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miércoles, 24 de agosto de 2016

Paparazzi

   Trepado como estaba en el árbol, no podía tomar fotografías y al mismo tiempo contestar su celular. Cuando intentó hacer las dos cosas a la vez, la cámara fotográfica se le resbaló de la mano precipitándose al suelo. No se rompió en varios pedazos ni nada parecido. Pero la altura había sido suficiente para romper el lente por dentro. La cámara había quedado inservible. Además, no había podido contestar la llamada que no era nada más ni nada menos que una publicidad.

 Cuando llegó a casa, revisó la cámara por todos lados. A primera visa parecía solo raspada pero el daño interno era severo. Consultó con sus compañeros de trabajo y le dijeron que así ya no podía trabajar y que ojalá tuviese algo de dinero ahorrado para una emergencia de ese estilo. Lastimosamente, Mateo no había tenido mucho éxito con sus últimas fotografías. Por alguna razón siempre llegaba tarde a los lugares donde había famosos o sus fotos no eran elegidas por los tabloides.

 Así es: Mateo era un paparazzi, un cazador de las estrellas. Se dedicaba, todos los días de su vida, a perseguir a los famosos y a los que tenían algo que perder. Su cámara era como su brazo derecho: sin ella no había nada. Se había quedado sin su principal fuente de dinero y eso que siempre tenía problemas para pagar sus deudas. Además no era barato mantener una cámara como esa o tener que ir a todas partes persiguiendo gente. Parecía un trabajo fácil pero no lo era.

 Y eso era descontando el hecho de que había que pelear para que las publicaciones compraran las fotos. No era solo oprimir el obturador sino saber llegarles a ellos con fotos perfectas para utilizar en sus páginas diarias. El pedido que tenían era de locura y por eso el negocio había crecido tanto. Ahora con la cámaras de los celulares y cámaras casi profesionales que se podía cargar con facilidad, el mercado de las fotografías de los famosos estaba cada vez más abarrotado.

 Mateo verificó en su cuenta y todo estaba como ya lo sabía: no tenía dinero suficiente para un nuevo lente, mucho menos para toda una cámara nueva. Además había estado ahorrando para pagar por el préstamo de unos equipos especiales que había alquilado con la esperanza de así poder tomar mejores fotos, sobre todo en la noche y sobre las vallas de las casas de los famosos pero todo eso no había servido de nada.

 Ahora tenía que pagar esa deuda y ni siquiera tenía como utilizar nada de lo que le habían prestado. Desesperado, acudió a otros fotógrafos del medio pero ellos no estaban en una mucho mejor posición. No tenían cámaras para prestar y era obvio que si hubieran tenido igual no le hubieran dado nada. Él era competencia y era mejor si ya no estaba en el negocio.

 La cámara rota se quedó por varios días en su mesa de noche. La miraba todos los días, casi como una sesión de tortura para forzarse a encontrar una solución satisfactoria a sus problemas de dinero. Estaba tan desesperado que había decidido pedirle a varios conocidos que lo conectaran para hacer trabajos con equipos prestados o en cualquier otro trabajo que pudiese hacer mientras solucionaba la situación de la cámara.

 Tuvo que trabajar lavando platos en un restaurante elegante y eso le ayudó para terminar de pagar su deuda. Cada cierto rato debía salir a la calle a fumar para resistir las ganas de mandar todo a la mierda. Para Mateo era un trabajo que había dejado de hacer hace años y además ya se consideraba muy viejo para estar usando esa estúpida manguera para limpiar los platos y la esponja con mucho jabón. Era humillante pero era lo único que había para hacer.

 Mateo nunca había tenido la oportunidad de estudiar. Terminó la secundaria porque el colegio era gratis pero sus padres no tuvieron dinero para darle una carrera. Él trató de estudiar, pagándose todo él mismo, pero solo logró entrar un semestre y ni siquiera pudo terminarlo pues sus obligaciones y las clases se cruzaban con frecuencia y tenía que tener sus prioridades. Había querido estudiar fotografía para ser un artista pero le tocó usar su talento para tomar fotos de gente que muchas veces ni sabía quién era.

