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miércoles, 11 de mayo de 2016

Meteorito

   El bólido iluminó el cielo por un segundo y luego desapareció, como si nunca hubiese existido. Al menos así sería si no fuera por que dos hombres jóvenes habían estado dando un paseo por la playa. Era un poco tarde y tal vez no era la hora para estar dando paseos, pero así eran las cosas. Ellos habían estado caminando de la mano, hablando de sus planes futuros y de banalidades típicas de todos los seres humanos, cuando de pronto el cielo se iluminó y alcanzaron a ver la estela de fuego encender y caer directo hacia un lugar delante de ellos.

 Tomás corrió más rápidamente. Era el más alto y el mayor de los dos por un par de años. Siempre, desde pequeño, le había interesado todo lo que tenía que ver con el espacio. En su casa tenía todavía el telescopio que sus padres le habían comprado para su cumpleaños número dieciocho. Lo limpiaba todos los días y muchas noches, cuando no tenía mucho sueño, le gustaba mirar a través del aparato e imaginar  que descubría algo importante.

Pedro, por otra parte, no era muy fanático de esas cosas como su novio. De hecho no eran solo novios, sino que estaban comprometidos para casarse muy pronto. Habían salido a caminar precisamente para hablar detalles de lo que querían en la boda y de tonterías que les gustaría ver, detalles que en verdad no hacían ninguna diferencia pero que querían discutir para hacer de la situación algo más real. Era emocionante.

 El meteorito había interrumpido una conversación acerca de la comida que iban a servir. Tomás había dejado de hablar y había perdido al instante todo interés en el tema que estaban discutiendo. Pasado un minuto, ni siquiera fingió que no le interesaba. Miró el cielo y siguió la ruta del bólido con la mirada hasta que creyó saber donde había caído. Eso a Pedro no le importaba mucho pero sabía de los gustos de Tomás así que lo siguió despacio.

 Caminaron rápidamente un buen trecho de playa y llegaron hasta una parte rocosa, donde había un acantilado más o menos grande que parecía adentrarse en el mar como si fuese una película. Pedro estaba seguro de que lo había visto hace poco en televisión o al menos algo similar pero no recordaba en donde. No siguió hablando porque Tomás le pedía que se callara, como si eso le fuese a ayudar a encontrar el meteorito.

 Hizo caso pero se cruzó de brazos y se quedó quieto en un solo punto. Quería que su prometido supiese que no iba a hacer nada si no se disculpaba por parecer más preocupado por una piedra espacial que por la importancia de lo que habían estado hablando. Para ser justos, no era algo tan importante pero a Pedro no le gustaba sentirse ignorado.

 Tomás no se dio ni cuenta que Pedro se había quedado atrás. Se acercó al muro de roca y lo analizó. Miró el cielo hacia atrás e imaginó el camino recorrido por la piedra. Lo hizo varias veces hasta que estuvo seguro que el meteorito debía haber impactado contra el muro de roca o debía haber pasado justo por encima. Se alejó un poco para mirar mejor y, como no veía bien por la oscuridad, decidió acercarse al muro y escalar.

 La luna iluminaba la situación y Pedro no podía creer lo que veía. Rompió su promesa de no moverse al acercarse un poco a la pared y preguntarle a Tomás que era lo que estaba haciendo. Le dijo que era peligroso y que no era algo que debía hacer a esas horas de la noche y mucho menos sin un equipo apropiado. Podría caerse y golpearse la cabeza o peor. Pero Tomás parecía empeñado en escalar el muro de piedra y en llegar a la parte más alta. Afortunadamente, era un muro de unos cinco metros de altura, así que no era excesivamente alto.

 Pedro se desesperó mucho cuando las nubes en el cielo se movieron por el viento frío de la noche costera y la luna pudo salir con todo su brillo. Tomás quedó iluminado por su hermosa luz y Pedro pudo ver que su prometido llevaba la mitad del muro escalado. Su manos se agarraban de las piedras con fuerza y parecía una estrella de mar con sus extremidades estiradas por todas partes. Era algo gracioso y a la vez horrible verlo trepado allí arriba, sin ningún tipo de ayuda.

