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lunes, 18 de junio de 2018

No hay nada como el placer

   No hay nada como el placer. Es una sensación bastante simple, cuyo único objetivo es el de generar una respuesta más que agradable en el cuerpo de un ser humano. Por supuesto, el placer puede ir mucho más allá de una simple sensación física pero creo que no debemos ir demasiado lejos con ello porque entonces ya no es placer sino algo más, más elaborado y complicado, más hacia el terreno del amor y todos esos sentimientos que tienen mil y un recovecos para recorrer durante la vida.

 En cambio, el placer es simple y efectivo. A todo el mundo le gusta sentirlo, venga de donde venga. De allí vienen precisamente muchas de las obsesiones que los seres humanos pueden llegar a sentir. Algunos no pueden dejar de vivir y pensar en aquellas cosas que les han dado un gusto indescriptible y simplemente se amarran al hecho de querer sentirlo a cada rato. Hay obsesionados con la comida, con el sexo y con la adrenalina. Incluso hay personas obsesionadas con sentirse bien.

 El placer más inmediato, sin duda alguna, es el que nosotros mismos podemos proporcionarnos sin ayuda de nadie más. La masturbación es seguramente lo que se viene a la mente de la mayoría pero no es lo único. Los seres humanos somos capaces de encontrar placer en una gran variedad de cosas, por lo que sentirse bien puede ser diferente pero igual de fácil para todos. Algunos se sienten perfectamente al hacer ejercicio y otros al probar el dulce sabor de un buen pedazo de chocolate. Todo depende.

 La masturbación es solo una de muchas cosas que podemos hacer solos para generar placer. A la mayoría nos gusta y para la mayoría es un placer relativamente fácil de obtener. Además, sabemos exactamente cual es su punto culminante pues existe la palabra “orgasmo”. Es esa palabra y otras similares las que son claves cuando hablamos del placer. Es esencial saber cual es el limite al que debemos llegar para que esos placeres no terminen apoderándose de nuestra mente y convirtiéndose en obsesiones.

 No hay nada peor que una obsesión que no deja de crecer y de molestar en el interior del cerebro humano. Es casi como un virus que se mete en el cuerpo y se rehúsa a salir pues el clima interior es simplemente perfecto. Lo mismo pasa con una obsesión que encuentra un buen lugar para crecer y ser más de lo que jamás pudo ser en otra persona u otra situación. Por eso debemos conocer nuestro límites y, por supuesto, debemos saber qué es lo que nos genera placer y porqué. Si nos entendemos bien, el riesgo de que lo que nos gusta se convierta en algo perjudicial, baja sustancialmente.

 Para esto, debemos reconocernos de la manera mas honesta posible y encuentro que quienes tienen mayor facilidad para esto son las personas que muestran al mundo quienes son en realidad. La mayoría de personas jamás haría algo así porque se sentirían demasiado expuestos, tal vez vulnerables a ataques externos de personas que quieran usar esos placeres para atacarlos. No es poco común en el mundo que se usen cualidades humanas como armas para atacar a dichos seres humanos.

 Sobra decir que es un comportamiento bajo y de ética reprobable pero no es poco común. Por eso muchas personas deciden no ser ellos mismos o al menos no una versión completa a plena vista de todo el mundo. Por ejemplo, es muy probable que cuando estábamos en el colegio nos gustaba alguna serie o dibujo animado pero nos daba mucha vergüenza decirlo en voz alta porque los demás opinaban que dicha pieza de entretenimiento era solo para niños de mucha menos edad o algo por el estilo. La vergüenza entra en juego.

 La vergüenza es como el miedo, armas que han usado aquellos que no tienen ideas propias o fundamentos reales en sus convicciones, utilizadas para demoler al ser humano desde adentro. Y cuando digo esto no me refiero al corazón, un centro simbólico del alma humana, sino al cerebro. Esas armas son como puñales que atacan directo a nuestras ideas, a lo que genera cómo somos y cómo nos comportamos. Nos hacen retirarnos a un rincón oscuro para que nadie nos mire como bichos raros.