 Era una novia la que le había dado la idea un día en el que estaban en su casa y ella tenía una de esas revistas. Mateo supuso que a esos fotógrafos les tenían que pagar bien pues no eran fotografías permitidas y se exponían incluso a ciertos riesgos al tomar las fotos así que se puso a averiguar y pronto encontró varios fotógrafos que le aconsejaron que hacer. Fue cuando sus últimos ahorros se fueron a la cámara que hacía poco se había estampado contra el suelo.

 Lo otro que era frustrante del trabajo en el restaurante, era que mucha gente supuestamente famosa iba allí a que la vieran o a fingir que no querían que los vieran. Desde políticos de dudosa reputación hasta estrellas temporales del canto, muchas veces estaban allí y no faltaba el tonto que iba y les pedía el autógrafo. Mateo no entendía eso de la fama por no hacer nada pero sabía que era algo bueno para gente como él.

 Cuando pensó eso, se dio cuenta de que ya no era fotógrafo y se sintió bastante mal. Para compensarlo, trató de diseñar una manera de tomarles fotos a los artistas sin que se dieran cuenta. Tenía que ser con el celular. O al menos podría grabar sus voces y venderlo a alguno de esos portales en internet que seguro estarían interesados en algo así.

 Pero no hizo nada parecido. Estaba demasiado ocupado tratando de ganar dinero para pagar sus deudas y todavía pensaba que podía arreglar su cámara. Todas las noches la miraba y revisaba el lente y los espejos internos. Siempre terminaba frustrado porque sabía que el daño era demasiado grande y que no tenía como reemplazar nada de ello. Esa cámara le había proporcionado una buena vida. Tal vez no excelente pero había puesto comida en la mesa y le había proporcionado algunas emociones fuertes, lo que siempre era divertido.

 Con ella había tenido que correr detrás de automóviles en movimiento y detrás de parejas que fingían que no sabían que les tomaban fotos. No solo se había subido a los árboles sino también sobre muros e incluso se había disfrazado con barba postiza y toda la cosa para infiltrarse en lugares de los que lo habían echado pero siempre con las fotos a salvo en la tarjeta de memoria que nunca olvidaba de sacar antes de que nadie tuviese la oportunidad de borrarle las fotos.

 Fue entonces cuando cayó en cuenta de que no había revisado si la tarjeta de memoria también se había dañado o si al menos la podía conservar. No sabía que utilidad podría sacarle sin tener un cámara pero de seguro podría hacer algo con ella. Tal vez venderla o esperar a que en algunos meses pudiese tener una cámara más barata o algo por el estilo.

 Sacó la memoria de la cámara y la insertó en su portátil. La tarjeta no podía ser leída por el computador. Se pasó toda una noche, en la que debía descansar para estar alerta en su trabajo en la cocina, tratando de que su portátil leyera la memoria. Parecía que se había dañado de alguna manera porque antes siempre había funcionado a la perfección sin ninguna situación rara.

 Muy tarde en la noche, por fin, el portátil pudo leer la tarjeta por unos segundos. Mateo aprovechó para copiar las pocas imágenes guardadas a su computador antes de que la tarjeta de memoria fallara de nuevo. La mayoría eran fotos desenfocadas o borrosas. Definitivamente nada especial. Era unas cien que había tomado en apenas un par de minutos. Las revisó una a una, con una esperanza que rayaba en lo tonto.


 Y sin embargo, encontró lo que buscaba: una foto limpia, con una definición lo suficientemente buena. Era de la actriz que había estado vigilando y algo interesante se veía en la imagen: otra persona. Y su cara era inconfundible. En una milésima de segundo, había tomado una foto que le podría generar mucho dinero. Sin dudarlo, hizo copias y decidió no ir a trabajar a la mañana siguiente. Tenía algo que vender, la solución a sus problemas.

miércoles, 17 de agosto de 2016

Gimnasia

   Eran pasadas las once de la noche y Javier seguía practicando una y otra vez. A veces solo se detenía para tomar algo de agua y ajustar algo en uno de los aparatos. Pero al rato siempre seguía, como si tuviera energía para toda la vida. Era probable que la tuviese pues muy pocos chicos de su edad eran capaces de tener tanta disciplina por si mismos. En el lugar solo estaba él, su entrenador se había ido hace varias horas y él había mentido al decir que se iba a quedar solo un rato más para pulir su presentación en barras asimétricas.

