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viernes, 26 de enero de 2018

Es lo que hay

   Apenas entró en la habitación, empujó la puerta con uno de sus pies y se dejó caer en la cama. Estaba muy cansado. No supo como hizo para incorporarse, quitarse toda la ropa y acostarse debajo de las mullidas sabanas. Durmió por casi ocho horas, sin soñar nada o al menos sin recordarlo. La luz del sol se filtraba por entre la persiana pero ni eso fue capaz de despertarlo. Lo bueno era que era sábado y no habría nada que hacer excepto relajarse y descansar de una semana de estudio.

 Cuando por fin se despertó eran casi las tres de la tarde. Aunque en un principio se sobresaltó por ello, se calmó rápidamente al recordar que no tenía nada que hacer y que el tiempo en verdad no había sido perdido, pues en verdad necesitaba dormir varias horas y por fin lo había hecho. El proyecto de su posgrado lo había mantenido despierto casi todas las noches de la semana anterior, por lo que era apenas justo recibir un poco de descanso y diversión a cambio del esfuerzo.

 Apenas abrió los ojos, lo único que hizo fue darse cuenta de que no sabía muy bien como había llegado a su casa. Por supuesto sabía muy bien donde había estado toda la noche. El sitio era más o menos cerca, así que caminar no debería haber supuesto un gran peligro. Fuera de eso, esa ciudad era mucho más tranquila y segura que su ciudad natal, que no veía hacía varios meses. Había venido a estudiar por un año y ya se había amoldado a la vida local, sin mayores inconvenientes.

 Nadie lo iba a oír decir nada de esto, pero la verdad era que sentía que podría llegar a vivir en un sitio así. Tenía rincones apacible como parques y plazas pero también avenidas llenas de comercio y con gente por todos lados. Tenía callejones que explorar y grandes estructuras que atraían a miles de turistas cada día. El mar y la montaña estaban a la misma distancia desde su casa y el calor del verano era intenso y con brisa y el invierno era suave pero se hacía sentir con cierto carácter.

 Además, estaba el hecho de que allí no sentía cuatro mil ojos encima viendo todo lo que él hacía a cada momento. Podía ir a los sitios que quisiera, comprar lo que se le apeteciera (considerando el precio) y simplemente vivir la vida que él eligiera. El único inconveniente era que todo eso lo estaba haciendo con dinero de sus padres puesto que él jamás había ganado una sola moneda por nada que hubiese hecho. Se había concentrado en ser un adolescente en el colegio y en la universidad se esforzó por aprender y obtener buenas calificaciones.

 Sin embargo, cuando todo lo que tiene que ver con estudios terminó, se dio cuenta de que no tenía experiencia alguna en el mundo laboral. Por unos meses buscó empleo pero no hubo nadie que se interesara en alguien que solo había estudiado una carrera universitaria y sabía hablar en tres idiomas. Esa fue la razón para que saliera de su casa por primera vez e hiciera lo mismo que estaba haciendo ahora: estudiar en otro país. Quiso hacer más que eso pero al parecer allí tampoco necesitaban a uno como él.

 Ahora estaban en la segunda ronda de sus estudios de posgrado. Había elegido una ciudad diferente a la suya y diferente a la otra en la que había vivido. Y sí, se sentía bien y le gustaba lo que estaba estudiando. Pero, de nuevo, nadie parecía interesado en contratarlo para nada. Todos los días enviaba entre diez y veinte hojas de vida a diferentes empresas. Lo hacía en la mañana, antes de salir para clase. Si acaso recibía un par de respuestas diciendo que por ahora no estaban buscando personal.

 La búsqueda se había intensificado en días recientes, pues cada vez más se acercaba la fecha del final de sus estudios y, por consecuente, el regreso a casa. Eso lo tenía pensando mucho puesto que una parte de él ansiaba volver a su ciudad natal y ver a sus padres, amigos y demás. Quería hablar con ellos y escuchar lo que no le contaban por video llamada.  Los quería cerca de nuevo porque aquello le brindaba algo así como una protección especial, un lugar seguro en el mundo.

