Con una puntería inexplicablemente buena, el
monje derribó con una sola piedra en su onda el pequeño aparato que había
estado dando vueltas por el monte. Normalmente los religiosos no tenían
reacciones de ese tipo, no se ponían como locos y derribaban el primer dron que
vieron con una piedra del tamaño de un puño. Lo que pasaba entonces era que,
por mucho tiempo, el templo de Santa Odilia había estado cerrado a todos los
demás hombres y mujeres del mundo. Esto había sido decidido por los monjes
hacía unos doscientos años y desde entonces solo se aceptaban cinco nuevos
religiosos cada año. Era una cuota bastante decente pues cada año el número de
jóvenes interesados bajaba drásticamente.
Cuando los monjes habían decidido encerrarse
en el monte, por allá cuando todavía no había elementos electrónicos ni nada
por el estilo, eran unos ochenta los que vivían en el monasterio y lo increíble
era que, para esa época, tuvieron que construir más habitaciones para que
pudieran estar todos cómodos. Ahora, sin embargo, los monjes no superaban la
docena y la limpieza de todo el conjunto de edificios era una tarea titánica en
la que todos ayudaban con lo que podían pero era obvio que no era suficiente
pues de los habitantes actuales, la mayoría eran hombres mayores de edad que no
podían agacharse demasiado o se quedarían ahí sin poderse mover. Los más
jóvenes debían cargar con el peso de todo y, así las cosas, era inevitable que
algunas partes del monte cayeran en ruinas.
La capilla sur, por ejemplo, era uno de
aquellos edificios que estaba literalmente cayéndose a pedazos. Cada cierto
tiempo, un pedacito de la piedra con la que se había construido, rodaba cuesta
abajo hacia el abismo que había allí. Los monjes sabían que perderían el
edificio en poco tiempo pero no era algo que en verdad discutieran porque eso
requería buscar una solución y la verdad era que no había soluciones para tal
cosa, al menos no para ellos pues no había dinero y las reglas eran estrictas
en cuanto al ingreso de “extranjeros” y el tipo de ayuda que podían recibir.
Los mayores zanjaban siempre cualquier eventual discusión, recordando a los
demás que el lugar era un retiro espiritual.
El día que el dron fue derribado, los monjes
estaban terminado una semana bastante difícil. Una torrencial lluvia se había
llevado uno de los muros de la capilla y con él varios artículos de gran valor.
Además, el agua había revolcado la tierra de la peor manera posible, arruinado
el pequeño huerto que tenían. Recuperaron lo que pudieron pero los animales que
aprovecharon el momento no dejaron demasiado para ellos. La tormenta había
ocurrido por la noche y por eso se sentían aún más afectados porque no había
nada que hubiesen podido hacer para evitar nada de lo que había pasado.
La semana siguiente tampoco empezó muy bien.
Tuvieron una visita muy poco usual de un miembro de la policía. No había venido
en automóvil sino en bicicleta, con todo y su uniforme. El hombre no eran joven
ni viejo y tenía una apariencia bastante arreglada, llevaba toda su vestimenta
a punto. Los monjes le hablaron a través de la puerta, sin verle la cara
directamente. No podían romper todas sus reglas pero era obvio que tampoco
podían ignorar que el mundo exterior tenía sus reglas propias y que una de
ellas era asumir las consecuencias de sus actos. Los monjes sabían bien que
derribar el dron había sido algo incorrecto, a pesar de que no supieran que era
ese aparato, para que servía o como funcionaba.
El policía fue lo más cortés que pudo y trató
de no utilizar vocabulario muy confuso. Ellos entendieron todo a la perfección
cuando él les explicó que el objeto que habían derribado era propiedad de un
niño que había tenido curiosidad por el monte y había utilizado su juguete para
poder tomar fotos y videos del lugar. Por supuesto que los monjes sabían lo que
eran fotos y videos porque ninguno había nacido en el monasterio pero como
todos eran mayores de cierta edad, no estaban muy al tanto de los últimos
avances de la tecnología. Para ellos, el aparato que habían visto circular el
monasterio era un juguete. Se disculparon con el policía pero el dijo que había
un detalle más y dudó al decirlo. De hecho, los monjes tuvieron que pedirle que
hablara más fuerte. El oficial aclaró la garganta y les explicó que el niño
quería que le pagaran su juguete.
