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domingo, 28 de febrero de 2016

Eras tú

   Estabas de espaldas y por eso no fue fácil reconocerte. La clave fue reconocer el suéter que tenías puesto, el que compraste ese día que fuimos juntos a comprar ropa. Ese día, tu no parabas de hablar y creo que era una manera de decirme que no querías hablar de lo otro, de nuestra inminente separación. No entendías, ni tratabas de hacerlo, que yo no me iba por decisión propia. Al fin y al cabo éramos niños todavía. Estábamos entrando a la adolescencia pero tu de eso no querías saber nada. Querías que me quedara y tu manera de decirlo fue hablar y hablar y hablar, pues si seguías sin parar yo no tendría oportunidad de escapar de ti. Eras joven y no entendías que eso no era amistad, era algo distinto.

 Ese día me pediste todo el día y te lo concedí. Me hablaste de tus planes a futuro, como si fueras un gran empresario, y me explicaste que el negocio del yogur helado era cada vez más rentable. No sé si te diste cuenta pero yo sonreí varias veces pero no porque me dieras ganar de reír sino porque te admiraba de verdad. Estabas convencido de todo lo que decías, lo anunciabas todo con tanto empeño y claridad, estabas seguro de tu futuro éxito y querías que todo el mundo supiera. Sin embargo, creo que no te dabas cuenta que también era obvio que te sentías solo, que tu casa no era el lugar donde te gustaba estar y que cuando me besaste al despedirnos sentí tus labios temblar.

 Eras un niño en esa época y hoy lo sigues siendo. Cuando me miras de frente, por fin, sé quién eres pero tu no te acuerdas de mi. En tus ojos no veo ninguna chispa, ningún asomo de asombro o de sorpresa. Están apagados pero tan brillantes y grandes como siempre. Los tienes un poco cansados, debe ser por el trabajo porque te convertiste en ese hombre de negocios que siempre quisiste ser. No me sorprende que hayas seguido tus sueños, pues siempre tuviste empuje, siempre quisiste más de todo. Tu ambición por ser mejor la reconocí en ese tiempo y ahora me haces ver que no me equivocaba.

 No me reconoces y lo entiendo. Sabes que me fui hace tanto tiempo y que lloraste y estuviste mal por muchos meses hasta que te diste cuenta que la situación no iba a cambiar por mucho que dejaras los ojos en la almohada. Éramos niños cuando nos conocimos pero creo que fuiste el primero en convertirse en hombre y lo hiciste cuando me dejaste en el pasado. Tu vida después, no me la sé muy bien. Sin embargo, nunca supiste que eras observado por ojos que sabían que habías sido mi mejor amigo y ellos me informaban, cada mucho, como estabas y que hacías. Si tu supieras todo esto de pronto te escandalizaría, te asustarías y saldrías corriendo de mi presencia. Y sin embargo me das la mano y me hablas de tu negocio y no parece que sepas quién soy.

 Tu no sabes que cuando cambié de ciudad, en ese entonces, también cambié de vida y de manera de ver el mundo. Tu lo pasabas bien, lo supe. Tuviste varias novias y eras un galán con todas las chicas del colegio. Te convertiste en un casanova y, en palabras de otros que no nombraré, en el chico más guapo de nuestra secundaria. No supe más de ti hasta la graduación. Salías sonriente, feliz, en la foto que te tomaron a la salida de la ceremonia. Nunca supiste que la mía fue un año después, ya que tuve que repetir un año escolar por bajo rendimiento. Fue así que dejaste de estar en mi vida, ya no eras alguien de quién quisiera saber nada pues estábamos ya muy lejos y muy adelante para alcanzarte, si es que de eso se trataba. Dolió mucho pero creo que tu, mejor que nadie, lo entenderías.

 Y ahora estás aquí. Me hablas de cómo quieres expandir tu marca por toda la ciudad. Ya tienes tres ubicaciones de tu famoso yogurt helado, con el que revolucionaste el comercio local y ahora quieres hacerlo más grande y mejor. Viniste a esta firma de publicidad y te encontraste conmigo pero no sabes quién soy y, ahora, viéndonos todos los días, no veo cambio en tus ojos y sé que simplemente esos tiempos quedaron en el pasado. Me pasas informes y propuestas y te explico que puede ir bien para tu producto y para el tipo de comercio que buscas tener. Me miras a los ojos y me hablas, con una pasión que me hace sentirme abrazado, del esfuerzo que te ha tomado construir tu pequeño imperio y de las grandes ambiciones que tienes para él. Me preguntas si es posible y te digo que todo lo es.