 Eso siempre ha sido y será extraño pues el ser humano parece incapaz de entender que todos somos raros, de una manera o de otra. Por pura genética, somos cada uno diametralmente distinto al otro. Sí, de acuerdo a la ley somos iguales para efectos de tener una sociedad funcional decente pero biológicamente y neurálgicamente no tenemos mucho que ver del uno al otro. Somos hombres y mujeres, tenemos pelo y apéndices, podemos hablar y escuchar y reír pero eso no nos hace cien por ciento parecidos.

 Adentro de nuestra cabeza, dentro de nuestro cerebro, somos diferentes porque nuestras ideas originales nos hacen únicos. Esa es la meta de muchos en este mundo: crear cosas que nadie más haya creado. Y con cada una de esas creaciones, vamos construyendo un mundo mejor, a partir de lo que cada persona va aportando, a partir de lo que cada uno es en realidad. Son esas diferencias las que nos hacen ser capaces de construir máquinas sorprendentes y de llevar nuestra conciencia a nuevos niveles cada vez más increíbles. Y el placer es el que genera esas creaciones.

 Sin el placer, nadie habría descubierto nada. Se requiere de pasión, de amor por lo que sea que se está haciendo para se genere el placer, el gusto máximo por lo que se siente en el cuerpo. Y como dijimos antes, no todo es puramente físico. Es más una amalgama de amos estados del ser humano, lo físico y lo mental. Lo espiritual es otra cosa más ambigua y menos fácil de detallar pero nuestro cuerpo y nuestra mente están aquí siempre y son aquellos que crean el mundo que habitamos, los únicos que pueden cambiarlo.

 Votar por quién se tiene una convicción personal fuerte, hace parte de sentir placer. Se siente bien por el deber bien hecho, por hacer parte de algo más grande que uno mismo. Igual que cuando hacemos una obra de caridad. Eso que se siente después no solo es satisfacción sino placer, de ver caras felices y de saber que el mundo no es solo lo que tenemos por dentro ni lo que somos nosotros como seres humanos sino que va muchos más allá de nuestras manos y nuestras mentes. Es más grande que todo.

 Y por supuesto, el placer nos da esos momentos privados que recordamos para siempre. De pronto nuestro placer son los videojuegos y siempre recordamos aquella primera vez en la que pudimos terminar un solo juego por nuestra cuenta. Tal vez nuestro placer es el de cocinar ricas comidas y por eso siempre recordamos aquella vez que pudimos hacer feliz a alguien con nuestras creaciones culinarias. O puede que nuestro placer sea solamente sentarnos a leer lo que alguien más ha escrito.

 Sin duda el placer más evidente, aunque tal vez no el mayor, es el que relacionamos a las relaciones sexuales. No siempre son placenteras, a veces son todo lo contrario. Pero cuando hay placer, es bastante particular por una circunstancia que lo cambia todo: es una experiencia que se comparte con una o más personas, dependiendo de los gustos personales. No es algo que hacemos solos, físicamente o en nuestra mente. Lo compartimos, casi como un ritual antiguo que se propaga para siempre.

 Nuestra biología, la manera cómo nos reproducimos en el mundo y nos perpetuamos en esta Tierra, tiene ese factor metido ahí, como si alguien lo hubiese puesto a propósito para darnos una razón más para seguir tratando de estar aquí. Un fragmento de felicidad en la incertidumbre.

 El placer es simple pero abre tantas dimensiones, a tantos sentimientos humanos y realidades, que nos recuerda que siempre es importante saber y reconocer quienes somos, pues es la única manera de vivir una vida sincera y honesta, con nosotros mismos primero y, luego, con todos los demás.

miércoles, 30 de mayo de 2018

Solo una ducha


   Sí, el agua muy caliente quema. Pero aún así se siente mejor que nada en el mundo, sobre todo cuando deseas sentir que las cosas resbalan por tu cuerpo y se precipitan por un drenajes para nunca más volver. Es un momento de paz que pocas veces se puede disfrutar en la vida agitada que todos tenemos hoy en día. La ducha es ese rincón en el que podemos estar solos con nuestros pensamientos por un buen rato, sin que nadie nos interrumpa. No es un lugar para compartir, muy al contrario. Es privado de verdad.