 Pero otra parte de su ser pensaba que lo mejor era quedarse allí, en una ciudad que había sido amable con él y le había mostrado que su vida podría ser algo mucho mejor de lo que siempre había imaginado. Había aprendido mucho de si mismo allí, y quedarse podría significar el descubrimiento de muchas cosas más y la realización personal que tanto buscan todos los seres humanos. Era una opción que no podía dejar de lado y que consideraba con cada currículo enviado por correo electrónico.

 Sin embargo, todo dependía de ese maldito puesto de trabajo que parecía evitarlo a toda costa. Había estudiado y bastante durante su vida. Pero pronto se dio cuenta que eso en el mundo laboral no vale nada, a menos que ya se haya empezado a escalar la escalera que llaman del éxito. Con cada día que pasaba, con cada momento en el que pensaba en sus opciones, se iba dando cuenta de que esa escalera se alejaba más y más de él. Incluso un día se aseguró a si mismo que jamás sería nadie más de lo que ya era: un simple tonto sin nada que ofrecer a nadie.

 Las cosas pasaron más o menos como él lo había imaginado: llegó el día de la presentación del proyecto de posgrado y fue mucho más sencillo de lo que pensaba. No le importaban las calificaciones ni nada por el estilo, solamente pasar ese obstáculo y por fin estar del otro lado. Ese día fueron todos los alumnos a beber algo y tuvo una sensación que ya había tenido varias veces cuando estaba con un grupo de personas: la sensación de estar solo en el mundo, de no tener nada en que sostenerse.

 Poco después, compró el billete de avión para volver a su ciudad. Eso sellaba su destino inmediato. Había fracasado en sus intentos por hacer algo y por ser alguien. Sabía muy bien que la gente lo juzgaría, por no haber hecho suficiente, por haber sido un flojo que en verdad no quería nada más sino quedarse sentado frente a un computador todos los días. Al volver a casa, descubriría que todo esto no solo estaba en su cabeza, sino que de hecho pasaría a ser algo clave en el siguiente año de su vida.

 Cuando llegó, no hizo nada. Estaba abatido y por primera vez en su vida no veía un camino claro a seguir. Ya se le habían acabado los caminos y solo podía seguir adelante, así lo que tuviera enfrente fuesen solo sombras y una oscuridad horrible. Sus padres no decía nada y nunca supo si eso era bueno o malo. Al menos no hasta que su padre empezó diciendo cosas, indirectas, pero que eran más claras que el agua. ¿Y que podía hacer? Nada más sino empezar a buscar empleo de nuevo.

 Así pasó más de un año, buscando y buscando, enviando sus datos personales a miles de lugares, hablando con personas que pudiesen saber de alguien que pudiera ayudarlo. Pero nada de eso surtió efecto. Nadie ayuda a nadie en este mundo, al menos no en el mundo laboral, sin esperar algo a cambio. Ya con casi treinta años y sin experiencia laboral, las personas empezaban a verlo como un flojo, un bueno para nada que había perdido su tiempo y que no tenía nada para probar que servía de algo.

 No lo decían pero estaba claro que era lo que pensaban. El rechazo casi diario se volvió en una costumbre. También el hecho de que sus amigos dejaron de serlo, apoyados en los cambios que todos habían vivido, excusas flojas que no escondían bien las razones reales.


