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miércoles, 9 de marzo de 2016

Impulsos de madrugada

   Podría argumentar que no iba tan seguido a semejantes sitios pero no creo que tenga necesidad de decir nada sobre mis costumbres puesto que estas no son objeto de interés. El interés recae en una pareja, dos hombres a los que llamaré Klaus y Otto. Esos nombres se los di yo por una simple conclusión un tanto facilista: eran alemanes, o al menos eso fue lo que yo creí. Puede que hayan sido de otro lado y puede que ni siquiera fueran pareja de nada. De pronto eran solo amigos que compartían semejantes experiencias, como he visto que muchos otros lo hacen.

 El caso es que ese día, o más bien esa noche, nos encontrábamos todos en ese sitio oscuro y un tanto húmedo en el que hombres como nosotros a veces nos vemos las caras e incluso ni nos las vemos, porque no vamos a reconocernos sino a perdernos y a darle rienda suelta a sentimientos y pensamientos que nos dominan a veces más de lo que nos gustaría. Yo, víctima de aquel impulso del que los hombres solemos ser víctimas, llegué al lugar pasada la medianoche. Al comienzo no los vi pero luego no pude dejar de verlos.

 Otto era especialmente difícil de no ver y todo porque era el hombre más alto del lugar. Había otros altos y más grandes que él pero su delgadez, el modo en que caminaba como colgado de alguna parte y su altura coronada por una cabellera rubia, era difícil de no ver. Tengo que confesar que me le quedé mirando mucho tiempo y tal vez se dio cuenta de lo que hice después y simplemente no dijo nada. Pero lo dudo porque toda la noche lo único que vi fue su manera de estar amarrado como por una cadena a Klaus.

 Él tenía un cuerpo increíble e iba más que borracho. No sé a que hora podía haber bebido tanto pero no me sorprendía porque turistas como ellos siempre tienen dinero de sobra para los placeres de la vida, siempre poco para comida o alojamiento. El caso es que, con el pasar del tiempo, me di cuenta que eran inseparables. Pero no era una de esas parejas tiernas y amorosas que suelen haber por ahí. Se notaba que algo andaba mal pues Otto se negaba a ir con Klaus a ciertas partes y luego Otto parecía castigar a su pareja quedándose más tiempo, como diciéndole: “No es esto lo que querías?”.

 Este juego extraño entre los dos fue el que me hizo interesarme mucho en ellos. En Otto que siempre llevaba una vaso con licor en la mano pero no parecía estar borracho y Klaus que iba sin saber de donde era vecino y jamás parecía parar en la barra del bar. Fue ese comportamiento de ir y venir, de pruebas de resistencia hechas en un lugar que ciertamente no se prestaba para ese tipo de cosas, lo que me llevó a que, cuando fue hora de salir, los siguiera de lejos.

 Para mi fue imposible evitarlo. Salí yo primero y apenas lo hice fumé el primer cigarrillo del nuevo día aunque aún era de noche. Sentía frío pero el cigarrillo me calentaba la cara y poco a poco el resto del cuerpo. Pensaba en cuantas veces había decidido ya dejar ese vicio tan feo para siempre cuando del local salieron, dando tumbos y con dificultad, Otto y Klaus. Se despidieron en la puerta de otros amigos que yo ni me había molestado en mirar en toda la noche y solo los miré con interés, como si fuesen criaturas en una jaula de las que hubiese que aprender todo lo posible.

 Algo hablaron en su idioma, que creo era alemán. Y entonces empezaron a caminar, lenta y torpemente. Cuando no iban muy lejos fue que me decidí: tenía que seguirlos. No solo porque tenía la urgencia de saber donde se quedaban, si iban a seguir la noche o si en verdad eran pareja como claramente parecían. Tenía tantas preguntas y tan pocas respuestas que mis pies empezaron a moverse antes que mi cerebro hubiese dado el sí definitivo. Los seguí a cierta distancia, tratando de ignorar el frío. Era una suerte que yo no hubiese bebido casi, pues así podía estar más pendiente de todo.

 Bajamos la colina del barrio donde estaba el lugar del que habíamos salido y entonces dimos con una gran avenida. Allí había varias opciones, más aún en semejante ciudad tan noctambula, así que esperé. Para mi sorpresa, los dos extranjeros cruzaron la calle, ignorando olímpicamente las luces del semáforo y penetraron el barrio del otro lado. Esto me alcanzó a emocionar pues yo no vivía muy lejos de allí, una de las razones por las que había salido tan tarde.