 Siempre que llego tarde a casa, o muy temprano, me gusta relajar el cuerpo con una ducha caliente. Obviamente apenas llego lo que hago es dormir lo más que se pueda pero después me levanto sin nada de ropa, entro al cuarto de baño y abro la llave del agua caliente. Mientras el agua se calienta, me miro en el espejo: casi siempre tengo las ojeras bastante marcadas pero mi cuerpo se ve como casi todos los días, lo que es bueno. No soy fanático de los grandes cambios, ni en mi cuerpo ni en mis alrededores.

 Cuando entro a la ducha, siento como si el agua de verdad limpiara todas las cosas que quiero sacar de mi ser. Puede sonar exagerado, pero creo que todos tenemos algo adentro que nos conmina a experimentar y a romper las normas de lo que está establecido en nuestro mundo. O al menos eso creo yo porque lo he hecho tantas veces. De pronto es por eso mismos que una ducha para mi es algo casi espiritual, como una limpieza profunda de mi alma y mi mente que, así no sea algo permanente, se me hace casi necesaria.

 Al comienzo, solo me quedo de pie bajo el agua, sintiendo como la gotas caen a raudales en mi cara, en mis hombros, en mi cuerpo. Siento las gotas, ya separadas del resto, resbalar por mis piernas, mi espalda y todo mi cuerpo. Se siente tan bien que, no es raro que cierre los ojos y me pierda en ese mundo que creo para mi mismo por un rato. Se siente tan bien que no puedo evitar dejarme ir, y es entonces que mi mente se pone a inventar y a recordar y a reflexionar. Se relaja tanto que trabaja mejor que nunca.

 A veces se me va la mano con el tiempo que paso debajo de la ducha y he tratado de remediarlo, sobre todo cuando tengo que despertarme temprano. Pero cuando tengo la oportunidad, como en esas mañanas casi tardes después de una noche de excesos, me quedo más tiempo del que seguramente es necesario y entro al mundo en el que más me siento cómodo. Yo creería que puedo estar, en ese extraño trance, unos cinco minutos debajo del agua, si no es que más. El tiempo pasa de una manera diferente cuando estás concentrado en algo y te sientes tan a gusto que no te cambiarías por nadie en el mundo.

 Cuando despierto de ese momento mágico, me siento mejor que nunca. Es como si en verdad el agua tuviera una propiedad especial que limpia mi conciencia, saca todo el mugre y se lo lleva lejos de mi. Claro que está solo en mi poder no contaminarme a mi mismo, pero tengo que admitir que no soy tan bueno en ese aspecto de la vida y por eso las duchas largas y confortables son para mí la solución perfecta para no morir de estrés. Me gusta sentir que tengo el poder de limpiarme a mi mismo cuando quiera y cómo quiera.

 Después es que de verdad empiezo a limpiarme a mi mismo, me refiero al físico. Por fin salgo del trance y tomo el jabón y hago lo que todos hacemos en la ducha. Ahí ya nada es diferente a lo que hacen millones de otros, tal vez incluso a la misma hora. En un mismo momento muchos nos unimos para entrar en ese ritual pero dudo que todos, ni siquiera que la mayoría, piensen en semejante acto tan común y corriente como algo tan espiritual e importante como me lo parece a mí. Al menos eso es lo que creo.

 Cuando termino con el jabón, casi siempre, cierro la llave de golpe. Lo hago así porque si lo pienso demasiado jamás saldría de allí. Es como interrumpir algo que sabes que no debes seguir porque tienes muchas otras cosas que hacer. Se siente feo, es verdad, pero creo que es la mejor manera. Mi cuenta del agua llegaría por las nubes y ni se diga la de la electricidad. Esa es la razón práctica. Pero la verdadera, la importante, es que he aprendido a guardar esos momentos como pequeñas joyas y he aprendido a manejarlos.

 Cuando cierro la llave, casi siempre me quedo allí un pequeño momento, pensando y mirando a mi alrededor. Me gusta pensar que todos nos sentimos igual cuando estamos sin ropa. Es un momento vulnerable pero que todos conocemos. No existe un solo ser humano que simplemente haya nacido vestido o que nunca se quite sus ropas. Incluso aquellos que viven en la calle, por una razón o por otra, se quitan alguna vez sus harapos para disfrutar algo de agua fresca, así sea para limpiarse la cara o las manos o refrescarse los pies.

