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miércoles, 30 de marzo de 2016

Lluvia de meteoritos

    Laura llevaba el mantel y los cubiertos en una mano y Miguel el cesto de la comida. Subieron una pequeña colina del parque y se sentaron en la parte más alta para tener una mejor vista de la situación. Era raro estar en el parque tan tarde en la noche pero no estaban solos: por aquí y por allá había más gente, parejas y familia que se habían reunido a ver el mismo espectáculo de la naturaleza. Al fin y al cabo, una lluvia de meteoritos no era muy común en la región y a la gente le encantaba tener alguna razón para armar un plan con amigos o con quien fuera.

 Laura y Miguel se habían conocido hacía relativamente poco, en un fiesta, a través de amigos mutuos. Al comienzo las cosas habían sido un poco frías. Luego se habían visto más, en otras fiestas y ocasiones, y habían empezado a hablar más. Esta era la primera vez que se veían a solas, sin la compañía de ninguno de sus amigos y se notaba en el aire un nerviosismo que mantenía la tensión al máximo.

 Por eso sería que en el camino del carro a la colina del parque, no hablaron una sola palabra. Laura extendió el mantel en el suelo y se sentó en una esquina y Miguel en la otra, con el cesto entre los dos. Contemplaron el parque en silencio y era evidente que los dos querían decir algo pero no había manera de decir nada. Era como si fuera la primera vez que salieran con alguien y eso no era verdad. Cada uno tenía su experiencia pero por alguna razón se estaban comportando como tontos.

 Unas risas cercanas, de un grupo de chicos adolescentes, los hicieron salir de su ensimismamiento. Miguel abrió el cesto y le ofreció a Laura algo de beber. Solo habían traído bebidas no alcohólicas porque estaba prohibido tomar cervezas y demás en el parque pero Miguel le mostró a Laura que no había podido resistir y había traído un par. Esa fue la manera perfecta para poder empezar a hablar.

-       No debiste. ¿Que tal si viene la policía?
-       Confío en que tengan mejores cosas que hacer.

 Rieron y a partir de ese momento la conversación fue fluyendo poco a poco. Como no se habían visto nunca a solas, decidieron hacer como si no se conocieran. Se preguntaron, con más detalles, que hacían en la vida, como eran sus familias y que les gustaba o no en la vida. Como eran preguntas amplias, estuvieron bastante tiempo respondiendo, uno interrumpiendo al otro y comiendo algunos de los sándwiches que habían hecho para la ocasión. Incluso hubo tiempo de compartir una cerveza.

 Alguien gritó, a lo lejos, que la lluvia empezaría en solo diez minutos. Laura y Miguel se alegraron. Jamás habían visto nada parecido y les urgía saber cómo era eso. A Laura todo el tema le parecía muy romántico, como algo salido de una de esas películas en las que uno sabe que las cosas, por mucho que terminen mal, de hecho terminan bien pues hay una enseñanza o algo así.

 Para  Miguel, el interés venía de otro lado. A él le encantaba todo lo que tuviese que ver con el espacio y la ciencia. Al fin y al cabo había estudiado física en la universidad. Laura ni siquiera fingió tener interés cuando Miguel se puso a relatarle cómo era que sucedían esas lluvias de meteoritos y cuantos asteroides enormes pasaban de un lado a otro, cerca de la Tierra. No eran cosas por las que ella se interesara. Era la primera vez que se notaba que algo no funcionaba entre los dos.

 Se podría decir que Miguel era muy cerebral y Laura no tanto pero no era exactamente eso. No tenía que ver nada con el intelecto sino con la manera de ver la vida y los puros intereses. Miguel, en todo caso, se dio cuenta y terminó de golpe su relato y por un momento solo observaron el cielo como si estuviesen esperando a que llegara la lluvia de meteoritos para poder irse cada uno a su casa.

 La verdad era que, a pesar de haber hablado tanto, no habían hablado de lo que habían venido a decirse. Cada uno de ellos quería comunicar algo al otro y por eso habían acordado la salida. Es increíble pero ninguno de ellos tuvo la iniciativa real de salir a ver la lluvia de meteoritos. Fue más bien un acuerdo en un momento puntual para verse y hablar. No se podía decir que algo acordado de manera tan fría pudiese ser una cita y mucho menos romántica.