 Fue casi a medianoche que sus padres vinieron a recogerlo. Era la hora que él  les había dicho y ellos no habían puesto en duda su sinceridad. Quisieron preguntar donde estaba el entrenador pero él fue más rápido y les preguntó sobre su día y sobre que había en casa para cenar. Era una pregunta algo tonta pues no importaba mucho qué había de cena cuando él tenía que permanecer en una dieta muy estricta que no le dejaba subir calorías en ningún momento.

 En el coche de camino a casa, Javier pensaba que tal vez era mejor decirle a alguien que había estado entrenando solo, que tal vez se había estado esforzando más allá de lo que tenía sentido. De pronto lo mejor era parar un poco y ser un joven normal al menos por un tiempo. Hacía mucho que no lo era, que no abrazaba a sus padres o que no les agradecía el trabajo tan difícil que era tener un hijo gimnasta.

 Nunca llegó a agradecerles. En una de las intersecciones, un automóvil manejado por un borracho se pasó la luz roja y embistió el vehículo de la familia de Javier con tanta fuerza que fueron a dar varias metros hacia el otro lado. Los bomberos y las ambulancias no demoraron. Sacaron primero a Javier y luego a sus padres y pocos minutos después solo quedaba el retorcido esqueleto del vehículo y nada más.

 En el hospital, a Javier le habían inducido a dormir. De puro milagro no se había rato nada y solo tenía raspones y moretones por todos lados. Le habían puesto algo para dormir porque necesitaban revisarlo a fondo y no tenían tiempo de ver que opinaba del asunto. Los exámenes fueron positivos: Javier estaba en óptimas condiciones físicas a pesar del accidente. Lo dejaron dormir hasta el otro día.

 Ese día siguiente fue uno de los peores de su vida. Apenas estuvo algo consciente, le informaron que su madre había muerto en el accidente. Habían tratado de revivirla pero había sido imposible. Su padre estaba en estado critico, pues el coche había embestido por su lado. Mínimo quedaría sin el uso de sus piernas pero eso era asumiendo que saliera del estado en el que estaba.

 Dos semanas después, todavía algo drogado para no sentir demasiado, Javier enterraba a sus padres. Lo acompañaban familiares, algunos amigos y su entrenador. Esa era la única figura paterna que le quedaba pues su padre no había aguantado las operaciones y había muerto poco después de que a Javier le informaran lo de su madre. Estaba solo en el mundo y, cuando fue capaz de comprender lo que pasaba, quiso salir corriendo o no hacer nada más en la vida que quedarse en la cama llorando y si acaso comer cada mucho tiempo.

 La verdad era que Javier se culpaba, al menos parcialmente, por el accidente. Según lo que él pensaba, sus padres no hubiesen muerto de haber venido por él a la verdadera hora de finalización del entrenamiento. Si el no hubiese estado obsesionado con ganar la próxima competencia, no hubiese pasado nada y tal vez el borracho jamás hubiese terminado con una familia en una sola noche.

 Su entrenador quiso distraerlo y le recordó que había estado entrenando y que podía tratar de ganar de todas maneras. Pero Javier no estaba de humor para eso. No solo porque el esfuerzo de la mente para estar mejor lo dejaba exhausto, mucho más que los ejercicios en aparatos, sino porque su cuerpo estaba muy débil. Era como si los músculos se le hubiesen aflojado de pronto. No tenía fuerza para levantar una taza de café o el periódico. Estaba muy débil.

 Su entrenador comprendió y le dijo que perder esa competencia, o mejor dicho no concursar, no tenía nada grave. Pero necesitaba que Javier recordara que había estado entrenando para calificar a los Olímpicos. Eso era algo grande, un suceso tan enorme que no podían dejarlo de lado así como así. El entrenador Blanco dejó que Javier hiciese el luto que quisiera pero le ordenó, así tal cual, que volviera a entrenamiento en un mes.