 Todos somos iguales en ese momento después de ducharnos. Y eso siempre me ha parecido que es uno de esos grandes conectores de la humanidad. Claro que a la mayoría de seres humanos les parece que el estar desnudo es algo casi tan malo como moler a golpes a otra persona, pero de todas maneras es algo que disfruto pensar. Además, nunca me ha molestado en lo más mínimo estar desnudo. Es lo que soy y no va a cambiar de un momento a otro así que, ¿porqué tendría que preocuparme de lo que piensen los demás de mi físico? No tiene nada de sentido sentir vergüenza en ese momento. No le veo sentido.

 Cuando por fin salgo, me envuelvo con la toalla y miro la pantalla de mi celular, que casi siempre dejo a la mano por si acaso. Miro la hora y veo que he estado entre cuatro y diez minutos bajo el agua. Es lo normal en mi caso pero no sé si eso se repita en la vida de todos, supongo que tiene que ver con el poder adquisitivo y el nivel de culpa que tenga cada uno acerca del cambio climático. El caso es que salgo de la ducha un poco renovado, con menos toxinas en el cuerpo y en la mente. Me siento mejor entonces.

 En mi cuarto me tomo mi tiempo para ponerme la ropa. No me apuro y menos aún si se trata de unos de esos días en los que sé que no haré nada. Me paseo desnudo por la habitación eligiendo la ropa que vestiré y luego me echo en la cama y me distraigo un largo rato hasta que recuerdo que me estaba vistiendo y prosigo con la ropa interior, las medias y así hasta que solo me falte ponerme los zapatos. Siempre en el mismo orden, casi siempre de la misma manera. Esa rutina es una que nunca me ha molestado pues, ¿porqué lo haría?

 Con el agua habiendo relajado mis músculos, empiezo en varias cosas que debería hacer. Algunas veces escribo mis ideas, otras veces las guardo en compartimientos mentales que sé que podré acceder en el momento que yo quiera. Pueden ser ideas sobre un tema para escribir o para un video o para hacer en la vida en general. Pueden ser tonterías como volver a jugar un videojuego que no he volteado a mirar en años o algo tan importante como recordar pagar una cuenta especialmente importante.

 Ese es el momento en el que todo aflora, casi como después de una tormenta o de una erupción volcánica severa. Por eso creo que la ducha actúa como un calmante para la mente, que se inquieta y excita cuando desafías a la vida misma. Es una relación simbiótica que, y  creo en esto fervientemente, hay que conocer al menos una vez en la vida. Es importante saber cuales son nuestros limites y lo que estamos dispuestos a hacer con tal de conocernos a nosotros mismos como los seres humanos complejos que sabemos que somos.

 Cuando ya tengo los zapatos puestos y han pasado un par de horas desde el momento de la ducha, se empieza a sentir que los efectos se van poco a poco. Las ideas fluyen menos y las ganas de hacer algo, sea lo que sea, no son tan imponentes como antes. Es como si todo cayera en un sueño ligero.

 Sin embargo, la ducha no es la única cosa que podemos hacer en la vida para sentirnos libres. Hay muchas otras y creo que dependen de las personas, cada una con su personalidad individual particular.  Solo digo que el agua nos une sin lugar a dudas, y luego nosotros elegimos nuestro mejor camino.

lunes, 7 de mayo de 2018

Uno de esos días


   El dolor de espalda no cambió de un día para otro. Cuando hice ejercicio por la mañana, de nuevo sentí como si algo estuviese a punto de romperse en mi cintura. Forcé un poco el cuerpo pero luego me detuve porque el dolor era demasiado intenso. No me gusta ir al doctor ni a nada que se le parezca. No es que sea una perdida de tiempo o dinero ni nada por el estilo. Es solo que no creo que todo lo que sea físico deba ser visto por un médico ya que suelen exagerarlo todo con bastante frecuencia.