 Caminamos un par de calles, en las que ellos jamás se giraron ni parecieron tener interés en nada más que en decirse cosas en su idioma, a veces susurradas y otras veces a grito entero. Pasamos la calle en la que yo vivía y seguimos de largo a otro barrio, este de calles más estrechas y que muchos decían era peligroso de noche. Yo me cerré mejor la chaqueta y me puse el gorro para que fuese menos reconocible. Por lo visto sentí por un momento que era una estrella famosa o algo por el estilo. Aunque también fue por el frío y para huir si había que hacerlo.

 Ellos seguían hablando y de pronto empezaron a pelear. Sus voces se alzaron más y más y yo tuve que meterme en la entrada de una tienda cerrada para ocultarme y que se dieran cuenta que tenían público. Por lo visto se dijeron cosas hirientes porque pude ver lágrimas en los ojos de Otto y Klaus con ojos brillantes, de rabia. Pero después, casi de inmediato, empezaron a besarse y pensé que iba a presenciar una escena para adultos en la mitad de una calle y con ese frío tan horrible. Pero no, solo se besaron con pasión y se cogieron de la mano.

 No los tuve que seguir mucho más. Resultaba que, borrachos como estaban, preferían cruzar este barrio para llegar al sector turístico que estaba del otro lado. Hacer toda la vuelta menos peligrosa requería de más concentración y tiempo y ellos no parecían tener ninguna. Cuando llegamos a una bonita avenida que de día los turistas llenaban hasta sus rincones más escondidos, ellos empezaron a caminar más rápidamente. Al cabo de unos cinco minutos entraron a un hotel grande, de esos que son antiguos y muy elegantes. Yo no entré, claro está, pero vi que los saludaba el chico de la recepción y que, antes de subir en el ascensor, Klaus le ponía una mano en el culo a Otto.

 Fue una decepción que la historia terminase allí. Yo buscaba algo más interesante, algo que llenara mi mente de imaginación y de posibilidades. Este final no correspondía a los personajes y por eso me quedé allí mirando al hotel como un tonto, hasta que un ruido me sacó de mi mente y el dio otro final a la historia.

 En la calle se podían escuchar los gemidos, de Otto sin duda. Me dio risa y a la vez tuve el impulso de entrar al hotel y al menos verlo por dentro. Quería, por alguna razón, hacerles saber que había estado allí y que los había seguido. Para que quedarme yo con ese secreto, con toda la diversión? No, no estábamos en una historia de espías en los años cincuenta ni en una de esas series con demasiadas chicas rubias norteamericanas. Esto era la realidad y en la realidad se puede hacer lo que uno quiera. Así que me puse en marcha.

 Cuando llegué a la recepción me di cuenta que no sabía que era lo que iba a decir , que me iba a inventar para poder llegar hasta la habitación que ni sabía cual era. Mis impulsos, de nuevo, me habían traicionado. Pero mis pies no se detuvieron. Cuando estuve frente al joven recepcionista abrí la boca y, como un pez, la cerré y la abrí y no dije nada. Él, sin embargo, me sonrió y me dijo que me esperaban ya y que subiera a la quinta planta, habitación 504. Yo asentí robóticamente y traté de sonreír pero solo logré una mueca fea.

 Subí, nervioso, y no sé porqué me dirigí a la 504 sin ponerme a pensar que podría esperarme allí ni con quien me habrían confundido. El hotel tenía una decoración que buscaba llamar la atención de su público exclusivo y eso me puso más nervioso mientras me dirigía a la habitación asignada. Cuando estuve frente a la puerta no se oía nada. Después una voz lejana y un rumor como de pasos arrastrándose. De pronto, la puerta se abrió de golpe, sin yo tener que ponerle una mano encima.

 El que me sonreía allí de pie, desnudo, era Otto. Y estaba sonriente y feliz. Vi a Klaus detrás, bailando o algo por el estilo. Otto me dijo, en un español machado y extraño, que llevaban esperándome un buen rato. Me hizo seguir tomándome la mano y cerrando la puerta suavemente.