 Él siguió haciendo lo mismo. Día tras día, con una sombra sobre su cuello que le susurraba ideas al oído, cada una más peligrosa y sórdida que la anterior. Lo ignoraba pero podría llegar un momento en el que eso sería imposible. Pero esa es la historia que hay. La mía.

miércoles, 26 de julio de 2017

Un día más

   Al caer, las bombas levantaban del suelo la delgada capa de tierra y suciedad que había ido cubriendo la ciudad durante los últimos meses. Ya no había servicio de recolección de basuras. Ya no había electricidad y el servicio de agua en los domicilios se veía interrumpido durante varias horas todos los días. La calidad del liquido había decaído tanto que no se recomendaba beberla y siempre hervirla antes de usarla para cocinar. Pequeños tanques de gas se repartían para esto pero eran cada vez más escasos.

 Durante un año, el asedio a las fronteras y la destrucción de varias ciudades lejanas habían hecho que la capital se hubiera ido cerrando poco a poco sobre si misma. Ya nadie trabajaba en nada, a menos que fuese para el gobierno. Se pagaba en comida a quienes ayudaran a instalar y construir murallas y equipamiento militar para la defensa y si la gente se enlistaba su familia recibía un trato preferencial, siendo traslada a una casa especial con todo lo necesario en el mundo anterior.

 Claro que esto había hecho que convertirse en soldado no fuese tan fácil como antes. Solo alguien perfectas condiciones físicas era aceptado y si era muy viejo, lo echaban sin dudarlo. Mujeres y hombres hacían filas muy largas para obtener la oportunidad pero muy pocos lo hacían. Cuando la oportunidad llegaba, venía un camión por sus cosas y se los llevaban en la noche, sin escandalo ni espectáculo. Todo en silencio, como si estuviesen haciendo algo malo.

 Sin embargo, el ejercito era lo único que le quedaba al país. No era oficial, pero el gobierno existía ahora solo en papel. El presidente no tenía ningún poder real. Había sido reemplazado por una junta de jefes militares que se pasaban los días construyendo estrategias para poder repeler al enemigo cuando este llegara. Y es que todos esperaban ese día, el día en que los pájaros de acero aparecerían en el cielo y harían caer sobre sus cabezas toneladas de bombas que barrerían el pasado de un solo golpe.

 Cada persona, cada familia, se preparaba para ese destino final. Los más jóvenes a veces fantaseaban con un salvador inesperado que vendría a defenderlos a todos de los enemigos. Pero incluso los más pequeños terminaban dándose cuenta que eso jamás ocurriría. Todavía existía la radio y el internet. Ambos confirmaban, en mensajes poco elaborados pero muy claros, que el mundo estaba en las manos de aquellos que ahora eran los propietarios del mundo. Se habían arriesgado en una jugada magistral y habían resultado vencedores.

 Los vencidos hacían lo que podían para vivir un día más, siempre un solo día más. No pretendían encerrarse en un mundo propio y que los enemigos simplemente no reconocieran su presencia. Eso había sido posible muchos siglos atrás pero no ahora. Con la tecnología a su disposición, el enemigo había ocupado cada rincón de la tierra. Si no enviaban soldados o gente para reconstruir ciudades, era porque el lugar simplemente no les interesaba. Pero no era algo común.

 En los territorios ocupados, los pobladores originales eran sometidos al trato más inhumano. Al fin y al cabo eran los derrotados y sus nuevos maestros querían que lo recordaran cada día de sus vidas. No se usaban las palabras “esclavo” o “esclavitud” pero era bastante claro que la situación era muy similar. No tenían salarios y los hacían trabajar hasta el borde de sus capacidades, sin importar la edad o la capacidad física. Para ellos nada impedía su capacidad de trabajar.

 Fue así como las minas nunca cerraron, lo mismo que los aserraderos y todas las industrias que producían algo de valor. Lo único que había ocurrido era una breve pausa en operaciones, mientras todo pasaba de las manos de unos a otros. De resto todo era como siempre, a excepción de que las riquezas no se extraían de la tierra o se creaban para el comercio. Se enviaban a otros rincones del nuevo imperio y el mismo gobierno, omnipresente en todo el globo, los usaba a su parecer.