-       Debimos traer binoculares.

 Lo dijo Miguel, señalando a una familia que incluso tenía un telescopio. La más pequeña de entre ellos, una niña de unos ocho años, miraba por el aparato y se quejaba de que no veía nada de estrellas. Eso reinició, a marcha forzada, la conversación entre Laura y Miguel. Comentaron la última fiesta en la que habían estado y, como es común, hablaron mal de un par de personas que les caían mal. Eso siempre ayudaba a crear una conexión entre las personas. No era lo óptimo pero peor es nada.

 Entonces, la misma persona que había gritado antes gritó de nuevo. La lluvia de meteoritos había empezado y todo el mundo quedó en completo silencio.

 Era hermoso ver como parecía que estrellas de verdad se desparramaran encima del mundo, bañando toda la Tierra como polvo de hadas o algo parecido. Era algo extrañamente mágico pero también muy real y por eso todavía más fantástico y fascinante. No hubo persona en el parque que no inclina la cabeza o se echara de espalda en el pasto para contemplar la escena de la mejor manera posible. Eso fue lo que hicieron Laura y Miguel sobre la suave colina en la que estaban. Se acostaron lentamente y observaron el espectáculo.

 Obviamente, fue el momento elegido por todas las parejas en el parque para irse tomando de la mano, juguetear con los dedos un rato y de pronto, si estaban muy atrevidos, robarle un beso a la persona con la que habían venido. Había incluso algunos que se emocionaban más de la cuenta y la policía seguro los pillaría más tarde. Pero el común denominador era ver gente tomándose de las manos, besándose con suavidad y luego tomándose fotos así, como para cerrar el circulo de ideas románticas.

 Pero entre Laura y Miguel no pasó absolutamente nada. Ella mantuvo sus dos manos sobre el vientre, dedos entrelazados. Él puso una mano detrás de la cabeza y con la otra arrancaba un poquito de pasto y lo deshacía lentamente. Se notaba que no había el mínimo interés en cogerle la mano a nadie. Ni siquiera se sentía ya la tensión inicial. No había nada entre los dos.

 Fue entonces que, de golpe y sin acabarse el espectáculo todavía, Laura se sentó y se sacudió el pasto del pelo.

-       ¿Porqué viniste?

 Miguel sabía bien qué era lo que estaba preguntando y no iba a ser tan tonto de hacerse el idiota, así que respondió con toda sinceridad: quería que fuesen amigos para así poder acercarse a uno de los amigos de Laura, que le gustaba bastante. Pero como era una persona muy privada y, aparentemente, fría, había optado por conocer primero a alguien que lo conociese bien para saber si valía la pena acercarse.

 Laura soltó una carcajada. Le contó a Miguel que a ella le gustaba ese amigo de él con el que había bailado la primera vez que se habían conocido. Pero qué le parecía un poco distraído y por eso también había pensado en hacer la conexión por uno de sus amigos. Rieron un rato por la coincidencia y ni cuenta se dieron que las estrellas habían dejado de caer y que incluso algunas personas ya se iban.

 El camino de vuelta al coche fue diametralmente distinto: hablaron bastante de los chicos que les gustaban y se contaron pequeñas anécdotas graciosas y no tan graciosas. La conversación se extendió durante todo el recorrido hasta la casa de Laura y allí hablaron más rato. Al fin y al cabo iba a ser de día dentro de poco así que decidieron conversar hasta el amanecer, compartiendo la comida que no habían terminado del cesto y café caliente.


 Se hicieron amigos, sin haber sido esa la intención, y se ayudaron mutuamente con sus respectivos prospectos amorosos. Pero su éxito o fracaso con ellos es cosa de otra historia.

sábado, 30 de enero de 2016

El cuento de Xan Xi

   El caballo galopaba casi sin toca el suelo. Verlo a semejante velocidad era increíble, con su piel negra como la noche y su crin larga y suave al tacto. No era como los demás caballos que usaba la corte para su uso personal y eso era porque no había sido criado por los hombres que manejaban el estable. Este caballo, apodado Bruma, era la propiedad de una princesa. Y no de cualquier princesa, sino de Lady Xan Xi. Al oír su nombre, en cualquiera de los rincones del reino, la gente sabía de quién se estaba hablando cuando se referían a ella. Había historias, como la del caballo, o como la de cómo había estrangulado a una serpiente que había entrado en su cuna cuando era solo una bebé.