 El chico aceptó pero la verdad no había estado poniendo mucha atención. En su mente solo estaban sus padres y las recetas que les gustaba hacer para él, cuando tenía competencias. Desde pequeño habían estado apoyándolo, aplaudiendo cada uno de sus logros y dándole lo mejor de si mismo para que él creciera y se convirtiera en un hombre respetable, con una moralidad intachable.

 Javier lloraba siempre que recordaba eso porque su moralidad era todo menos intachable. No solo se empujaba demasiado fuerte en su deporte, también era competitivo y muchas veces buscaba destruir los sueños de los demás. Ahora ya sentía como se sentía aquello y no le deseaba nada parecido ni a su peor enemigo.

 Durante su mes libre, Javier tuvo cada día para pensar. Se levantaba muy temprano siempre, como si todavía tuviera que ir a practicar, y desde las horas de la mañana trataba de lidiar con vivir una vida normal. El hogar en el que vivía ahora era suyo con todo lo que tenía adentro más algo de dinero que no eran millones y millones pero era más que suficiente para una vida tranquila. Sabía además que había que ahorrar y lo mismo iba con lo que ganar en su profesión.

 Le gustaba quedarse en casa y revisar los álbumes de fotos y elegir de entre ellas las que más le gustaban. Esas las ponía en un tablero en su cuarto y las miraba siempre que se sintiera demasiado agobiado por todo. Miraba las fotos de sus padres, jóvenes, con un bebé que aprendía a caminar o que andaba desnudo por la casa. Ese era él.

 No tiró nada de ellos hasta que algunos amigos le aconsejaron que lo mejor era tirar la ropa que no fuese a guardar pues le podían servir a otra gente con necesidades urgentes en cuanto a la vestimenta. Eligió un par de prendas de cada uno de sus padres y todo el resto lo pudo en cajas para regalar. Nunca pensó que le afectaría tanto pero la verdad era difícil ver todos esos pedazos de tela que contaban tantas historias, amontonándose allí como si no hubiesen sido parte esencial de su vida.

 Le aconsejaron también ir a un terapeuta o, mejor dicho, a un psicólogo pero Javier no pasó de la primera cita. Esos lugares no eran para él: se sentía siempre demasiado desprotegido y aunque la mujer decía que podía confiar en ella, la verdad era que no se conocían y que no había sentido en confiar en alguien que no conocía de nada. No podía oírla hablar de sus padres como si  los conociera ni tampoco de su profesión como si en verdad supiese algo al respecto.

 Al mes volvió al entrenamiento y tuvo que trabajar como si hubiera dejado de ejercitarse por varios años. El dolor de la perdida se había traducido en dolor físico y no había ahora ejercicio que no le infligiera un dolor muy alto. Pero no importaba. Se concentró lo mejor que pudo en los concursos, mejorando al nivel que tenía antes e incluso más. Fue casi un año después cuando pudo lograr el cupo para los Olímpicos.


 Visitó la tumba de sus padres pocos días ante de viajar a la ciudad donde sería la competencia. Les contó a sus padres varios detalles de la competencia, cosas graciosas y otras personales. Se detuvo un momento, pues la culpa seguía allí, pequeña pero insistente. Sin embargo, continuó entrenando de la manera más estricta y les dedicó a sus padres cada una de sus victorias pasadas y futuras.

miércoles, 25 de mayo de 2016

Caminar

   Los zapatos ya estaban atrás, hechos pedazos por lo duro del camino y porque era peor tenerlos puestos que no tener nada. Las medias también desaparecieron eventualmente, no mucho después. Su paso era lento pero constante, no había día que no caminara, no había día que no moviera su cuerpo hacia delante y planeara algo que hacer. Debía hacerlo o sino perdería la razón.

 Con frecuencia hablaba solo o fingía hablarle alguna persona que no estaba allí. Era algo necesario para que no se volviera loco. Eso podría parecer que no tenía sentido pero era mejor para él gritar decirlo todo en voz alta, para que sus ideas fueran lo más claras posibles y sus ganas no se vieran reducidas a nada por el clima y las diferentes cosas que pudiesen pasarlo en un día normal caminando por el mundo.