 Cada vez había menos lugares a los que llegaran. Si no lo hacían era por falta de recursos, porque no les gustaba darle oportunidad a nadie de escapar o de hacer algún último movimiento desesperado. Si se detectaban células rebeldes en las colonias, se exterminaban desde la raíz, sin piedad ni contemplación. Era la única manera de garantizar, en su opinión, que nunca nadie pensara en enfrentárseles. Y la verdad era que esa técnica funcionaba porque cada vez menos personas levantaban la voz.

 Cuando ocupaban un territorio, usaban todo su poder militar de un solo golpe, sin dar un solo respiro para que el enemigo pensara. Sus famosos aviones eran los primeros en llegar y luego la artillería pesada. El fuego que creaban sus armas era el que derretía las ciudades y las personas hasta que se convertían en cenizas irreconocibles. Sin gobiernos ni resistencia militar alguna, los territorios se ocupaban en días. Todo era una gran y majestuosa maquinaria bien engrasada para concentrar el poder de la mejor manera posible, usándolo siempre a favor del imperio.

 Cuando en la capital sonaron las alarmas, la oscuridad de la noche cubría el país. Las alarmas despertaron a la población y, la mayoría, fue a refugiarse a algún lugar subterráneo para protegerse de las bombas. Los que no lo hacían era porque aceptaban la muerte o tal vez incluso porque querían un cambio, como sea que este viniera. El caso es que la mayoría de personas se agolparon en lugares resguardados a esperar a que pasara el peligro que consideraban mayor.

 Las bombas incendiarias se encargaron primero de los edificios del gobierno. No querían nada que ver con los gobernantes del pasado en sus colonias, así que eliminaban lo más rápido que se pudiera todo lo que tenía que ver con un pasado que no les servía tener a la mano. Los soldados defendieron como pudieron sus ciudad pero no eran suficientes y la verdad era que incluso ellos, beneficiados sobre los demás, no estaban ni bien alimentados ni en condición de pelear con fuerza contra nadie.

 A la vez que los incendios reducían todo a cenizas, las tropas del enemigo golpearon con fuerza el cerco que los ciudadanos habían construido por tanto tiempo. Cayó como una torre de naipes, de manera trágica, casi poética. El ejercito enemigo se movía casi como si fuera una sola entidad, dando golpes certeros en uno y otro lado. El débil ejercito local se extinguió tan rápidamente que la ciudad había sido ya colonizada a la mañana siguiente. Ya no quedaba nada. O casi nada.

 Los ciudadanos fueron encontrados por los soldados enemigos y procesados rápidamente por ellos, con todos los datos necesarios. Pronto fueron ellos mismos usados para reconstruir la ciudad y aprovechar lo que hubiera en las cercanías. Se convirtieron en otro grupo de esclavos, en un mundo en el que ahora había más hombres y mujeres con dueños que personas realmente libres. La libertad ya no existía y muchos se preguntaban si había existido alguna vez fuera de sus mentes idealistas.

 Años después, quedaban pocos que recordaran la ocupación, mucho menos la guerra. Los centro de información eran solo para la clase dominante, a la que se podía acceder a través de largos procesos que muchas veces no terminaban en nada bueno para los aspirantes.


 Pero la gente ya no se quejaba, ya no luchaba ni pensaba en rebeliones. La mayor preocupación era vivir un solo día más. Eso sí que lo conocían y lo seguirían conociendo por mucho tiempo más, hasta el día en el que todo terminó, esta vez para todos.

miércoles, 9 de noviembre de 2016

Soñar despierto

   Aunque había parecido un sueño, la verdad es que lo que había hecho era solo recordar todo lo que había ocurrido con anterioridad, todo lo que recordaba haber visto con sus propios ojos y todo lo que sabía que había ocurrido pero no tenía idea de cómo probar. Ya no era como antes, tiempos en los que todo quedaba registrado de manera pública. No, ahora eran los ojos de las personas los que registraban todo lo que ocurría y toda esa información era almacenada pero jamás hecha pública a menos que fuese muy necesario.