 Ese era Tomás, en resumidas cuentas, siempre autosuficiente y capaz de hacer las cosas por sí mismo. Desde pequeño sus padres habían trabajado mucho, tratando de darles a él y a sus hermanos la mejor vida que pudieran querer: iban a una escuela privada, comían bien, viajaban en vacaciones siempre, tenían una mascota,… Era todo perfecto, todo lo que un niño podía soñar. Y sin embargo, eso había resultado en que Tomás no necesitaba de nadie para hacer lo que tenía que hacer.

 A los doce años ya cocinaba y lo hacía muy bien. Esto era porque muchas veces no había cena porque sus padres no llegaban sino hasta muy tarde y a él le tocaba cocinar algo para él y para sus hermanos, ambos menores. Así que a fuerza de el hambre que todo el mundo siente de vez en cuando, aprendió a cocinar y hoy en día era simplemente el mejor, al menos en el concepto de Pedro.

 Había convertido esa habilidad salida de la necesidad en su profesión y le iba bastante bien. Era el chef en uno de los mejores restaurantes de la ciudad y planeaba abrir su propio local con comida que él había inventado a través de los años. Así había conocido a Pedro, comiendo.

 Cuando llegó a la parte superior del muro de piedra, el corazón de Pedro descansó. Le pidió que lo esperara arriba y que se verían en un rato, cuando pudiera dar la vuelta por el otro lado pero Tomás le gritó que no se moviera, que en un momento ya volvería a estar con él. Y después de decir eso, desapareció. Pedro lo llamó varias veces, casi hiriéndose la garganta al gritar. Pero Tomás o no lo oyó o no le hizo caso.

 El clima empezaba a enfriar y Pedro estaba en pantalón corto y ahora que estaba solo le había dado por mirar a un lado y al otro, como esperando que alguna bestia le saltara de alguna sombra. Pero eso no iba pasar. Era solo que siempre se había sentido inseguro cuando estaba solo. Era algo que tenía en común con Tomás y por eso lo pasaban tan bien juntos cuando se trataba de pasarlo bien un día, solo ellos dos. Cuando estaban juntos todo era mejor y se divertían más.

 Desde el momento que se conocieron en el restaurante en el que Tomás trabajaba, tuvieron esa conexión especial que se da en ciertas ocasiones. Solo pudieron hablar unos minutos pero en ese momento se dieron cuenta que había cosas en las que eran similares y la misma cantidad de cosas en las que no tenían nada que ver. Y eso era intrigante y los hacía quererse ver de nuevo. Fue Pedro quién volvió al restaurante a beber algo un día, con unos amigos y entonces se atrevió a hablarle a Tomás y darle su numero.

 La relación se desarrolló rápidamente. Un año después ya vivían juntos en un pequeño apartamento no muy lejos del restaurante. Pedro trabajaba desde casa entonces le venía bien también. Como estaban siempre ahí, se acompañaban y tenían mucho tiempo para hablar y para compartir. Por eso la idea de casarse había surgido con tanta facilidad. Ninguno le había pedido la mano al otro, solo lo habían hablado. No había anillos ni nada por el estilo.

 Tomás regresó, en lo alto del acantilado. Venía, por alguna razón, sin camiseta. Le dijo a Pedro que esperara y, sin escuchar las preguntas de su novio, empezó a bajar lentamente por la pared de roca. Era obviamente mucho más difícil porque no veía donde ponía los pies. El corazón de Pedro retumbaba en sus oídos y se acercó más para estar más cerca pero no sabía que podría hacer por él si caía.

 A la mitad del recorrido, uno de los pies resbaló y lo único que hizo Pedro fue correr. Lo hizo justo a tiempo porque una de las piedras que tenía Tomás en la mano se desprendió y cayó para atrás. Afortunadamente, cayó justo encima de Pedro, que lo tomó de manera que el impacto fuera menos fuerte. En todo caso los dos cayeron al suelo y se rasparon codos y rodillas.

 Enojado, Pedro le reclamó a Tomás que tenía que hacer arriba del acantilado, qué era tan importante que no podía esperar al otro día. Y entonces, después de mirarse uno de sus codos raspados, Tomás sacó de un bolsillo su camiseta hecha un ovillo. La abrió de golpe sobre la arena y entonces una piedrita salió volando de adentro y cayó justo al lado de Pedro. Los dos la miraron juntos: una piedrita color plata que brillaba con fuerza a la luz de la luna.

 Tomás miró a Pedro sonriendo y le dijo:

      - Tenemos anillos de bodas.