 El contrato de asesoría es por un año y se puede renovar si el cliente lo desea. Ya han pasado seis meses y tu no pareces querer renovarlo. Sí, también pienso que ya tienes suficiente y que podrías lanzarte a la aventura así nada más pero tienes que saber que me encantaría seguirte viendo dos veces a la semana. Me hablas y me hablas, como ese último día y no tienes ni idea. En tus ojos no hay indicio, ni en tu cuerpo ni en tu voz ni en ninguna parte. No sabes quién soy y duele mucho pues eres una visión de un tiempo más fácil, de una época más fresca y menos difícil. Eres casi como un espejismo que no quiere desaparecer.

 Otro mes se evapora y casi quisiera que rogaras por la renovación del contrato. Debes saber que se haría en un abrir y cerrar de ojos, de manera rápida y especial solo para ti. El otro día, no sé si te fijaste, me cogiste la mano para enseñarme como dibujar el logo de empresa. Si alguna vez has visto un rojo tan brillante en tu vida, dímelo.  Al parecer tampoco notaste mis palpitaciones y como mi mano empezó a sudar ligeramente.  Tenías un desastre ambulante en frente y no te diste cuenta. Hubieses podido decir algo justo entonces, hubieses podido sorprenderme con alguna revelación fantástica pero no hiciste nada. Solo me hiciste dibujar y luego te alejaste.

 Es difícil. Los días pasan tan rápidamente como si alguien los quemara en las hornillas de la vida y todos ellos se convierten en un polvo que nadie puede retener. Todo va tan rápido, todo se mueve tan deprisa que creo que incluso tu quisiera que el mundo se detuviese por un momento para poder respirar y ver el entorno. Incluso tu quisieras caminar descalzo por un prado, en la parte alta de una colina, y ver el campo desde allí. Incluso tu quisieras ver la calma de lo que alguna vez fue o lo que pudo haber sido. Lo último es menos probable, seguro eres menos susceptible al pasado que la mayoría, porque te ves fuerte, con una voluntad férrea que encanta y a la vez intimida un poco. Sabes que eres cautivador, es fácil darse cuenta de ello. Te queda mucho todavía de aquel joven casanova.

 Solo falta un mes y el contrato se termina. Los últimos días se ponen lentos, como si el tiempo mismo quisiera torturar a las almas perdidas, a aquellos que no saben si arriba es arriba o abajo es abajo. Ese cambio de ritmo casi duele en los huesos y es entonces que por fin aparece una señal en tus ojos. Pero no es la que se buscaba. Es un brillo de tristeza, de miedo. Uno de esos días, de los últimos, me confiesas que temes que todo fracase, me confiesas que tu miedo es por tu empresa, por los años que has trabajado por todo lo que tienes y que tal vez pueda desaparecer en cualquier momento. Dices estar feliz con lo logrado pero también que no quieres perder ninguna parte de la esencia de lo que eres al crecer, al expandir lo que requiere más espacio para crecer.

 Sientes una de mis manos sobre tu hombro y escuchas, con calma, como  tu empresa va a ser un éxito en el mercado. En apenas una semana se acaba nuestro contrato y escuchas como los planes que hemos estado elaborando ya están dando sus primeros frutos. Todo está listo para que crezcas, para que sepas lo que es ser un empresario envidiado, exitoso de verdad. Escuchas, sonriendo, los ánimos y buenos deseos que la compañía tiene para ti, pero no escuchas nada que venga de mi porque eso no importa. Sientes que la mano se retira y la conexión se rompe. Aunque no lo del todo, pues en ese preciso momento me miras y sabes quién soy. Lo sabes todo y puede que lo hayas sabido desde siempre. Tus ojos se ven como cuando éramos jóvenes y por un momento eres ese niño con una idea y con una ambición más grande que el cuerpo.

 El contrato termina. Cada uno por su lado. Tu te vas a tus cosas, a tu empresa y a tus planes de comerte el mundo. No lo sabes pero serás un gran personaje, uno de esos pocos que la gente de verdad admira y respeta. Ya eres una persona querida pero lo serás mucho más. Y no sabes que una de esas personas que te quiere estuvo tan cerca de ti todo este tiempo.