 Apenas abrió los ojos, se dio cuenta que el tren entraba lentamente a la estación. Apenas se detuvo, las puertas se abrieron y todas las personas que debían bajarse, lo hicieron. Fidel, que había quedado algo turbado por lo que había visto mientras “dormía”, se demoró un poco más en bajar y recibió la mirada poco aprobadora de los trabajadores del tren que esperaban afuera a que todo el mundo saliera. Eso sí, era su cara de siempre, pues su deber era revisar que nadie se quedara atrás, tratando de hacer algo no permitido, fuese lo que fuese.

 Fidel caminó por unos cinco minutos, por entre edificios viejos y abandonados, negocios de dudosa reputación y personas que parecían haber acabado de salir de la cárcel. El de la estación central del tren era un barrio bastante difícil: la presencia de la policía era constante así como de los cuerpos élite del ejército. Muchas veces se veían unos u otros entrando a hacer redadas a los enormes edificios que aglomeraban a miles de personas cerca de la estación. Eran edificios bastante oscuros y que daban miedo de solo oírlos nombrar.

 Fidel trotó un poco cuando sintió que ya casi llegaba a su hogar. También vivía en uno de los grandes conjuntos de torres pero era en uno de aquellos en los que la policía entraba menos. Sin embargo, el día anterior, la policía había descubierto dos laboratorios de droga en uno de los edificios. Fidel pudo ver, cuando salía para ir a trabajar, como subían todas las bolsitas a un camión blindado. Algo curioso es que nadie nunca había sabido que hacían con la droga decomisada. Se supone que la destruían pero en ese mundo a nadie le constaba.

 Fidel subió al destartalado ascensor, que solo funcionaba por temporadas, y apretó el botón cincuenta y tres, el cual era su número de piso. Pero antes de que cerrara la puerta, unas sombras entraron y resultaron ser algunos de los extranjeros que vivían en la torre. Era raro verlos fuera de la casa pues ellos no tenían implantes oculares y tenían prohibido salir a menos que fuese una emergencia y parecía que nada de lo que pudiese pasar pudiese ser considerado emergencia. En todo caso, no era normal verlos por ahí caminado como cualquier persona. ¡Eran extranjeros!

 Se bajaron en el piso veintidós, demasiado bajo para que vivieran en el sector más sano del edificio. Normalmente las viviendas con problemas siempre estaban debajo del piso cincuenta y en los que hubiese encima de ese número, solían haber poblaciones más tranquilas y no tan aterrorizadas como las de más abajo. Cuando el ascensor se abrió en el piso de Fidel, se acercó a su puerta y solo tuvo que pasar la palma de la mano encima del pomo para que sonara un “clic” y así se abriera la puerta. Era una ventaja de los implantes.

 Cansado, Fidel lanzó su chaqueta en el sofá que había contra la pared y se dirigió directo a la ducha, que estaba a pocos metros del sofá. En el lugar no había muchos muros y cuando los habían eran de vidrio o de materiales que harían fácil la interacción. Por eso, mientras se duchaba, Fidel hubiese podido ser visto por alguien desde su cocina o su sala o su habitación. A pesar de esa manera de vivir, la verdad era que le tenía cariño a su apartamento e incluso a la enorme torre de edificios donde vivía. Ya era algo a lo que había que acostumbrarse.

 Apenas salió de la ducha, se secó un poco pero se miró en el espejo y después comenzó, de nuevo, a “soñar”. No era lo normal que la gente pudiese acceder así a sus recuerdos pasados pero él, por alguna razón, sí podía hacerlo. Había pasado después de un accidente que había tenido, cuando un idiota se le había echado encima con su motocicleta y lo había hecho golpearse la cabeza. Algo había pasado en su cabeza, un cambio ligero pero esencial, para que Fidel fuese capaz de acceder con tanta tranquilidad.