 En las horas siguientes hubo muchos besos y abrazos y muchas más cosas. Pero sobre todo la realización de que todo era real y nada podía cambiarlo.

miércoles, 6 de abril de 2016

Fruta

   El juego era muy simple: consistía en viajar por un mundo inventado, de varios países e islas, en el que el objetivo era recolectar la mayor cantidad de frutas distintas. Estaban las frutas comunes y corrientes como las fresas y los duraznos pero también había frutas inventadas como el “limassol” que era extremadamente ácido y solo podías ser consumido mezclado con otra fruta. Las frutas se conseguían por medio de retos y cada personaje tenía una mascota que lo ayudaba en su aventura.

 Todo los niños del mundo se engancharon de inmediato al juego y, en pocos meses, fue un éxito rotundo en todo el mundo. Se vendieron miles de copias y, con el tiempo, se fueron creando diferentes versiones que iban mejorando los diferentes aspectos del juego e iba introduciendo nuevos retos y posibilidades.

 Tomás era un de esos niños que se enamoró del juego. Tuvo la primera versión cuando tenía unos doce años y compró con el dinero de su mesada la segunda y la tercera versión. Pero cuando llegaron a la cuarta, ya estaba entrando a la universidad y sus prioridades cambiaron. Sin embargo seguía jugando las versiones que tenía, muy de vez en cuando, como para recordar la felicidad que sentía cuando se sumergía en ese mundo de mentiras que era tan apasionante y, por raro que parezca, real.

 Había largos periodos de tiempos en los que no jugaba pero siempre volvía. Así se pasó varios años hasta que tuvo un trabajo y, un día que estaba en una gran tienda por departamentos, vio la más reciente versión siendo promocionada. El aparato que debía usar para jugarlo era diferente al que tenía de hacía tantos años y eso que ese ya ni lo tenía (su madre lo había regalado en uno de sus descuidos).

 Un impulso hizo que comprar el aparato y el juego nuevo y al llegar a su casa empezó a jugar. Habían cambiado muchas cosas, como los gráficos y algunas reglas del juego. Había nuevos objetivos y, lo más curioso de todo, es que el aparato tenía capacidad de conexión a internet para poder intercambiar frutas y conocimiento con otros jugadores. Al comienzo Tomás no uso esa función porque quería jugar como lo hacía antes pero eventualmente se dio cuenta que debía usarla.

 Como solo jugaba los fines de semana, tuvo que esperar a un sábado en la mañana para darse cuenta que el juego entraba a algo así como una sala de chat y allí cada jugador anunciaba lo que quería vender o lo que quería comprar. Algunas frutas muy extrañas se compraban con dinero real, otras con dinero del juego. Solo por intentarlo una vez, Tomás se propuso comprar una de las más raras que no costaba mucho dinero real. Lo haría una vez y ya.

 Otro jugador vendía lo que él buscaba así que lo saludó y le pidió que le vendiera la fruta extraña a él. El otro jugador respondía lentamente y Tomás se pasó toda la mañana tratando de comprar la fruta. De repente, el jugador escribió que sus padres por fin se habían ido y ya podía jugar tranquilamente. A Tomás eso le hizo gracia y le preguntó al jugador si a sus padres les disgustaba que jugase videojuegos. Respondió que sí, porque no hacía otra cosa.

 Después de un rato hicieron efectivo el intercambio y dejaron de hablar. Tomás tenía que recoger ese día a su madre para ir a visitar a su abuelo, así que pronto se olvidó de todo lo que tuviera que ver con juegos y jugadores. Pero cuando volvió a casa esa misma noche, jugó un poco antes de dormir. Cuando ya eran las dos de la mañana, se dio cuenta de que no dormiría bien si seguía jugando. Iba a dejar el aparato en la mesita de noche cuando la lucecita roja brilló: era un mensaje.

 Era el jugador que le había vendido la fruta. Quería saber si estaba interesado en otra fruta que tenía, muy extraña también, y que podía cambiar por otra si no tenía dinero. Tomás le explicó que tenía dinero pero que no quería más frutas y menos por ese día, era muy tarde. El jugador le explicó que jugaba casi todas las noches, horas y horas, pues sus padres muchas veces lo mantenían despierto con sus peleas y otras veces porque no llegaban a casa.