Por supuesto, era un pedido ridículo y era por
eso que el policía no había tenido la valentía de decirlo en voz alta. ¿Cómo
iban a pagar los monjes algo que ni siquiera sabían lo que era? Encima que no
tenían ni comida ni ninguna riqueza con la que pudiesen conseguir dinero. La
conversación con el representante de la ley llegó hasta allí porque no había
nada más que decir. Excepto… El oficial se devolvió a la puerta y les dijo, en
voz bien clara, que el niño era el hijo del alcalde del pueblo cercano y por
eso era que lo habían enviado en verdad. Se devolvió a su bicicleta sin decir
nada más y partió con rapidez.
Los monjes acordaron ignorar lo sucedido. Era
obvio que no podían obligarlos a pagar nada pues no tenían como pagarlo.
Además, el niño debía haber sabido que no era un lugar correcto para estar
jugando, por lo que el derribo del juguete no era algo completamente difícil de
entender. Los monjes decidieron ignorar lo que había pasado y tratar de
recuperar su huerto y todo lo que habían perdido en vez de preocuparse por un
niño y un montón de personas que nunca habían visto. Tuvieron que hacer un
esfuerzo enorme para reformar todo el huerto y tratar de que allí creciese algo
como lo que había habido antes pero era difícil saber si lo conseguirían.
Fue en una de las cenas de las noches
siguientes, en la que uno de los monjes mayores quiso explicarles su posición
frente a lo sucedido con el juguete. Él entendía que la mayoría creyera
ridículo querer que ellos pagaran el juguete dañado pero le parecía muy mal que
los monjes parecieran darle la espalda al mundo por el que se suponía que se
habían dedicado a la vida religiosa. A pesar de ser personas que habían
decidido encerrarse en un montaña por su propia decisión, esa decisión no podía
ser una completamente egoísta o sino, ¿de que servía estar tan adentro de la
religión, tan metidos en algo que se supone es para el bien de toda la
humanidad y no solo para lo que deciden vivir una vida de recogimiento?
Las palabras del monje mayor hizo que todos
reflexionaran ese día. Sin duda tenía razón. A pesar de que pagar sería
ridículo pues no tenían con que, ellos ni podían darle la espalda al mundo nada
más porque su decisión los había llevado a vivir aislados de todos los demás.
Era algo complejo de entender, de explicar y de hacer, eso de irse a vivir
lejos por el bien de la humanidad y por la mejora de la espiritualidad. Era
algo complejo que ellos siempre buscaban explicarse porque los monjes no lo
sabían todo y era hombres tan confundidos como los pudiese haber en las calles
del mundo. Todos los problemas seguían siendo problemas en el monte de Santa
Odilia, lo quisieran o no.
La sorpresa la recibieron pasadas una semana,
cuando el mismísimo alcalde del pueblo más cercano se presentó en el monasterio
y exigió entrar al monasterio. Le explicaron, a través de la puerta, que eso no
era posible pero que podían hablar si eso le complacía. El hombre parecía estar
de ánimo para discutir, porque los monjes podían oír como sus pies iban y
venían, caminaba de un lado para el otro mientras decía que su hijo estaba muy
triste por su juguete. Decía que había llorado mucho desde el momento en el que
la piedra le había dado de lleno y el pobre aparato se había dañado
irreparablemente.
Los monjes escucharon pero no dijeron nada. Al
menos no hasta que el hombre hubiese acabado. Entonces uno de ellos, uno de los
más jóvenes, le propuso algo al alcalde a través de la puerta: podía traer a su
hijo, al niño, para que los visitara y ellos pudiesen explicarle por qué habían reaccionado
de la manera en la que lo habían hecho. Los demás monjes lo miraron como si
estuviera loco y el alcalde dejó de caminar de un lado al otro. La idea era
revolucionaria, por decir lo menos. El alcalde dijo que lo pensaría y se fue
sin más. Los demás monjes no quisieron alargar la conversación pero sus
opiniones eran muy variadas. Sin duda era una buena solución al problema de
demostrar quienes eran ellos pero también estaba el hecho de que arriesgaban parte
de quienes eran para lograr aclarar su punto. Hubo muchos rezos y reflexiones
esa noche y no solo en el monasterio.