 Pero a decir verdad, yo a ti no te quiero. Porque creo que siempre te he amado.

viernes, 26 de febrero de 2016

Adicción

   Nunca hubo una razón en especial pero siempre terminaba pasando lo mismo, tanto así que tuvimos que ir a una profesional para saber si todo marchaba bien. Era preocupante que siempre cayéramos en el mismo vicio, casi a las mismas horas todos los días pero siempre de modos diferentes. La verdad no era algo que buscáramos, ninguno por su lado ni ambos por un acuerdo mutuo. No había nada de eso. Lo explicábamos así: como empezamos de manera clandestina, pues siempre teníamos un cierto miedo, un apuro particular y por eso la costumbre nunca se nos quitó. Alguna gente lo sabe y no le importa, algunos otros lo saben y nos miran como bichos raros. Y otros más no lo saben ni lo van a saber nunca porqué son cosas privadas al fin y al cabo.

 El caso es que, como le confesamos a la psicóloga, creemos ser adictos al sexo. Así de simple y claro. No, no estamos orgullosos de serlo. Sería lo mismo que estar orgullosos de ser diabéticos o de que nos gustara los espagueti a la boloñesa. Pero la verdad es que tampoco nos sentíamos mal por ello y la doctora nos dijo que posiblemente no hubiese nada malo con nosotros. Nos miramos a los ojos y no sabíamos si soltar una carcajada o echarnos a llorar. Bueno, al fin y al cabo ella ni nos conocía, ni sabía como éramos cada uno por su lado y en pareja.

 Le contamos cómo empezó todo. Trabajábamos juntos, en la misma oficina. Eso se acabó hace unos meses pues nos dimos cuenta que la gente empezaba a hablar y que el clima social se iba a poner muy pesado por lo que habíamos hecho. De nuevo, no era algo que nos enorgulleciera pero habíamos empezado como una pareja clandestina. Al comienzo nos caíamos mutuamente mal. Hasta nos echábamos miradas de odio cada cierto tiempo y evitábamos la presencia del otro. Pero un buen día al ascensor del edificio se le ocurrió averiarse y nos quedamos solos. Ambos pensamos que nos iban a lanzar a la garganta del otro y sí fue así pero no exactamente. Cuando salimos de ese ascensor nuestra visión del otro era completamente distinta.

 La psicóloga parecía estar a punto de reír pero retrajo su sonrisa cuando le explicamos que cada uno estaba en una relación por su parte y que empezamos a vernos a espaldas de personas que queríamos pero ya no amábamos como antes. Su expresión se endureció y, como una profesora de jardín de infantes, nos preguntó porqué lo habíamos hecho. Le dijimos que no había sido planeado pero que tampoco lo habíamos podido evitar. Las cosas eran como eran y no pudimos quitarnos las manos de encima del otro. Simplemente había un magnetismo, una fuerza más allá de nuestras capacidades que nos acercaba y nos hacía sucumbir a nuestros más bajos instintos. De nuevo, hay que decir que no estábamos orgullosos pero definitivamente estábamos felices.

 Entonces la doctora preguntó por cuanto tiempo habíamos mantenido nuestra relación en secreto. De nuevo nos miramos, pero esta vez fue con vergüenza, bajando la cabeza pero tomándonos las manos y apretando para darnos fuerzas mutuamente. Respondimos que fue todo un año, un año que, a decir verdad, fue fantástico. No solo nos enamoramos perdidamente sino que lo hacíamos en todas partes, incluso en la misma oficina. No podíamos decir que habíamos sido como conejos, eso sería incluso grotesco. Pero es justo decir que habíamos intentado quitarles el trono en el reino de los animales en celo.

 Nuestras parejas se enteraron casi al mismo tiempo y cuando eso sucedió no hubo tanto trauma y tanto drama como podía haber habido. Tampoco fue que todo fuera color de rosa pero hablando las cosas se solucionan y eso hicimos. Hablamos y ellos se dieron cuenta que las relaciones estaban ya muertas o por lo menos agonizando. Se habían acostumbrado tanto al rigor de la rutina que ya nada era emocionante y por eso nuestros escapes al deposito de materiales de la oficina eran como inyección de adrenalina que entraba directamente a la sangre y al cerebro con la fuerza de un ejercito.