 En esa ocasión, le dijo a Tomás que se sentía solo porque no habían vuelto todavía. Tomás sintió lástima y empezó a hacerle preguntas al azar del estilo: “¿Tienes una mascota?” o “¿Y tus amigos?”. El jugador las respondía y parecía que el interés era mutuo. Se preguntaron varios detalles y se contaron historias de su experiencia con el juego. Fueron horas hasta que el jugador dijo que debía irse pero que le agradecía a Tomás por su compañía.

 Al otro día, domingo, Tomás pensó en el jugador todo el día. Pensaba que de pronto era un tipo como él o, seguro, alguien un poco más joven que lo único que quería era hablar con alguien. No se habían dicho nombres ni edades porque no creía que importara y porque, para ser honesto, creía que no hacía falta. El jugador hablaba con palabras que sonaban rebuscadas pero era obvio que él las usaba con frecuencia. Debía ser, a lo mucho, un estudiante de universidad. Pensó en preguntárselo.

 Pero no volvieron a hablar hasta el siguiente fin de semana. Los padres del jugador le habían quitado el aparato toda la semana y al parecer él estaba muy mal, muy triste porque no tenía muchos amigos ni sentía que pudiese hacer nuevos así de la nada. Tomás trató de consolarlo.

-       Podemos ser amigos, si quieres.

 Entonces la actitud del jugador cambió y se pasaron todo ese día hablando de sus vidas. El chat era para el juego y para intercambios y se cortaba después de cierto tiempo. Pero entonces Tomás le dio su número al jugador y le sugirió que se escribieran por una de las aplicaciones del teléfono. Así tuvieron más tiempo para hablar y lo hacían con mucha más frecuencia. Hablaban de todo un poco, de películas y de música y de noticias que hubiesen escuchado.

 Muchos meses después, Tomás se dio cuenta que no era normal hablar tanto con alguien y no saber cómo era físicamente. A pesar de la tecnología, no creía en eso de tener amistades cibernéticas con las que jamás tuviese una interacción real. Eso sí, él tenía sus amigos y amigas y se veía con ellos con frecuencias pero el jugador despertaba su interés de alguna manera. Tomás se preguntó si de pronto le gustaba para más que una amistad pero simplemente no se respondió la pregunta.

 Directamente, y sin tapujos, le pidió al jugador que se conocieran en persona. Antes que este contestara, dio varias razones de peso para hacerlo y dijo que podrían ir a ver los nuevos juegos en una tienda o ir una exhibición de videojuegos que había en un centro de convenciones. Tuvo que esperar varias horas hasta que el jugador aceptó. Dijo que eso le daba una razón para salir de casa y no tener que estar encerrado con sus padres.

 De nuevo, hablaron por horas, sobre todo de lo que verían en la exhibición. Había otros juegos que les gustaban y que querían ver pero era más que obvio que ambos se querían conocer porque tenían curiosidad de ver cómo era el otro. Al final de la conversación, el jugador escribió solo esto:

-       Quiero conocerte y que seamos amigos. Mi nombre, por cierto, es Daniel.

 Y entonces Tomás pensó toda la noche en el nombre Daniel. Pensó en todas las personas con ese nombre que había conocido jamás y también el los famosos con ese nombre y en los personajes de ficción. Se obsesionó por completo con el nombre hasta tener una imagen preconcebida de cómo debía lucir el Daniel jugador. Decidió que si era universitario, lo invitaría a beber algo. Y si era mayor, pues también.

 El día de la exhibición llegó temprano y esperó, como convenido en una banca frente a la entrada. Había más bancas, ocupadas solo por una madre y el cochecito del bebé y otra por un niño de unos once años.

 Tomás esperó y esperó pero no parecía que Daniel fuese a llegar y la fila se hacía cada vez más larga. Se dijo a si mismo que esperaría solo cinco minutos más y fue entonces cuando el niño de once años se le acercó y le dijo:

-       ¿Disculpa, eres Tomás?


 Instintivamente, Tomás miró a todas partes menos al niño que tenía enfrente. La mujer del bebe se puso de pie y se fue con su cochecito.  Cuando por fin miró a Daniel a la cara, este estaba casi llorando y entonces Tomás se dio cuenta de que dejaría la fruta de lado.

sábado, 20 de febrero de 2016

Mukbang

   Algunos jóvenes la miraban desde detrás de los congeladores de comida de mar. Susurraban y miraban. Ella, tratando de no hacer caso, miraba las bolsas de anillos de calamares e imaginaba si el contenido de la bolsa sería suficiente para solo uno de sus videos. Decidió comprar dos bolsas de las grandes, así le sobraría en vez de faltar, y siguió a la zona de pescado fresco. Esta era especialmente provocativa para Suni, que desde hace un buen tiempo quería hacer de nuevo algo de sushi fresco. Compró atún y anguila y cuando se dio vuelta fue que los vio de nuevo pero decidió esta vez sonreírles y reconocer que estaban allí.