 Seguían habiendo animales y esos podían ser los encuentros más difíciles. Había algunos que parecían haber crecido. Ahora era más atemorizantes que antes y había que saber evitarlos. Si eso no era posible, había que saber como asustarlos para que se alejaran con rapidez o él pudiese alejarse con rapidez. Había osos y lobos y gatos salvajes e incluso animales más pequeños pero igual de agresivos. Al fin y al cabo la escasez de comida era general y a todos les tocaba tratar de encontrar comida en un mundo donde no quedaba mucho.

 Con el tiempo, además de los zapatos y las medias, perdió toda la demás ropa y solo se quedó con una chaqueta que había encontrado en uno de los muchos edificios abandonados. Le quedaba grande, llegándole hasta por encima de las rodillas. Era una chaqueta gruesa, que daba calor y tenía una superficie muy caliente en el interior. Era perfecta para dormir en la noche en sitios fríos o para evitar tocar el suelo cuando estaba cubierto de vidrios o de piedras.

 Gente ya no había o no parecía haber. Mucha había muerto en las revueltas del pasado y otros habían perecido después, por la falta de comida y de oportunidades de supervivencia. Porque en el mundo ya no había nada de lo de antes. El mundo conectado que había habido por tanto tiempo ya no existía y ahora tocaba conformarse con uno que apenas podía mantenerse vivo.

 Era difícil tener que viajar y caminar todo el tiempo, pero así eran las cosas y no tenía sentido quejarse de nada. Cuando empezó, todo era más difícil: lloraba seguido y pensaba que moriría después de unos días. Pero fue encontrando comida, fue planeando a partir de mapas viejos y del clima que cada vez era más cálido y pesado. Supo defenderse y solo siguió adelante, sin mirar atrás.

 Por supuesto, recordaba a sus padres, al resto de su familia, a sus amigos e incluso a esas personas que solo veía una vez a la semana en el supermercado o lugares por el estilo. Todo los días pensaba en todos ellos y se preguntaba que había pasado, como habrían sido sus últimos días en la Tierra. Esperaba que ninguno de ellos hubiese sufrido. Eso era lo único que uno podía esperar. De resto era difícil exigir mucho pues no había de donde ponerse quisquilloso.

 Los primeros meses se desplazó por todo su país únicamente, a veces siguiendo las carreteras y otras veces siguiendo los lindes marcados de muchos de los terrenos que habían pertenecido, alguna vez, a los poderosos. Se reía de eso. Se reía de la gente que había acumulado riquezas de todo tipo y ahora ya no estaba por ninguna parte. Estaban muertos y de nada les servía tener todo lo que habían tenido. A la muerte le da igual cuantas propiedades tiene alguien.

 La carretera era más fácil de recorred pero había el inconveniente de que muchos de los animales más agresivos se habían dado cuenta de lo mismo. No era extraño ver grupos de lobos pasearse campantes por la carretera, como si fueran vacaciones. Eran seres inteligentes y se daban cuenta de todo lo que el hombre había construido y trataban de sacarle provecho. No solo a las carreteras sino también a los campos que ahora eran lugares con hierba crecida pero mucho alimento sin controlar.

 Pero casi siempre llegaban primero los más rápidos y acababan con todo. Los tiempos de compartir y ser amable se habían terminado hacía mucho. Los pájaros acababan con un cultivo en unos pocos minutos y los lobos atacan a los animales menores y solo dejaban los huesos. El humano que viajaba descalzo muy pocas veces podía comer carne porque, además del problema de no encontrarla, estaba el lío para cocinar y que el humo no alertara a los depredadores.

 En esos casos, comía la carne cruda. El sabor era asqueroso al comienzo pero después se fue acostumbrando. Tenía que comer lo que había, lo que encontrara, o sino moriría de hambre y esa no era una opción que se planteara. Era algo extraño pero seguía echando para adelante, seguía pensando que valía la pena seguir viviendo.

 Era un mundo vuelto al revés, al borde del colapso total. Era algo que se podía ver todos los días, al atardecer, cuando las partículas de las explosiones nucleares flotaban en el aire y se veían allá arriba, como estacionadas, recordándole a la poca humanidad que había que su tiempo se había terminado.