Tengo que decirles, queridos amigos, que no olvido nada de esa noche o mejor, de ese día. Pues fue el inicio de una cadena de eventos que me llevarían a escribir este texto desde un sitio en el que jamás pensé encontrarme. Pero así son las cosas.

sábado, 5 de marzo de 2016

Niebla de Año Nuevo

   A lo lejos se oyeron las campanas de alguna iglesia y por cada una de las callecitas se escucharon los gritos de jubilo de todos los que estaban afuera esperando que el año nuevo llegase. Había gente con amigos esperando con unas cervezas, familias con niños besándolos y premiándolos con algún dulce, como si un nuevo año tuviese que empezar premiándolos por nada. También había muchas personas de otros lugares, con otras tradiciones, a las que el año nuevo les daba un poco lo mismo. Sin embargo, algunos estaban en la calle con el resto de sus amigos que sí celebraban o porque estaban de turismo y deseaban unirse a la fiesta o simplemente porque eran dueños de algún negocio y tenían que aprovechar cada momento.

 En uno de esos negocios estuvo P unos diez minutos antes de que sonaran las campanas. Vendían allí muchas cosas pero lo que él compró fue un gofre cubierto de chocolate liquido y calientito. Era lo mejor para una noche tan fría y para distraerse mientras eran las doce de la noche. Había decidido salir a pasear a esas horas solamente porque hubiese resultado muy triste irse a dormir antes o pasar la medianoche en la cama con los ojos abiertos, pues sabía que iba a estar despierto de todas maneras.

 Más temprano había salido a dar una vuelta por ahí, visitando algún museo o no sé qué. El caso es que había caminado mucho y ya estaba cansado de sentir los pisos de piedra de las calles antiguas del centro de Bruselas, donde estaba solo de visita. Era una ciudad curiosa, como comprimida en un pequeño valle, casi se podía decir que era una ciudad en miniatura, pues todo parecía haber sido puesto ágilmente por las manos de un gigante, nada parecía nuevo pero seguro que había muchas cosas que no tenía sino meses de existir o menos.

 Comiendo el gofre, paseó por las calles que ya se sabía de memoria y vio como ya había borrachos, turistas despistados y una fila enorme para entrar en la plaza principal y ver las luces y el  show musical. Como ya lo había visto otras noches, ni siquiera intentó entrar. Mucho menos sabiendo que no iba a haber juegos artificiales ni nada por el estilo. Todo iba a ser muy normal, muy sobrio. Caminaría hasta que la medianoche lo encontrase, terminaría de comer y se iría al hotel a dormir. P ya lo había pensado así y no pensaba cambiar de plan.

 Sin embargo las cosas nunca pasan exactamente como uno las prevé. Caminando por ahí, pensando en su familia y sus amigos, tan lejos de allí, P se dio cuenta de pronto que estaba en un barrio que no conocía. De hecho, no sabía cuanto había caminado desde el centro de la ciudad para encontrarse allí. Sacó el celular para buscar la ruta más corta al hotel pero el aparato no servía, la pantalla no se encendía. Siguió caminando por miedo a quedarse solo en la mitad de la nada y entonces lo vio.

 Salió de un bar, o lo que parecía un bar. La verdad era que todo su entorno tenía algo raro, como si lo estuviera viendo a través de una botella o de un vidrio empañado por el frío. Pero apenas lo vio, supo que era él. En sus sueños siempre lo sentía, no lo veía nunca lo suficientemente claro. Pero esta vez lo veía completo y era lo más hermoso que hubiese visto nunca. Su nombre era Q, lo sabía. Sacó él su celular y contestó una llamada y eso le causó curiosidad a P, pues el suyo seguía sin servir. Se acercó con cuidado para no asustarlo y cuando Q colgó, P lo saludó.

 Ambos entrecerraron los ojos. Al parecer el fenómeno visual lo sentía todo el mundo. Pero cuando Q lo tuvo en frente, se le dibujó una sonrisa enorme y se le lanzó encima a abrazarlo y besarlo. Y P no hizo nada para detenerlo, al contrario, le correspondió tanto el abrazo como el beso. Fue un tanto extraño pues no conocía bien a Q, al menos no en persona, en al realidad. Pero ahí estaban los dos abrazándose, Q diciéndole que menos mal que había decidido venir pues no le gustaba cuando peleaban. Le preguntó a P si había estado en la casa todo el tiempo y P asintió, sin saber de que le hablaba.

 Fue todo tan confuso, que P solo se dejó llevar de la mano hacia el interior del local donde los esperaba gente que no conocía pero que lo saludaron como si ellos sí lo conocieran. A algunos creyó reconocerlos de alguna parte y a otros no los había visto jamás. Estaban apenas bebiendo algo y decían que después de las doce era la hora perfecta para comer. El sitio no era un bar sino un restaurante y el dueño era uno de ellos que empezó a acercar fuentes y platos y bandejas con comida deliciosa. Q le dio otro beso a P antes de atacar las berenjenas gratinadas y otro más antes de los corazones de pollo con especias.