 Pero cada vez que lo hacía sabía que estaba llamando la atención de medio mundo, pues nadie salvo él podía acceder a recuerdo a voluntad. Era solo un privilegio para las fueras del orden y, obviamente, toda la élite de la sociedad. No había manera de saber si ya sabían que lo había hecho varias veces. Al fin y al cabo que todos los implantes oculares eran básicamente cámaras de seguridad del ejercito, así que en teoría ellos los podían usar como quisiera. La idea detrás había sido crear un mundo más seguro pero eso no había resultado como tal.

 De pronto, la puerta principal del apartamento se abrió y Fidel dio un salto del susto, pues había estado bastante concentrado en sus recuerdos. Fue a la puerta y recibió con un beso a Martín, que parecía llegar tan cansado como él. Martín no sabía lo que le ocurría a Fidel así que no habló del tema ni preguntó nada. Fidel se quedó mirando sus hermosos ojos color miel y se dio cuenta de cómo esos funcionaban a la perfección, enfocando y desenfocando en los momentos correctos.

 Martín le contó a Fidel que la policía había entrado al conjunto de torres y parecían a punto de hacer alguna acción contra el crimen. Sin dudarlo, Martín aplaudió el esfuerzo de la policía y le confesó a Fidel que, aunque muchas de las reglas y cosas que pasaban eran a veces difíciles de procesar, estaba seguro de que todo se hacía para su mejora en todos los aspectos. Por eso Fidel decidió no decir nada acerca de sus implantes. En cambio se fue a cambiar y más tarde empezó a cocinar, algo que no llevaba mucho pues cada vez hay menos que hacer.

  Hacer la cena consistía básicamente en la mezcla de varios ingredientes secos a los que se les agrega agua para que tengan una contextura bastante cercana a la real. Cuando se sentaron a comer, Fidel se dio cuenta por primera vez que nada de lo que había cocinado tenía sabor. No se podía sentir nada más sino un gusto bastante genérico que él ahora ya no disfrutaba para nada. En cambio Martín comía como si nada. Incluso pidió repetir, lo cual era posible pues esa semana habían podido tener varios bonos de comida.

 Mientras lavaba los platos, Fidel recordó una vez hacía mucho tiempo, cuando tenía unos siete años. Recordaba el sabor de una hamburguesa y todos los elementos que la hacían una hamburguesa. El tomate, la cebolla, el queso, la carne, la lechuga y el pan. Todo volvía a su mente de forma sorprendente. Tuvo que dejar de limpiar pues el recuerdo se hizo tan vivido que sus manos temblaron y casi hace un desastre. Martín, en la sala viendo televisión, ni se dio cuenta de lo que pasaba. El estaba tranquilo, sin vistas al pasado.

 Cuando se fueron a dormir, Fidel no pudo apagar sus receptores oculares para lo que supuestamente era descansar. Se le había ocurrido la idea de que habría más gente como él, capaces de recordar el mundo que había existido antes. Muchos odiaban el pasado y estaban seguros de que todo lo actual para ellos era lo mejor que se podía haber creado. Pero Fidel nunca había sentido esa aversión y ahora tenía una ventana a todo lo que había existido antes y, la verdad, le gustaba mucho echar un ojo de vez en cuando al pasado.


 No despertó a Martín pero se rehusó a dormir. A lo lejos, se escuchaba como la policía usaba sus amas. Pudo oír gritos, algunos pidiendo ayuda. No sabía dónde estarían pero sabía que poco a poco se estaban acercando a él. De alguna manera sabía que ese sueño no podía ser. El orden del mundo estaba establecido y estaba seguro de que tarde o temprano, alguien notaría que sus implantes no estaban funcionando correctamente. Vendrían a encerrarlo o peor. No sabía que les pasaba a los que habían visto la verdad.  

lunes, 15 de agosto de 2016

Correr

   La mujer pasó corriendo entre las casitas que formaban el barrio periférico más alejado del centro de la ciudad. Para llegar a todo lo que tenía alguna importancia, había que soportar sentado durante casi dos horas en algún bus sin aire acondicionado y con la música de letra más horrible que alguien jamás haya escrito. Por eso la gente de la Isla, como se conocía al barrio, casi nunca iba tan lejos a menos de que fuese algo urgente.