Además, dolores como estos van y vienen y no tienen nada que ver con estar a las puertas de la muerte ni nada parecido. Pero eso me duché con agua caliente y me masajee la zona suavemente por un buen rato. Al salir de la ducha me sentí un poco mejor pero sabía que, de todas maneras, el dolor no había pasado. Apenas terminé de vestirme, pude constatar que el dolor había tenido un efecto muy especifico en mi: sentía en ese momento una gran cantidad de pereza, una falta completa de ganas de hacer cualquier cosa.

 Lamentablemente, no podía descansar. Debía hacer la comida del día para luego comer apresuradamente antes de salir a dar clase. Eran solo algunas horas pero lo suficiente para sentirse cansado después. Así que no tenía ni un momento para ponerme a mirar hacia el cielo y descansar. ¡Que más hubiese querido! Pero lo mejor era empezar pronto para así tratar de acelerar el paso de mis responsabilidades del día. Claro que todo estaba amarrado a un horario, pero un esfuerzo es mejor que ninguno del todo.

 Mientras cortaba verduras para hacer un arroz con ellas, me di cuenta que cada vez más me estaba sintiendo como si hubiese corrido una maratón. Mis huesos dolían y cada vez que hacía fuerza con el cuchillo, se sentía como si estuviese gastando los últimos remanentes de energía que tenía dentro de mi. Tuve que parar por un momento y sentarme antes de seguir. Noté que temblaba, muy ligeramente, pero lo hacía sin parar. Me puso algo nervioso en ese momento y no supe qué hacer, me sentí perdido.

 Pero una voz en mi cabeza me dijo que lo mejor era seguir adelante y no detenerme por nada. Al fin y al cabo, era viernes y después de acabar con lo que tenía que hacer, tendría todo el fin de semana para relajarme. Sabía que eso no era exactamente cierto pero sí tendría mucho más tiempo para no hacer nada que entre semana. Así que me forcé a ponerme de pie y seguir con mis quehaceres gastronómicos. Cuando la comida estuvo lista, unos cuarenta minutos más tarde, me sentí contento de poderme sentar a la mesa a comer, tomándome cierto tiempo.

 De hecho, casi me quedo dormido en la mesa. Por un momento cerré lo ojos y luego los abrí de golpe, pensando que había dormido por lo menos quince minutos. La verdad es que apenas unos segundos habían transcurrido pero mi cuerpo sentía todo de una manera más lenta, más pesada. Terminé de comer casi forzándome a meter los alimentos a mi boca. Cuando el plato estuvo limpio, me puse de pie y empecé a arreglar todo lo de la cocina, tratando todavía de seguir alerta y no darme lugar para descansar.

 Me arreglé para salir rápidamente y salí mucho antes de lo necesario, solamente para que no tuviese mucho espacio para quedarme haciendo nada. En la calle tenía que caminar hasta la parada del autobús, lo que requería de mi un movimiento continuo y atención al cruzar las calles. Sentí como si me hubiesen inyectado algo en la sangre que me hacía estar más alerta, incluso creí estar mucho más descansado que cuando estaba comiendo, aunque era obvio que todo era una mentira auto infligida.

 Cuando llegué a la parada del bus, este pasó rápidamente, algo muy poco común. Pero eso me daría oportunidad de dar una vuelta antes de llegar a mi compromiso, lo que me mantendría despierto por el resto de la tarde. Fui hasta el fondo del bus, donde había un puesto libre junto a la ventana. Me quedé mirando hacia el frente y luego por la ventana hacia el exterior, hacia la gente caminando al trabajo o a la casa, hacia aquellos que sacaban a pasear a sus mascotas, hacia los niños que llegaban del colegio.

 El bus se sacudió y me sacó de un ensimismamiento que no me ayuda en nada a como me sentía. Me di cuenta que tenía sudor frío en la frente y entonces entendí que podría estar sufriendo de alguna enfermedad o virus. De pronto no era pereza lo que sentía sino los síntomas primarios de alguna futura dolencia. Por alguna razón, esto me alegró un poco el viaje porque quería decir que no estaba luchando con algo tan tonto como la pereza sino que mi cuerpo estaba peleando algo más importante y conocido.