 Era surreal pero P quería estar allí todo lo necesario y aprovechaba cada segundo para verle la cara a Q, para recordar cada detalle de su rostro para que nunca la olvidase: tenía el pelo suave y algo más claro que él, era más alto y con una sonrisa enmarcada por unos labios color rosa. Tenía la nariz ligeramente grande pero muy bonita y la línea de la mandíbula marcada pero sin ser brusca. Su cuello era el de un hombre trabajador así como sus hombros. Sus manos eran suaves y él, todo él, olía a una mezcla de mandarinas y vainilla, algo fantástico.

 Entonces P se giró a la puerta y esperó que entraran miembros de su familia y sus amigos, gente a la que extrañaba profundamente. Pero ellos no venían. Pensó en qué estarían haciendo y esperó que no estuvieran solos, que no pasaran esa noche mirando las estrellas o durmiendo para escapar de la realidad, que es dura y fea.

 Sirvieron lasaña y hubo más besos de parte de Q, que se dio cuenta que P estaba algo triste. Solo dijo la palabra “familia” y eso lo hizo acreedor de un beso suave y largo, que les mereció burlas bienintencionadas del resto de los comensales. Fue ahí que P se dio cuenta pero no le importó. La lasaña estuvo deliciosa, así como el postre después e incluso la cidra casera. Se despidieron de los demás hacia la una y media de la mañana. A esa hora, las calles estaban cubiertas de niebla pero Q parecía tan seguro caminando que P solo se dejó llevar, una vez más.

 De la mano fueron hablando y compartiendo silencios. El camino pareció durar una eternidad pero no podía haber sido mucho tiempo. En ese lapso hablaron de su vida futura, de si comprarían por fin esa mascota de la que tanto hablaban o si siquiera la tostadora que a veces hacía tanta falta. A P le encantaba como Q era gracioso pero sin exagerar, era romántico pero lo justo y era autentico, cuanto podía serlo. Y P estaba más que feliz.

 Llegaron entonces a un edificio que parecía ser de eso que no llevaban meses en la ciudad y P siguió a Q cuando sacó unas llaves y abrió la puerta principal. Subieron dos pisos por las escaleras y luego Q abrió otra puerta y P trató de disimular que había quedado sin habla. Mientras P guardaba un vino que les habían regalado y hablaba de lo delicioso de todo en la cena, P se quedó en el recibidor y contempló algo que nunca había visto: su casa. Había fotos de él y de Q, en algunas juntos y en otras no porque había fotos de hacía muchos años. Cuando estaba en el colegio, por ejemplo. Q lo pilló viéndolo las fotos y no dijo nada, solo se le acercó en silencio y le tomó la mano.

 Lo llevo a la habitación y allí empezaron a besarse más y abrazarse y tocar los cuerpos del otro. Una a una, las prendas de vestir fueron cayendo al suelo formando montoncitos con los que nunca tropezaban. Primero las bufandas que se habían puesto para el frío, después las camisetas, después los zapatos seguidos de los pantalones. Al final las medias y la ropa interior, justo antes de cubrirse con la gruesa colcha blanca de la cama de matrimonio. Hicieron el amor. Así se llamaba lo que hicieron con tanta pasión y dulzura y cariño. No se podía negar nada. Cuando terminaron, se dieron muchos besos y se abrazaron, quedando encadenados bajo el hechizo del sueño que llegó justo al final.

 Cuando P se despertó, hizo un esfuerzo consciente para no abrir los ojos, hundiendo su cara en la almohada. Pero sabía que eso no podía durar. Entonces afrontó la realidad y contempló con pesar la habitación del hotel. Estaba desnudo y era ya más de mediodía. Pero eso le daba igual. Su mente lo había traicionado, le había jugado una mala pasada.


