido especialmente sanguinarios. En ese lugar estaban aquellos que ayudaban a comercializar el producto, a moverlo y demás. Eran un grupo unido en la cárcel y se hablaban solo entre ellos, sin dejar entrar a nadie más.

 Tenían cierto poder pues eran los que le podían conseguir lo que quisieran a cualquiera de los demás. Si querían un celular o algo de comer, ellos lo podían proporcionar por una suma. Esa suma podía ser dinero de verdad, que los familiares de unos tenían que pasarle a los familiares de los otros fuera de la cárcel, o podía ser un objeto o servicio que pudiesen proporcionar dentro de la prisión. Sobra decir que los guardias y todo el personal sabía de esto y no hacía nada para evitarlo.

 Entre el grupo más grande, e incluso incluyendo a los demás delincuentes, había algo así como clases sociales. Pero no se basaban en el poder monetario sino en la capacidad de cambio que tenía cada individuo. Los que podían hacer lo que quisieran adentro o afuera, eran los jefes. Normalmente, eran los que siempre habían manejado negocios para alguien más y ahora se encontraban en una increíble posición de liderazgo, donde podían hacer lo que quisieran, cuando quisieran.

 Por eso no era extraño que hubiese asesinatos pagados en la cárcel. Al menos una vez por mes algún infeliz era asesinado en las duchas, en maneras tan creativas que era un poco sorprendente. Además, era casi imposible saber quien era el responsable pues muchos guardias estaban bajo la influencia del dinero sucio y se hacían los idiotas cuando pasaba algo como eso. Así que no había consecuencias y los jefes del sector lo seguían haciendo cuando les convenía a ellos y sus intereses.

 También había una clase media y una clase baja y de esta última normalmente salía la persona que obligaban a matar a alguien más. Los clase baja eran personas que se podía manipular, por secretos o porque no tenían como defenderse. De hecho, muchos de los hombres obligados a matar también se convertían en objetos sexuales de sus superiores. En la noches era común escuchar gritos, gemidos y demás sonidos relacionados con estos actos, algunas veces consensuados, muchas veces forzados. Era una de las realidades de las que nadie hablaba.

 En el último patio, en un edificio un poco más grande que el de los ladrones de cuello blanco, estaban los prisioneros más sanguinarios. Mientras que los del patio B acudieron a la anarquía al fugarse, pues ellos habían iniciado el caos y querían que los vieran como el grupo más peligroso, fueron los del patio C los que se perdieron entre la multitud de la manera más silenciosa que pudieron. Se metieron a los bosques cercanos o siguieron con sus letales actividades. El caso es que se alejaron rápido.

 La mayoría eran asesinos, eso no era de sorprender. Lo delicado eran las razones por las que estaban en la cárcel y las maneras en que habían matado a sus victimas. Algunos habían asesinado a dos o tres personas. Otros ni siquiera sabían cuantas. El número nunca había sido importante para ellos sino el hecho de hacerlo y todo el proceso, que era casi como una ceremonia religiosa. Esos hombres eran lo más peligroso que la sociedad tenía para ofrecer. Monstruos reales.

 Las celdas que tenían eran un poco más amplias que las de los demás pero eso era porque permanecían allí todo el día. Se les autorizaba la salida a un pequeño patio interior pero solo los domingos y por una hora. Esa era la única oportunidad que tenían para ver el sol, sentir el viento en la cara y tal vez escuchar el sonido de los pájaros que pasaban por el lugar. La comida pasaba por una ranura en la puerta y no recibían visitas de nadie. Estaban completamente apartados del mundo.

 Cuando todo fue caos, la red eléctrica falló y así fue como pudieron escapar sin mayor problema. Todos los guardias de seguridad de esa zona fueron asesinados. Y no fue por odio ni nada por el estilo. El hecho era que no lo habían podido hacer hacía mucho tiempo y estos personajes tenían sed de sangre que no se podía calmar con nada. No eran seres humanos sino máquinas de horro que lo único que eran capaces de hacer era destruir la vida humana en cualquier manifestación.

 Ese fue el grupo que hizo que las personas del pueblo cerraran puertas y ventanas con seguro y se quedaran encerrados por tanto tiempo. Algunos tenían armas pero no sabían si servirían de algo contra personas como esas, más si eran numerosos.


Pero el pueblo solo se vio saqueado por algunos de los prisioneros del patio B. Muchos fueron capturados, igual que casi todos los del patio A, los de más dinero que no sabían que hacer en esos casos. A la mayoría de los del patio C, no se les volvió a ver sino hasta mucho tiempo después.