 Xan Xi era la hija de uno de los hombres más poderosos de la región sur y por eso nadie se oponía a nada de lo que ella dijera y era más respetada que muchos de los hombres más valientes del reino. Esto era por su presencia, que desde niña había sido imponente a pesar de su corta estatura. Desde los siete años había empezado a entrenar a Bruma y ahora que habían pasado diez años de esos días, los dos eran un equipo bien aceitado y listo para cualquier misión.

 Sin embargo, sus padre y los demás hombres todavía la consideraban solo una mujer, una muy fuerte de carácter y con convicciones sólidas pero una mujer de todas maneras. Cuando quiso entrenar para usar la espada se lo impidieron y tuvo que ella aprender en privado, lejos de la vista de cualquier miembro de su familia. Solo una de sus doncellas sabía que Xan Xi era versada en el arte de los puñales, armas peligrosas pero elegantes.

 El peor momento para la joven princesa fue el anuncio de su compromiso con un príncipe que ni siquiera conocía. Él era de la región norte, un lugar metido en montañas nevadas y valles abruptos. Ella de eso no sabía nada pues en los veranos siempre iba a la playa y la región sur de montañas no sabía mucho, solo una que otra colina solitaria. La idea de casarse la mantenía despierta en la noche y decidió no fingir alegría por el evento. Ella solo quería estar sola, disfrutar estar sola y seguir haciendo lo que le gustaba. Los hombres eran controladores y sabía que la mayoría de ellos le impedirían ser feliz.

 No planearía nunca escapar de su compromiso, pues hacerlo deshonraría a su familia y a si misma. Ella quería casarse, pero no en ese momento, no tan joven y sin haber vivido apenas. Quería saber más de todo para así ser una esposa más completa y no solo estar con su marido sino saber como apoyarlo y ser prácticamente un equipo. Creía que eso podía pasar pero a veces veía su mundo a los ojos y se daba cuenta que lo que soñaba era casi imposible.

 Su madre estaba feliz arreglando todo lo debido para el matrimonio que, según la tradición, debía celebrarse en casa de la novia. Es decir que su prometido, fuese quien fuese, debía viajar por largo tiempo para casarse y al día siguiente viajar de vuelta a su región pues la tradición también decía que los matrimonios debían desarrollarse en la región del novio. Así que todo era dar muchas vueltas, estar juntos casi por obligación más que por convicción de cada uno. A Xan Xi no le gustaba sentirse obligada.

 En las noches, después de ir con su madre a comprar telas para los vestidos que iba a usar en su boda y de ver miles de arreglos florales, practicaba con vehemencia su lanzamiento de dagas con la única compañía de su doncella, que siempre tenía miedo de que alguien las descubriera. Pero eso no iba a pasar porque nadie irrumpía así como así en los cuartos de una princesa. En eso las reglas y tradiciones iban a su favor y había ocasiones, pocas eso sí, en las que se sentía baja por utilizar su herencia a su favor.

 Con frecuencia le pedía a su padre que la dejara salir con Bruma de la casa, que era enorme, para poder conocer mejor la ciudad y sus alrededores. Era increíble, pero a pesar de haber vivido toda su vida allí, poco conocía de la gente y de las costumbres que ellos tenían, que debían ser más flexibles. Su padre siempre se negaba, diciéndole que para eso tenían un jardín amplio, para que su caballo lo pateara todo si quisiera y allí entrenara lo debido. Además le recordaba que ejercitar demasiado podría ser malo para ella, por ser mujer.

 Ese día solo se sentó al solo en el jardín y alimentó zanahorias a Bruma. Él la miraba con lo que ella creía era lástima y eso era ya demasiado. Miraba los muros a su alrededor y se daba cuenta de que toda su vida estaría encerrada entre cuatro paredes, fuese protegida por sus padres o por un marido que seguramente jamás llegaría a conocer bien, como al pueblo donde vivía o a sus mismos padres, a quienes veía poco para ser una princesa tan respetada y conocida, más que todo por aquellas pinturas que hacían de ella en los veranos.