 Como si hubiese sido una clave secreta, los jóvenes se le acercaron rápidamente y le confesaron que la conocían bien de Internet y de sus videos. Le confesaron cuales eran sus favoritos y le pidieron que por favor se tomara una foto con ellos. Ella no tenía muchas ganas, pues tampoco se sentía tan conocida para eso pero terminó cediendo para dar por terminado el asunto con rapidez. Ya había gente mirando y nunca le había gustado ser el centro de atención, irónicamente. Cuando se fueron, sintió un peso de encima pero también se sintió rara.

 No tenía sentido, pensaba Suni mientras empujaba su carrito hacia la zona de sopas y demás, que le diera vergüenza cosas como esa y vivía de hacer videos de comida y subirlos a YouTube. Lo hacía ya desde hacía varios meses y la paga que recibía era bastante buena. Claro que todavía tenía un trabajo común y corriente pero de todas maneras ese dinero de los videos le daba para pagar, por ejemplo, todos los servicios básicos de su hogar y eso ya era bastante.

 Suponía que era diferente estar frente a una cámara cocinando y comiendo que estar frente a la gente socializando y demás. La verdad es que no tenía muchos amigos y los que tenía no hablaban de ella mucho del tema. Solo al comienzo le preguntaron algunas cosas, como para verificar que todavía estaba bien de la cabeza, y cuando se dieron cuenta de que lo estaba simplemente dejaron de hacer preguntas. No sabía si veían sus videos y prefería no saberlo. Al fin y al cabo cuando pasaban el tiempo le gustaba hacer otra cosa y no volver a lo mismo.

 Tomó uno de cada tipo de fideos que habían en el lugar (camarones, curri, pescado, pollo,…) y luego fue por la caja de huevos que tanto le hacía falta, no solo para los videos sino para la vida diaria. Suni se dio cuenta que lo que llevaba en el carrito ya era suficiente y se dirigió a una de las cajas a pagar. El total fue bastante elevado pero lo podía pagar y la sensación ya no era nueva para ella, la de poder comprar algo sin tener que mirar mucho los precios. Su vida había cambiado en algo y solo por algunos videos.

 Cargó todo en el auto, que había comprado hacía poco de segunda mano, y se dirigió entonces hacia la tienda de electrodomésticos donde la esperaba un conocido de una de sus amigas. El acuerdo que habían conseguido era el de hacerle un descuento a Suni en una nueva cámara de video si ella le hacía propaganda a un pequeño negocio que el hombre estaba iniciando por su cuenta de reparación de equipos audiovisuales. Una vez allí ella acordó que serían promociones durante los videos de todo un mes y que pondría siempre todos los datos existentes pero que no prometía resultados, simplemente no se podía hacer responsable de sus suscriptores.

 El hombre estaba tan entusiasmado que aceptó sin vacilar y le entregó su nueva cámara, de última generación y con capacidad para grabar en alta definición. Suni lo sabía todo de cámaras en este punto, había aprendido como iluminar correctamente, como trabajar los colores y algo de sonido también. Había estudiado contaduría en la universidad y trabajaba en una empresa haciendo precisamente eso, tablas y tablas de números e interminables listas que nadie nunca entendería. Un trabajo aburrido. Y sin embargo sentía que tenía algo artístico que mostrar al mundo, siempre había sido así.

 Caminando de vuelta a su automóvil, recordó que cuando era pequeña le encantaba bailar siempre que estaban en casa de sus abuelos y tenía la tendencia, algo fastidiosa, de cantar siempre la misma canción todas las veces, una que había aprendido viendo una serie de dibujos animados que no sabía si todavía existía o si alguien conocía. El caso era que eso se convirtió en ser pintora en sus años adolescentes, nunca muy buena pero todo terminó cuando sus conservadores padres le exigieron una carrera de peso y de la que pudiera vivir cuando llegó ese momento. Ellos eligieron contaduría por ella.

