La idea de salir a caminar la había tenido
por dos razones. La primera era que sus pensamientos lo acosaban. No tenía ni
un segundo de descanso, no había ni un momento en que dejase de pensar en todo
los problemas que se le presentaban, en lo que le preocupaba en ese momento o
en la vida, en el amor, el dinero, sus sueños, esperanzas y todo lo demás. Era
como una soga que se iba cerrando alrededor de su pobre cuello y no había
manera de quitársela de encima.
La otra razón, mucho más física y fácil de entender,
era que al edificio donde vivía le estaban haciendo algunas reformas y el ruido
de los taladros y martillos y demás maquinaria lo estaba sacando de quicio.
Sentía que se había mudado, de repente, a una construcción. Y con todo lo que
ya tenía en la cabeza, sumarle semejante escándalo no ayudaba en nada.
Entonces tomó su celular (la idea no era
quedar incomunicado), las llaves, se puso una chaqueta ligera y salió. Al
comienzo se le ocurrió dar vueltas por ahí, por las calles que se fuera
encontrando. Ya después podría volver a casa con el mapa integrado del celular.
Pero ese plan dejó de tener sentido con la cantidad de gente que se encontró en
todas partes. Parecía como si el calor de esos días hubiese sacado a la gente
de una hibernación prolongada y ahora se disponían a rellenar cada centímetro
del mundo con su ruido y volumen.
Se decidió entonces por ir un poco más lejos,
a una montaña que era toda un parque. No estaba lejos y seguramente no estaría
llena de gente. No era una montaña para escalar ni nada, estaba llena de calles
y senderos pero también de jardines y árboles y de pronto eso era lo que
necesitaba, algo de naturaleza y, más que todo, de silencio.
Cuando entró al primer jardín, como si se
tratase de una bienvenida, se cruce con un lindo gato gris. Tenía las orejas
muy peludas y se le quedó mirando como si mutuamente se hubiesen asustado al
cruzarse en la entrada del lugar. Él se le quedó viendo un rato hasta que se
despidió, como si fuese una persona, y siguió su camino. Ese encuentro casual
le llenó el cuerpo de un calor especial y logró sacar de su cabeza, por un
momento, todo eso que no hacía sino acosarlo.
Ya adentro del jardín, había algunas personas
pero afortunadamente no las suficientes para crear ruido. Se sentó en una banca
y miró alrededor: un perro jugando, una mujer mayor alimentando un par de
palomas y algunos pájaros cantando. Era la paz hecha sitio, convertida en un
rincón del mundo que afortunadamente tenía cerca. Aprovechó para cerrar los
ojos y respirar lentamente pero el momento no duró ni un segundo.
Escuchó risas y voces y se dio cuenta que eran
algunos chicos de su edad, no jóvenes ni tampoco viejos. Todos pasaron hablando
animadamente y sonriendo. Estaban contentos y entonces uno de esos sentimientos
se le implantó de nuevo en el cerebro. Sentía culpa. De no ser tan alegre como
ellos, de no sentir esa alegría por ninguna razón. No tenía sus razones para
ser feliz porque no sabía cómo serlo.
Se levantó de golpe y decidió cambiar de
lugar. Sacudió la cabeza varias veces y agradeció no tener nadie cerca para que
no lo miraran raro. Caminó, subiendo algunas escaleras y luego siguiendo un
largo sendero cubiertos de hojas secas hasta llegar a una parte del parque que
era menos agreste, con un pequeño lago en forma de número ocho. Alrededor había
bancas, entonces se sentó y de nuevo trató de contemplar su alrededor.
Había dos hombres agachados, rezando. Patos
nadando en silencio en el estanque y el sonido de insectos que parecía crecer
de a ratos. Tal vez eran cigarras o tal vez era otra cosa. El caso es que ese
sonido como constante y adormecedor le ayudó para volver a cerrar lo ojos e
intentar ubicarse en ese lugar de paz que tanto necesitaba. Respiró hondo y
cerró los ojos.
Esta vez, el momento duró mucho más. Casi se
queda dormido de lo relajado que estuvo. Sin embargo, al banco de al lado llegó
una pareja que empezó a hacer ruido diciéndose palabras dulzonas y luego
besándose con un sonido de succión bastante molesto. Trató de ignorarlo pero
entonces la idea del amor se le metió en la cabeza y jodió todo.