 Se alegró una noche que su doncella, más temblorosa que de costumbre, le trajo una cajita pequeña y le dijo que eran un regalo traído de tierras lejanas, algo que seguramente a ella le gustaría. Por un momento pensé que se trataba de algo relacionado a la boda pero resultó ser un conjunto de cinco estrellas hechas de metal, todas afiladas tan bien que cortó uno de sus dedos al apreciarlas. Su doncella envolvió el dedo en tela y se apuró a traer algo con que curarla pero cuando ya estaba afuera gritó y la joven supo que debía esconder su regalo rápidamente, pues algo sucedía. El pedazo de tela en su dedo se iba manchando más y más de sangre sin ella darse cuenta.

 Salió de la habitación y vio que su doncella estaba en el piso. En la entrada había un caballo pardo, cubierto de sangre que no era suya. En el suelo un hombre moribundo en los brazos de su doncella. La mujer lloraba y trataba de hablar con el hombre que solo pudo decir una frase antes de cerrar los ojos para siempre: “Su prometido a muerto”.

 Xan Xi no podía creer lo que escuchaba. No entendía si lo había entendido bien o si había oído algo que quería escuchar. Pero el hombre ya estaba muerto y no había más que hacer. Mientras ella reaccionaba, la doncella gritó por todos lados y pronto muchas más personas estuvieron allí. Su padre envío mensajes a todos los rincones del reino para saber que sucedía y la respuesta definitiva llegó la mañana siguiente: en efecto el prometido de Xan Xi había muerto. Pero había sido a manos de un clan inconforme que decía tener posesión de la buena parte de la región norte. Era la guerra.

 La palabra hizo llorar a su madre y a su padre lo cubrió un halo de tristeza extraño. Estaba claro que no quería pelear ni derramamiento de sangre pero ya era muy tarde para eso. Ordenó organizar un grupo de hombres en la ciudad y trataría con otros señores de organizar un ejercito del sur. Tratarían de convencer a las otras regiones de unirse y tomar por la fuerza el orden en el norte e imponer la paz a cualquier costo. Desde ese día se vieron más y más hombre en la casa, yendo y viniendo con armas y caballos e incluso explosivos.

 La joven aprovechó el caos para escabullirse a la ciudad y allí se dio cuenta del caos reinante: la gente estaba tan asustada que no le importaba quién era ella. Nadie pareció reconocerla o no les importaba ya, se oían rumores de cabezas cortadas por los rebeldes y de incursiones en más territorios. En casa, su padre aseguraba a los demás que la única oportunidad real era tomando el palacio del norte pero al ser una fortaleza no tendrían oportunidad.

 Ella lo oía todo escondida, casi sin respirar. Pero tuvo que salir y revelarse cuando un consejero le dijo a su padre que solo un lugar tenía planos detallados del lugar y ese era el monasterio del mar del Este. El arquitecto de la fortaleza se había retirado allí cuando viejo y los monjes habían heredado todas sus pertenencias al morir, incluyendo mapas, planos y dibujos. El problema era que los monjes estaban cerrados al mundo y no dejaban entrar a nadie, ni mensajes.

 Entonces Xan Xi, sorprendiéndolos a todos, y le pidió a su padre que la dejara ir al monasterio a hablar con los monjes. Después de todo ella era una mujer conocedora de las escrituras y podría convencerlos de darle uno de los planos, que ella podría entregarle a su padre a medio camino hacia el norte.

 Él se negó pero ella lo único que hizo fue coger de la mesa un abrecartas y lanzarlo a una pared, donde quedó clavado justo en su pequeña imagen, en un cuadro hecho hacía años. Le pidió a su padre que la dejara hacer su parte por la nación, para honrar a su familia. Creyéndola acongojada por la muerte del prometido, viendo el fuego en sus ojos y sabiendo que ningún hombre entraría nunca a un lugar tan sagrado como ese lejano templo, el padre finalmente decidió aceptar.