 Sí hubo peleas, argumentos y discusiones. Pero no pasó de ser una semana pesada, de esas en que no se duerme ni se vive como una persona normal. Y suena mal pero nos teníamos el uno al otro. No dormíamos pero lo hacíamos en la misma cama, no cerrábamos los ojos pero nos hablábamos al oído y nos dábamos animo. Sí, también tuvimos mucho sexo y posiblemente fue muy bueno pero la conexión que establecimos fue tan importante que el sexo se convirtió entonces en solo una parte del todo, de toda esa gran estructura que llamamos amor.

 La mujer, sin explicación alguna, se secó una lágrima con un pañuelo. Al parecer la habíamos emocionado y ni nos habíamos dado cuenta. Pero volvimos al tema central de la visita: nuestra vida sexual. Empezó a ser aún más emocionante y mejor después de nuestras respectivas separaciones y de ahí en adelante fue sorpresa tras sorpresa y la verdad es que teníamos pocos limites, mejor dicho, teníamos aquellos limites que toda persona sensata y responsable tiene pero el resto de barreras las quemábamos todas juntos. Había fines de semana que no salíamos de casa porque como ya no trabajábamos juntos pues no había sexo en la oficina y lo compensábamos con maratones increíbles en una cama que era básicamente solo el colchón pues estábamos conscientes del ruido que hacíamos.

 La doctora tosió, interrumpiendo nuestro discurso, que parecía también tener una energía en constante aumento. Se disculpó y fingió que no había sido a propósito sino solo algo del momento. Continuamos.

 Compramos cuanto juguete se nos ocurrió, vimos algunas películas aunque la verdad teníamos más que suficiente con el otro en la cama. Bajamos aplicaciones en el teléfono que nos aconsejaban intentar posiciones nuevas y solo no deteníamos en un momento de la noche para comer algo, recargar baterías y, si acaso, estar un tiempo separados el uno del otro, así fuera por algunos metros. El descanso podía ser de hasta dos horas, pues era lo necesario para pedir un domicilio, esperar a que llegara (aunque a veces utilizábamos ese tiempo), recibirlo y comer.

 La doctora interrumpió de nuevo pero esta vez con una pregunta. Quiso saber si hablábamos mientras comíamos o si solo comíamos y ya. Le respondimos, un poco extrañados, que siempre hablábamos. Incluso durante el sexo no todo eran gemidos y gritos y palabras obscenas. Algunas veces estábamos con la situación tan controlada que podíamos compartir ideas, anécdotas del día que habíamos tenido o noticias que habíamos escuchado en alguna parte. Lo mismo hacíamos cuando comíamos, incluso nos tocábamos las manos y nos mirábamos a los ojos. Eso mismo hicimos en la oficina de la doctora, solo que también hubo una sonrisa y un brillo especial en nuestros ojos.

 Ella entonces preguntó que nos gustaba más del sexo? Las palabras que salieron de nuestras bocas se atropellaron unas a las otras pues respondimos al mismo tiempo. Con diferentes palabras, habíamos dicho exactamente lo mismo. Esta vez nos quedamos mirándonos las caras, un poco asustados pero más que todo apenados. Lo que habíamos dicho era simplemente que lo mejor de tener sexo era complacer al otro. La doctora pidió que elaboráramos sobre eso. Cada uno dio sus razones pero en concreto se trataba de que nos gustaba ver al otro feliz, ver al otro sentir placer y hacerlo sentir mucho más que bien. Eso era lo que preferíamos. No tanto hacerlo en un sitio o en otro o con mucha o poca frecuencia.

 Ella dio dos palmas solas y nos miró, feliz. Tenía una sonrisa tan grande en la cara que daba un poco de miedo y tuvimos que tener valor y preguntarle porque estaba feliz. Nos tomó de las manos y no explicó que la gente que solo busca tener sexo, quienes de verdad están obsesionados con ello, normalmente no sienten lo que sentimos nosotros. Buscan el placer efímero en el acto pero no complacer a nadie y es muy frecuente que no amen a la persona con la que comparten esos momentos. La doctora se puse de pie y nosotros también. Nos abrazó, cada uno por su lado, y dijo que no había nada que temer. Éramos una pareja envidiable, en sus palabras, y la única recomendación que nos hacía era tratar de hacer otras actividades que también tuvieran el mismo fin, el placer, para variar las cosas y no aburrirse.