 O tal vez, solo tal vez, había visto un pedazo de su futuro y su cerebro y algo en el mundo se habían aliado para darle a probar un bocado de lo que podría suceder. Era muy conveniente verlo así pero así tenía que ser, justo en un momento en el que ya no quería seguir adelante, en el que estaba cansado de un esfuerzo que parecía inútil. Los extrañaba a todos y por eso lloró luego de despertarse. Porque también lo extrañaba a él, a Q, y ni siquiera sabía quién era.

martes, 1 de marzo de 2016

Amigas

   La fila le daba una vuelta completa a la manzana. Es decir que quién estaba de último, se encontraba prácticamente en la puerta de la tienda. Todo ese revuelo de debía al lanzamiento de las nuevas mochilas de regalo de uno de las marcas más reconocidas en el mundo de la moda. Era una costumbre que en la época navideña, muchas tiendas tuvieran mochilas de regalo con ropa adentro que nadie sabía que era. Eran un poco caras dado el precio corriente de la ropa de la marca pero valía la pena pues se ahorraba la gente mucho dinero así. Por eso la fila y las caras de ansiedad y preocupación.

 Paula a cada rato se ponía de puntitas y miraba hacia delante, para ver si la gente de verdad estaba avanzando o si se estaban haciendo los tontos. Su amiga Diana estaba sentada en el piso junto al edificio pues estaba cansada de esperar. La verdad era que Diana era de esas personas que se cansan con nada y que se quejan por todo. Normalmente a Paula no le gustaba mucho salir con ella. Pero lo que pasaba era que Diana había trabajado en la tienda hacía un tiempo y había asegurado que podría hacer que pasaran más pronto. Eso, por lo menos, no había pasado. También había asegurado que si la gente de la tienda decía que no había más mochilas de regalo, ella podría hablar con alguien para que les sacara dos de la bodega.

 Y tal cual, a los cinco minutos, se oyó un rumor de rabia y desconcierto. Corrió como una ola la noticia de que habían anunciado que ya no había mochilas y que la tienda cerraría por ese día pues ya no tenían nada más que vender. Esa promoción se hacía un domingo, día que normalmente no había atención. Paula hizo que Diana se pusiera de pie y fuera a la parte de enfrente de la fila para que hiciera funcionar sus conexiones. Ella lo hizo con desgano, como si tanta belleza que había dicho no fuese cierta. Hay que decir que Diana también era de esas personas que todo lo engrandece, lo hace ver mejor cuando no lo es.

 La gente fue despejando la zona y ella corrieron hacia delante para evitar que les cerraran la puerta en la cara. Al parecer el chico que cerraba era amigo de Diana pues la reconoció al instante, saludándola con la mano y volviendo a abrir solo para dedicarle una sonrisa. Paula casi muere de risa al escuchar como Diana hablaba con él, casi como seduciéndolo, como si fuese necesaria semejante exageración. Pero la dejó que hiciera lo suyo y no habló nada. El chico le dijo a Diana que iba a ver si había más mochilas pues les había ido muy bien pero que sí hubiera alguna se las traería.

 Esperaron unos veinte minutos, mucho más de lo que Paula hubiese querido. Ya se estaba haciendo de tarde y el al caer el sol el viento se ponía cada vez más frío. Se puso unos guantes que tenía en el bolsillo y justo en ese momento volvió el amigo de Diana pero acompañado de una mujer de aspecto severo. Venía detrás, como si lo vigilara. El hombre, con la cabeza agachada y los hombros caídos, le dijo a Diana que ya no había nada y que no podía volver a hacer ningún favor de ese tipo. La mujer le dijo algo al oído y el chico se retiró. Después miró afuera, a las dos chicas, y lo hizo casi con rabia, como si las odiara a pesar de que jamás se habían visto la cara. Diana y Paula no tuvieron más remedio que dar media vuelta y no volver más.

 Minutos después, Paula evitaba hablarle a su amiga. Estaban en un restaurante de comida rápida y habían pedido cada una algo para picar mientras llegaban a casa. Habían viajado casi dos horas para venir por la maldita mochila de esa tienda y ahora no tenían nada. Ellas vivían en una ciudad más pequeña donde no había ropa tan bonito y Diana se había mudado allí hacía unos 3 años. O sea que el tipo ese que les había abierto la conocía desde hace todo ese tiempo. Aunque, pensó Paula, podría ser que ni la conociera y solo le abriese la puerta porque era una mujer bonita que le coqueteaba. En todo casi, no tenían nada.

 Diana trataba de disculparse pero cuando eso no sirvió, empezó a quejarse del dolor de pies y de cómo no solo tenía hambre pero también sueño. Sin embargo solo pidió unas papas fritas pequeñas. Lo que quería era causar lástima pero Paula ya había tenido suficiente de ella. Apenas terminó se pudo de pie y salió a la calle sin esperar si Diana había terminado o no. Salió corriendo detrás al rato y alcanzó a Paula una calle arriba, caminando a la parada de buses desde la que salía la ruta a sus casa. Se sentaron en un banco a esperar y, de nuevo, nadie dijo nada.