 Así fue que la princesa Xan Xi montó en su corcel y se dirigió a todo galope al monasterio del Este, un lugar remoto entre montes de forma extraña y el olor del mar. Y en su caballo la joven alegre pero segura de su fuerza y habilidad, lista para hacer que su padre y su nación se sintiesen orgullosos de tener una mujer de su calibre entre ellos.

sábado, 9 de enero de 2016

Bolsa de clima

   La comida del avión había estado deliciosa. Era increíble lo que cambiaba la calidad de todo cuando se viajaba en primera clase. Era un poco chocante que todavía se dividiera así a la gente pero era todo un negocio y el dinero era lo más importante, sin importar lo que dijeran unos u otros. Llego la hora de dormir, justo cuando el avión se preparaba para cruzar el Ártico. Afuera todo estaba oscuro pero era increíble imaginar el terreno blanco y azul que se desplegaba bajo los cientos de personas que en ese momento estaban en el aparato.

 Míster Long cerró la ventanilla y le pidió una manta extra a la azafata más cercana. Se acomodó en su cama y trató de cerrar los ojos lo mejor que pudo. Pero era difícil pues de todas maneras estaba en un avión y su reloj biológico sabía que había cosas que no encajaban muy bien que digamos. Lo primero era que la hora no era precisamente la de dormir sino la de despertarse. Y el cuerpo no hacía caso a pesar de que la cabina estaba a oscuras, a excepción de las luces de colores que había en el techo, que se suponía ayudaban a dormir.

 Miró las luces, que cambiaban ligeramente, por al menos media hora hasta que se dio cuenta que un dolor de cabeza se estaba formando y que debía tratar de dormir como fuera. Se acomodó como lo haría en casa y se puso a contar números y a concentrarse profundamente para poder dormirse. Esto le agravó un poco el dolor de cabeza pero logró al menos sentirse algo soñoliento después de un rato.

 Justo en ese momento, oyó un susurro que le hizo abrir los ojos. La cabina seguía oscura pero sabía que el sonido había venido de la cortina que separaba esa sección de clase ejecutiva. Susurraron otra vez y después siguió otro sonido, como el de algo que rueda por el suelo. Después un sonido metálico, un tosido forzado y nada más. El señor Long no sabía si todo eso se lo estaba imaginando, pues su mente estaba cansada del día pero también de tratar de dormir. Decidió ignorar los sonidos y cerró bien sus ojos, tapándose bien con las mantas.

 Al quedarse dormido, se sumió en un sueño bastante superficial. Soñó ese clásico en el que uno siente que cae por entre un agujero que se convierte en otro y así infinitamente. Los colores en el sueño eran los mismos que los del techo de la cabina. Después siguió otro sueño, relacionado con su trabajo como asegurador en el que estaba desnudo en una conferencia y se tapaba avergonzado pero nadie parecía haberse dado cuenta de que no llevaba nada de ropa. Después hubo un sueño más, en el que todo era oscuro como en una película de los años treinta. Allí alguien le disparaba y él sentía caerse de espaldas, de nuevo sin detenerse nunca.

 Cuando despertó, se dio cuenta de que el avión estaba sufriendo turbulencias. Todo temblaba ligeramente pero entonces un sacudón asustó a más de uno y las luces se encendieron. Confundido, el señor Long tuvo que arreglar su silla y apretarse el cinturón lo más posible. La turbulencia seguía y cada vez se ponía peor. El capitán anunciaba que había encontrado algo así como una “bolsa de clima” adverso y que la atravesarían en algunos minutos. Aconsejaba no levantarse de las sillas y abstenerse de hacer nada más sino quedarse quietos.

 Lamentablemente, mucha gente apenas se despertaba con la ayuda de las azafatas que a cada rato caían al suelo productos de las terribles sacudidas. Hubo un momento que una de las mujeres que trabajaba en clase turista vino a pedir ayuda pues había muchas personas presas del pánico. Solo una de ellas la acompañó pues se suponía que tenían puestos fijos y no se podía dejar ninguna sección sin atender.

 La aeronave temblaba de forma que cada hueso del cuerpo se sacudía ligeramente. Era como esas vibraciones que vienen de las computadoras y otros aparatos pero aumentadas a un nivel seriamente molesto y que asustaba a cualquier persona. Long miró a los pasajeros que tenía más cerca y ambos estaban lívidos y parecían estar muy cerca de vomitar. No era difícil culparlos, en especial cuando la nave de pronto pareció quedarse sin fuerzas y empezó a caer.