 Suni aparcó justo a tiempo, ya cayendo la tarde, frente a un restaurante de comida estadounidense. Había quedado allí con dos chicas y un chico, ellos también famosos de la red. No los conocía muy bien y no podía decir que eran sus amigos pero se entendían bien y extrañamente podían comprenderse a otro nivel que sería difícil con sus amigos. Si ellos no querían hablar de lo que ella hacía pues esto tres eran el contrario por completo. Pasados cinco segundos del saludo inicial, empezaron a hablar de sus proyectos y de sus videos más reciente y de varias cosas graciosas que les había pasado preparando cada escena o editando. Una de las chicas tenía un vlog sobre su vida, la otra chica hacía videos de comedia y el chico, su vestimenta lo delataba, era fanático acérrimo de los videojuegos y el anime y de eso iban sus videos. Los tres eran tremendamente populares y creían que lo de Suni era la siguiente gran aventura en YouTube.

 Ella, tímida al comienzo, les explicaba que solo subía un solo video por semana para no complicarse las cosas y poder hacer mejores comidas y mejores presentaciones para la gente que la veía. Le preguntaron sin dudar que cuantos suscriptores tenía y ella, algo sonrosada, les confesó que ya eran más de trescientos mil. Todos ellos tenían cada uno mucho más que eso pero se alegraron por ella y pidieron con su cena cervezas para brindar por su éxito. Hablaron de lo extraño que era que a la gente le gustara ver video de gente comer y Suni teorizaba que era porque comer es algo tan social y que todos hacemos, que la gente simplemente se siente como en casa cuando alguien prende las hornillas, cocina y se alimenta.

 Una de las chicas lo calificó como algo “raro” y eso molestó un poco a Suni pero, mientras masticaba sus papas fritas y escuchaba al chico hablar de los nuevos videojuegos que le habían enviado de Japón, pensó que no tenía porque ofenderse. Al fin y al cabo era cierto. Ella no se sentía rara pues era quién se sentaba frente a la cámara y sonreía y cocinaba, olía los deliciosos aromas de la comida y explicaba a sus “televidentes” los sabores y las sutilezas del platillo que hubiese elegido. Incluso cuando comía comida rápida, le gustaba explicar bien qué era lo que tenía de particular y porqué había elegido lo que había elegido.

 Pero para los demás, para los que solo veían, si debía ser raro y ellos debían ser raros por verla pero la verdad eso no lo molestaba. Como había dicho, la gente tenía una relación extraña con la comida y si verla comer los hacía felices pues mejor que nada. Y encima había gente y empresas que la apoyaban con dinero. Ahora solo usaba una cierta marca de palillos y otra cierta marca de fideos y otra de arroz. Esa propaganda le daba el poder de hacer su show cada vez mejor. Show? Le pareció una palabra rara en la cual definir lo que hacía pero no le molestó.

 Se dieron besos y abrazos al terminar la cena y prometieron ver sus videos y reunirse de nuevo pronto. Suni condujo a su casa algo cansada pero también emocionada porque era la noche que había estado planeando desde hacía tanto. Cuando llegó a casa puso todo en la mesada, lo que había comprado y lo que ya tenía. Preparó la cámara y las luces que estaban todavía nuevas y entonces empezó a rodar. Hablaba desprendidamente, como si todos los que la fueran a ver fueran sus amigos más cercanos. Batía huevos y cocía arroz y cortaba aguacates y reía.

 Suni casi nunca reía y si sus amigos vieran sus videos, sabrían que hacerlos la hacía feliz. Porque al fin y al cabo eso era de lo que se trataba. No de cocinar ni de tener amigos ni de sentirse un poco menos sola en un mundo en el que lleno de gente nos sentimos todavía tan abandonados. Se trataba de hacer lo que le producía esa risa real, sincera.


 Horas después, fue guardando lo que había sobrado y descargó los archivos de video en la cámara. Por encima, supo que iba a ser uno de sus mejores videos. No solo porque la gente le había pedido sushi sino porque ese día se había desprendido de la pena, de la vergüenza de ser una de esas personas que son famosas por tan poco. ¿Pero quién juzga eso? A Suni le daba igual eso. Le hacía feliz pensar que alguien en algún lado compartía su entusiasmo y, por lo menos por esa noche, eso era suficiente para ella.