 Eso fue lo que hicimos. Empezamos a jugar tenis, cosa difícil pues uno de nosotros no era muy deportista que digamos, y también nos propusimos hacer pequeños viajes cada cierto tiempo para compartir otro tipo de vida y no solo la de nuestros hogar. Pero lo cierto es que nos amábamos y que cuando nos mirábamos de una manera especial y nuestras manos, piernas o dedos se encontraban, teníamos el mejor sexo de nuestras vidas y de la vida de muchos otros. “Hacíamos el amor”, dicen que es mejor decir. Pero creemos que el sexo es también una hermosa palabra.

domingo, 17 de enero de 2016

Rebajas

   Como Adela no era nada tonta, decidió ser objetiva con lo que iba a buscar en la tienda y no ponerse a ver cada una de las prendas, como lo hacía siempre la gran mayoría de las mujeres. Le hubiese gustado, no podía negarlo, pero era la época de rebajas y todo estaba relleno de gente y con un calor que no provenía ni de la calefacción ni del clima. De hecho, a fuera el viento parecía venido directamente desde la Antártida. Entrar a cada tienda tenía entonces una parte buena y una parte mala. A ella le daba un poco lo mismo: tenía que aprovechar la época pues sus ahorros no eran demasiados pero los tumultos nunca habían sido su fuerte. Detestaba ir a conciertos o discotecas o mercadillos pues no se podía no respirar y ella se sentía ahogarse.

 Lo primero que necesitaba eran unos jeans nuevos, unos que incluso pudiese ponerse para el trabajo. Así que se abrió paso entre el mar de gente, seguramente codeando a más de una señora atravesada, y llegó a la zona de los jeans. Era gracioso como allí no había tanta gente pues la gran mayoría de los jeans rebajados y los otros estaban mezclados y la gente prefiera estar donde supiera que estaba lo más barato. Con paciencia, y gente pasándole por detrás a cada rato, se puso a mirar los pantalones que había. Pero la verdad era que ninguno le gustaba mucho y los pocos que veía con la cintilla de rebaja estaban horribles o no eran de su talla. Sin embargo encontró algo de ropa interior de colores, su favorita, y algunas medias pues las que tenía daban lástima.

 Se alegró al llegar a la caja y ver que su modesta compra era más barata de lo que había pensado. Pagó y salió al frío de la calle, donde dos corrientes de gente fluían, uno para cada lado. Era increíble ver la cantidad de personas que podía haber juntas en un sitio. Fue tal el impacto que Adela se quedó allí parada como tonta y solo reaccionó cuando una mujer bajita le pegó en una pierna con su bastón. Miró a la mujer de mala manera pero seguro ni se dio cuenta y desapareció rápidamente entre la gente y Adela, después de masajearse el lugar atacado, decidió que era mejor hacer lo mismo.

 Era como subirse a una de esas pasarelas que había en los aeropuertos, que se supone aceleraban la velocidad del viajero si necesitaba conectar de uno a otro avión. En este caso no había pasarela, era solo la tromba de gente que llevaba a Adela, casi sin sentir que caminaba. En un momento, le dio por revisarse los bolsillos y verificar que tenía todo lo que había traído con ella. Siempre en esos lugares había ladrones o pervertidos o quién sabe quién. Por fin vio el siguiente almacén que pensaba visitar y salió como pudo de entre el grupo de gente. Sintió la piernas normales de nuevo y entró en el recinto determinada a encontrar unos jeans y algunas blusas de las más baratas que hubiese.

 Y las había. Tanto así que dos mujeres se estaban peleando por una bonita blusa color salmón que al parecer una de ellas había descubierto pero la otra había agarrado primero. Seguramente era la última talla. La sección de rebajas era enorme y había mesa tras mesa tras mesa de artículos mezclados y desordenados con cintillas de color rojo. Había de todo allí y casi había que excavar para poder encontrar algo. Adela se puso a la tarea y sacó bastantes cosas que se quería probar. Incluso había debajo de las mesas unos zapatos deportivos con unos dibujos muy bonitos que le hubieran gustado comprar, si la rebaja hubiese sido mayor.

 Jeans encontró, pero ahora tocaba hacer la fila para los probadores y parecía algo de nunca acabar. Debía ser, pensó ella, que nadie venía a la tienda fuera de temporada pues el recinto para probarse la ropa era muy pequeño y eso que estaba en la sección de mujeres. A los hombres entonces les tocaría probarse los pantalones en un rincón. Era absurdo. Además había montones de ropa que la gente se había probado y había dejado y Adela apostaba que la gran mayoría iba a ver cosas y probárselas para al fin comprar una o ninguna.