 Las mascarillas cayeron del techo pero nadie en verdad se estiró para tomarlas. Todo el mundo estaba pensando lo mismo: eran sus últimos momentos en el mundo y no iban a gastar esos preciosos segundos poniéndose una mascarilla sobre la cara que no iba a servir para nada. No hubo gritos ni nada parecido, solo gente más blanca de lo normal y la sensación general de que todo iba a salir muy mal.

 Pero se equivocaron, pues el piloto de alguna forma logró estabilizar la aeronave y salir de la zona de clima difícil. La gente que tenía una ventana cerca se acerco a ver el exterior. Pero todavía no se veía nada. Eso sí, había la sensación general de saber que la nieve y el suelo frágil de la banquisa ártica estaba mucho más cerca que hacía algunos momentos.

 El capitán se pronuncio unos quince minutos después de la caída libre y explicó lo que había sucedido. Algo relacionado con bolsas de aire y las turbulencias y no sé que más. Poca gente entendió lo que dijo y la verdad era que a todo el mundo le daba un poco lo mismo. La gente estaba agradecida de estar viva, de poder contar la historia. Ya habría tiempo para darle un nombre científico a lo que había pasado.

 Sin embargo, todos escucharon la parte del anuncio del capitán en la se anunciaba que no podrían llegar a destino pues uno de los motores estaba seriamente dañado y sin él no había manera de llegar a salvo a ningún lado. El capitán anunció que él y su equipo estaban haciendo el mejor trabajo posible para encontrar un aeropuerto civil donde poder aterrizar y donde hubiese facilidades para que los pasajeros pudiesen continuar con su viaje. Prometió anunciarlo lo más pronto posible.

 El señor Long respiró por fin y se quitó el cinturón de seguridad. Ya todo parecía en calma y no quería sentirse amarrado por un segundo más. Decidió que lo mejor era ponerse de pie y caminar un poco o al menos estirarse para mitigar el dolor de espalda que ahora era descomunal. Mientras movía el cuello de un lado a otro y giraba la cintura, se dio cuenta de que la mujer sentada al lado de la cortina que separaba las secciones estaba sonriendo. Parecía, de hecho, que estaba a punto de soltar una gran carcajada pero lo estaba controlando.

 La mujer tenía un mano sobre su boca, sus dedos apenas rozando sus labios. La otra mano estaba sobre el cinturón, como sintiendo su textura. No había cojines ni mantas ni nada con ella, estaba claro que no había sido de las personas que habían querido dormir un poco hace un rato. El señor Long la miró tanto como pudo pero después decidió que seguramente eran los nervios los que la hacían reír y por eso parecía sospechosa. No era algo nuevo que alguien riera en una situación tan complicada.

 Pasó un buen rato hasta que el capitán anunció por fin que aterrizarían en una ciudad rusa pequeña a la que habría de llegar un avión de la misma empresa para recoger a los pasajeros y llevarlos a su destino final. Estarían allí en una hora y el avión que los recogería ya había salido de Japón así que la espera no sería muy larga.

 Mucha gente pareció aliviarse con la noticia pero no el señor Long, que no podía creer que tendría que bajar en el medio de la nada para subirse en otro aparato de esos. Y así fue: lentamente todos fueron bajados por escalerillas y dirigidos a una terminal pequeña en la que se les ofreció un café muy cargado.  Estuvieron allí apenas un par de horas hasta que el nuevo aeroplano llegó y se les dijo que todos tendrían las mismas sillas.

 Mientras la gente se acomodaba y afuera cargaban el equipaje, el señor Long se dio cuenta que la mujer de la sonrisa no estaba en su asiento y ya no había nadie subiendo por la escalerilla. Fue cuando cerraron la puerta que decidió dirigirse a una azafata y le recordó que había una pasajera que faltaba y que seguramente se sentiría muy mal si perdía el avión. Debía estar en el baño, dijo, como defendiéndola.


