Me desvestí tranquilamente, disfrutando del
sol tibio que brillaba en el momento y de la brisa tranquila que parecía calmar
las olas al momento de llegar a la orilla. Dejé todo bien arreglado, junto a mi
mochila, y me encaminé entonces hacia el agua. Lo hice despacio, sentía que el
momento era casi un ritual o una experiencia mucho más allá de todo lo físico
que había estado viviendo durante el último mes. Esta era la primera vez que me
sentía en calma, que podía estar en paz, que de verdad estaba completo.
Cuando el agua tocó mis pies, me sorprendió
que no era muy fría pero tampoco caliente, era perfecta. Estuve con los pies
allí enterrados un buen rato, mirando a un lado y al otro de la prístina playa,
esperando que la magia se rompiera en cualquier momento. Pero no pasó nada. Los
matorrales y palmeras temblaron ligeramente a causa del viento y yo elevé la
mirada al cielo, contemplado ese inmenso manto azul que no tenía ni una sola
manchita de color blanco por ninguna parte.
Inhalé profundo y seguí metiéndome más en el
mar, hasta que el agua ocultó mi genitales y me llegó más arriba del ombligo.
La temperatura del aire y del agua eran perfectas, como si alguien hubiese
preparado ese baño tan especial solo para mí. Era tan agradable, que cerré los
ojos y me dejé mecer ligeramente por el agua. Se sentía como volver al vientre
materno, como esas mañanas de invierno en las que estás en la posición perfecta
en la cama y simplemente no te atreves a moverte, por temor a romper el momento
ideal.
Cuando abrí los ojos, nada había cambiado.
Respondiendo a un impulso, hice un clavado inexperto y me hundí en el agua
salada. Lo hice con los ojos abiertos, sin miedo de que después se pusieran
rojos y me ardieran. Ya me preocuparía después por mi vista. Por ahora tenía
que aprovechar ese momento que tenía en el paraíso. Nadé alegremente de forma
paralela a la playa. El agua se sentía perfecta recorriendo mi cuerpo libre. De
vez en cuando cerraba los ojos, pensando en quedarme allí por el resto de mis
días.
Cuando salí del trance, me di cuenta de que
estaba lejos de mis pertenencias. Pero no me importó. Las miré de lejos y luego
me zambullí de nuevo, intentando sentarme en el fondo marino. Quería escuchar
el sonido del mar desde su base o al menos desde la zona más profunda que
pudiese alcanzar sin que mis oídos se sintieran a punto de estallar. Lo logré
por un rato y fue muy agradable. Me hundía y salía y me hundía y salía. No sé
cuanto tiempo estuve haciendo esa rutina. Solo sé que él estaba allí cuando
emergí una de tantas veces. Y me miraba, fijamente.
No sentí miedo. No les miento y créanme que me
sorprende no haber sentido algo de temor en aquel momento. Pero el punto es que
cuando lo vi, solo supe que debía salir del agua para verlo más de cerca. Era
casi como si se hubiese aparecido un ser
de otro mundo y yo tuviese que hablar con él para aprender algo que no
sabía lo que era, pero que seguramente se escondía en la elusiva y fascinante
mente de la criatura. Salí lentamente del mar, sin apuros y sin ningún tipo de
sensación.
Cuando estuve cerca, pude ver que tenía el
cabello castaño claro pero con varias parte de un rubio oscuro muy atractivo.
Tenía cejas gruesas y oscuras y unos ojos casi negros que me hacían sentir
extraño. Sus manos y pies eran grandes y él mismo era más alto que yo.
Normalmente, me hubiese sentido avergonzado por eso, porque siempre me he
sentido inseguro por mi apariencia física. Pero en ese momento nada de eso se
me pasó por la cabeza. Solo lo miraba con curiosidad, como si nunca hubiese visto
alguien parecido.
Nadie dijo nada. Él tenía una mochila en la
espalda y la dejó al lado de la mía. Venía descalzo. Me miraba fijamente cuando
se quitó la camisa sin mangas, los pantalones cortos y la ropa interior. No los
dejó arreglados en el suelo, como lo hice yo, sino que los tiró a un lado como
si no pretendiera usarlos nunca jamás. Nos quedamos viéndonos el uno al otro
por un rato, sin mover un solo músculo ni decir nada. Era como un desafío algo
extraño, como una pequeña batalla que se libraba sin un solo movimiento.