 No había mucha gente en el lugar aparte de ellas dos. El lugar estaba más bien solo. Se podía escuchar el viento soplar y hacer ese como aullido que hace a veces cuando ya es muy intenso y parece que desea destruir más que cualquier cosa. Entonces, como electrocutada por algo en el asiento, Diana se puso de pie y le tomó la mano a Paula para hacerla poner de pie. Ella se rehusó, principalmente porque la había cogido de sorpresa. Diana le explicó que podía compensarla por lo ocurrido si venía con ella. Paula al comienzo trató de no mirarla. Pero Diana insistía e insistía. Paula le dijo que no podían ir a ningún lado pues el bus pasaba en quince minutos y después no habría uno sino hasta tres horas después. No quería quedarse allí más tiempo.

 Pero Diana le explicó que valía la pena. Quería mostrarle un lugar que ella había conocido cuando vivía en la ciudad. Eso no convenció a Paula entonces Diana se le puso enfrente y se arrodilló. Le pidió perdón por su torpeza pero le juraba que le iba a recompensar con el lugar adonde la quería llevar. Le aseguró que sería muy feliz si simplemente iban y le prometió estar a tiempo para el último bus.

 Paula suspiró, miró a un lado y al otro y entonces aceptó. Su manera de ser no era ser intransigente y Diana, al  fin y al cabo, era una de sus pocas amigas. Si se ponía a pelear con ella, pues se quedaría sola y eso era algo que no le gustaría. Ya mucho tiempo había estado sin amigas y no había sido una experiencia agradable. Así que se puso de pie y le dijo a Diana que la seguiría. Diana sonrió y le tomó de la mano y la forzó a caminar más rápido. Al parecer el sitio que Diana buscaba no era muy lejos de donde estaban ahora. Lo feo fue cuando, minutos después, Paula se dio cuenta que el barrio donde estaban era netamente industrial y que la luz natural cada vez era menor.

 Le dijo a Diana que volvieran, que se notaba que no había encontrado lo que quería y que si corrían podían alcanzar el bus. Pero Diana no le habló, solo siguió caminando, un poco despacio y mirando las bodegas que había a un lado y al otro de la calle. Estaba vez era Paula la que hablaba y hablaba, tratando de convencer a su amiga para que diera media vuelta con ella para volver a casa. Pero Diana estaba como inmersa en una búsqueda, casi analizando cada una de las entradas que veía, como si buscara una sutileza tan insignificante que se le podría pasar el lugar al que quería llevar a Paula si no ponía la debida atención. Por fin se detuvo hacia la mitad de una calle. Sin esperar a nada, subió las escaleras de acceso a una bodega muy grande y, sin darle tiempo a Paula de decir nada, tocó el timbre.

 Por un segundo, Paula tuvo la sensación de que les iban a lanzar perros hambrientos o algo por el estilo. O al menos que iba a salir un tipo gordo y peludo a insultarlas por cortarle la siesta que estaba haciendo. Así que fue una sorpresa completa cuando la puerta se abrió y Diana habló con alguien en las sombras. Paula subió las escaleras para ver quién era pero cuando llegó ya Diana estaba entrando entonces la siguió torpemente, casi tropezando en la entrada. La puerta se cerró detrás de ella y por un momento estuvieron sumidas en la oscuridad extrema. Paula le tomó el brazo a Diana y temblaba, nerviosa del lugar al que su amiga la pudiese haber traído. Porque había aceptado?

 Entonces vieron luz y caminaron. Y se empezó a oír música. Y voces de personas. Cuando salieron a la luz, Paula quedó sin habla. Habían entrado a una especie de fiesta. Había gente con copas y riendo y conversando. Pero en el centro de todo, mucha ropa en ganchos que colgaban del techo y algunas personas revisándolo. Diana por fin explicó que era un lugar secreto donde solo algunos compradores exclusivos podían adquirir ropa de marcas caras a precios de marcas baratas, casi de bajo costo. Se acercaron a una selección de faldas y pantalones y Paula solo tosió de ver los precios, el anterior y el actual.