 Fue en algún momento durante toda esta argumentación cuando me quedé profundamente dormido. El movimiento del bus ayudó a que cayera en el sueño con facilidad. Desperté un tiempo después, apurado por no saber si mi parada había pasado hacía mucho o poco. Afortunadamente, estaba a solo diez calles cuando pude bajarme del bus. No había contado con la caminata pero al menos tenía tiempo extra por haber salido antes de casa. Por alguna razón, me sentí algo mejor después de esa siesta, a pesar de su naturaleza involuntaria. Cuando llegué a dar clase, me sentía algo mejor, pero todavía con sueño.

lunes, 23 de abril de 2018

Obsesiones


   Desde siempre, había sido un hombre en contacto cercano con su sexualidad. A su más tierna edad recordaba siempre tocarse el pene en público, lo que causaba escenas de molestia y vergüenza en la familia. Sus padres nunca lo castigaron de manera física pero sí de manera sicológica, dejándolo solo por largas horas, a veces con Maxi el perro que le habían comprado, pero otras veces completamente sin ninguna persona que lo mirara. Entonces hacía lo que quería y aprendió a que la vida muchas veces tenía dos caras.

 Supo bien como manejar esas dos facetas de si mismo, como poner ante el mundo una imagen de alguien casi perfecto en todo sentido pero al mismo tiempo ocultar pensamientos que tenía seguido y que no iban con su edad ni con su apariencia social. Su primer encuentro sexual fue a los doce años, cuando apenas y estaba entrando a la pubertad. Tenía afán por ser adulto pero, más que todo, era un afán por ser libre de las ataduras que él mismo y su entorno le habían puesto desde pequeño.

 Había ido al sicólogo en sus años de primaria y había mentido entonces varias veces, siempre de manera exitosa. Ninguno de los sicólogos que tuvo, unos tres, notaron nunca sus mentiras ni su manera de manipular de una manera tan sutil que muchos ni se daban cuenta de lo que ocurría. Fue así como pudo tener esa primera relación sexual sin que nadie lo supiera. Había invitado a un amigo mayor del colegio a su casa, uno de esos días en los que estaba solo, y lo había llevado al sótano en el que tenía su lugar de juegos.

 El sexo era todo lo que él había soñado pero quería más y fue así que sus mentiras debieron volverse más hábiles, pues empezó a explorar más de lo que cualquiera de sus compañeros, a esa edad, experimentaba. Solo cuando tuvo un susto con una de sus citas fue que decidió parar y reevaluar cómo estaba haciendo las cosas y si debería cambiar el enfoque que le daba a algo que le daba demasiado placer. Tal vez mucho más del que jamás se hubiese imaginado. Se dio cuenta que había un problema.

 Tantas visitas cuando chico a sicólogos le hicieron entender que lo que sentía era una obsesión pero no sabía qué hacer. Probó abstenerse por algún tiempo pero siempre recaía. La tecnología, a su alcance por todas partes, hacía que todo fuese mucho más sencillo para él pero agravaba horriblemente su problema. Sentía que en cualquier momento lo podrían atrapar sus padres o que alguien más lo descubriría y les diría. Incluso se imaginaba escenas en las que la policía lo atrapaba en la cama con otra persona y entonces el problema sería para ambos y él sería el culpable.

 Fue un acto de malabarismo el que tuvo que llevar a cabo por varios años, hasta que se graduó del colegio y se matriculó en la universidad. Con el tiempo, sus impulsos eran menos fuertes, menos severos. Pero al empezar la universidad todo empezó de nuevo como si fuese el primer día. No solo el hecho de ser un adulto legalmente era un factor importante, sino que esta vez no tenía nada que lo detuviera. Sus padres habían decidido que lo mejor para él, para no ser tan dependiente de ellos, sería que estudiara en otro país.

 Era hijo único y entendía que sus padres también querían algo de tiempo para ellos, pues habían trabajado toda la vida para darle una educación y todo lo que quisiera, pero ahora que eran mucho mayores querían disfrutar de la vida antes de que no pudieran hacerlo. Siempre que les escribía un correo electrónico o por el teléfono, estaban de vacaciones o planeando una salida a alguna parte. Le alegraba verlos así, tan felices y despreocupados, pero le entristecía que no parecían extrañarlo.