 María corría todos los días, muy temprano, antes de tener que empezar su día laboral como todos los demás. Era el único momento del día, cuando la luz afuera todavía estaba azul, cuando podía salir a entrenar y seguir preparada para cumplir sus sueño algún día. En un rincón de su mente había algo que le decía que las posibilidad era mínima pero que si existía la posibilidad, era mejor no darse por vencido tan fácilmente. Y María no era de las que se daban por vencidas.

 Su casa estaba en la zona alta de la Isla. Sí, porque incluso lo barrios más pobres están subdivididos, porque eso hace que la gente sea más manejable, entre más repartidos estén en sectores que solo existen en sus mentes. El recorrido de su ruta de todos los días terminaba allí y apenas llegaba siempre se bañaba con el agua casi congelada de la ducha y ponía a calentar algo de agua en una vieja estufa para hacer café suficiente para todos. Era difícil cocinar con dos hornillas viejas, pero había que hacer lo imposible. María estaba acostumbrada.

 El desayuno de todos los días era café con leche, con más café que leche porque la leche no era barata, pan del más barato de la tienda de don Ignacio y, si había, mantequilla de esa que viene en cuadraditos pequeños. Normalmente no tenía sino para aceite del más barato pero la mantequilla la conseguía en las cocinas del sitio donde trabajaba. No era algo de siempre y por eso prefería no acostumbrarse a comerla. Podía ser algo muy malo pensar de diario algo que la vida no daba nunca.

 María trabajaba en dos lugares diferentes: en las mañanas, desde las siete hasta la una de la tarde, lo hacía en una fábrica de bebidas gaseosas. Pero ella no participaba del proceso donde llenaban la botella con el liquido. Marái estaba en el hangar en el que limpiaban con ácido las viejas botellas para reutilizarlas. Había botellas de todo la verdad pero eran más frecuentas las de bebidas gaseosas.

 Su segundo trabajo, que comenzaba a las dos de la tarde, era el de mucama en un hotel de un par de estrellas a la entrada de la ciudad. Era un sitio asqueroso, en el que tenía que cambiar sabanas viejas, almohadas sudadas y limpiar pisos en los que la gente había hecho una variedad de cosas que seguramente no hacían en sus casas.

 Para llegar a ese trabajo a tiempo disponía de una hora pero el viaje como tal duraba cuarenta y cinco minutos por la cantidad de carros en las vías. Solo tenía algunos minutos para poder comprar algo para comer en cualquier esquina y comer en el bus o parada en algún sitio. Lo peor era cuando llovía, pues los buses pasaban llenos, los puestos de comida ambulante se retiraban y no se podía quedar por ahí pues las sombrillas eran muy caras y se rompían demasiado fácil para gastar dinero en eso.

 Mientras hacía el café con leche del desayuno, se vestía con el mono de la fábrica y despertaba a su hermana menor y a su hermano mayor. Él trabajaba de mecánico a tiempo completo. No era sino ayudante pero el dinero que traía ayudaba un poco. Era un rebelde, siempre peleando con María por los pocos billetes que traía, pensando que podía invertirlos de mejor manera en apuestas o en diversión. Su nombre era Juan.

 Jessica era su hermana menor y la que era más difícil de despertar. Ella estaba en el último año del colegio y esa era su única responsabilidad por ahora. Ni María ni Juan habían podido terminar la escuela pero con Jessica habían hecho un esfuerzo y se había podido inscribir en el colegio público que quedaba en la zona baja de la Isla. Era casi gratis y María la dejaba en la puerta todos los días, de camino al transporte que la llevaba a la fábrica de limpieza de botellas.