 Sin embargo, él seguía adelante. Escalaba montañas y hacía los mayores esfuerzos para comer al menos una vez al día, fuesen bichos o carne cruda o solo plantas que otros animales no hubiesen atacado ya. Muchas veces tenía que parar y hacer una pausa en su vida salvaje. Al fin y al cabo, seguía siendo un ser humano. Seguía necesitando cosas que los humanos habían juzgado necesarias.

 Un ejemplo de ello era el baño. Se metía al menos dos veces a la semana en algún río o lago para quitarse la suciedad acumulada en la piel. Se limpiaba con hojas o con objetos que hubiese encontrado en el camino. En los bolsillos de la chaqueta guardaba pequeños tesoros, como una pequeña esponja de baño casi nueva, y los conservaba cerca como si fueran sus más grandes tesoros.

 Cuando estaba en el río, o donde fuese, usaba la esponja con cuidado y sentía, por algunos momentos, que volvía a ser un ser completamente civilizado. Sonreía y se imaginaba estando en uno de esos grandes baños en los que hombres y mujeres compartían anécdotas y noticias en el pasado. Eran baños agua caliente y con mucho vapor pero eran relajantes. De esos casi no había. En todo caso su imaginación era interrumpida siempre por algún aullido o algún otro sonido que le recordaba que el mundo ya no era el mismo.

 No lloraba. Era algo raro. No sabía si era que no podía o si no tenía razones reales para hacerlo. El caso es que no lo hacía nunca, así se golpeara en los pies o si se le clavaba una espina o un vidrio en alguna parte del cuerpo. No había lagrimas. Lo que había, era insultos y gritos. Porque se había dado cuenta que los animales todavía le tenían aprensión a la voz humana y cuando pensaban que había muchos cerca, simplemente no se acercaban. Al menos tenía una ventaja todavía y la usaba cuando estaba frustrado.

 Estarse moviendo todo el día era difícil. Hubiese querido poder quedarse en un solo sitio y vivir allí para siempre, tal vez incluso morir en un sitio de su elección. Pero, al parecer, ya no podría elegir nada en su vida. Le tocaba aceptar lo que había y seguir adelante. Ya no había felicidad ni tristeza. Todo era un sentimiento tibio, ahí en la mitad de todo en el que no había cabida para nada demasiado complejo.


 Alguna vez se encontró a otro ser humano. Estaba agonizando entre los escombros de una casa que parecía haberse venido abajo. Quien sabe cuanto había podido vivir ahí. Pero todo termina y así había terminado la pobre, sepultada por su propio hogar. Lo único que él hizo fue seguir caminando y no mirar atrás. No valía la pena.

martes, 7 de octubre de 2014

Equilibrio

Sofya era la mejor en toda la competencia, de eso no había ninguna duda. En cada una de sus presentaciones se lucía con pasos cada vez más refinados, perfectos. Su cuerpo parecía hecho de plastilina o algún otro material maleable. Verla era increíble.

Su mayor seguidora era su madre. La niña había mostrado aptitudes desde pequeña y los profesores habían instruido a Katerina para que la niña aprendiera algún deporte donde pudiera sacar a la luz todo su potencial. Estuvo un año haciendo ballet pero la niña odiaba estar en grupos grandes, con otras niñas. Y Katerina detestaba sentarse con madres obsesionadas con sus sueños frustrados.

La niña se decidió entonces por la gimnasia rítmica, un deporte que podría practicar sola pero que pediría bastante de su cuerpo y de su disciplina. Pero así lo hizo, cumpliendo con todo lo que debía hacer. Sofya era dedicada y cuando entraba a competir, era como si no hubiera nada más en el mundo.

Su madre le preguntaba con frecuencia si estaba segura de que esto era lo que quería hacer y la pequeña siempre respondía que su sueño era estar en los Olímpicos. La madre estaba feliz pero puso reglas: no más de cierta cantidad de práctica a la semana y nada de competencias demasiado pesadas, al menos no hasta que fuera algo mayor.

Sofya resentía esta actitud de su madre, ya que ella creía que era un miedo de Katerina de ver a su hija fracasar o algo por el estilo. La verdad era que su madre quería que fuera una niña normal y disfrutara otros aspectos de la vida, no solo estar siempre metida en algún gimnasio o preocupada por su peso o aspecto.