Recordó entonces que no tenía nadie a quien
querer ni nadie que lo quisiera. De hecho, no había tenido nunca alguien que de
verdad sintiese algo tan fuerte por él. Obviamente, habían habido personas pero
ninguna reflejaba ese amor típico que todo el mundo parece experimentar. De
hecho él estaba seguro que el amor no existía o al menos no de la manera que la
mayoría de la gente lo describía.
El amor, o más bien el concepto del amor, era
como un gas tóxico para él. Se metía por todos lados y lo hacía pensar en que
nadie jamás le había dicho que lo amaba, nadie nunca lo había besado con pasión
verdadera ni nunca había sentido eso mismo por nadie. Hizo un exagerado sonido
de exasperación, que interrumpió la sesión de la pareja de al lado. Se puso de
pie de golpe y salió caminando rápidamente.
Trató de pisar todas las hojas secas que se le
cruzaran para interrumpir el sonido de sus pensamientos. Estuvo a punto de
gritar pero se contuvo de hacerlo porque no quería asustar a nadie, no quería
terminar de convertirse en un monstruo patético que se lamenta por todo. Trató
de respirar.
Encontró un camino que ascendía a la parte más
alta de la montaña y lo tomó sin dudarlo. Su estado físico no era óptimo pero
eso no importaba. Creía que el dolor físico podría tapar de alguna manera el
dolor interior que sentía por todo lo que pensaba todos los días. Su complejo
de inferioridad y su insistencia en que él era al único que ciertas cosas jamás
le pasaban. Tomó el sendero difícil para poder sacar eso de su mente y no tener
que sentarse a llorar.
El camino era bastante inclinado en ciertos
puntos, en otros hacía zigzag y otros se interrumpía y volvía a aparecer unos
metros por delante. Había letreros que indicaban peligro de caída de rocas o de
tierra resbaladiza. Pero él no los vio, solo quería seguir caminando, sudar y
hacer que sus músculos y hasta sus huesos sintieran dolor.
El recorrido terminó de golpe. Llegaba a una
pequeña meseta en la parte más alta, que estaba encerrada por una cerca metálica.
Todo el lugar era un increíble mirador para poder apreciar la ciudad desde la
altura. Pero él no se acercó a mirar. Solo se dejó caer en medio del lugar y se
limpió el sudor con la manga. Esta vez estaba de verdad solo y su plan había
funcionado: estaba cansado, entonces no pensó nada en ese mismo momento.
Sintió el viento fresco del lugar y se quedó
ahí, mirando las nubes pasar y respirando hondo, como queriendo sentir más de
la cuenta. Sin posibilidad de detenerse, empezó a llorar en silencio. Las
lágrimas rodaban por su cara, mezclándose con el sudor y cayendo pesadas en la
tierra seca de la montaña. No hice nada para parar. Más bien al contrario,
parecía dispuesto a llorar todo lo necesario. Se dio cuenta que no tenía caso
seguir luchando así que dejó que todo saliera.
No supo cuánto tiempo estuvo allí pero sí que
nunca se asomó por el mirador ni tomó ninguna foto ni nada por el estilo. Solo
sintió que su alma se partía en dos por el dolor que llevaba adentro. Agradeció
que nadie llegara, que no hubiese un alma en el lugar, pues no hubiese podido
ni querido explicar qué era lo que pasaba. Tampoco hubiese querido que nadie le
ofreciera ayuda ni apoyo ni nada. Era muy tarde para eso. Además, era hora de
que él asumiera sus demonios.
El camino a casa pareció breve aunque no lo
fue. Ya era tarde y los hombres que estaban trabajando en la remodelación se
habían ido. Al entrar en su casa, en su habitación, se quitó la ropa y se echó
en la cama boca arriba y pensó que debía encontrar alguna manera para dejar de
sentir todo lo que sentía o al menos para convertirlo en algo útil. Había ido
bueno liberarlo todo pero aún estaba todo allí y no podía perder ante si mismo.
Ese día se durmió temprano y se despertó en la
madrugada, a esas horas en las que parece que todo el mundo duerme. Y así,
medio dormido, se dio cuenta que la solución para todos sus problemas estaba y
siempre había estado en él mismo. Solo era cuestión de saber cual era.