 Aunque la más joven de las dos estaba en esa edad rebelde y de tonterías diarias, la verdad era que Jessica no se portaba mal o al menos no tan mal como María sabía que los adolescentes podían hacerlo. No había quedado embarazada y eso ya era un milagro en semejantes condiciones. María a veces pensaba que eso podía ser o muy bueno para una mujer o un desastre completo. No era raro oír los casos de violencia domestica y cuando decía oír era escuchar los gritos viniendo de otras casas.

 Sus padres no vivían. Hacía un tiempo que habían muerto. Su padre era un borracho que se había convertido del cristianismo al alcoholismo después de perder montones de dinero en inversiones destinadas al fracaso. Era su culpa que su familia nunca hubiese avanzado. Decían que su muerte por ahogo había sido por la bebida pero algunos decían que era un suicidio por la culpa.

 La madre de los tres no duró mucho después de la muerte de su esposo. No lo quería a él ni tampoco a sus hijos pero sí a la vida estable que le habían proporcionado. Al no tener eso, se entregó a otros hombres y pronto se equivocó de hombre, muriendo en un asunto de venganza de la manera más vergonzosa posible.

 Las mañanas comenzaban muy temprano para los tres. Los tres caminaban juntos al trabajo, apenas hablando por el frío y el sueño. Primero dejaban a Jessica en la escuela, quién ya había empezado a hablarle a sus hermanos de sus ganas de estudiar y María ya le había explicado que para eso tenía que ser o muy inteligente o tener mucho dinero. Y lo segundo ciertamente no era la opción que ella elegiría.

 Juan y María se separaban en la avenida principal. El taller estaba cerca del paradero del bus pero él nunca se quedaba a acompañarla. Se querían pero había cierta tensión entre los dos, tal vez porque no veían el mundo de la misma manera, tal vez porque no veían a sus padres con los mismos ojos. Juan era todavía un idealista, a pesar de que la realidad ya los había golpeado varias veces con una maza. Él no se rendía.

 El bus hasta la fábrica lo cogía a las cinco de la mañana. Casi tenía que atravesar media ciudad para poder llegar justo a tiempo. Le gustaba llegar un poco antes para evitar problemas pero eso era imposible de prevenir. Ya había aprendido que cuando las cosas malas tienen que pasar, siempre encuentran la manera de hacerlo. Así que solo hay que ponerle el pecho a la brisa y hacer lo posible por resistir lo más que se pueda. Y así era como vivía, perseverando sin parar.

 En el transporte entre la fábrica y el hotel siempre le daba sueño pero lo solucionaba contando automóviles por la ventana. Era la mejor distracción.  Ya en el hotel evitaba quedarse quieta mucho tiempo. Incluso con esa ropa de cama tan horrible, a veces daban ganas de echarse una siesta y eso era algo que no podía permitirse.

 Siestas no había en su vida, ni siquiera los domingos que eran los únicos días que no iba al hotel a trabajar. Con la tarde libre, María solo corría varias veces, de un lado al otro de la Isla, como una gacela perdida. Los vecinos la miraban y se preguntaban porque corría tanto, si era que estaba escapando de algo o si estaba entrenando de verdad para algún evento deportivo del que ellos no sabían nada.

 Y la verdad era que ambas cosas eran ciertas. En efecto, corría para escapar de algo: de su realidad, de su vida y de todo lo que la amarraba al mundo. Prefería un buen dolor de músculos, la concentración en el objetivo, que seguir pensando durante esas horas en lo de todos los días. También se entrenaba para un evento pero no sabía cómo ni cuando sería. Solo sabía que un día llegaría su oportunidad y debía estar preparada.


 Correr esa su manera de seguir sintiéndose libre, aún cuando no lo era.