Cuando podían, Katerina lleva a la niña con al centro comercial de compras, a jugar en el parque con su perrita Ariel o jugaban juegos de baile en la consola que tenían en casa. Todo para que Sofya no sintiera que debía hacer cosas sino que las hiciera cuando quisiera.

Pero el mundo de las competiciones lentamente fue tocando la mente de Sofya hasta que, a los dieciséis años, ya había desarrollado un serio problema sicológico. Nunca había sido de aquellas niñas con montones de amigas. De hecho Katerina no conocía ninguna amiguita de su hija, a parte de las chicas que iban al mismo gimnasio a entrenar.

Lo más grave era que Sofya había empezado a crecer y ahora se veía a si misma diferente. Veía a una chica con más busto y caderas y le era más difícil manejar su cuerpo en ciertas maniobras. Otras chicas seguían siendo delgadas y casi no tenían senos. Y eso le daba rabia.

Katerina se había dado cuenta un día, cuando había encontrado a su hija mirándose al espejo como si estuviera contemplando a alguien que nunca hubiera visto. Sin dudarlo, habló con ella y la relación que habían construido dio frutos cuando la niña le dijo exactamente que le molestaba.

La mujer le respondió que su cuerpo era más bello que el de las otras chicas y que tal vez ese era un nuevo reto para ella, manejar su cuerpo a través de los ejercicios más difíciles. Le propuso hablarlo con su entrenadora.

La mujer les dijo, sin pelos en la lengua, que todo era más fácil para una chica ligera, con menos carga. Pero que nada era imposible. Este era un deporte que solo se podía practicar hasta cierta edad, hasta que los huesos permitieran los difíciles giros y saltos.

Con la ayuda de Katerina, Sofya se sometió a una dieta para bajar de peso. Esto ayudó a hacer que la relación entre las dos fuera más estrecha y a que Sofya viera a su madre como quien era en realidad: una mujer dedicada a complacer a su hija, desde pequeña.

Ahora hablaban de chicos, del trabajo de Katerina en una inmobiliaria y de los entresijos de las competencias de gimnasia.

La joven, con permiso de su madre, empezó a practicar más seguido. Dejó a un lado sus estudios, habiendo prometido a su madre que sin importar el resultado, volvería al colegio apenas todo terminara.

Katerina ayudó a su hija con la música para su rutina y le aconsejó mezclar algunos pasos de baile moderno con los ejercicios. A la entrenadora y a su hija les encantó la idea.

Por fin llegó el día de la competencia nacional, que se llevaría a cabo en una ciudad costera. Katerina y su hija disfrutaron del hotel y de la playa antes del día de la competencia, prometiendo estar juntas pasara lo que pasara.

En la competencia, Sofya se lució ante los jueces, a quienes les encantó la música moderna y los pasos contemporáneos mezclados con rutinas de ejercicio complejas que Sofya pude ejecutar a la perfección, con disciplina y esfuerzo.

En la tabla general quedó tercera y eso la calificaba automáticamente para competir a nivel regional, con chicas de otros países del continente. Era un paso más hacia su sueño de llegar a las Olimpiadas.

Katerina la felicitó y le dijo que había tenido una idea: la ayudaría a estudiar bastante para poder graduarse lo más pronto posible, antes o después de las regionales. Creía que era básico estudiar y tener un respaldo.

Aunque en un principio Sofya se enojó ya que pensó que eso ponía a la luz cierta desconfianza de su madre, después entendió que ella solo quería lo mejor para su hija. Así que cuando la chica volvió a hablar con su madre, como siempre lo hacía, le dijo que quería estudiar arquitectura y que así su madre podría vender las casas que ella hiciera.

Esto alegró a Katerina, no por el hecho del trabajo y los estudios sino porque le hizo ver lo rápido que su hija había madurado. Estaba segura que Sofya sería una gran mujer en el futuro, capaz de tomar decisiones por su cuenta sin ayuda ni presiones de nadie. Sería una mujer libre y eso era lo que Katerina siempre había querido, tras sus muchos sacrificios y esfuerzos.