 Pasó una hora entera cuando por fin pudo entrar a probarse la ropa que tenía en las manos, que menos mal era mucha o simplemente lo hubiera dejado todo y se hubiera ido. Ya con la cortina cerrada, aprovechó y sacó del bolsito que llevaba una pequeña botella de agua. Bebió la mitad del contenido y respiró lentamente, tratando de recuperar su compostura. La verdad era que no se sentía bien, el tumulto le venía mal y ponerse a hacer filas con la música electrónica a todo volumen, los gritos de la gente, los empleados casi echándose encima de los compradores. Tuvo que dejarse caer al piso e inhalar y exhalar con calma.

 Cuando se sintió mejor, empezó a probarse la ropa. Se demoró casi otra hora en ello porque pensó que si por fin había podido entrar a los probadores, pues era mejor aprovechar bien el espejo que había y elegir con inteligencia. Todas las blusas que se probó, unas cinco, decidió llevárselas. Estaban muy baratas y prefería llevárselas de una vez y no ponerse a pensar en otros sitios. Los jeans, de nuevo, no la convencieron. No estaban mal pero había algo que no le gustaba. También se probó un pantalón rojo muy bonito que le venía bien cuando saliera con sus amigas o algo así. O para cuando fuera, ya decidiría.

 La fila de la caja pasó rápido y pagó todo en un momento. El cajero trató de convencerla de comprar algunos de los artículos de la caja, tonterías hechas en alguna maquila asiática, pero ella se negó de tajo, tomó su bolsa y salió de allí como alma que lleva el diablo. Afuera, se sentía un poco mareada y tuvo que buscar un lugar donde sentarse.

  Pero no había donde sentarse así que se hizo contra una edificio por donde no pasaba nadie ni olía muy a feo, y se dejó caer ahí. De lo que quedaba de la botellita solo se tomó la mitad. La otra mitad se la echó por la cara, pues sentía un calor inmenso a pesar del viento de la noche. Aparentemente se veía peor de lo que ella pensaba pues un policía, quién sabe salido de donde, se le acercó y le preguntó si se sentía bien. Ella solo asintió, se puso de pie como pudo y se fue caminando, como para probar que de verdad sí estaba bien.

 Pero no lo sentía así. Caminó un poco aturdida y menos mal vio una de esas cafeterías de cadena y entró. Pidió un jugo frío y un café caliente fuerte. También compró un pedazo de cheesecake de limón para con lo demás. No era una compra que hubiese previsto y sabía que después tendría que ver como hacía con sus finanzas, pero no le importaba mucho. Así no pudiera comprar nada más, prefería dejar las bolsas a un lado y tomar el jugo casi de un solo sorbo. El sabor frío del durazno o pera o lo que fuese se sentía como un elixir de vida.

 Cuando terminó, ella se quedó mirando la botellita de vidrio donde había estado el jugo y recordó que desde hacía mucho lidiaba con se problema, con sentirse a veces abrumada con la cantidad de gente y las voces y el calor que producían. Solo pensarlo la mareaba más y por eso tomó un poco del café, que le quemó la lengua pues todavía estaba caliente. Probó el cheesecake pero no le puso mucho atención al sabor porque seguía recordando tonterías.

 Recordaba, por ejemplo, los varios momentos en los que sus amigas la habían invitado a bailar a sitios, a conocer chicos y demás, y ella en más de una ocasión se había desmayado de las maneras más embarazosas posibles. Bueno, es que no había manera de desmayarse y que fuera algo espectacular, siempre era raro y la primera reacción de la gente no era tener consideración y ayudar sino siempre juzgaban primero y luego sí alguno que sintiera algo de culpa se agachaba y la ayuda a ponerse de pie. Eso pasó hasta que la dejaron de invitar.

 Eso la había alejado mucho de una vida social normal y por eso se la pasaba trabajando o leyendo o haciendo cosas que no tuvieran que ver con más gente. Si acaso podía salir con sus amigas a beber algo pero si no eran demasiados y era una cafetería como en la que estaba ahora. Era algo triste pero decidió no sentir pesar por sí misma pues eso no se lo podía permitir. No quería ser una víctima para nadie y mucho menos para sí misma. Alguna manera encontraría de tener una vida más o menos normal, sin venirse abajo por la cantidad de gente.