 La azafata sin embargo no se preocupó en lo más mínimo. Dijo que algunos pasajeros habían decidido quedarse y viajar desde allí a otras ciudades que eran su destino final. El hombre se dejó caer en el asiento, incrédulo de las palabras de la azafata. No pensaba que nada de eso fuese cierto pero pronto eso no importó más pues recordó que su familia lo esperaba y eso era más fuerte que cualquier misterio que él nunca podría resolver.

martes, 5 de enero de 2016

Un momento

   Era de noche pero la oscuridad estaba lejos de ser total. Al fin y al cabo era el centro de la ciudad y no dejaba nunca de estar bien iluminado, como si las sombras perdidas en la oscuridad necesitaran algún tipo de competencia. Se podía oír el susurrar del viento frío del invierno, así como el agua goteando por todos lados. La lluvia había caído más temprano y había dejado charcos y humedad por doquier.

 El goteo fue apagado entonces por el rumor de unos pasos lejanos, que se fueron acercando al centro de la ciudad con bastante prisa. El sonido de los tacones sobre las piedras de las calles resonaba bastante por todos lados y era probable que más de una persona, medio dormida o noctambula, hubiese escuchado el ruido que había roto con la paz de la noche.

 La culpable era una mujer que llevaba un pequeño bolso en la mano, con la correa rota. Una de sus medias veladas tenía un par de agujeros y su maquillaje y cabello eran un caos. La mujer corrió varias calles hasta que se detuvo en la plaza principal y se dio cuenta donde estaba. Ella había estado tan distraída corriendo, escapando, que no se había dado ni cuenta hacia donde lo había hecho. Se dejó caer en el andén que enmarcaba la plaza y miro la torre del reloj que coronaba el edificio principal del lugar.

 El edificio estaba bien iluminado con una luz blanca que lo hacia parecer como si fuera más de lo que era. No era la residencia de un dios o de los ángeles, no eran una oficina de caridad o de ayuda a los desposeídos. Era solo un edificio que hoy era un museo pequeño y que otrora había jugado el papel de centro de recepción de esclavos traídos del Nuevo Mundo.

 No llegaban muchos pero los que se traían servían como servidumbre en casas de alta alcurnia o simplemente eran trabajadores en plantaciones nuevas en esa época como de naranjas u otros frutos traídos con ellos en los barcos. Por ese edificio, hoy tan decente y tan celestial, habían pasado personas al borde de la muerte que habían sido consideradas menos que los cultivos que iban a ayudar a crecer y a cuidar.

 La mujer miró por largo rato al edificio y luego a los otros inmuebles que enmarcaban la plaza. Era como si fuese la primera vez que estaba allí. Y casi lo era pues desde que había llegado a ese país, no había tenido mucha oportunidad de pasearse por sus calles o conocer las principales atracciones. Como los esclavos del pasado, ella también había llegado a un edificio, una casa de hecho, en la que la habían recibido y revisado para que desempeñara el trabajo del que hoy había huido.

 El nombre que le habían dado era Kenia, pero ella no venía de allí ni sabía nada de ese país. Sin embargo le habían dicho que siempre dijera ese nombre y no el que tenía de verdad porque con los clientes todo debía ser una fantasía, una charada tras otra, sin parar. Porque la verdad era que a ellos les daba igual si se llamaba Kenia, Jessica o Valeria. Ellos querían su cuerpo y por eso era que pagaban.

 Kenia, o como fuere que se llamase, sabía bien a lo que había venido cuando viajó desde su verdadero país y se instaló en esa bien iluminada y bien planeada ciudad europea.  Lo sabía todo y se había preparado para ello mentalmente aunque eso no quitaba que la primera vez fuese la más incomoda de su vida. Al mismo tiempo, había sido su primera vez con quien fuere y ella trató de no darle importancia pero ese evento siempre lo tiene, se quiera o no.

 Eso sí, después todo fue más fácil o al menos pasable. Había estado dos años trabajando y había visto de todo. Incluso la habían arrestado una vez pero la habían dejado ir gracias al idiota que la había contratado.

 Pero ella no quería quedarse ahí toda la vida. Aunque sabía lo que había venido a hacer, no había planeado hacerlo para siempre. Su plan consistía en trabajar lo suficiente para ganar un buen dinero y luego salirse de ese mundo y encontrar un trabajo decente, estudiar y luego, si fuese posible, tener una buena familia. En el mundo no tenía a nadie y eso había ayudado a su temeraria decisión.

 Se quitó los tacones y las medias y puso los pies con cuidado sobre el suelo empedrado de la plaza. Obviamente el suelo estaba algo sucio pero no le importaba, solo quería sentir algo de frío en sus adoloridos pies y así poder relajarse y quitarse de la cabeza todo lo que tenía para pensar.