Fue al rato que yo sentí el impulso de volver
al agua. Él me siguió y pronto estuvimos los dos alejados de la orillas,
moviendo brazos y piernas para mantenernos a flote. Solo nuestras cabezas eran
visibles y ellas seguían enfocadas en el otro. A veces rompíamos la conexión
pero la retomábamos a los pocos segundos. Fue en ese momento que me di cuenta
de que lo que pasaba no era muy normal que digamos. Pero fue como si alguien
alejado de mi lo dijera en un susurro. No hice caso.
Estuvimos allí nadando y mirándonos el uno al
otro por un largo rato. El agua no cambiaba de temperatura y el aire tampoco.
Era todo tan agradable y sin embargo era de esperarse que pronto el sol
empezara a bajar y entonces se haría la oscuridad en ese paraíso oculto del
mundo. Él debió pensar lo mismo porque, cuando me miró de nuevo a los ojos, se
le dibujó una sonrisa en el rostro. Yo respondí igual y ese fue el primer
momento en que sentí esa vieja vergüenza de antes. Solo por un momento, como un
chispazo, pero la sentí como siempre en el pasado, en situaciones no muy
diferentes a esa.
Sin hablar, decidimos volver a la orilla. En
efecto, el sol empezó a bajar lentamente por el cielo despejado. Nos sentamos
en la orilla para verlo, uno al lado del otro, frente a nuestras pertenencias.
Era muy agradable estar allí, con la fina arena bajo nuestros cuerpos y el
calor del sol secándonos el agua de mar del cuerpo. Nunca me había sentido tan
libre como en ese momento, o tan feliz. Era una sensación tan variada e
increíble que simplemente sería inútil tratar de explicarla en simples
palabras.
Pasado un tiempo, el hombre de las cejas
oscuras tomó mi mano y la apretó ligeramente. Yo respondí igual. Luego
entrelazamos los dedos y jugamos un buen rato, tocándonos el uno al otro pero
sin pasar de la muñeca. No solo era obviamente muy sensual sino que se sentía
muy bien interactuar de esa manera, sin vocabulario innecesario. Nuestras
miradas y el tacto podían hablar muchísimo más de lo que nosotros lo hacíamos.
Era una comunicación más profunda y, en cierto sentido, más verdadera.
Fue cuando me di cuenta de que, debajo de la
barba de algunos días y el pelo desarreglado, mi compañero de playa era un
hombre que nunca hubiese creído que podría acercarse a mí en el mundo real. Me
di cuenta de que era uno de esos hombres físicamente perfectos, de esos que no
tienen que preocuparse por nada, pues los cánones de belleza dictan que las
personas que tienen ese aspecto físico no serán ni pueden ser juzgadas de la
misma manera que los demás. Y esa es una verdad que no admite peros.
Así y todo, él se acercó cuidadosamente y me
dio un beso suave en los labios. Yo me acerqué también y puse una de mis manos
sobre su costados. Los besos continuaron, cada vez más profundos e intensos, en
cada vez más lugares del cuerpo y de maneras diferentes. No demoramos mucho en
tener sexo, un sexo intenso y liberador pero que se sentía como algo mucho más
que solo tener relaciones sexuales, que una simple penetración. Era algo que
debía pasar, algo que debía de suceder y por eso se sentía tan bien.
Terminamos cuando el sol tocó el mar. Nos
besamos un poco más y nos fuimos separando lentamente. Él se puso de pie
primero. No lo vi vestirse ni nada. Simplemente seguí mirando el agua. Cuando
el Sol se había ido, el también ya no estaba, ni sus cosas. Yo suspiré, nada
más.
Me quedé un rato allí, abrazado por una
oscuridad débil, pues la luna inundaba con su luz todo lo que había por ese
rumbo. No quería irme pero sabía que nadie puede estar allí para siempre. Quise
guardarlo todo en mi mente para jamás olvidarlo y poder sentirme así alguna vez,
de nuevo.