 Diana le contó que era algo que se hacía con frecuencia, combinado con fiesta y desfile. Era uno de esos misterios del mundo de la moda. Entonces una mujer alta y guapa se les acercó y saludó a Diana de beso en la mejilla y les habló contenta de la gente que había venido y que llegarían más en minutos. Y así fue. Se volvió todo una fiesta enorme, donde Paula conoció mucha gente del mundo que le encantaba. Compró ropa pero lo mejor fue que hizo amigos y conoció a varias diseñadores que jamás hubiese creído que iba a saludar. Su amiga Diana de verdad se preocupaba por ella.

jueves, 4 de febrero de 2016

Rubí

   Rubí subió al escenario y el público simplemente enloqueció. Era ya una estrella en el lugar y todos los que venían a ver el show de “drag queens” la venían a ver a ella. No solo era porque era simplemente la más graciosa de todas, con una fibra cómica tan sensible que cada persona se podía sentir identificada, sino que también su maquillaje y presencia hacía olvidar que se trataba de un hombre disfrazado de mujer. Solo la sombra de una barba rompía el encanto o tal vez hacía de Rubí un poco más atractiva a su público.

 Cuando terminó su presentación se reunió con el resto de chicas en los camerinos y bebieron algo a la salud de todos por otro gran espectáculo. La discoteca hacia poco había venido en declive y había decidido tratar de irse con un evento inolvidable y ese último evento fue un show igual al de aquella noche. Pero de eso ya habían pasado dos años, pues el espectáculo había sido un éxito y por eso dos días a la semana había show y todas las chicas aparecían con sus personajes o con nuevos, haciendo rutinas siempre distintas, siempre graciosas.

 Rubí se les había unido hacía solo seis meses y todas le tenían mucho respeto. Eso era porque de día Rubí no seguía con su personaje, como si lo hacían otras, sino que se transformaba en otro ser humano, un hombre llamado Miguel que no tenía nada que ver con esa persona que existía en el escenario. Y lo más particular de Miguel, al menos en ese contexto en el que se desarrollaba como artista, era que era heterosexual. Era algo muy particular pues incluso les había contado una noche a algunas de sus compañeras que tenía una hija pequeña y que antes de empezar a trabajar en la disco había estado casado.

 Eso era otro mundo para los demás. Le preguntaron como era, como lo manejaba, pero ni él ni ella hablaban nada del caso. De hecho, a él casi ni lo veían pues siempre salía cuando nadie lo veía, por la puerta de atrás del lugar. En cambio a ella era difícil perderla de vista, siempre con algún vestido en el que se veía despampanante y joyas que brillaban por toda la pista de baile. Él siempre se quedaba un poco más a beber algo, hablar con Toño el barman y ver a los chicos bailar y relacionarse.

 Ni Rubí ni Miguel juzgaban a nadie. Sentían que no tenían ni la autoridad ni el derecho de hacerlo. Obviamente siempre se le cruzaban cosas en la cabeza, pensaba que de hecho puede que fuera gay o que de pronto eso de vestirse de mujer no era algo que pudiese hacer para toda la vida. A veces se convencía a si mismo que era la última noche que lo haría. Pero entonces Rubí destruía ese pensamiento en el escenario, encendiéndolo con todo su sabor y entusiasmo. Simplemente no se podría alejar de aquello que le daba alas.

 Su ex sabía bien que Miguel se disfrazaba de Rubí. Él mismo había decidido contarle pues, cuando habían terminado, no habían quedado odiándose ni nada parecido. De hecho los dos se sentían culpables pues sabían que habían fallado pues nunca se habían molestado en conocerse, en hablar y en compartir como lo debería hacer una pareja de verdad. Así que cuando Miguel le contó lo que hacía, ella no reaccionó mal. De hecho lloró, pues se dio cuenta que en verdad nunca lo había conocido.

 A él ese momento le dio mucha lástima. No solo porque su pequeña hija vio a su madre llorar y pensó que él había sido el causante, sino porque la verdad Rubí era un personaje que Miguel había inventado porque se sentía más seguro siendo ella y estando en un escenario. Simplemente fue algo que descubrió pero no era algo que hubiese estado allí siempre. En su matrimonio lo pensó un par de veces, pero nunca con las ganas que lo hizo después del divorcio. Y tampoco quería hacer de ello su vida. Era un hobby que le daba dinero y alegría, una combinación perfecta.

 O casi perfecta, pues la gente siempre tiene problemas cuando los demás se comportan como quieren y ellos solo se comportan como la sociedad quiere que lo hagan. No era extraño que al bar se colaran idiotas que entraban solo a lanzar huevos al espectáculo o a gritar insultos hasta que los sacaran. Y como sabían bien que nadie haría nada pues ninguno quería ir a la cárcel y salir del anonimato de la noche, pues tenían todas las cartas necesarias para ganar.