 Se dio cuenta que era placentero estar en esa plaza sola, con las luces iluminándolo todo. Era como si la ciudad misma le diera a ella un regalo por su esfuerzo, como si todas las luces estuviesen encendidas solo para ella. Por un momento imaginó que era otra, que bailaba en una gran salón con muchos invitados, como las damas de las películas. Quería un vestido rojo y estar maquillada y peinada para la ocasión. Tener un compañero de baile decente e ideal, diferente a los hombres que conocía.

 Pero entonces la realidad rompió su fantasía y recordó que hombres como ese probablemente ni existían o al menos no en su mundo y era su mundo el que le debía de importar porque no había otro al que pudiese huir ahora mismo. No había nada para ella que no fuera la prostitución y eso lo sabía bien. Tenía deudas y estaba amarrada a lo que hacía y a todo lo que eso conllevaba. Soltarse, ser libre, no iba a ser jamás tan fácil como la gente podía pensarlo.

 Sacó de su bolso algo de papel higiénico y se limpio un pie y luego el otro, después poniéndolos de vuelta a los tacones pero sin medias. Se levantó torpemente sobre el suelo empedrado y empezó a caminar hacia una de las calles que salían de la plaza. Era la opuesta a la que había usado para entrar pero no lo había pensado siquiera. Solo quería seguir caminando para siempre, como si eso pudiese hacerse.

 Lo bueno, pensó, era que no estaba atrapada físicamente como muchas de las chicas que encerraban en casas y las habían trabajar hasta que las pobres eran victimas de algún crimen horrible o simplemente lo hacían hasta que escapaban de alguna manera y nunca más se las veía. Ella estaba segura de que las mataban y simplemente no se encontraban los cadáveres porque a nadie le interesaba buscar prostitutas muertas. Y si se les encontraba, no era algo para mostrar en los noticieros de la noche. País rico o país pobre, las cosas a veces no son tan distintas.

 Salió a una avenida y se dio cuenta que el autobús nocturno debía de estar circulando. Caminó hasta la parada más cercana y verificó si el servicio que pasaba le servía. Como le venía bien, se sentó a esperar. Cuando miró la publicidad que había a un lado de la parada, se dio cuenta lo mal que iba, el maquillaje por todos lados y el bolso roto, sin medias y la blusa con manchas. Sacó otro poco de papel y se quitó el maquillaje lo mejor que pudo, al menos para no parecer una maniática. Lo de la blusa era más difícil.

 Menos mal no era una noche fría porque había dejado su abrigo en donde el cliente y no pensaba nunca más ir adonde ese hombre. No solo uno de esos racistas que a la vez no lo son, sino que olía mal y no porque sudara ni nada parecido sino porque su olor como ser humano era inmundo. Su presencia podía pasar como la de un hombre de negocios respetable pero ella sabía que cualquiera se sorprendería con lo retorcido de su mente.

 Ella solo salió de allí apenas la bestia cayó después de terminar. La pobre mujer se limpió la cara y un poco el cuerpo antes de salir, asqueada de si misma y del hombre y de lo que hacía para poder vivir.

 Cuando el bus llegó por fin, ella pagó su pasaje con las monedas que tenía y entonces se dio cuenta que no había recibido el pago por estar con ese animal. Quiso golpearse a si misma mientras se sentaba en la parte trasera del bus, pero ya era muy tarde para eso. Ahora lo importante era ver que pasaría mañana, como haría para pagar sus cosas, el alquiler y todo lo demás. Además quería evitar el trabajo, al menos por un par de días, y eso también estaría complicado, viendo que daba su teléfono a los clientes que frecuentaba más a menudo.


 En su viaje a casa, que duró casi una hora, se dio cuenta que ese momento sola en la plaza había sido casi un milagro pues había podido soñar despierta y respirar al menos una vez, cosa que jamás había hecho en los dos años que llevaba en la ciudad. Trató de relajarse en el bus también pero no pudo, pues al ver a través del vidrio mojado hacia la oscuridad de la noche, solo podía ver sus errores, uno tras otro, y la promesa de que su vida no iba cambiar de la noche a la mañana.