 Entró solo una tienda más y lo hizo porque estaba más vacía que las otras. El jean que compró ahí ni le fascinó ni le disgustó. Estaba apenas para el trabajo. Zapatos no compró, lo haría otro día en otro lado. Caminó por una calle solitaria hasta la avenida en la que pasaba su bus. Allí se sentía más a gusto pero no había ni un alma para ver la triste sonrisa que se le dibujaba en la cara.

martes, 5 de enero de 2016

Un momento

   Era de noche pero la oscuridad estaba lejos de ser total. Al fin y al cabo era el centro de la ciudad y no dejaba nunca de estar bien iluminado, como si las sombras perdidas en la oscuridad necesitaran algún tipo de competencia. Se podía oír el susurrar del viento frío del invierno, así como el agua goteando por todos lados. La lluvia había caído más temprano y había dejado charcos y humedad por doquier.

 El goteo fue apagado entonces por el rumor de unos pasos lejanos, que se fueron acercando al centro de la ciudad con bastante prisa. El sonido de los tacones sobre las piedras de las calles resonaba bastante por todos lados y era probable que más de una persona, medio dormida o noctambula, hubiese escuchado el ruido que había roto con la paz de la noche.

 La culpable era una mujer que llevaba un pequeño bolso en la mano, con la correa rota. Una de sus medias veladas tenía un par de agujeros y su maquillaje y cabello eran un caos. La mujer corrió varias calles hasta que se detuvo en la plaza principal y se dio cuenta donde estaba. Ella había estado tan distraída corriendo, escapando, que no se había dado ni cuenta hacia donde lo había hecho. Se dejó caer en el andén que enmarcaba la plaza y miro la torre del reloj que coronaba el edificio principal del lugar.

 El edificio estaba bien iluminado con una luz blanca que lo hacia parecer como si fuera más de lo que era. No era la residencia de un dios o de los ángeles, no eran una oficina de caridad o de ayuda a los desposeídos. Era solo un edificio que hoy era un museo pequeño y que otrora había jugado el papel de centro de recepción de esclavos traídos del Nuevo Mundo.

 No llegaban muchos pero los que se traían servían como servidumbre en casas de alta alcurnia o simplemente eran trabajadores en plantaciones nuevas en esa época como de naranjas u otros frutos traídos con ellos en los barcos. Por ese edificio, hoy tan decente y tan celestial, habían pasado personas al borde de la muerte que habían sido consideradas menos que los cultivos que iban a ayudar a crecer y a cuidar.

 La mujer miró por largo rato al edificio y luego a los otros inmuebles que enmarcaban la plaza. Era como si fuese la primera vez que estaba allí. Y casi lo era pues desde que había llegado a ese país, no había tenido mucha oportunidad de pasearse por sus calles o conocer las principales atracciones. Como los esclavos del pasado, ella también había llegado a un edificio, una casa de hecho, en la que la habían recibido y revisado para que desempeñara el trabajo del que hoy había huido.

 El nombre que le habían dado era Kenia, pero ella no venía de allí ni sabía nada de ese país. Sin embargo le habían dicho que siempre dijera ese nombre y no el que tenía de verdad porque con los clientes todo debía ser una fantasía, una charada tras otra, sin parar. Porque la verdad era que a ellos les daba igual si se llamaba Kenia, Jessica o Valeria. Ellos querían su cuerpo y por eso era que pagaban.

 Kenia, o como fuere que se llamase, sabía bien a lo que había venido cuando viajó desde su verdadero país y se instaló en esa bien iluminada y bien planeada ciudad europea.  Lo sabía todo y se había preparado para ello mentalmente aunque eso no quitaba que la primera vez fuese la más incomoda de su vida. Al mismo tiempo, había sido su primera vez con quien fuere y ella trató de no darle importancia pero ese evento siempre lo tiene, se quiera o no.

 Eso sí, después todo fue más fácil o al menos pasable. Había estado dos años trabajando y había visto de todo. Incluso la habían arrestado una vez pero la habían dejado ir gracias al idiota que la había contratado.

 Pero ella no quería quedarse ahí toda la vida. Aunque sabía lo que había venido a hacer, no había planeado hacerlo para siempre. Su plan consistía en trabajar lo suficiente para ganar un buen dinero y luego salirse de ese mundo y encontrar un trabajo decente, estudiar y luego, si fuese posible, tener una buena familia. En el mundo no tenía a nadie y eso había ayudado a su temeraria decisión.