 El peor momento fue cuando a Rubí se le ocurrió salir a fumar al callejón trasero de la discoteca, que en otros tiempos había sido una nave industrial. El caso es que estaba allí fumando, una mujer bastante alta con las piernas peludas y un vestido corto rojo y la peluca algo torcida. El calor de la discoteca y los tragos habían arruinado ya su disfraz y la noche no se iba a poner mejor.

 Ni siquiera supo de donde salieron pero el caso es que a mitad del cigarrillo vio cuatro tipos, todos con cara de camioneros desempleados o de payasos frustrados. O algo en medio. El caso es que con esas caras de muy pocos o ningún amigo se acercaron a Rubí y le quitaron el cigarrillo de la boca. Entonces uno le pegó un puño en el estomago. Ella trató de defender pero eran cuatro tipos borrachos y quién sabe que más contra un hombre en tacones. No había forma posible de que Rubí se pusiera de pie después del primer golpe.

 Fue gracias a Toño que sacaba una bolsa de basura, que los hombres huyeron, dejándolo adolorido en el suelo. Rubí pidió a Toño que no llamara a nadie, ni a una ambulancia ni a nadie de adentro. Solo quiso ayuda para levantarse y que le trajera sus cosas. Fue la primera y única que vez que tomó un taxi vestido de mujer y de paso fue la primera vez que entendió con que era que se enfrentaba al seguir con su personaje de Rubí. Podía ser que se liberase en el escenario, pero siempre habría gente como esos tipos y más aún en esa ciudad.

 Se bajó del taxi antes de su casa y se quitó la ropa en la oscuridad de un parque cercano. Le dolía todo y sin embargo rió pues pensó que sería muy gracioso que lo arrestaran por estar casi desnudo en un parque público, con ropa de hombre y de mujer a su alrededor. Esa hubiese sido la cereza del pastel. Pero no pasó nada. Llegó a su cama adolorido y se dejó caer allí, pensando que todo pasaría con una buena noche de sueño.

 Obviamente ese no fue el caso. Los golpes que le habían propinado habían sido dados con mucho odio, con rabia. Él de eso no entendía mucho porque era una persona demasiado tranquila, que solo lanzaría un golpe en situaciones extremas. Se echó cremas y tomó pastillas pero el dolor seguía y ocultarlo en su trabajo fue muy difícil. Era contador en una oficina inmobiliaria y debía caminar por unos y otros pisos y hasta eso le hacía doler todo el cuerpo. Más de una persona le preguntó si estaba bien y debió culpar a un dolor de estomago que no tenía.

 Al final de la semana tuvo que ir al medico y este se impactó al ver lo mal que avanzaban las heridas de Miguel. Lo reprendió por no haber venido antes, le inyectó algunas cosas, le puso nuevas pastillas y le recomendó no hacer ningún tipo de ejercicio ni actividades de mucho movimiento. Por una semana estuvo lejos del escenario y se dio cuenta de que casi muere pero por no poder ir a hacer reír a la gente, ir a hacerlos sentirse mejor, sobre todo a aquellos que iban allí a sentirse menos ocultos.

 Para él fue una tortura permanecer quieto, haciendo su trabajo desde casa. A veces miraba sus vestidos de Rubí y se imaginaba algunos chistes y nuevos movimientos que podría hacer. Y entonces se dio cuenta que ella jamás dejaría su vida, siempre estaría con él pues era siendo Rubí que se sentía de verdad completo, un hombre completo. Era extraño pensarlo así pero era la verdad. Rubí era como un amor que le enseñaba mucho más de lo que él jamás hubiese pensado.

 Cuando entendió esto, su manera de ser cambió un poco. La primera en notarlo fue su hija, que le dijo que se veía más feliz y que le gustaba verlo así de feliz. Con ella compartió todo un día y fue uno de los mejores de su vida. Solo los dos divirtiéndose y siendo ellos mismo, tanto que Rubí apareció en el algún momento.


 Por eso la noche de su regreso nadie lo dijo, pero la admiraban. Rubí era para todas las chicas y los chicos del espectáculo un ejemplo. Toño les había contado lo sucedido pero supieron fingir que no sabían nada. Pero solo ese suceso les hizo entender que estaba de verdad ante un artista, estaban de verdad ante alguien que iluminaba la vida de los demás a través de convertir la suya en algo, lo más cercano posible, a su ideal.