 Fue eso, combinado con esa nueva libertad, que lo empujaron de nuevo al mundo del sexo. Cuando se dio cuenta, estaba haciendo mucho más de lo que jamás había hecho antes. Iba a fiestas privadas casi todos los fines de semanas y algunos días tenía citas con desconocidos en lugares lejanos a su hogar. Su compañero de apartamento a veces le preguntaba acerca de sus llegadas tarde y de su mirada perdida, pero él no respondía nada y pronto se dieron cuenta de que no eran amigos y las preguntas no tenían lugar.

 El momento en el que se dio cuenta de que tenía un problema grande en las manos fue cuando, por dinero, recurrió a un tipo que había conocido en una de las fiestas. Este le había contado que hacía películas para adultos y que le podría conseguir trabajo en alguna de ellas en cualquier momento. Lo llamó sin dudar, sin pensar en sus padres que le hubiesen enviado la cantidad que el necesitase, y acordó que se verían en una hermosa casa en un barrio bastante normal y casual de la ciudad.

 Cuando se vio a si mismo en internet, teniendo sexo con más de una persona a la vez, haciendo escenas fetichistas que nadie nunca hubiese creído de él, se dio cuenta de que el problema que alguna vez había creído tener era ahora más real que nunca. Decidió ir a la sicóloga de la universidad, pero se arrepintió a último momento pues ella podría contarle a otras personas y eso sería más que devastador. Ya estaba el internet para diseminar lo que había hecho, no necesitaba más ayuda. Los juramentos de esas personas tienen limites muy blandos y etéreos.

  Fue entonces que decidió dejar de combatir lo que sentía y se hundió casi de lleno en el sexo y todo lo que había hecho antes y más. Por primera vez se afectó su desempeño académico, pero no se preocupaba porque siempre había sido un alumno estrella y sabía que podría recuperarse en un abrir y cerrar de ojos. Al fin y al cabo, todavía tenía mucho de ese niño que había armado una personalidad perfecta para mostrar al mundo. Ese niño era ahora un hombre con esa misma armadura.

 En una fiesta en una gran casa con una vista impresionante, salió a la terraza para refrescarse un poco. El aire exterior era frío, en duro contraste con el calor intenso que había adentro. No tenía ropa en la que pudiera cargar cigarrillos, que solo fumaba cuando iba a lugares así. Entonces solo pudo contemplar la ciudad y sentirse culpable, como siempre, de lo que hacía. Sabía que estaba mal, sabía que arriesgaba mucho más de lo que creía. Pero no podía detenerse, medirse. No sabía cómo hacerlo.

 Entonces la puerta se abrió y un hombre de cuerpo y cara muy comunes salió del lugar. Tenía el pelo corto y era de estatura baja. Le sorprendió ver como cargaba en la mano una cajetilla de cigarrillos. Se llevó uno a la boca y de la cajetilla sacó un encendedor. Cuando prendió el cigarrillo, él le pidió uno y el hombre se lo dio sin decir nada. Debía tener su edad o incluso ser menor. La verdad era difícil de saber pero no preguntó. Solo fumaron en silencio, mirando los destellos de la ciudad en la distancia.

 Cuando la fiesta acabó, se encontraron en la salida. Tenían que bajar en coche hasta la avenida, que quedaba cruzando un tramo de bosque bastante largo. Él pensaba bajar caminando, para pensar, pero el tipo de los cigarrillos lo siguió y se fueron juntos caminando a un lado de la carretera. Compartieron el último cigarrillo y solo hablaron cuando estuvieron en la avenida. Se dijeron los nombres, compartieron redes sociales con sus teléfonos inteligentes y pronto cada uno estuvo, por separado, camino a casa.

 Meses después se reencontraron, por casualidad, en un centro comercial. Fueron a beber algo y en esa ocasión hablaron de verdad. Más tarde ese día tuvieron relaciones sexuales y al día siguiente compartieron mucho más de lo que nunca jamás hubiesen pensado compartir con alguien salido de esas fiestas.

 Con el tiempo, se conocieron mejor y entendieron que lo que necesitaban era tenerse el uno al otro. No solo para no ceder a sus más bajos instintos sino para darse cuenta que lo que tenían no era una obsesión por el sexo sino por el contacto humano, por sentir que alguien los deseaba cerca, de varias maneras.