 Se quitó los tacones y las medias y puso los pies con cuidado sobre el suelo empedrado de la plaza. Obviamente el suelo estaba algo sucio pero no le importaba, solo quería sentir algo de frío en sus adoloridos pies y así poder relajarse y quitarse de la cabeza todo lo que tenía para pensar.

 Se dio cuenta que era placentero estar en esa plaza sola, con las luces iluminándolo todo. Era como si la ciudad misma le diera a ella un regalo por su esfuerzo, como si todas las luces estuviesen encendidas solo para ella. Por un momento imaginó que era otra, que bailaba en una gran salón con muchos invitados, como las damas de las películas. Quería un vestido rojo y estar maquillada y peinada para la ocasión. Tener un compañero de baile decente e ideal, diferente a los hombres que conocía.

 Pero entonces la realidad rompió su fantasía y recordó que hombres como ese probablemente ni existían o al menos no en su mundo y era su mundo el que le debía de importar porque no había otro al que pudiese huir ahora mismo. No había nada para ella que no fuera la prostitución y eso lo sabía bien. Tenía deudas y estaba amarrada a lo que hacía y a todo lo que eso conllevaba. Soltarse, ser libre, no iba a ser jamás tan fácil como la gente podía pensarlo.

 Sacó de su bolso algo de papel higiénico y se limpio un pie y luego el otro, después poniéndolos de vuelta a los tacones pero sin medias. Se levantó torpemente sobre el suelo empedrado y empezó a caminar hacia una de las calles que salían de la plaza. Era la opuesta a la que había usado para entrar pero no lo había pensado siquiera. Solo quería seguir caminando para siempre, como si eso pudiese hacerse.

 Lo bueno, pensó, era que no estaba atrapada físicamente como muchas de las chicas que encerraban en casas y las habían trabajar hasta que las pobres eran victimas de algún crimen horrible o simplemente lo hacían hasta que escapaban de alguna manera y nunca más se las veía. Ella estaba segura de que las mataban y simplemente no se encontraban los cadáveres porque a nadie le interesaba buscar prostitutas muertas. Y si se les encontraba, no era algo para mostrar en los noticieros de la noche. País rico o país pobre, las cosas a veces no son tan distintas.

 Salió a una avenida y se dio cuenta que el autobús nocturno debía de estar circulando. Caminó hasta la parada más cercana y verificó si el servicio que pasaba le servía. Como le venía bien, se sentó a esperar. Cuando miró la publicidad que había a un lado de la parada, se dio cuenta lo mal que iba, el maquillaje por todos lados y el bolso roto, sin medias y la blusa con manchas. Sacó otro poco de papel y se quitó el maquillaje lo mejor que pudo, al menos para no parecer una maniática. Lo de la blusa era más difícil.

 Menos mal no era una noche fría porque había dejado su abrigo en donde el cliente y no pensaba nunca más ir adonde ese hombre. No solo uno de esos racistas que a la vez no lo son, sino que olía mal y no porque sudara ni nada parecido sino porque su olor como ser humano era inmundo. Su presencia podía pasar como la de un hombre de negocios respetable pero ella sabía que cualquiera se sorprendería con lo retorcido de su mente.

 Ella solo salió de allí apenas la bestia cayó después de terminar. La pobre mujer se limpió la cara y un poco el cuerpo antes de salir, asqueada de si misma y del hombre y de lo que hacía para poder vivir.

 Cuando el bus llegó por fin, ella pagó su pasaje con las monedas que tenía y entonces se dio cuenta que no había recibido el pago por estar con ese animal. Quiso golpearse a si misma mientras se sentaba en la parte trasera del bus, pero ya era muy tarde para eso. Ahora lo importante era ver que pasaría mañana, como haría para pagar sus cosas, el alquiler y todo lo demás. Además quería evitar el trabajo, al menos por un par de días, y eso también estaría complicado, viendo que daba su teléfono a los clientes que frecuentaba más a menudo.


 En su viaje a casa, que duró casi una hora, se dio cuenta que ese momento sola en la plaza había sido casi un milagro pues había podido soñar despierta y respirar al menos una vez, cosa que jamás había hecho en los dos años que llevaba en la ciudad. Trató de relajarse en el bus también pero no pudo, pues al ver a través del vidrio mojado hacia la oscuridad de la noche, solo podía ver sus errores, uno tras otro, y la promesa de que su vida no iba cambiar de la noche a la mañana.